31

Solo otra vez

Ese día, cuando llega la hora de comer, regresamos todos a «Villa Melodía».

Cuando entro en la casa, lo primero que hago junto a los tres hermanos y Tifany es buscar a la Tata. Ella nos lleva hasta su habitación, donde la pequeña Preciosa duerme y todos la miramos. ¡Qué guapa es!

Cuando salimos de la habitación, comentamos durante unos minutos lo que va a ocurrir y veo que Omar se implica, pero Tifany se queda al margen. No le gusta lo que oye. No dice nada. Eso me hace saber que no está de acuerdo con lo que su marido piensa hacer. Dylan me mira, se percata de lo que observo y me aprieta la mano.

La Tata está descolocada con lo que oye, pero asiente. Nos hace saber que podemos contar con ella para lo que sea. Incluso comenta que si sus tres muchachos la ayudan, se irá de la casa con la niña y dejará al Ogro. Rápidamente, los tres se niegan. La niña y ella seguirán allí.

Sin duda se han despertado y se han dado cuenta de la realidad. Esa niña es una de ellos y la van a defender a capa y espada. Finalmente, Dylan toma las riendas del asunto y, como siempre, se hace cargo de la situación. Él hablará con su padre. El Ogro es un buen abogado y puede ayudarlos.

Al entrar en el salón, Anselmo ya está sentado a la mesa y nos mira con actitud intimidatoria.

Desde luego, si hubiera sido actor, como malo y villano ¡no habría tenido precio!

Miro a Tifany y veo que ella no lo mira. Está intimidada y, cuando nos vamos a sentar, me agarra y cuchichea:

—¡No te sientes ahí!

—¿Por qué? —pregunto en el mismo tono.

La joven mira para ver si alguien nos oye y susurra:

—Éste era el sitio de Luisa, la madre.

Me quedo anonadada.

¿Todos estos días me he estado sentando donde no debía?

¿He estado desafiando al Ogro todos los días sin saberlo?

Eso me disgusta sobremanera. ¿Por qué Dylan u otro no me han dicho nada?

Una vez lo sé, me busco otro sitio, pero cuando voy a sentarme al otro lado de la mesa, Anselmo me mira y pregunta:

—Yanira, ¿por qué te sientas ahí?

Ostras, ¡me ha llamado por mi nombre!

Todos me miran, yo me rasco la cabeza y, encogiéndome de hombros, me invento:

—Creía que Omar se sentaría y…

—Éste es tu sitio —dice él—. Ven. Siéntate.

De nuevo todos me miran y Dylan, extrañado, frunce el cejo, mientras me percato de que se ha dado cuenta de que me ha llamado por mi nombre.

Sin decir nada, me vuelvo a sentar en el mismo sitio donde me he sentado todos estos días y sonrío como una tonta.

Minutos después, para no variar, en «Villa Monasterio» comemos en silencio y, para asombro de todos, Anselmo no dice ni mu. Yo miro a Dylan a la espera de que le diga algo de Preciosa, pero con la mirada, me indica que sea prudente. Ya buscará el momento. Asiento. Tiene razón.

De pronto, Anselmo dice:

—Vuestra madre se habrá revuelto en su tumba todo este tiempo al ver lo tontos que hemos llegado a ser. —Todos lo miramos y prosigue—: Yanira tiene razón: hay que solucionar la situación de esa niña y alejarla de la bruja de su tía.

Toma yaaaaaaaa. ¡No me puedo creer que el Ogro haya dicho eso!

Miro a Dylan, que no me mira. Sólo mira a su padre.

—Papá, yo había pensado…

—Omar —lo corta el Ogro, levantando la voz—, si sabías que ella era una Ferrasa deberías haberlo dicho. Me avergüenza haber dado ese trato a un nieto mío y más me avergüenza saber que tú sabías que era hija tuya y la has tratado así.

Oigo a Tifany toser. No le gusta la conversación. Anselmo la mira y pregunta:

—¿Algo que decir, joven?

Ella niega con la cabeza y el viejo prosigue, mirándonos:

—Sé lo que ha pasado en la carretera. Me he acercado, alertado al oír el frenazo y no he podido evitar escucharos hablar. En especial a Yanira.

Cierro los ojos. Me va a caer la del pulpo.

Veo que los tres hermanos se miran y Dylan intenta disculparse:

—Papá, si quieres podemos hablar luego y…

—No hay nada que hablar, hijo —replica su padre con voz cansada—. Necesito las pruebas de paternidad del descerebrado de tu hermano e intentaré solucionar este embrollo lo antes posible. Tata, tú te encargarás de ella mientras tanto. No la quiero ver en las manos de su tía. Y en cuanto a esa sinvergüenza, en cuanto se arreglen los papeles, la quiero fuera de «Villa Melodía».

—Sí, Anselmo. Yo misma la echaré —responde la mujer, sonriendo.

Omar mira a su padre y murmura:

—Te pido perdón, papá. Sé que lo que hice estuvo mal y…

—Más que a mí, pídele perdón a tu madre y a esa niña. Ellas han sufrido seguramente más que tú y yo.

El silencio vuelve al comedor y yo los miro a todos. Están serios. Esto ha sido muy fuerte y, finalmente, Omar dice, sorprendiéndonos:

—Yo me haré cargo de todo. Es mi hija.

Los demás lo miramos y Tifany habla:

—Bichito, en nuestra vida no hay lugar para una niña. La casa no está acondicionada y…

—Por el amor de Dios —gruñe Anselmo—. ¿Quieres dejar de llamar a mi hijo con ese ridículo nombre?

—Yo me ocuparé de ella —continúa Omar—. Es mi hija y vivirá conmigo te guste a ti o no. —Mira a su mujer y, desencajado, añade—: Cuando he visto que podía haber terminado bajo las ruedas de ese coche, me he asustado. Me he dado cuenta de tantas cosas que…

—Es bueno darse cuenta de los errores —lo corta su padre, mirándome, y, suavizando la voz, prosigue, mirando a su hijo—: Tranquilo, Omar. Lo solucionaremos. Pero de momento creo que hasta que la pequeña te coja cariño, debe vivir en esta casa. Se criará como se merece. Es una Ferrasa y no se hable más. Sigamos comiendo.

¡Si me pinchan no sangro!

No doy crédito a lo que acabo de oír y me percato de que los demás están tan asombrados como yo. Estoy a punto de aplaudir. De darle cuatro besazos al Ogro, pero temo que cambie de opinión si hago eso. Así que miro a Dylan. Él me guiña un ojo y, contenta, como y callo hasta que el patriarca me mira y me pregunta:

—¿Te gusta la comida, Yanira?

Yo le sonrío y respondo con afabilidad:

—Sí. La carne está muy rica, ¿qué es?

La Tata responde rápidamente:

—Filete de res pequeño. Aquí se llama bisté encebollado.

—Para mi familia siempre lo mejor —afirma Anselmo. Y luego añade—: Yanira, después de comer, quisiera hablar contigo.

Me entran las calandracas de la muerte.

¿Qué tiene que hablar conmigo?

Pero sin querer amilanarme, cruzo una mirada con Tony, que me guiña un ojo y asiento.

—De acuerdo, Anselmo.

Busco la protección de Dylan. Lo necesito a mi lado para hablar con su padre y él, al leer la desesperación en mi mirada, se ofrece:

—Yo la acompañaré.

Anselmo asiente sin decir nada y sigue comiendo.

La Tata sonríe y me pregunta por comidas de mi tierra. Yo respondo encantada, mientras los demás también intervienen.

Por primera vez, charlamos alrededor de la mesa mientras comemos y algunas risas suenan en la estancia y veo a Anselmo sonreír. No dice nada, pero al menos sonríe.

—¿Qué os parece si os preparo comida española un día de éstos?

Dylan sonríe divertido. Sabe que no tengo ni idea de cocinar y contesta:

—A mí me parece una idea excelente.

Me río. Como poco, los envenenaré. Al notar la mirada de su padre, le pregunto:

—Anselmo, ¿te parece buena idea?

—¿Con que te gustaría deleitarnos? —pregunta él.

Pienso rápidamente. Mis especialidades son huevos fritos con patatas y beicon, tortilla de patata con cebolla, empanadillas, croquetas congeladas y poco más. En mi casa, con mi madre y mis dos abuelas tan buenas cocineras, no me he molestado en aprender. Pero dispuesta a no dejarme amilanar, le digo:

—¿Qué te gustaría probar de la comida española?

Él me mira. Me escudriña con su acerada mirada y responde:

—Cuando Luisa y yo viajamos hace años por España, probamos muchas cosas. —Y dejándose llevar por los recuerdos, sonríe y aclara—: Exquisitas paellas. Maravillosos guisos con garbanzos, judías o carne. Y recuerdo un pescado de nombre bienmesabe, que comimos en Cádiz, que estaba exquisito.

¿Bienmesabe? ¿Qué pescado es ése? Creo que no lo he probado nunca, pero asiento y murmuro:

—Oh, sí… está buenísimo. De los mejores pescados que hay. —Y al ver cómo me miran todos, añado—: Sin menospreciar los que aquí tenéis, por supuesto.

Anselmo me mira y pregunta:

—¿Qué te parece si lo preparas el sábado para comer? Tito, Héctor y Joaquín estarán aquí y podríamos tener una comida familiar antes de la fiesta de la noche.

Mi seguridad se resquebraja. Creo que me he lanzado demasiado inconscientemente al ruedo y el toro me va a pillar, pero al ver cómo me miran todos, acepto:

—¡Genial! Me parece estupendo.

—¿Cocinarás bienmesabe? —pregunta Anselmo.

Madre… madre… madre, pero ¿en qué lío me estoy metiendo yo sola?

Resoplo, pienso y respondo:

—Si lo encuentro, ¡claro que sí! Ya verás qué bien me sale.

Dylan sonríe. No da crédito a mis palabras, pero yo, dispuesta a conseguir mi propósito, concluyo:

—Pues el sábado, ya sabéis, ¡comidita española!

Cuando terminamos de comer, hablamos con la Tata del almuerzo del sábado. Yo estoy horrorizada. Al cabo de un rato, Dylan me coge de la mano y me lleva al jardín. Necesito que me dé el aire.

De repente me entra la risa. Esto es surrealista. Me he metido en un fregado yo solita y ahora no sé cómo voy a salir de él. Dylan, besándome, cuchichea:

—Caprichosa…, ¿en qué lío te has vuelto a meter?

Media hora después, la Tata nos llama. Anselmo quiere que Dylan y yo vayamos a su despacho. Nerviosa y sin soltar la mano de mi chico, entro en ese mausoleo donde nunca antes había estado. El despacho del Ferrasa padre, es, como poco, impresionante.

Una vez nos sentamos los tres, el padre de Dylan dice:

—Me gustaría que no me interrumpierais, ¿entendido?

Los dos asentimos.

—Como bien predijiste el primer día que te sentaste a mi mesa, algún día tendría que pedirte disculpas por todo y eso es lo que voy a hacer, Yanira. —Lo miro sorprendida y él prosigue—: Mi vida con Luisa no ha sido fácil a causa de su profesión y nunca quise esa vida para ninguno de mis hijos. Y menos aún para Dylan, que es el más parecido a mí y el que más ha huido de las cámaras, los focos y la prensa. —Toma aire—. Sin tú saberlo, Yanira, cada vez que te enfrentabas a mí, veía a mi Luisa y eso, aunque en ocasiones me desesperaba, también me gustaba. Si algo siempre me gustó de ella era su humanidad, su paciencia conmigo para hacerme ver los distintos matices de las cosas, su sensibilidad y saber que si algún día me ocurría algo, ella lucharía por nuestros hijos como la leona que era. Y tú no te quedas atrás.

»Durante días, te has enfrentado a mi intolerancia y a mis malos modos de una manera que no te puedo reprochar. He sido el Ogro que todo el mundo ve en mí y, aun así, aquí estás, con una madurez que deja la mía por los suelos. —Sonríe y yo también—. En este tiempo, no sólo has enamorado a mi hijo, sino también a Pulgas, a la Tata y a todos los que entran en esta casa. Te hice una proposición muy fea y muy tentadora que rechazaste y ese día me di cuenta de que tú no eras como yo pensaba. Ese y los posteriores días, me di cuenta de que, por amor, no le habías dicho nada a mi hijo. Porque no querías hacerlo sufrir ni enfrentarlo a mí.

»La otra noche te oí hablar por teléfono con tu hermano y tu madre. Yo estaba en la cocina, a oscuras, y tú no me viste. Y me volviste a sorprender cuando, al hablar con tu madre, le dijiste que yo era amable, bueno y muy cariñoso con todo el mundo. Ahí, muchacha… en ese momento, me di cuenta de que mi actitud contigo tenía que cambiar. Pero luego llegaste con varios chichaítos de más y me fue imposible hablar contigo, aunque ya se encargó Dylan de hacerlo y ponerme en mi sitio.

Toma aire y luego continúa:

—Estoy avergonzado, Yanira. Si Luisa pudiera, regresaba del cielo y me echaba una de sus buenas broncas por ser un viejo intolerante y cabrón. —Sonríe e, inconscientemente, yo también lo hago—. He tenido tres hijos. Tres varones y creo que me estoy dando cuenta de que uno de mis problemas es que no sé cómo tratar a una mujer.

»Mi Luisa era mi esposa, ¡una leona! Pero tú eres otro tipo de mujer, mi hija a partir de ahora, y no sé cómo te tengo que tratar para hacerte sentir bien. Estoy muerto de vergüenza por haberme comportado contigo como no te mereces y espero que me des la oportunidad de poder comenzar de cero y obligarte a tomar leche, que ya sé que no te gusta a pesar de que le mientes a tu madre. —Lo miro emocionada—. Y ya, como colofón, gracias a ti, todos los Ferrasa hemos abierto los ojos respecto a Preciosa y la verdad se ha descubierto a pesar de que el descerebrado de mi hijo Omar se ocupó de ocultarla.

Tengo la respiración tan acelerada que no puedo ni hablar. Miro a Dylan. Él sonríe y me guiña un ojo y, al mirar de nuevo a su padre, éste reitera:

—Te pido perdón por todo, Yanira, como tú dijiste. Y te doy las gracias por todo. Porque te lo mereces. Sin duda alguna, tu llegada a esta casa ha marcado un antes y un después en la familia y ahora sólo espero que mi hijo y tú me perdonéis y seáis muy felices juntos.

Se calla y me mira a la espera de que diga algo. Pero estoy tan nerviosa que no sé qué decir y, como siempre, me entra risa. El Ogro y mi chico sonríen. Eso me tranquiliza y, cuando consigo recuperar el control, sin soltar la mano de Dylan, digo:

—Nunca pensé que algún día te oiría decir cosas tan bonitas, Anselmo. Por supuesto que estás perdonado y me hago cargo de que la situación tampoco ha sido fácil para ti. De pronto, tu hijo, ese que te prometió que nunca se casaría con una cantante, aparece y te dice que va a hacerlo justo con una de ellas. Te entiendo, de verdad. —Ambos nos reímos y añado—: Yo también te pido disculpas por todo lo que haya podido decir que te hubiera podido molestar.

—Estás perdonada, hija. Totalmente perdonada. Y ahora que todo ha quedado claro entre nosotros, quiero pedirte una cosa. —Asiento y agrega—: Estoy seguro de que con esa voz que tienes y la familia de la que vas a formar parte, triunfarás en el mundo de la música. Sólo te pido que no olvides quién eres ahora y quién te quiere como eres ahora, no cuando seas famosa. Mantén los pies en el suelo y todo irá bien.

—Te lo prometo, Anselmo. Te prometo que así será.

Acto seguido, el hombre se levanta, abre los brazos y, sin necesidad de que me diga nada, sé lo que quiere y se lo doy. Nos fundimos en un maravilloso abrazo. Dylan, que ha permanecido callado todo este rato, nos observa. Lo miro y sé que en este instante es totalmente feliz.

Esa noche, cuando mi amor y yo cerramos la puerta de mi habitación, me recuerda lo que ha ocurrido por la mañana, cuando estábamos en el mar. Sin demora pongo música, la que sé que a él le gusta: Maxwell. Dylan sonríe. Me acerco a él, lo beso en la boca e, instantes después, murmura mientras muerde mis labios:

—Tú has pedido entonces lo que querías, conejita y ahora pido yo.

—¿Y qué pides? —susurro, besando su cuello mientras mis manos van derechas a su entrepierna.

Sonreímos.

Me mira desde su altura con esa cara de perdonavidas que me vuelve loca. Excitada, le doy un azote, le desabrocho el vaquero y, metiendo la mano dentro, musito:

—Oh, sí… así te quiero yo, siempre para mí. —Y, separándome unos milímetros, ordeno, mientras me siento en el borde de la cama—: Desnúdate.

Recuerdo en este momento algo que leí una vez y decido ponerlo en práctica. Bajo la atenta mirada de él, busco mi bolso, lo abro y sonrío al encontrar lo que busco. Rápidamente, vuelvo a la cama y, al verme la cara, Dylan pregunta:

—¿Qué has cogido?

Divertida, le enseño un caramelo de menta. Él levanta las cejas y yo explico:

—He leído en algunos sitios que esto acrecienta el placer.

Sonreímos, mientras yo desenvuelvo el caramelo y me lo meto en la boca. El fuerte sabor a menta me hace estremecer.

Con su actitud tan masculina, que como siempre me deja encantada, mi amor se deshace de los zapatos, se quita la camisa, el pantalón y los calzoncillos.

Mientras chupo el caramelo, con un dedo le indico que se acerque. Lo hace. Dylan es poderoso, grandioso, devastador. Se me para delante. Su erección queda frente a mi cara y, sin tocarla, le pongo las manos en sus caderas. Las bajo hasta sus rodillas y luego las vuelvo a subir. Después las llevo hasta su trasero. ¡Dios, qué culito tan duro tiene! Se lo toco. Sonrío y, conscientes de lo que con la mirada me está pidiendo a gritos, digo:

—Me vuelves loca, cariño, y quiero que hoy seas tú quien experimente las seis fases del orgasmo, por eso te voy a besar aquí —le beso el ombligo—. Aquí —beso más abajo del ombligo—. Aquí —le beso la punta del pene—. Aquí —beso su muslo derecho—. Aquí —beso su muslo izquierdo. Y cuando cojo con mis manos su miembro, sonrío y susurro—: Y aquí.

Al besárselo lo oigo jadear, y, abriendo la boca, lo muerdo con dulzura, con cariño y con pasión.

Dylan tiembla. Cojo su erecto miembro y lo paseo por mi cara. Me lo paso por los ojos, las mejillas, la nariz y, cuando llego a mi boca, se lo rozo con los labios, hasta que, abriéndolos, me coloco el caramelo en un lado de la boca y lo rodeo con los labios.

—Dios, cariño —lo oigo decir.

Sin duda debe de sentir el mismo frescor que yo siento. ¡Qué excitante!

Muevo el caramelo en mi boca y lo aprieto contra su glande. Dylan jadea. Tiembla. Siento lo intensa que es la sensación que le produce y yo disfruto tanto como él.

Sus manos vuelan a mi pelo. Me lo toca, me lo revuelve. Le gusta lo que hago. Y, pasados unos minutos en los que noto que el vello de su cuerpo se eriza, miro hacia arriba y lo oigo decir con voz ronca:

—No pares o te mato, conejita.

«¡Bien!… Ha llegado a la fase homicida del orgasmo», pienso divertida.

Con mis labios, aprisiono su erecto pene y lo aprieto. Un gemido escapa de su boca y yo sonrío. Durante varios minutos, me dedico a chupar, lamer y hacerle soltar dulces y varoniles gemidos.

Manejo la situación. Soy yo la que marca el ritmo. La que le hace pedir más. Soy yo la que chupa y lame su tremenda erección y él quien está en mis manos.

¡Dios, cómo me gusta tenerlo sometido a mí!

Se nos acelera la respiración. Decido sacarme el caramelo de la boca, no sea que con tanto meneo y la emoción del momento se me vaya por otro lado, me ahogue y terminemos en urgencias.

Cuando lo hago, Dylan me empuja hacia atrás en la cama y me mira con peligro. Me excito aún más. Sé que se acabó el tenerlo sometido a mis caprichos, pero ahora, sin decir nada, coloca mis piernas en sus hombros, me tapa la boca con la mano y de un fuerte empellón me penetra.

Me arqueo en la cama al recibirlo, y mi grito es silenciado por su mano. Cuando segundos después la retira de mi boca, murmura:

—No grites, conejita. No quiero que nadie te oiga.

Inmovilizada por cómo me tiene sujeta, asiento mientras él comienza a entrar y salir de mí.

¡Oh, Dios, qué placer!

Estoy tremendamente húmeda, lo que facilita la penetración. Una… dos… tres… veinte veces se hunde en mi interior volviéndome loca, mientras yo me muerdo los labios para no gritar de placer.

Dylan, que me conoce, sonríe y lo vuelve a hacer. Acelera el ritmo. Me empala en él y luego se para. ¡Quiero que continúe!

Me baja las piernas de los hombros y me arrastra al suelo. Quedo sentada a horcajadas sobre él, todavía con su pene dentro.

Estamos frente a frente. Le miro la boca, sus preciosos labios. Sonríe. Sabe lo que pienso. Los posa sobre los míos y murmura, como si me hubiera oído:

—Tú sí que eres preciosa.

Me muevo. Tengo el control de nuevo y le exijo:

—Dime que te gusta esto.

Asiente y se aprieta contra mí. Ambos gemimos y, cuando deja de hacerlo, murmura:

—Claro que me gusta, cariño.

—¿Más?

—Sí.

Me vuelvo a mover y él vuelve a apretarme contra su cuerpo mientras yo me arqueo de placer.

Miro sus labios. Esos labios carnosos que siempre me han vuelto loca y me lanzo a ellos. Durante varios minutos, nuestro caliente y morboso juego prosigue, mientras ambos jadeamos el uno sobre el otro.

Su boca sobre la mía atrapa nuestros sofocos. Nadie nos puede oír. Nuestras pupilas se dilatan y, como siempre, nos dejamos llevar por el placer.

Un par de horas después, tras tres asaltos a cuál más demoledor, Dylan me abraza en la oscuridad de nuestra habitación y decidimos dormir. Pero mi mente recuerda la frase que tanto él como su padre me han dicho en momentos distintos: «Mantén los pies en el suelo».