30

Y si fuera ella

A la mañana siguiente, cuando me despierto, estoy sola en la cama. Me incorporo con cuidado y veo que estoy infinitamente mejor. Me toco la cabeza y veo que el chichón ha bajado, aunque sigue allí.

Pongo los pies en el suelo y al hacerlo me viene a la mente la peineta que le hice al padre de Dylan y las duras palabras que le dediqué.

Dios mío… Dios mío, ¿cómo pude decirle eso?

Tras pensar horrorizada en mi mal comportamiento, decido pedirle perdón al Ogro. Mis padres se gastaron un dineral en llevarnos al colegio como para que yo sea tan maleducada.

Me avergüenzo de mí.

Cuando salgo de la habitación, «Villa Monasterio» como siempre está en silencio.

Bajo la escalera acojonada con lo que me voy a encontrar y oigo a Dylan hablar en la puerta de la casa. Cotilleo entre los barrotes y, sorprendida, veo que está hablando con Tony y con Omar.

¿Cuándo ha llegado este último?

Sin dejarme ver, los escucho. Ríen. Parece ser cierto que han enterrado el hacha de guerra y eso me llena de felicidad.

Cuando éstos se alejan camino de las cocheras, bajo los escalones y miro en el salón. No hay nadie. Respiro aliviada. No quiero ver al Ogro. No sabría qué decirle. Al ir hacia la cocina, me encuentro con Pulgas, me agacho, lo acaricio y el animal parece feliz de verme. Murmuro:

—Hola, precioso. Yo también me alegro de verte.

Tras unos minutos de mimitos a este animal, que cada día me parece más guapo, continúo mi camino hacia la cocina cuando oigo unos pasos. Los reconozco y me entran los siete males.

Cuento hasta cinco y finalmente me doy la vuelta. El Ogro está a escasos metros de mí, con su habitual gesto de «Soy un divo genial».

Telita su cara de mosqueo.

Plan A: lo saludo aunque no me conteste.

Plan B: no lo saludo.

Plan C: le hago otra peineta.

Sin dudar elijo el plan A. Es lo mejor.

Su mirada como siempre es gélida. Me pone los pelos de punta y resoplo. Estoy por desistir de mi plan A y continuar mi camino, pero no, yo no soy así, y finalmente digo:

—Buenos días.

Sin mover ni un músculo, él sigue mirándome. Me preparo para su habitual exabrupto mañanero, y a pesar de la peineta y las dulces palabritas que le dediqué, me sorprende respondiéndome:

—Buenos días.

Lo miro alucinada.

Por el amor de Dios, ¡me ha deseado buenos días!

Esto es lo más amable que me ha dicho desde que llegué aquí.

De repente, mi estómago da un rugido tan fuerte que me sobresalto.

Dios, ¡qué hambre tengo!

El padre de Dylan, al oírlo, se sorprende tanto como yo y, levantando una ceja, me sugiere:

—Ve a la cocina y desayuna algo más que cacao.

Asiento. Voy a darme la vuelta, pero antes de hacerlo, digo:

—Quería pedirle disculpas por la peineta que le hice…

—¡¿Peineta?!

Al ver que no entiende esa palabra, sonrío y le explico:

—El gesto que le hice con el dedo la otra noche, señor. —Lo repito avergonzada y él asiente—. De verdad, señor, siento haberle hecho ese gesto tan feo y dicho las terribles palabras que le dije. Bebí más de la cuenta y…

—Sí. Ya me dijeron que te tomaste varios chichaítos, ¿no?

Asiento. Para qué negarlo, me puse ciega, y añado:

—De verdad que lo siento. Yo no soy tan maleducada. Es más, si mi abuela se enterase de lo que le dije, le aseguro que me lavaba la boca con un estropajo. Nunca le ha gustado que sus nietos digan palabrotas y yo creo que me excedí con usted.

Su mirada imperturbable me traspasa y entonces dice:

—Estás disculpada, siempre y cuando tú me disculpes a mí también.

Ahí va, mi madreeeeeeeeeee… ¿Estaré aún pedo?

Pero al ser consciente de que no, sin dudarlo contesto:

—Por supuesto, señor, está usted disculpado.

Nos miramos los dos de pie en medio del pasillo y yo no sé qué decir. Esa conversación se me hace difícil. En ese momento, él carraspea y dice:

—Me llamo Anselmo. Eso de «señor» me incomoda.

¡Si me pinchan no sangro!

El Ogro me ha dedicado varias frases amables en apenas unos minutos.

¿Tendrá fiebre o habrá tomado alguna seta alucinógena?

Nos miramos. Nos retamos sin hablar y, sin quitarle ojo, me la juego y respondo:

—Lo llamaré Anselmo siempre y cuando usted me llame Yanira.

¡Toma yaaaaaaaaa!

En ese instante, mi estómago vuelve a rugir. Por Dios, qué oportuno.

El Ogro me mira, frunce el cejo y yo me preparo para su inminente ataque. Pero antes de darse la vuelta con su bastón, dice:

—Ve a desayunar, Yanira. Luego hablaremos. Y, por favor, toma leche como quiere tu madre.

Lo veo alejarse y estoy alucinada. ¡Flipada!

¿Qué ha pasado aquí?

¿Hemos mantenido una conversación?

¿Ha dicho que tome leche? ¿Cómo sabe que mi madre quiere que lo haga?

Verdaderamente, esto es un Expediente X como poco.

En la cocina, todavía desconcertada por lo ocurrido, me preparo un café con leche. Lo necesito y sonrío al ver que estoy tomando leche. Cojo unas magdalenas y comienzo a desayunar mientras mi mente no para de pensar. Tengo un hambre atroz. Cuando estoy terminando, Tony entra en la cocina y, mirándome con gesto guasón, sonríe y, sin decir nada, nos chocamos las manos y ambos soltamos:

—¡Wepaaaa!

—Metida en juerga eres la bomba, cuñada.

—Mira quién va a hablar, ¡cuñado!

Nos reímos y pregunta, sentándose a mi lado:

—¿Cómo tienes el chichón?

Llevándome la mano a la cabeza, me lo toco y contesto:

—Bien. Sobrevivo a ésta.

Me mira divertido. Yo bebo un trago de mi café con leche y entonces pregunta:

—¿Al menos lo pasaste bien conmigo?

—Sí, mucho. Fue divertido y espero volver a repetirlo, pero sin chichaítos.

—¿Estás más tranquila?

—Sí.

Tony sonríe y en ese instante se abre la puerta y entran Omar y Dylan. Mi chico también sonríe y el corazón se me acelera. Estoy colada por él no…, lo siguiente.

Omar se acerca a mí con gesto risueño y, tras darme dos besos en las mejillas, saluda:

—Hola, juerguista. Ya me han dicho que los chichaítos te gustan mucho.

Sonrío. Dylan me besa en los labios y responde por mí:

—Creo que Yanira va a estar un buen tiempo sin probarlos.

Eso me hace reír. Omar se sienta a mi lado, coge una magdalena y dice:

—Me han informado de que estás librando tu propia batalla contra el Ogro, ¿no?

Sonrío al oírlo y, sin saber por qué, respondo:

—No llames así a tu padre, ¡pobrecito!

Dylan me mira, sorprendido por mis palabras y pregunta:

—¿Qué me he perdido?

Encogiéndome de hombros, yo sonrío pero no cuento nada. No quiero hacerme ilusiones. Seguro que cuando me vuelva a cruzar con él, me vuelve a llamar de todo menos Yanira.

En ese instante, entra una joven de mi edad, ¡y rubia! Con unos tacones de infarto, una minifalda y dice:

—Bichito… ya estoy aquí.

Omar sonríe, la coge de la mano y me la presenta:

—Yanira, ella es mi mujer, Tifany. Tifany, ella es Yanira, la prometida de Dylan.

La saludo encantada, pero mi sexto sentido me hace entender que la pobre es más simple que una piedra. La Tata entra en la cocina y se une a la conversación. Está contenta y, una vez termino mi desayuno, nos anima a que vayamos a la playa.

Nosotros nos cambiamos de ropa y vamos encantados.

Una vez llegamos a la playa, oigo:

—Bichito… ¡qué horror de arena!

Tifany se queja cuando la arena se le mete entre las uñas de los pies. Omar, alucinado, la mira y responde:

—En la playa hay arena, cariño. ¿Qué quieres?

—Se me estropeará el dibujo de florecitas que me hice en las uñas.

Intento no mirar a Dylan y Tony. Oigo que se ríen y si los miro soltaré una carcajada. De pronto, Dylan me coge en volandas, me echa sobre su hombro y corriendo me mete en el agua con él, mojándome el pareo que llevo puesto. Tony nos sigue. Divertidos, jugamos los tres y, cuando paramos, Tony mira a Dylan y dice:

—Bichito… nunca dejes que me enamore de una mujer como Tifany.

Dylan suelta una carcajada y, tras darle un puñetazo en el bíceps, responde:

—Dudo que lo hicieras, hermano.

Al cabo de un rato, Tony sale del agua y se va a sentar junto a Omar y su mujer. Al quedarnos solos, Dylan me mira, me coge entre sus brazos y dice:

—Si no estuvieran mis hermanos, te haría el amor ahora mismo.

Sonrío. Su mirada me hace saber que habla en serio y murmuro para tentarlo:

—Hazlo.

Me mira alucinado y, acercando mi boca a la suya, musito:

—Tus manos bajo el agua pueden hacer lo que quieras.

Sonreímos y él responde:

—No me tientes.

Con descaro, le meto la mano por dentro del bañador y lo toco. Cuando noto que su erección comienza a crecer, lo provoco:

—Vamos, hazlo. La conejita te lo ordena.

Mi amor sonríe. Le gusta que sea tan descarada en el sexo con él.

Me coge en brazos, colocándome de tal forma que ni sus hermanos ni nadie de la playa me puedan ver la cara. Mete la mano bajo la braga de mi biquini y, tras introducir un dedo en mi interior, acerca su boca a la mía y susurra:

—Rodéame con las piernas. —Cuando lo hago, dice—: Así… muy bien. Ahora no te puedes mover cariño. Si lo haces, los que están en la playa se darán cuenta de lo que hacemos.

—No me moveré.

—¿Seguro?

Doy un salto al profundizar Dylan con dos dedos. Mimosa, me abro para él y cuchicheo:

—Soy tuya, ¿recuerdas?

Un bufido de placer escapa de su boca y, con los ojos brillantes, me dice:

—Caprichosa…, ¿pretendes volverme loco?

Asiento. Dylan sonríe y, mientras me masturba, me pide que lo mire a los ojos. El sol. El agua. La mirada de mi chico y lo que éste me hace me llevan al séptimo cielo.

—Chissss… no te muevas, conejita. Sólo déjate hacer.

Se me escapa un gemido y mi amor asiente, mientras sus dos dedos entran y salen de mi cuerpo, llenándose él también de lujuria.

—¡Ay, Dios bendito! —jadeo—. Esto no ha sido buena idea.

—¿Por qué, cariño?

Se me escapa un nuevo gemido y respondo:

—Porque ahora quiero más y no podemos.

Dylan sonríe y, mirándome con su cara de perdonavidas, murmura sin dejar de acariciarme:

—Caprichosa.

Asiento. Me abrazo más a él y disfruto. Dylan me besa. Mete su lengua en mi boca y me hace el amor con ella y con sus dedos bajo el agua al mismo tiempo. La experiencia de hacerlo allí es delirante, pero no me puedo mover. No puedo gritar o todo el mundo se enteraría.

Cuando el calor sube por mi cuerpo y sé que mi orgasmo está a punto de llegar, le muerdo el labio inferior y luego se lo suelto y lo beso para ahogar mi gemido de placer.

Cuando mis temblores cesan, él me besa en el cuello y me advierte:

—Ahora tenemos que esperar un ratito para salir.

—¿Por qué?

Con un gracioso gesto, mira hacia abajo y pregunta:

—¿Tú qué crees?

Nos reímos a carcajadas y cinco minutos más tarde, cuando me dice que ya está en condiciones de salir del agua, lo hacemos y vamos donde están los otros. Tony nos tira dos toallas que saca de una bolsa y Dylan y yo nos secamos.

Luego extendemos las toallas en la playa y nos tumbamos sobre ellas. Durante un rato, charlamos los cinco, hasta que de pronto siento que un cuerpo muy pequeño se tira sobre mi espalda. La expresión de Dylan y sus hermanos cambia y yo entiendo el porqué al ver que se trata de la pequeña Preciosa.

La niña, ajena a lo que los mayores piensan de ella, al verme ha venido corriendo hacia mí. A Omar le cambia el gesto y, enfadado, pregunta:

—¿Qué narices hace aquí?

Tifany, que no sabe nada, comenta con su voz chillona:

—Qué niña más mona. ¡Qué morenita!

No sé qué decir.

No sé qué hacer.

Pero lo que está claro es que no voy a echar a la niña de allí a patadas.

Los tres hermanos Ferrasa me miran en busca de explicaciones y, finalmente, pregunto:

—Dylan, ¿ves a Elsa en la playa?

Miramos en busca de la mujer, pero no la vemos. La cara de Omar es un poema y, mirándolo, digo:

—Vale. Ya sé lo que pasó. No me mires así.

—¿Dónde está tu tía, Preciosa? —pregunta Dylan.

La niña se sienta con nosotros en las toallas y responde:

—No lo sé.

—¿Has venido sola a la playa? —pregunta Tony, sorprendido.

La cría asiente y yo digo escandalizada:

—¿Cómo puede venir una niña tan pequeña sola a la playa?

—Hay niños que se crían en la calle —apunta Tifany—. La criada de mi madre tiene nietos y tendríais que ver cómo son, ¡auténticos salvajes!

Omar, incómodo con la situación, se levanta, coge a la niña del brazo, la levanta de la toalla y sisea empujándola:

—Vamos. Corre para tu casa ahora mismo.

Eso me indigna. ¿Por qué le habla así a la pequeña?

Voy a levantarme, pero no puedo. Dylan me sujeta del brazo. Menudo mal rollo se ha creado en décimas de segundo. La niña me mira con los ojos llenos de lágrimas y metiéndose el dedo en la boca, echa a correr.

La veo marcharse y se me encoge el corazón. Omar se vuelve a sentar en la toalla y asevera:

—La quiero lejos de mí.

Lo miro boquiabierta e incapaz de mantenerme al margen, murmuro:

—Qué triste eso que dices.

—Más tristes son las sinvergüenzas que se intentan aprovechar del dinero de los demás —replica malhumorado.

—Exacto. Eso es tristísimo —afirmo—. Pero que te culpabilicen de algo que no has hecho, te aseguro que aún lo es más.

El mal rollo va en aumento. Éste es el Omar que conocí por teléfono. Duro. Despiadado. Sin sentimientos. Dylan me pide que me calle, pero no puedo. Es injusto cómo tratan a la pequeña Preciosa y así se lo digo a todos.

—Olvidemos a esa nena y sigamos pasándolo bien. Por cierto, bichito, el otro día vi en mi joyería preferida un anillo que me encanta y cuando regresemos a Los Ángeles quiero que me lo compres, ¿vale? —dice Tifany.

Pero ni los tres hermanos ni yo podemos olvidar lo que ha pasado y la mujer insiste.

—¿Me has oído, bichito?

—Sí. Ya lo compraremos —asiente Omar con gesto incómodo.

Él, como yo, mira a la niña, tan chiquitita, tan poquita cosa, correr sola por la arena y vuelvo a la carga:

—¿Cómo podéis ser tan duros con ella? ¿Qué culpa tiene de lo que su madre hiciera en su momento?

Ninguno contesta, incluso me percato de que Tifany no pregunta porque intuye de lo que hablo y, mirando a Dylan, prosigo:

—Sólo tiene cuatro años.

—Tienes razón, cariño —responde Dylan—. Pero es mejor que lo dejemos así.

Furiosa con la situación, miro hacia la niña, que sigue corriendo a lo lejos e, incapaz de dejarla ir así, de un tirón me deshago de la mano de Dylan, me levanto y grito:

—Preciosa, ¡espera!

Pero ella no me oye. Corro tras ella. Veo que va derecha a la carretera. Me angustio y vuelvo a gritar, mientras acelero el paso todo lo que puedo.

—Preciosa, ¡para! ¡Para! No cruces la carretera.

Ella no me hace caso y solamente puedo ver que a cada zancada está más y más cerca de la carretera y que yo voy a ser incapaz de llegar para pararla.

De pronto, los tres hermanos Ferrasa me adelantan a grandes zancadas. Ellos también han visto lo que va a pasar. La niña va a cruzar sin mirar y vienen varios coches. La angustia me puede, mientras chillo y oigo a Dylan, Tony y Omar gritarle que se detenga.

El sonido de un frenazo seco me deja sin respiración.

No… no… no… ¡No puede haber ocurrido!

No veo qué pasa y, cuando llego y me meto entre la gente, la niña llora en brazos de Dylan. Omar la coge y la abraza, pero ella, al verme, me tiende sus manitas. La cojo mientras Dylan, sin resuello, murmura para tranquilizarme:

—La hemos pillado a tiempo. Sólo está asustada.

Le doy las gracias con la mirada y después beso con cariño la cabeza de la niña, mientras ella, asustada, llora y el conductor del vehículo da gracias a Dios por no haberle pasado por encima.

Me siento en el arcén de la carretera acunándola, mientras mi respiración se normaliza y Tony habla con el conductor. Omar nos mira todavía jadeante. No digo nada. Sólo quiero que Preciosa deje de temblar y de llorar y, acercando mi boca a su oído, le canto.

No me llores más, preciosa mía.

Tú no me llores más, que enciendes mis penas.

No me llores más, preciosa mía,

tú no me llores más, que el tiempo se agota entre lágrimas rotas por la soledad.

La niña se calla. Parpadea y me escucha. No está acostumbrada a que alguien la acune. A que alguien le cante o le dé cariño. Dylan me mira y pronto veo que Omar y Tony también. Los tres se quedan quietos escuchándome. Sin dejar de mecerla le sigo cantando y, cuando sonríe y sus temblores se calman, le beso la mejilla y pregunto:

—¿Te ha gustado la canción?

—Sí.

—¿Dónde te has hecho pupa?

La niña se señala la rodilla. Tiene una pequeña rozadura, un raspón sin importancia, y hago lo que solía hacer cuando trabajaba en la guardería y un niño se caía. Le paso las manos por encima de la rozadura, sin tocarla, y canturreo:

Sana sanita, si no se cura hoy se curará mañanita.

Después le doy un beso en la rodilla y sonrío. Preciosa hace lo mismo.

En ese instante, salen la Tata y Elsa por la puerta de la finca. Alguien las ha avisado de lo ocurrido y la Tata grita nerviosa:

—La nena… ay, Dios bendito, ¿la nena está bien?

Omar, al verla, la tranquiliza.

—Está bien, Tata. No te preocupes, que Preciosa está bien.

—Gracias a Dios… gracias a Dios… —dice la mujer, mirándome.

Elsa, con gesto agrio, se acerca a mí y grita:

—Voy a tener que cerrar también con llave la ventana. —Cuando yo le voy a contestar, sisea—: Sólo me da problemas y disgustos esta mojona.

Pero cuando ve a los hermanos Ferrasa mirándola, suaviza el semblante y dice:

—Ven con la tita, Preciosa.

La cría se agarra a mi cuello. No quiere ir con ella. Comienza a temblar de nuevo y yo, sin dejar que la toque, digo bien claro:

—Mira, Elsa, no sé cómo son las leyes en este país en referencia a los niños, pero te aseguro que como se te ocurra tocar a la niña o tratarla mal, yo voy a poner en práctica mi propia ley y te juro por mi padre que lo vas a lamentar.

Ella da un paso atrás mientras yo me levanto del bordillo del arcén.

La Tata se acerca, le tiende los brazos a la niña y dice, al ver cómo miro a Elsa:

—Tranquila, Yanira. Estará conmigo. Yo la atenderé.

Cuando se van a marchar, agarro a Elsa del brazo y siseo:

—Te lo advierto, si tocas a la niña, te mato.

—Wepaaa… el genio que te gastas, cuñada —comenta Tony cuando ya se han ido.

Yo levanto la ceja, pongo los brazos en jarras y, mirando a los tres hermanos, digo muy seria:

—Entiendo que estéis enfadados con la madre de esa niña por lo que quiso hacer. Pero haced el favor de ser adultos y pensad que esa niña no tiene por qué pagar lo que la descerebrada de su madre hiciera y más si encima la abandonó con la mala bruja de su tía.

—Tú que sabrás, Yanira —protesta Omar.

Acercándome a él, respondo:

—Efectivamente, no sé nada. Pero lo que sí sé es lo que veo y lo que veo es a una pequeña abandonada por su madre y asustada y acobardada por su tía. También veo que tres gigantes como vosotros no hacéis nada por ella. ¿Acaso hay que apellidarse Ferrasa para que echéis una mano?

—Su madre…

—Tony —lo interrumpo—, su madre no es ella, igual que tú no eres tu padre. ¿Cuándo os vais a dar cuenta? ¿Cuándo vais a dejar de hacerles pagar las culpas de otros a los inocentes?

Se hace el silencio y, de pronto, Omar murmura:

—Me hice las pruebas de paternidad.

Al oír eso, Tony y Dylan miran a su hermano. Yo también. Queremos que continúe y finalmente dice:

—Cada mes, le paso a Elsa una cantidad para que la cuide. Es todo lo que puedo hacer por ella.

Dylan parpadea incrédulo y pregunta:

—¡¿Es tu hija?!

Omar asiente con la cabeza.

—Los resultados de las pruebas lo confirman.

Todos nos quedamos callados, hasta que Tony, malhumorado, dice:

—Sin saber si era tu hija o no, yo ya le pasaba dinero a su tía para que la cuidara. Le dije a Elsa que no se lo comentara a nadie. No quería problemas con vosotros.

—Menuda sinvergüenza —siseo al oírlo—. Ha rentabilizado muy bien eso de no cuidar de su sobrina. Omar le pasaba dinero. Tony también y…

—Yo también —apunta Dylan, dejándonos sin habla—. Al igual que vosotros, le doy un dinero al mes para la nena y le pedí discreción.

Los tres hermanos se miran incrédulos y, de pronto, empiezan a hablar sobre el tema de la niña por primera vez y no dan crédito a lo que oyen. La tía de la criatura tiene montado un buen negocio con ella.

—O sea —los corto—, los tres le dais dinero a Elsa y la muy caradura no le da a la cría ni un poco de cariño, la deja encerrada en casa y a saber qué más.

—¿Que la encierra? —gritan Omar y Dylan.

Asiento. No dan crédito y continúo:

—Sólo me han bastado unos días aquí para ver lo que esa mujer hace con la niña. En todo este tiempo, la única a la que he visto darle cariño a esa pequeña ha sido a la Tata. Pero, claro, la pobre mujer vive con el Ogro y está atada de pies y manos como para poder hacer nada más por ella.

Omar se desespera. Tony maldice y Dylan acercándose a mí, dice:

—Cariño, creo que…

—Mira, Dylan, déjame terminar —le digo, mirándolo—. Enfádate conmigo si quieres, pero esa niña sólo busca cariño en una casa donde es repudiada por algo de lo que ella no tiene la culpa. Y mientras yo esté aquí, ese cariño no se lo pienso negar, le disguste al puñetero Anselmo Ferrasa o a quien sea. No sé qué puedo hacer por esa niña, si hablar con Servicios Sociales o con quién, pero sin duda algo hay que hacer. Preciosa no puede seguir viviendo así.

Los tres hermanos se miran desconcertados y grito:

—Pero ¿no habéis visto lo cariñosa que es esa pequeña conmigo? Sólo me ha visto dos o tres veces y se abraza a mí con desesperación.

Ninguno habla.

—Y, por último —concluyo—, os diré una cosa aunque os enfadéis conmigo: no conocí personalmente a vuestra madre, pero por lo que me habéis contado de ella, estoy segura de que no le gustaría nada lo que está pasando aquí. —Y señalando a Omar, añado—: Y más siendo tú el padre.

Él agacha la cabeza. Tony asiente y Dylan admite:

—Tienes razón, Yanira. Sabiendo lo que ahora sabemos, mi madre debe de estar muy enfadada. Esto hay que solucionarlo y…

—Decidme —interviene Omar—, ¿qué podía hacer yo con la niña? Vivo en Los Ángeles. Soy productor musical. ¿Qué podía hacer? —repite.

Tony lo mira y responde:

—Desde luego, cuidarla mejor de lo que lo has hecho, sin duda.

Su hermano maldice y Dylan interviene:

—Es una Ferrasa, Omar, y ahora que lo sé, esto no se va a quedar así.

Asiento orgullosa y, mirando al desesperado padre de la criatura, digo:

—Omar, si no quieres vivir con ella, no lo hagas. Pero asegúrate de que tiene una buena calidad de vida y no la vida de mierda que lleva con la imbécil de su tía.

Tras unos segundos de silencio, Omar me mira, luego mira hacia la playa, donde Tifany toma el sol tranquilamente, y afirma con rotundidad:

—Lo haré. Te aseguro que lo haré.

—Vuestra familia tiene dinero y medios para ayudar a esa pequeña a ser feliz. —Los tres me miran y yo concluyo—: Hacedlo, por ella, por vuestra madre y por vosotros mismos.

Una vez termino me noto agitada. Acabo de sacar por mi cuerpo el resto de la rabia que me quedaba.

—Te has quedado a gusto —observa Dylan, cogiéndome de la mano.

—No lo sabes tú bien.

De pronto me entra la risa. ¡Ya la echaba yo de menos!

Dylan sonríe y Tony exclama de nuevo:

—Cuñada, ¡menudo genio gastas!

—Soy una Van Der Vall, a ver si te crees que sólo los Ferrasa tenéis genio.

Dando un paso hacia mí, Omar me pone una mano en el hombro y dice:

—Gracias por tu sinceridad. Eres como mamá y, nos guste o no, necesitamos a una mujer como tú a nuestro lado para darnos cuenta del verdadero significado de las cosas.

Me emociono. Ay que lloro. Me comienza a temblar la barbilla y me doy aire con la mano. Al verme así, los tres me abrazan. Me siento protegida por estos tres hombretones y ellos bromean hasta hacerme sonreír.

Cuando por fin me tranquilizo, regresamos a la playa, donde nos espera Tifany, y Dylan, sin soltarme la cintura, me besa en la cabeza y asevera orgulloso:

—Van Der Vall y Ferrasa, ¡buena combinación!