Vivo por ella
Como bien predijo Dylan, el viernes por la tarde la camisa no me llega al cuerpo.
Voy al mercado con la Tata y Preciosa y no encuentro nada de lo que mi madre me dijo cuando la llamé por teléfono para pedirle auxilio con la comida. Pero no dispuesta a rendirme, compro garbanzos. No son lechosos, como ella me dijo, pero garbanzos son. Compro un pescado que me han dicho que es parecido al bienmesabe y solomillo de carne para hacer el guiso de mi abuela Nira.
Después, vamos a comprarle ropa a Preciosa. La niña disfruta viniendo con nosotras y nosotras disfrutamos aún más con ella. Se la ve feliz y no se suelta en ningún momento de nuestra mano. Cuando le ponemos un vestido de raso celeste, nos dedica una maravillosa sonrisa. Sin duda alguna, su nueva vida le gusta.
Cuando llegamos a la cocina de la casa, no sé por dónde empezar. Cojo los garbanzos y los echo en agua para cocinarlos al día siguiente, el pescado lo pongo a macerar en un aliño de agua, vinagre y especias que huele fatal. Y meto la carne en el frigorífico.
Elsa ya no está en la casa. Sé que han hablado con ella y el sucio juego se le acabó. Según me dijo Dylan, no puso objeciones a nada y renunció a la custodia de la niña por una módica cantidad. Menudo asco de tía. No le deseo nada malo, pero tampoco nada bueno.
La Tata me mira con curiosidad, seguramente pensando si seré capaz de preparar lo que me he propuesto. Por mi parte, finjo tanta seguridad que hasta yo me lo creo.
El sábado por la mañana, cuando me levanto, estoy de los nervios y le digo a la nueva cocinera que salga de la cocina hasta que yo termine. Aquí hoy mando yo.
Cuando consigo que la Tata y ella se vayan, casi me tiro de los pelos. Pero ¿qué estoy haciendo?
En la olla exprés, meto los garbanzos, tocino, pollo, puntas de jamón y chorizo. Según mi madre, cuando el pitorro comience a dar vueltas a gran velocidad, cuento tres cuartos de hora y ya estará listo.
Lo pongo al fuego y en ese momento se abre la puerta: es Dylan con Tito y dos hombres que rápidamente supongo que son sus tíos.
Tito me abraza y me presenta a sus hermanos Héctor y Joaquín, que son dos encantos. Los tres hombres se interesan por mí. Me preguntan cómo me encuentro en la isla y, divertidos, se mofan del Ogro. Evito reírme a carcajadas ante sus comentarios, pero al ver que Dylan lo hace, no me corto y me río yo también.
Tito, que me conoce desde hace más tiempo, me dice al oído:
—Me han dicho que has puesto la vida del Ogro patas arriba y que lo estás haciendo muy bien. Enhorabuena, Van Der Vall.
Eso me hace reír. Entonces, Héctor, mirando las cosas que tengo sobre la encimera, comenta:
—Nos ha dicho Anselmo que nos vas a deleitar con comida española.
Asiento y miro a Dylan y al ver que se ríe, tengo ganas de matarlo, pero respondo:
—¡En ello estoy!
Cuando se van de la cocina, me echo a temblar justo en el momento en que el pitorro de la olla exprés comienza a dar vueltas. Miro el reloj. A partir de ahora, cuarenta y cinco minutos.
Troceo la carne, la sofrío, echo agua y un par de pastillas de caldo como mi madre me ha dicho. Lo pongo a cocer. Una vez tengo eso también al fuego, comienzo a pelar las patatas. Voy a hacer tres tortillas de patata, que me salen de lujo. Las troceo, las frío a fuego lento con la cebollita, bato los huevos y, cuando las patatas están, las saco y tras mezclarlas con el huevo, cuajo las tortillas.
Me encanta cómo huele. Luego las decoro con pimiento morrón rojo por encima.
Pero ¡qué bonitas han quedado!
De pronto, miro el reloj y grito. Rápidamente, quito la olla exprés del fuego y maldigo al ver que ha estado una hora y media en vez de tres cuartos de hora.
Cuando pierde presión, la abro y casi me echo a llorar. Allí no hay garbanzos ni nada. Lo único que se ve es una pasta marronácea que da hasta asco mirarla. Me doy cabezazos contra la pared.
Diez minutos más tarde, ya repuesta de mi fracaso con los garbanzos, pruebo la carne en salsa. Está dura como una piedra y sosa a más no poder. Maldigo, echo sal y le meto caña al fuego.
Miro el reloj y se me encoge el estómago al ver que en menos de una hora tengo al peor de los jurados en el comedor, a la espera de mi comida.
Pienso qué puedo hacer para solucionar este lío. Miro la nevera y de pronto veo el pescado. ¡Dios míoooooooooo, se me había olvidado!
Lo cojo. Me da asco tocarlo y maldigo. De pronto, la puerta de la cocina se abre y veo a Dylan.
—¿Todo bien por aquí, cariño?
Quiero decirle que sí a pesar de que estoy a punto de cortarme las venas con un tenedor, pero arrugando el entrecejo, murmuro desesperada:
—Soy un desastre.
Dylan sonríe, entra en la cocina, se acerca a mí y susurra:
—Eres un maravilloso desastre y por eso estoy loco por ti.
Nos besamos y, cuando sus carnosos labios se separan de los míos, mira a mi alrededor y pregunta:
—¿Necesitas ayuda?
Con desesperación y un hilo de voz, musito:
—Lo que necesito es un milagro, Dylan.
Mi chico sonríe. Yo no.
Me guiña un ojo. Yo no.
Hasta que me pide que no me mueva y sale de la cocina.
¿Se va? ¿Me deja así?
Aún no he reaccionado, cuando veo que entra en la cocina con unas enormes bolsas marrones que deja sobre la encimera.
—No te ofendas, cariño, pero imaginé que esto pasaría —dice.
—Pues imaginaste bien —respondo—. Estoy pensando en hacerles unos huevos fritos con patatas a todos. Eso se me da de lujo, pero creo que esperan algo más.
Dylan sonríe, me besa de nuevo y murmura:
—¿Y si te digo que lo que traigo en estas bolsas salvará tu reputación de experta cocinera?
El corazón me da un vuelco.
—En ese caso… te como a besos.
Cuando voy a mirar lo que hay en la bolsas, Dylan no me deja y cuchichea:
—Eso sí, este favor te lo voy a cobrar muy caro.
Me entra la risa y, al entender por dónde va ese favor, afirmo mimosa:
—Seré tu conejita obediente cuándo, cómo y dónde quieras.
Él me muerde los labios y pregunta:
—¿Seguro?
Mmmm… me encanta cuando me hace eso.
Acercándome más a él, asiento y, con voz traviesa, murmuro:
—Te lo prometo, cariño.
Nos miramos en silencio. Por nuestra cabeza sé que pasan mil imágenes calientes y morbosas y, finalmente, Dylan se aparta de mí y me apremia:
—Vamos…, tiraremos la comida que has hecho y yo llevaré las bolsas al contenedor. Después sacaremos la comida que he comprado y la repartiremos por distintas cazuelas.
Aplaudo. ¡Bien!
Mientras yo cotilleo en las bolsas, él me explica divertido:
—Ayer sonsaqué a la Tata sobre qué habíais comprado en el mercado: garbanzos, carne y pescado. Pues bien, aquí tienes eso mismo y cocinado a la española.
Plan A: me ofendo.
Plan B: me lo como a besos.
Sin duda el plan B. Lo besuqueo mientras Dylan se ríe.
Una vez consigo separarme de él, comienzo a organizar lo que mi amor ha traído. La carne en salsa huele de maravilla. Los garbanzos en plan cocidito, de lo mejor, y el bienmesabe ¡de lujo!
—Escucha, cariño —dice entonces Dylan, leyendo una notita—. Rita dice que…
—¿Quién es Rita? —pregunto con curiosidad.
—La mujer de un amigo. Ella es española y cocina en uno de los mejores hoteles de El Dorado. —Una vez aclarado eso, prosigue leyendo la nota—. Aquí dice que pongas los garbanzos a fuego lento durante al menos cuarenta minutos. En cuanto a la carne en salsa, dice que le eches dos vasos de agua para calentarla y la retires del fuego a los diez minutos de que rompa a hervir. El pescado, viene recién frito, no tienes que hacer nada, excepto ponerlo en una bonita bandeja.
Rápidamente, hago lo que me dice, mientras Dylan tira los restos del desastre de comida que yo he preparado. Lo único que se salvan son mis tortillas. Se ven magníficas y me siento orgullosa de ellas. Una vez lo tengo todo en el fuego, Dylan me entrega otra bolsa que yo no he abierto y doy un chillido. El remate de mi felicidad es cuando veo una fiambrera grande repleta de papas arrugás y, en botecitos, salsa de mojo rojo y verde. Miro a mi chico y dice:
—Encargué las patatas a tu tierra hace unos días y Rita las coció. Me ha dicho que te diga que las salsas verde y roja las hizo ella, pero que no te preocupes, que le han salido genial.
Me emociono. Este hombre está en todo y, soltando los tarros con mojo, lo abrazo y le confieso:
—¿Sabes que eres el mejor?
Dylan sonríe. Adoro cuando lo hace y, besándome, contesta:
—Mandaría a freír espárragos esta maldita comida y te llevaría arriba para desnudarte y hacerte el amor. Pero creo que todo el esfuerzo, bien vale que mi familia lo deguste, ¿no crees?
Me río y digo que sí con la cabeza.
—Estoy agotada. Lo creas o no, menuda mañana me he dado en la cocina.
—Ahora pongámoslo en platos bonitos y saquémoslo a la mesa —dice Dylan cuando ya lo tenemos todo preparado—. La familia espera.
Más ancha que larga, por fin dejo entrar a la cocinera y a la Tata, que me miran boquiabiertas. Coloco todos los manjares sobre la mesa y el olor a rica comida se extiende por toda la casa. La Tata, sorprendida, se acerca a mí y cuchichea, mirando las patatas arrugás:
—Me dejas sin palabras. ¿Todo eso lo has hecho tú?
Me río. No le quiero mentir y, guiñándole un ojo, contesto:
—Dylan sí que me deja a mí sin palabras. Gracias a él lo he conseguido.
Divertida, ella mueve la cabeza y sonríe. Sé que guardará mi secreto.