Aprendiz
Al día siguiente, domingo, tras una fatigosa jornada en la tienda de mis padres, regreso a casa y me ducho. Estoy cansada. Sobre las seis, tras comer algo, me pongo un vestido oscuro y los zapatos de tacón y me marcho a trabajar al hotel. Hoy el repertorio cambia un poco: toca música de los setenta.
Cuando terminamos, el director de la banda me hace llamar y, tras decirme que le gusta mi voz y mi buena disposición, me propone trabajar todos los fines de semana. Acepto encantada.
Mientras me dirijo hacia mi coche, me siento una triunfadora. He conseguido que una banda quiera que cante con ellos, aunque sea en el coro. ¡Bien!
Contenta, conduzco mi coche mientras tarareo la música que suena en la radio. Cuando estoy a punto de salir de Santa Cruz, reduzco la velocidad y, sin dudarlo una sola vez, giro a la derecha, decidida a visitar uno de esos bares de intercambio. Pero no voy al que vi que estaba cerca de mi casa, sino a otro más alejado. No quiero encontrarme con nadie conocido. Menudo corte, ¡por Dios!
Cuando aparco son las once y media de la noche. Miro la puerta del local, que se llama Instantes. Ya sólo el nombre me motiva. Una parte de mí quiere entrar, pero otra parte me grita que no lo haga.
¿Entro? ¿No entro?… ¿Qué hago?
Plan A: entrar.
Plan B: marcharme.
Plan C: ¡¡¡Dios, no tengo plan C!!!
Finalmente, arranco el coche y me voy. ¿Qué hago yo ahí?
Noche sí y noche también, cada vez que salgo de trabajar regreso al mismo sitio y observo el local pensando qué hacer. Miro con curiosidad a la gente que entra y veo que son gente tan normal como yo. Eso me motiva y finalmente me atrevo a salir del coche.
Aunque una cosa es salir del coche y otra meterme en el local. Pero tras pensarlo un buen rato, la curiosidad que siento por ver ese sitio con mis propios ojos me hace encaminarme hacia allí con mis pies martirizados por los zapatos de tacón, mientras me digo en voz baja:
—Vamos, Yanira, tú puedes llevar a cabo el plan A.
Abro la puerta y me encuentro con un bar normal y corriente.
¿Y esto es todo?
¿Para esto tantas dudas?
Hombres y mujeres hablan junto a la barra del local, mientras toman algo y suena música.
Qué decepción. No sé qué esperaba, pero desde luego, esto no.
Cuando llego a la barra y pido un vodka con Coca-Cola, una mujer se me acerca y me saluda.
—Hola, ¿cómo te llamas?
—Yanira —le digo.
—Hola, Yanira, yo me llamo Susan y soy la relaciones públicas de Instantes. Es la primera vez que vienes aquí, ¿verdad?
—Sí.
—¿Esperas a alguien?
—No. —Veo que mi respuesta la deja un poco descolocada y añado—: Pasaba por aquí y he decidido parar a tomar algo.
Ella asiente, se toca su cabello rojizo y, acercándose un poco a mí, dice:
—Yanira, no sé si lo sabes, pero este local es…
—De intercambio de parejas —termino yo la frase.
Estoy nerviosa. Muy nerviosa.
Pero si algo tengo bueno es que los nervios los llevo por dentro y la gente sólo ve en mí tranquilidad y seguridad. Sonriendo, añado:
—Tranquila, Susan. Sé dónde estoy.
Ella vuelve a sonreír y pregunta algo extrañada:
—¿Eres de la isla?
Asiento. Es una pregunta que oigo varias veces al día y le explico:
—Sí. Mi padre es holandés y mi madre chicharrera. Y sí, soy muy rubia y sé que parezco guiri, pero no lo soy. Soy tinerfeña.
—Yo soy inglesa, pero por amor me quedé a vivir en este precioso lugar. —Ambas sonreímos y ella agrega—: Una vez roto el hielo, te diré que siempre que viene alguien nuevo me encargo de enseñarle el local y explicarle por encima las normas.
—Genial.
—¿Me permites que te informe un poco de cuál es la finalidad de Instantes?
—Por supuesto.
Susan sonríe y dice:
—La filosofía de este tipo de locales es disfrutar de nuevas experiencias, siempre de común acuerdo. Aquí nadie debe verse forzado a hacer nada que no quiera y nuestro lema es «Disfruta del sexo, pero sin molestar o incomodar a otros, y acepta que te digan que no».
—Buen lema —afirmo, mientras mantengo mis nervios a raya.
—Las personas que vienen solas, como tú, pasan a una sala distinta a la de las parejas y sólo pueden pasar a las zonas comunes si allí han formado una pareja o alguien del local requiere su presencia. Esto funciona así todos los días excepto los sábados, cuando sólo se admiten parejas.
»En principio, las parejas sólo hablan, bailan o toman algo y si deciden hacer un intercambio o relacionarse con otras en busca de sexo han de pasar a unas salas privadas. ¿Quieres que te enseñe el local?
Asiento y la sigo. Todo lo que me ha dicho ya lo había leído por internet.
Traspasamos una puerta azul y nos encontramos en otra sala donde la música es algo más suave y hay asimismo gente que habla y bebe. Soy consciente de que varios hombres y mujeres me observan. Les despierto tanta curiosidad como ellos a mí, pero sigo a Susan al cuarto oscuro, la sala de cine porno, una pequeña sala con agujeros en la pared, varias habitaciones privadas y un salón enorme con una ancha y larga cama. Se me seca la boca al entrar y ver lo que allí están haciendo unas parejas.
¡Qué fuerteeeeeeeeee!
Una vez salimos de la sala, disimulo, pero me siento como si me fuese a dar un yuyu.
Susan me enseña otra estancia en la que hay dos jacuzzis ocupados por gente.
El corazón me late con fuerza cuando veo lo que están haciendo en esos jacuzzis. Después, Susan me enseña las taquillas, en las que veo varias bolsas transparentes cerradas herméticamente, que contienen toallas de baño, toallitas y botellas de agua. Me explica que en un lugar como éste la higiene es primordial y yo asiento. Aquí todo es moderno y está limpio. Muy limpio.
Una vez acabada la visita, Susan me guía hasta una sala donde hay gente hablando y relacionándose.
—Ésta es la sala azul —dice—. En ella está la gente que viene sin acompañante. Y yo ahora debo dejarte. Estaré por el local. Cualquier cosa que desees, pídemela, ¿de acuerdo?
Le digo que sí con la cabeza. Me he quedado sin palabras. Si me pinchan, no me sacan sangre del susto que tengo.
Pero ¿qué narices hago yo aquí?
¿Dónde me he metido?
Con la boca seca como una lija, me dirijo hacia la barra y cuando el camarero me mira, digo:
—Una agua sin gas.
Él me la sirve y yo me la bebo casi de golpe. Estoy sedienta. De pronto, un hombre se sienta a mi lado y, mirándome, dice:
—Ciao, bella. Mi nombre es Francesco.
Pego tal respingo en la silla que creo que me he dado con la cabeza en el techo. Con los ojos como platos, miro al hombre que tengo delante y murmuro:
—Tengo que irme. Adiós.
El italiano no se mueve. No me toca. No me detiene.
Salgo del local, me subo al coche y, con taquicardias por todo lo que he visto, conduzco hasta mi casa.