29

Olvídame tú

A la mañana siguiente, cuando me despierto, mi cuerpo no es mío.

Pienso en los chichaítos y una arcada me hace sentarme de inmediato en la cama.

Todo me da vueltas. Miro el suelo y se mueve.

¿Tanto ron bebí?

Me toco los párpados. ¡Dios santo, no me quité las lentillas! Debo de tener los ojos como sandías.

Me meto un dedo en un ojo y casi me lo saco. Lo intento otra vez y no encuentro la lentilla. Desesperada, busco en el otro ojo y nada, tampoco. De pronto, me paro, miro al frente y me doy cuenta de que no veo con claridad. Sobre la mesilla distingo el botecito donde guardo las lentillas. Lo cojo, lo abro y suspiro al ver que están allí.

Dylan debió de quitármelas. ¡Qué rico es!

Tengo la vejiga a reventar e intento levantarme para ir a hacer pis.

Todo se mueve y murmuro:

—Estoy fatal…

Miro hacia la puerta del baño. Está cerca. Me levanto, pero pierdo el equilibrio y, tras dar un traspié, me estampo directamente contra la pared. En mi caída me llevo por delante la mesilla y la lámpara y el estropicio está servido.

Me toco la cabeza. Qué dolor…

Atontada y en el suelo, miro a mi alrededor cuando la puerta se abre y entra Dylan.

—¡Cariño! —grita, al verme en el suelo.

—Me he caído. Menudo tortazo me he dado.

Levantándome con cuidado, miro su cara distorsionada. Juraría que está preocupado y pregunta:

—¿Te has hecho daño?

Pero no hay tiempo de explicaciones y mascullo:

—Me meo… me meooooooooooo.

Él me coge en brazos, me lleva al cuarto de baño, levanta la tapa del váter, me baja las bragas y me sienta.

Ay, Dios. Soy el antiglamour. ¡A lo que hemos llegado!

Sin querer mirarlo a los ojos, orino sentada en la taza, mientras esto no para y no para… y cuando por fin termino, cojo papel y me limpio solita.

Intento levantarme, pero no puedo. ¿Qué me ocurre? Todo me vuelve a dar vueltas y vueltas. Noto las manos de Dylan y le doy un manotazo mientras grito:

—Déjame y vete.

Él no se mueve y, pasados unos segundos, gruño:

—En cuanto pueda levantarme, me voy a mi casa. No me quiero casar contigo. Yo… yo no quiero que la persona que esté a mi lado sea un desgraciado y si ya lo piensas antes de la boda, es porque lo vas a ser.

Me entra la llorera y, despeinada y con los el pelos sobre la cara, lloro sin importarme la pinta que debo de tener.

—No llores, cariño.

—¡Déjame en paz!

—Tranquilízate, por favor —insiste él con ternura.

Pero no me tranquilizo. Lloro como un oso y al final Dylan me levanta, me sube las bragas y me lleva de nuevo en volandas a la cama, mientras yo protesto entre sollozos. Una vez allí, me tumba y, retirándome la maraña de pelos de la cara, afirma:

—No quiero verte llorar.

Pero yo soy como el payaso del anuncio. Mis lágrimas brotan solas, soy incapaz de pararlas y oigo que Dylan me dice:

—Te quiero, me quieres y nos vamos a casar.

—No, no lo vamos a hacer.

Nuestros ojos se encuentran. Lo miro a través de las lágrimas. Tiene el semblante ceniciento y se lo ve agobiado. Entonces, agarrando la llave que llevo colgada al cuello, murmura:

—Eres la única que tiene la llave de mi corazón.

Mi berrido al oír eso es desolador. ¿Cómo me puede decir algo tan bonito y romántico siempre?

Cuando cinco minutos después me tranquilizo, mi chico, con más paciencia que un santo, pregunta, tras secarme las lágrimas con un kleenex:

—¿Dónde te has dado cuando te has caído?

Me señalo la cabeza, que me duele una barbaridad y lo oigo que dice tras inspeccionármela:

—Menudo chichón te ha salido.

Me besa en la frente y yo hago un mohín.

—Voy a por hielo a la cocina —me informa—. Eso te bajará la hinchazón.

Dos segundos después, estoy sola en la habitación. Las lágrimas siguen corriendo por mi cara. Estoy triste. Muy triste. Mi familia está lejos. El gruñón cerca y antes de que regrese mi amor, me acurruco sobre la cama, cierro los ojos y vuelvo a caer en brazos de Morfeo.

No sé cuánto tiempo ha pasado cuando me despierto.

La luz que entra por la ventana ya no tiene la misma potencia. Ahora es anaranjada. Me muevo en la cama y me estiro hasta que noto que me duele la cabeza. Me siento como puedo. Todo me da vueltas y, tocándome el chichonazo, murmuro:

—Joder… ¿Qué tengo aquí?

—Te has dado un buen golpe contra la pared, cariño, y tienes un estupendo chichón —oigo que responde Dylan, sentándose a mi lado.

Lo miro y achino los ojos para verlo mejor. Él me retira de nuevo el pelo de la cara y yo me siento como si me hubiera pasado una marabunta de hormigas rojas y asesinas por encima. Me encuentro algo mejor que antes y pregunto:

—¿Tony está bien?

Dylan sonríe y afirma:

—Él está acostumbrado a los chichaítos. Tú no.

Escuchar mencionar la bebida me hace llevarme las manos a la boca.

¡Qué náuseas!

—No quiero verte llorar nunca más, ¿entendido? —dice Dylan.

Voy a responder cuando se abre la puerta y entra la Tata con un tazón. Al verme, pregunta:

—¿Estás bien, corazón? —Asiento y ella gruñe—: Ya le he dicho cuatro cosas a Tony. Pero cómo se le puede ocurrir llevarte a beber chichaítos.

De nuevo me tapo la boca con las manos. Dylan sonríe.

Cuando se me pasa la angustia, la Tata deja la bandeja sobre la cama y me aconseja:

—Come algo. Te vendrá bien y te recuperarás antes.

Cuando ella se va, Dylan me mira con una dulce sonrisa y, sentándose de nuevo a mi lado, se ofrece:

—Ven. Te daré la sopa.

Arrugo la nariz. No puedo tomar nada o potaré fijo.

—No… no… no… Dylan. No me entra.

—Tienes que tomarlo. —Y cuando voy a protestar de nuevo, insiste—: Cariño, hazme caso. Esta sopa mágica de la Tata te ayudará a reponerte. Piensa que vivimos aquí y sabemos a lo que nos enfrentamos.

Cojo la servilleta de la bandeja y me la pongo de mala gana alrededor del cuello. Dylan me mete una cucharada de sopa en la boca. Me entran las angustias de la muerte, pero cuando voy a protestar, me indica con dulzura:

—Otra cucharada más, cielo.

Abro la boca y mete otra cucharada más. Me quiero morir de lo mal que me siento pero él insiste:

—Otra más.

Y así sigue. Cuando ya no puedo más, amenazo:

—Si me obligas a tomarme una más, te juro que te mato.

Dylan sonríe y dejando la cuchara y el tazón sobre la bandeja, y afirma:

—Tu cuerpo te lo agradecerá en un rato. Ya lo verás.

Acostándome de nuevo, murmuro:

—Lo dudo.

La sopa da vueltas como una lavadora en mi estómago y no sé cuánto tiempo va a quedarse ahí. Cierro los ojos e incluso con ellos cerrados siento que Dylan me observa. No tengo fuerzas ni para mirarlo. Me quedo dormida y cuando me despierto es Tony el que está frente a mí.

—Hola, bailona.

—¡Wepaaa! —me mofo sin fuerzas.

Tony sonríe. Yo, levantando los brazos, pido que me abrace. Él lo hace con cariño.

—Gracias por soportarme ayer. Gracias… gracias…

—No me des las gracias, cuñada. Me tendrás siempre que quieras.

—Pero qué mono eres.

Lo veo cabecear y luego pregunta:

—¿No me odias por haberte invitado a…?

—Ni se te ocurra decir el nombre —lo corto.

Ambos nos reímos y de pronto me doy cuenta de que estoy muchísimo mejor. Mi cuerpo vuelve a ser mío y controlo mis movimientos. El mareo ha desaparecido.

Miro hacia la ventana y veo que es totalmente de noche. Alucinada, le pregunto a Tony:

—¿He estado durmiendo todo el día?

—Te dije que bebieras despacito —contesta.

De pronto, mil imágenes pasan por mi mente. Los chichaítos, la salsa, el baile, Dylan, su padre, ¡los insultos! Todo regresa con claridad a mi mente y, asustada, pido:

—Tony…, dime que anoche no le dije a tu padre lo que estoy recordando.

Él me mira, asiente y murmura:

—Wepaaaaaaaaa.

Horrorizada cojo una almohada y me tapo la cara con ella. ¡Me quiero morir!

—Joder… joder y joder. No quiero ni imaginar lo que pensará ahora de mí.

—Eso es de lo último que te tienes que preocupar en este momento y menos después de cómo te ha tratado él a ti.

Al oír la voz de Dylan, me quito al almohada de la cara, vuelvo la cabeza y lo veo apoyado en la pared. Nuestras miradas se encuentran.

Ay, Dios, ¡cuánto lo quiero!

Tony me da un beso en la frente, se levanta de la cama y se marcha hacia la puerta.

—Pasa una buena noche —me desea—. Mañana subiré a verte.

Cuando sale de la habitación y Dylan y yo nos quedamos solos, el silencio me inunda.

No sé qué decir. Él sigue apoyado en la pared, sin quitarme ojo. Tiene esa cara suya de perdonavidas que tanto me gusta y de pronto pregunta:

—¿A mí no me pides que te dé un abrazo, como a Tony?

—No.

—¿Por qué?

Al pensar en las cosas que me dijo el día anterior, respondo:

—Estoy enfadada contigo. Si realmente piensas lo que dijiste ayer, no sé qué hago aquí. No sé por qué te quieres casar conmigo.

El silencio vuelve de nuevo y ninguno de los dos dice nada. Dylan me mira y yo lo observo a través de las pestañas, hasta que de pronto, desconcertándome, pregunta:

—¿Has visto la camiseta que llevas puesta?

Con curiosidad bajo la vista y, al verla, muevo la cabeza:

—¿Por qué llevo la camiseta de las reconciliaciones? —gruño.

Dylan sonríe y, sin moverse, musita:

—Porque te necesito, mi amor.

Oh, Dios, ¿por qué siempre hace o dice justo lo que me toca la fibra sensible?

—¿Por qué no me lo dijiste? —dice de pronto.

No contesto. No quiero pensar que se refiere a lo que yo creo y añade:

—Tony me ha contado vuestra conversación. Nunca imaginé que mi padre pudiera decirte cosas tan terribles. Pero, tranquila, he hablado con él y no me lo ha negado. Ha admitido su error.

De nuevo horrorizada, vuelvo a coger la almohada y me tapo la cara.

¿Por qué es todo tan difícil? ¿Por qué?

La cama se hunde y noto a Dylan sentado a mi lado. Me quita la almohada y nuestros ojos se encuentran. No sé qué decir. Con cariño, él me aparta el pelo de los ojos.

—Me encanta tu pelo. Es precioso.

Sin dejar de mirarme, me pasa la mano por el óvalo de la cara y murmura:

—No quiero volverte a ver llorar y mucho menos que te vayas de mi lado. He sido un estúpido al dejarme influir por los miedos de mi padre, pero créeme cuando te digo que…

—No puedo estar con alguien que me observa siempre pendiente de si lo decepcionaré o no —lo corto—. No sé si llegaré a triunfar en el mundo de la música, sólo sé que quiero intentar perseguir mi sueño, como quizá tú has luchado por el tuyo de ser cirujano.

Me mira emocionado. Entiende lo que digo. Lo sé. Lo veo en sus ojos. Me acaricia la mejilla y musita:

—Te cambio un beso por una sonrisa.

Me derrito. ¡Puede conmigo!

—Te necesito, Yanira. Conseguirás tu sueño, pero, por favor, quiéreme.

Como he hecho con Tony minutos antes, abro los brazos. Dylan sonríe al ver mi gesto y, encantado, me abraza mientras exclama:

—Cómo me gusta tu camiseta de las reconciliaciones.

Yo sonrío. A mí me gusta él.

Durante un par de minutos estamos callados el uno en brazos del otro, hasta que, abriendo mi corazón, afirmo sin que él me lo pida:

—Te quiero, cariño, eso nunca lo dudes.

Sé que mis palabras le llegan al corazón. Soy poco proclive a decir algo tan cariñoso y lo emociona. Su boca busca la mía, pero retirándome digo a media voz:

—Debo de saber a rayos y centellas. Guarda ese beso para cuando me duche.

Dylan por fin sonríe y eso me relaja.

—Ha llamado Argen. Estaba preocupado por ti. Al parecer, tenías que haberle llamado para decirle si venía a recogerte. —Decir eso veo que le duele—. He hablado con él y le he dicho que no se preocupe, pero no me ha creído. Deberías llamarlo.

Se saca mi móvil del bolsillo y me lo da. Entiendo que si no lo llamo, Argen aparecerá como una fiera en Puerto Rico y, tras dos timbrazos, oigo su voz:

—¡Yanira! Por el amor de Dios. Estaba preocupado. ¿Estás bien?

Sonrío y miro a Dylan, que está a mi lado, y respondo:

—Sí. Pero déjame decirte que nunca bebas chichaítos. ¡Son demoledores!

Oigo reír a mi hermano y mi amor hace lo mismo.

—¿Se ha solucionado todo? ¿Quieres que vaya a buscarte?

Miro a mi chico, que me mira con amor, y contesto:

—Estoy bien, Argen. Tranquilo. Todo se ha solucionado.

Tras hablar con él un rato, cierro el móvil y lo dejo sobre la mesilla.

—He hablado con mi padre y creo que todo le ha quedado claro por fin —dice Dylan.

—Lo siento…

—No sientas nada, cariño —replica con mimo—. Si alguien tiene que sentir aquí algo soy yo. No he sabido protegerte de él como te merecías, pero a partir de ahora lo haré y, si tú quieres, nos iremos ahora mismo de esta casa. Anularemos la fiesta que ha organizado y…

—No. Asistiremos a esa fiesta.

Dylan sonríe, me besa la frente y musita:

—Donde a ti no te quieran, a mí tampoco. Nunca lo dudes.

Oír eso hace que se me llenen los ojos de lágrimas y nos volvemos a abrazar. Me encantaría irme de allí. No volver a ver al viejo zorro, pero no sería justo para Dylan. Es su padre y sé que lo quiere. Con mimo, hundo los dedos en su pelo y, mirándome, él murmura:

—Pero el lunes, tal como dijimos, ¡nos vamos a Los Ángeles!

—Estoy deseando conocer tu casa.

—Nuestra casa —matiza.

Dicho esto se tumba a mi lado y, durante horas, hacemos planes sobre lo que haremos cuando lleguemos a Los Ángeles.