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Just a Dream

Una vez está todo sobre la mesa del comedor, salgo al jardín para decirles a todos que pueden entrar. Seremos siete hombres, la mujer de Omar, la Tata y yo. Cuando el padre de Dylan aparece apoyado en su bastón y con la pequeña Preciosa cogida de la otra mano, mis ojos se iluminan. Al verme, la pequeña corre a mis brazos y yo la aúpo.

Ver a la niña me hace feliz y mirando a Anselmo le guiño un ojo. Él me lo guiña a mí también y después veo que mira con curiosidad lo que hay sobre la mesa. Luego me mira a mí y pregunta con su habitual actitud desafiante:

—¿Estás segura de que no nos vas a envenenar?

Yo achino los ojos y respondo:

—Tranquilo. Lo haré tan lenta y sutilmente que no sufrirás.

Sonríe y Dylan, agarrándome de la cintura, dice con orgullo:

—Familia, ¡a comer lo que mi futura mujercita nos ha preparado!

Minutos después, sus tíos me felicitan. Les encanta todo lo que prueban. Mis cuñados devoran la comida, Tifany picotea aquí y allá para no engordar y la Tata disfruta contenta junto a Preciosa. Comemos entre risas y mientras charlamos. Eso me encanta.

Observo a Anselmo con el rabillo del ojo. Está pendiente de la niña y sonrío cuando ella le mete un garbanzo en la boca. El viejo sonríe y se lo come y luego la pequeña se come uno. Incrédula, contemplo al gruñón de Anselmo en su recién estrenada faceta de abuelo y me derrito. Sin duda, esta pequeña Ferrasa va a ser la niña más envidiada de todo Puerto Rico.

Cuando terminamos, todos estamos llenos, repletos. Omar, Tifany y Tony se levantan para marcharse, aunque, antes, Omar le echa los brazos a Preciosa y ésta lo abraza sin titubear. Está claro que está dispuesta a dar amor a todos a cambio de cariño. Durante unos instantes, observo a Omar y lo veo sonreír con su hija en brazos. Tifany en cambio está más seria. Sé que no le hizo gracia la aparición de la pequeña, pero eso es lo que menos me importa en ese momento. Poco después, la Tata se lleva a la niña a dormir la siesta y nos quedamos Dylan, sus tíos, su padre y yo.

—¿Qué es lo que más te ha gustado de todo, Anselmo?

El hombre da un trago a su café y responde:

—Los garbanzos estaban muy buenos y el pescado también. —Yo asiento—. Pero lo mejor ha sido la tortilla de patata. Reconozco que te ha salido muy buena.

Eso me hace feliz, porque es lo único que yo he preparado y aplaudo porque ese hombre sea capaz de echarme un piropo sin él saberlo.

—La carne en salsa, ¡espectacular! —afirma Tito, sonriendo.

Los tíos de Dylan son maravillosos. Son músicos de vocación y se les nota en su manera de hablar, de expresarse, incluso de interpretar algún cachito de canción para mí. Estoy emocionada, pero me corto cuando oigo a Tito decir:

—Esta jovencita tiene una voz increíble. Tendríais que escucharla.

La mano de Dylan que sostenía la mía, se tensa. Lo miro con disimulo, pero él no mueve ni un músculo cuando Héctor dice:

—Es cierto, Tito me comentó que cantabas en la orquesta de un barco.

Me entran los calores. Tengo delante a unos grandes de la música que han recibido todo tipo de premios y respondo:

—Sí. He cantado con distintas orquestas.

—Cantar con orquestas es un gran aprendizaje, Yanira. ¡El mejor! —asevera Joaquín y, mirándome, añade—: Esta noche, en la fiesta, espero oírte cantar.

Me pongo nerviosa. Quienes me lo están pidiendo son dos músicos mundialmente famosos y eso me intimida. No soy tímida, pero en un momento así me tiembla todo. Durante un rato hablamos de música, ritmos y melodías hasta que me percato de que Dylan está incómodo y digo:

—Quizá esta noche sea mejor que no cante.

Dylan y sus tíos me miran y Tito pregunta:

—¿Por qué?

Tocándome la garganta a modo de disculpa, murmuro:

—Estoy algo afónica y no quisiera que se llevaran un mal recuerdo de mí. Además, habrá mucha gente. Demasiada.

El padre de Dylan, que hasta el momento ha estado callado, sonríe. Y su sonrisita no me da buena espina.

—Demasiados chichaítos con Tony hace unos días —apostilla.

¡La madre que lo parió!

Dylan suelta una carcajada. El buen humor de su padre veo que le influye y, dándome un beso en los nudillos interviene:

—Esta noche, estoy seguro de que os dejará a todos con la boca abierta. Su voz es tan bonita como ella.

Definitivamente me lo como a besos, a achuchones y a todo lo que se me ocurra.

Sus tíos aplauden, su padre sonríe y yo, confusa, lo miro y me guiña un ojo.

Minutos después, Anselmo se levanta y dice:

—Vamos Héctor, Tito, Joaquín. Dejemos a los muchachos un rato a solas para que disfruten un poco antes de la fiesta.

Joaquín y Tito se levantan y me guiñan un ojo. Héctor se levanta también, sonríe a Dylan y, mirándome a mí, murmura divertido para que sólo nosotros lo oigamos:

—No veo el momento de verte dejar al Ogro sin palabras.

Su confianza en mí sin siquiera haberme oído cantar me hace sonreír y cuando Dylan y yo nos quedamos solos, murmuro:

—¿Por qué me animas a cantar esta noche si sé que no te gusta que lo haga?

—Porque sé que eso es lo que a ti te hace feliz y yo necesito que lo seas.

Su respuesta, como siempre, es perfecta, romántica y maravillosa. Sin dilación, me coge en brazos y me sienta sobre sus rodillas. Me besa con mimo y yo a él y, cuando se separa de mí, comenta:

—Algunos invitados te van a sorprender.

—¿Por qué?

—Porque te conozco y lo sé —dice.

—¿Quiénes son?

—Amigos de la familia. —Y, besándome de nuevo, murmura—. Vas a dejarlos a todos flipados. Ya lo verás.

Su apoyo y su confianza en mí me maravillan y, con ganas de otro tipo de intimidad, le digo:

—De momento, quiero dejarlo flipado a usted, señor Ferrasa. Elija un juego y su conejita caliente aceptará sin dudar.

Mi proposición le gusta y pregunta:

—¿Elijo yo?

Con un gesto de lo más provocador y lujurioso, asiento.

—¿Un juego caliente?

Vuelvo a asentir. Dylan sonríe y, levantándose, me da un azote y con voz sensual propone:

—Vayamos a ello. Sólo tenemos unas horas antes de que comience la fiesta.

Corremos escaleras arriba y esta vez me arrastra hasta su habitación.

—¿Estás segura de que quieres un juego caliente?

—Muy caliente —afirmo.

Me besa. Dejo que explore mi boca con pasión y murmura, sin apartarse.

—¿Qué te parece si hoy hacemos algo diferente?

Digo que sí. No sé qué me va a proponer, pero sea lo que sea, asiento. Él sonríe y mete la mano debajo mi falda corta.

—Tengo un amigo que disfruta mientras…

Sorprendida, me separo unos centímetros de su boca y le pregunto:

—¿Quieres hacer un trío?

Dylan de momento no responde.

—¿Tú quieres? —pregunta.

Estoy excitada, caliente, deseosa y dispuesta a hacer lo que él proponga.

—En este instante, haría contigo cualquier cosa. Es tu juego. Tú decides. Cuando sea mi juego, yo decidiré.

—Caprichosa, eres un peligro.

Me da pequeños mordiscos en el labio inferior, mientras yo me quito los zapatos. Entonces, él para y, mirándome, me dice:

—Siéntate en la cama. Quítate las bragas y abre las piernas.

Su orden me excita y al ver que lo miro, insiste con voz ronca de ordeno y mando:

—Vamos… estoy esperando.

No lo hago esperar. Me siento en la cama me quito las bragas con sensualidad, mientras abro las piernas para él. Sus pupilas se dilatan al ver lo que le ofrezco sin reservas y murmura:

—Excitante.

Se acerca a mí, se inclina y pasa un dedo por mi húmedo sexo, mientras dice:

—Iremos a casa de alguien que conozco y haremos que nos mire mientras te hago mía, ¿qué te parece?

¿Que qué me parece?

Me sorprende su propuesta. La respiración se me acelera. Nunca he hecho nada así estando con él, pero su propuesta me excita, me perturba y contesto:

—Excitante y morboso mi amor.

Introduce entonces el dedo en mi vagina y, acercando su boca a la mía, susurra:

—Sólo serás mía. Yo te disfrutaré, te follaré y la otra persona únicamente mirará y te disfrutará sin tocarte.

Jadeo y muevo las caderas para que Dylan meta el dedo más profundamente, pero él lo saca y se levanta. Lo sigo con la mirada mientras se mueve por la habitación y lo veo abrir un cajón y sacar de él un neceser. Abre otro cajón. Veo que es un minibar, de donde coge una botella de agua. Luego se sienta en la cama, abre el neceser y saca cuatro bolas redondas, unidas por un hilo fino. A continuación, abre la botella, moja las bolas con agua y murmura:

—Te las introduciré una a una y tú no dirás que no.

No, no voy a decir que no.

¡Claro que no!

Mete la primera… sonrío.

Mete la segunda… sonríe.

Mete la tercera… jadeo.

Mete la cuarta… jadea.

Enloquecidos, nos miramos y me vuelvo loca cuando introduce también un dedo y las mueve en mi interior. Su fricción me hace morir de placer.

La vibración de las bolas es excitante. Dylan sonríe travieso.

¡Esa sonrisa me pone a mil!

Pide que me levante. Cuando lo hago, me pone las bragas. Una vez me las sube, me baja la falda y, desde su imponente estatura, susurra:

—Aguanta con ellas dentro hasta que lleguemos a nuestro destino.

Y, sin más, recoge el neceser, me da la mano y abre la puerta de la habitación. Las bolas chocan dentro de mi vagina y apenas puedo caminar. Dylan me apremia:

—Vamos, estoy impaciente.

Se para en la puerta de mi habitación y me indica:

—Ponte los zapatos con más tacón que tengas.

Abro el armario y veo los que voy a llevar esa noche en la fiesta y me los pongo. De su mano, bajo la escalera y salimos a la calle, mientras me acaloro por las vibraciones de las bolas. Nunca antes he sentido algo así.

Cuando me siento en el coche, se me escapa un gemido. Al oírlo, Dylan sonríe. Me pasa las manos por las piernas. Yo las abro y cuando su palma llega hasta mi braga, aprieta y musita:

—Disfruta y házmelo saber.

El morbo le puede.

El morbo me puede.

Cuando arranca el coche suena la música de Maxwell y salimos a la carretera. Cada bache me hace jadear. Cada acelerón me hace gemir. Cada frenada, me vuelve loca.

Agarrada al cinturón de seguridad, cierro los ojos y disfruto de la sensación que esas bolas me están causando. Aprieto las piernas y ésta se acrecenta. Abro los ojos y miro a Dylan, que sonríe tras sus gafas de sol.

Estoy muy excitada. Llegamos a un edificio muy moderno, entra el coche en el aparcamiento y, una vez para el motor, me mira y dice:

—Abre las piernas.

Hago lo que me pide. Su mano vuelve a subir por mis muslos y cuando llega de nuevo a la tela de mi braga, aprieta y murmura:

—Estás mojada.

¿Mojada?

Lo que estoy es caliente y cachonda.

Como puedo salgo del coche. Andar con esas bolas en mi interior a cada instante se hace más difícil y, cuando llegamos al ascensor, vuelvo a jadear. Dylan aprieta al botón del séptimo piso y cuando el ascensor se pone en marcha, se acerca a mí y, aprisionándome contra la pared, musita:

—Eres mi conejita caliente y me vas a dar placer.

Asiento. Me mira con gesto serio, me besa y, cuando se aparta de mi boca, dice con voz ronca.

—Repite quién eres y qué me vas a dar.

Su juego me provoca y, excitada, digo:

—Soy tu conejita caliente y te voy a dar placer.

El ascensor se para y se abren las puertas. Agarrada a su mano, recorremos un largo y lujoso pasillo de color blanco. Cuando llegamos a una puerta, Dylan saca una tarjeta, la introduce y la puerta se abre.

Acalorada resoplo, mientras noto cómo mis bragas se empapan.

Madre mía cómo me están poniendo estas bolas y la situación.

Entramos. Dylan cierra la puerta y deja el neceser sobre una mesa negra. Veo que se agarra ella y, mirándome, murmura:

—Yanira, estoy tan excitado que temo hacerte daño.

Me acerco a él y, deseosa de continuar con el juego, lo contradigo:

—No lo harás. Nunca lo permitirías.

Nos besamos. Su respiración es fuerte. Me suelta de pronto y me dice:

—Vamos al baño a ducharnos.

Me dejo guiar por él. No conozco el lugar. No sé dónde está nada y cuando entramos en el cuarto de baño, me quedo parada. Allí, sentado en un taburete, un hombre de la edad de Dylan nos espera con un cuaderno y un lápiz en la mano. Al vernos no se levanta ni habla. Sólo nos mira y Dylan ordena:

—Desnúdate y deja tu ropa sobre el taburete rojo.

Sin demora, me desabrocho la camisa mientras veo que Dylan y el desconocido se saludan.

¿No me lo va a presentar?

Pasados unos segundos, intuyo que no y dejo la camisa sobre el taburete rojo.

El individuo no se desnuda. Sólo me mira. Tiene las pupilas dilatadas y noto que le gusta lo que ve. Me quito el sujetador, los zapatos, la falda, las bragas. Una vez me quedo totalmente desnuda, Dylan me llama, me pone delante del hombre y murmura:

—Es suave, cálida y deliciosa, pero es mía. Tú sólo mirarás porque es lo que te gusta, lo que te da placer.

El otro hombre asiente.

Mi respiración se acelera y jadeo. Dylan comienza a tocarme delante de él. Le tienta. Me muestra ante él mientras susurra en mi oído:

—Entra en la ducha.

Hago lo que me pide y entra detrás de mí. Dylan abre el grifo, me empapa el pelo, me lo retira de la cara con mimo y, besándome, dice contra mi boca:

—Eres preciosa.

Sonrío y lo beso. El agua corre por nuestros cuerpos y él me mete una mano entre las piernas. Yo las separo y jadeo al sentir uno de sus dedos junto a las bolas. No me importa el hombre que nos mira. Sólo quiero disfrutar de mi amor y dejarle disfrutar de mí.

Su boca busca una y otra vez la mía. La encuentra. La devora. Su mano me agarra una pierna y me pide que se la ponga alrededor de la cintura. Obedezco. Pero al hacerlo las bolas se mueven dentro de mí y grito. Dylan sonríe. Vuelve a llevar su mano hasta mi vagina e, introduciendo una bola que quiere salir, murmura:

—Todavía no.

Cierro los ojos mientras me mueve sobre su cuerpo. Pasea una rodilla contra mi sexo y, cuando me aprieta, yo suelto un gemido. Lo hace varias veces hasta que cierra el grifo y salimos de la ducha.

Al hacerlo, me percato de que el hombre ya no está allí, y mis zapatos tampoco. Pero al entrar en la moderna habitación, totalmente negra, lo vuelvo a ver junto a la cama.

Como si él no estuviera, Dylan me tumba en ella. Ambos estamos mojados, empapados, pero no parece importarle. Me besa. Me chupa los labios. Me lame los pezones y seca las gotas de agua mientras el hombre nos mira y se mueve alrededor de la cama para tener mejor ángulo de visión de lo que quiere ver para poder dibujarlo.

Dylan se para, me coge las manos y, tras ponerme unas esposas de cuero, me sujeta a un arete que hay en el cabecero de la cama.

Se levanta, sonríe y cierra las cortinas. Todo se oscurece y, de pronto, una luz íntima y violeta se enciende sobre la cama. Observo que el hombre le da mis zapatos de tacón y Dylan me los pone. Luego me tapa los ojos con una tela oscura y dejo de ver.

La cama se mueve. Noto que alguien se pone sobre mí y murmura ante mi cara:

—Adivina quién soy.

Sonrío y mi amor me besa.

Cuando separa sus labios de los míos estoy acelerada, húmeda, excitada. Mi corazón se altera y más cuando lo oigo decir:

—¿Recuerdas aquel día en el barco en el que el juego era que la conejita estaba temerosa? —Asiento y oigo su risa mientras murmura—: Hoy quiero ver a una conejita caliente. Muy caliente y entregada, ¿entendido?

Digo que sí con la cabeza.

Sus manos vuelan por mi cuerpo, mientras, esposada a la cama, cierro las piernas y me vuelvo loca. Las bolas me abrasan la vagina y, cuando siento que su mano se detiene entre mis muslos, los abro para él y susurro:

—Soy tuya.

Como un lobo hambriento se lanza a mi boca. Me entrego a él y, cuando me mete la lengua en la boca con brusquedad, yo le respondo jadeando. No veo nada, lo que me da otra visión de este tórrido momento. Ciega y maniatada, las sensaciones se intensifican. Su mano implacable me toca la cara interna de los muslos haciéndome temblar. Me tienta. Me muevo deseosa de que me haga suya y, cuando introduce un dedo en mi caliente humedad, me arqueo enloquecida.

—Sí, cariño… caliente… así…

Su voz es pura dinamita, pura lujuria, pura locura y me enloquece. De pronto, siento que se levanta de la cama y dos segundos después suena música. No es Maxwell. La cama se hunde otra vez. Me toca. Reconozco sus manos. Pasa su lengua por mi barbilla y, cuando llega a mi oído, murmura:

Just a dream, de Eric Roberson.

Esa sensual canción inunda la habitación.

—Abre las piernas para mí, cariño.

Su petición es excitante y mis piernas se abren solas mientras escucho la bonita melodía. Cientos de besos cubren la cara interna de mis muslos y gimo sin medida, sin ocultar lo mucho que me gusta. De pronto, suelto un grito al notar cómo mi amor me saca una de las bolas de la vagina. Respiro acelerada al notar la mano de Dylan sobre mi vientre y lo oigo murmurar:

—Respira con tranquilidad.

Intento hacerlo, mientras sus dulces besos vuelven a la cara interna de mis muslos y él vuelve a tirar y saca otra bola. El placer es inmenso y más cuando me besa el monte de Venus.

Quiero tocarle, pero no puedo. Estoy maniatada y él saca otra bola. Antes de que pueda reponerme vuelve a tirar y saca la última.

En ese instante, oigo un zumbido. Jadeo. La bonita canción se acaba y comienza otra que no conozco. Es otra voz. Dylan no me dice quién canta, en cambio, me ordena:

—Date la vuelta y ponte a cuatro patas.

Todavía maniatada y sin poder ver lo hago, necesito su ayuda para hacerlo y me excito al representarme la imagen que en este instante debo de ofrecerles a mi amor y al otro hombre.

De pronto, noto algo cremoso en el ano. Esta frío y pregunto:

—¿Qué es?

—Lubricante.

Me asusto. Sé lo que va a hacer y murmuro:

—Dylan…

—Tranquila, mi amor…, tranquila.

Intento estarlo, cuando de pronto me abre las nalgas y me unta más de ese gel. Me muevo nerviosa. Dylan coloca una de sus manos en mi espalda y la baja, haciéndome levantar el culo. A continuación, me indica:

—Relájate y déjate hacer.

Siento cómo su dedo juguetea con mi ano. Jadeo. Me muevo y él me ordena con dulzura:

—No te muevas. Facilítame la tarea.

Hago lo que me pide y poco a poco siento que mi ano se acopla a esa intromisión. Dylan mete y saca el dedo y cuando se me escapa un gemido, susurra:

—Bien, conejita… vamos bien.

A ese dedo le añade otro más. La piel me tira y digo:

—Dylan…

—Recuerda, nunca te haría daño. —Y, parándose, pregunta—: ¿Continúo?

Intento confiar en él. Intento creer en él y asiento.

—Sí.

Poco a poco, sus dedos entran en mí con delicadeza. ¡Dios qué placer!

Comienzo a moverme y él, al verlo, me muerde en un costado.

—¿Te gusta?

—Sí —respondo con sinceridad.

Oigo su risa y jadeo cuando sus dedos se hunden en mi ano.

—Imagínate el día en que pueda estar totalmente dentro de ti, conejita. Asiré tus caderas desde atrás y te follaré una y otra vez y tú te volverás loca y me volverás loco a mí.

Digo que sí con la cabeza. Ya lo deseo.

Pasados unos minutos, Dylan abandona mi trasero. Me da un par de besos en las nalgas y me señala:

—Túmbate de nuevo boca arriba, mi amor.

—¿Ya? —pregunto, molesta por que ahora abandone mi ano.

—El sexo anal se disfruta yendo poco a poco, cariño —murmura en mi oído—. Si no tuviéramos una fiesta esta noche, te aseguro que continuaría hasta que tú misma me pidieras que te follara, pero no quiero que luego estés dolorida.

Tiene razón. Nuestra fiesta es esta noche y no quiero estar mal. Ayudada por él, me doy la vuelta y oigo que me dice:

—No cierres las piernas, conejita. No quiero que las cierres.

Excitada por su voz y por su orden, hago lo que me pide, pero me tiemblan las piernas y él exige levantando la voz:

—Te prohíbo que las cierres.

El morbo me vuelve loca. Las abro todo lo que puedo.

Nunca pensé que Dylan pudiera jugar así, pero me gusta. Me pone a cien.

—Éste no es Lobezno —dice ahora, sin que yo pueda ver nada—. Lo compre para ti y lo vamos a estrenar ahora mismo.

Sus calidas manos abren los pliegues de mi sexo. Yo jadeo, siento la vibración cerca de mi clítoris y comenta:

—Al uno con lo excitada que estás es poco para ti, ¿verdad, cariño?

—Sí —convengo.

—Al dos, el cosquilleo se hace más intenso y regular.

—Sí —jadeo.

—Al tres… mmm, te gusta, ¿verdad? —El zumbido del vibrador, acompañado por el cosquilleo delirante que me provoca, me hace morderme los labios. Las piernas se me cierran y Dylan exige—: Ábrelas.

Lo hago. Me excita y susurra:

—Demuéstrame cuánto disfrutas. Grita. La habitación está insonorizada.

Mis jadeos suben de tono e incesantes gritos de placer salen de mi boca mientras mi chico, mi moreno, mi amor, me masturba y me impide cerrar las piernas. Oleadas de placer toman mi cuerpo mientras disfruto de la situación de dominación a la que estoy siendo sometida por el hombre que amo.

Me quita la venda de los ojos y por fin puedo ver. Su amigo está tras él y dibuja sin perderse un detalle. Un nuevo jadeo sale de mi boca al sentir el placer del vibrador en mi clítoris y echo la cabeza hacia atrás. El zumbido se para. Miro a Dylan, que, colocándose sobre mí, dice, clavando su mirada en mí:

—Clávame los tacones cuando te penetre.

¡Ay, Dios!

Se mete con urgencia entre mis piernas.

Su acometida es tan fuerte que, al moverse mi cuerpo, siento cómo le clavo los tacones en la parte trasera de las piernas.

Un sonoro y delirante jadeo escapa de mi boca al sentir aquella tremenda posesión. Enloquecido, Dylan se hunde una y otra vez en mí hasta que me ordena:

—Grita, quiero oírte.

Lo hago. Mis gritos, acompañados de los roncos jadeos de él, nos excitan. Sigue hundiéndose en mí con todas sus fuerzas y yo clavándole los tacones.

A una serie de rápidas acometidas le siguen otras más lentas y rotundas. No sé cuáles me gustan más. Sólo sé que no quiero que pare.

—Me voy a correr. Estoy tan excitado que me voy a correr —le oigo decir.

Quiero abrazarlo. Quiero clavarle las uñas en su espalda, pero con las esposas no puedo. Mi cuerpo se retuerce de placer, esclavo de él.

Miro a su amigo. Ya no está detrás de Dylan, sino apoyado en la pared, masturbándose, mientras nos observa hacer el amor como locos. Un calor inmenso me sube desde las plantas de los pies, mientras Dylan se hunde una y otra vez en mí y, cuando no puedo más, exploto y grito, dejándome ir.

Él no para. Sigue duro en mi interior mientras yo siento que mis jugos empapan nuestros cuerpos. Abierta para él, lo recibo gustosa mientras mi vagina tiembla, hasta que, con un varonil gruñido, se deja caer sobre mí y lo siento temblar también.

Al cabo de un rato, cuando creo que todo ha terminado, Dylan me besa, me desata las manos y yo lo abrazo. Permanecemos así unos minutos hasta que, levantándose, me da unos pañuelos de papel y ambos nos secamos.

Su amigo ha desaparecido. Ya no está. Sólo hay un dibujo sobre una silla. Dylan lo coge, me lo entrega y veo que somos él y yo haciendo el amor.

—¿Qué te parece?

—Increíble —digo, mientras lo miro.

Sin duda alguna el dibujo es tórrido y Dylan, mirándome, murmura:

—Le pedí que lo hiciera para nosotros.

Cuando dejo el dibujo de nuevo sobre la silla, miro a mi amor y digo:

—Me ha encantado la primera canción que ha sonado antes.

—¿La de Eric Roberson?

Asiento. Dylan levanta un dedo, se acerca al equipo de música e instantes después vuelve a sonar la bonita y sensual melodía. Abro los brazos para recibirle y empezamos a bailar con nuestros cuerpos desnudos pegados.

Dicen que yo canto bien, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que Dylan baila de maravilla. Su cuerpo se mueve lenta y pausadamente al compás de la canción y sabe llevarme con él. Noto su respiración en mi cuello. Me da cientos de dulces besos en él, en mi oreja, en mis mejillas y, cuando llega a mi boca, murmura:

—Estoy loco por ti, cariño.

Sonrío. Le ofrezco mis labios y él los acepta. Nos besamos lentamente, al compás de la música, hasta que Dylan me coge en brazos y me lleva a la ducha, donde me vuelve a hacer el amor. Me penetra y yo lo recibo gustosa. Sin llegar a finalizar, regresamos a la habitación. La luz sigue siendo violeta. Dylan me deja sobre la cama y comienza a lamerme el sexo con fervor.

Extasiada, hundo los dedos en su pelo mientras él pasea su lengua por todos los lados y mis fluidos me empapan. Su rudeza y afán de posesión me hacen gozar. Me abre para él. Me expone para él. Me retuerzo, jadeo, gimo.

Con una mano me sujeta el trasero. Me lo masajea y yo grito al notar que uno de sus dedos entra en mi ano. Entra y sale de mí al mismo tiempo que no para de chuparme el clítoris. Mis gemidos se convierten en gritos de placer, mientras siento que pierdo la cordura.

La locura del momento se apodera de mí y le pido que lo haga. Le pido que me penetre por el ano. Dylan se resiste, se niega, pero yo insisto. Al final, me da la vuelta con brusquedad. Me pone a cuatro patas y, apretándome con una mano contra la cama, acerca su duro pene en la entrada de mi ano, pero no aprieta.

—Hazlo —exijo, mientras oigo su agitada respiración.

Dylan se introduce un poco, pero no lo suficiente. Le grito, le ordeno que lo haga, y cuando creo que lo va a hacer, me agarra del pelo, tira de él hacia atrás y, penetrándome por la vagina hasta el fondo, murmura:

—Hoy no puede ser.

Me suelta el pelo y me sujeta por la cintura. Con una fuerte embestida se hunde de nuevo en mí por completo.

Yo grito extasiada.

Sale de mí en su totalidad y vuelve a introducirse de golpe. Eso me produce un increíble placer y le pido:

—Más… más.

—Caprichosa… —lo oigo decir.

Enloquecido por mis exigencias, siento que me invade, me empotra, me penetra con todas sus fuerzas, mientras yo grito y exijo más. Quiero tenerlo dentro de mí eternamente. Quiero que no pare.

Sin descanso, mi amor me hace suya.

Sin descanso, me entrego a él y sé que él se entrega a mí.

Sin descanso, las penetraciones se vuelven violentas hasta que, pasados unos segundos, tenemos al unísono un orgasmo bestial. ¡Increíble!

Agotado, Dylan se deja caer a un lado de la cama y yo caigo de bruces sobre ella. Mi respiración es rápida, pero la de él es violenta. Lo miro. Lo veo sudoroso a la par que mojado por la ducha y pregunto:

—¿Estás bien?

Asiente, cierra los ojos y, cuando recupera el resuello, murmura:

—Mejor que en toda mi vida.

Suelto una carcajada y Dylan añade:

—Casi me convences. Menos mal que he mantenido el control.

Vuelvo a reír. Estoy como una cabra. Tan pronto quiero sexo anal como no. Él me abraza. Me besa y, mirándome a los ojos, dice:

—Caprichosa, cada día estoy más loco por ti.