Le deseo
Al salir del salón, oigo que Dylan discute con su padre. No es para menos. Entro en mi habitación y me acerco a la ventana mientras me masajeo la mano. La abro de par en par y aspiro el aire que entra del mar.
¿Cómo este hombre puede tenerlo todo y vivir tan amargado?
Pienso en mis padres. En el cariño que le demostraron a Dylan desde el primer momento y me desespero. ¿Por qué no he recibido yo eso también?
Empiezo a tranquilizarme, cuando se abre la puerta de la habitación. Es Dylan, que cerrando de un portazo, me suelta:
—¡Si continúas así, nos vamos!
—¡¿Qué?!
—Lo que oyes. Es muy incómodo estar en medio de vosotros y…
—Eso no me lo digas a mí, díselo a él. Sabes perfectamente que es tu padre quien me busca continuamente y…
—Pues sé más lista que él. No entres en su juego.
—¿Y dejar que me hunda? ¿Que me coma? ¿Que pueda conmigo? —replico malhumorada—. Joder, Dylan… qué poco me conoces si esperas eso de mí.
Acercándose en actitud intimidatoria, sisea:
—Espero de ti sensatez, madurez, saber estar. ¿Acaso no te has dado cuenta?
Molesta por su tono, me aparto y contesto:
—No me hables como él. No soy tonta.
—Pues en ocasiones lo…
Lo corto con el ímpetu de un tsunami.
—¿Ibas a decir que lo parezco?
Dylan no responde. Se calla y yo, hecha una fiera, grito:
—¡Se acabó! ¡Quiero irme de aquí ahora mismo! Me rindo. Tu padre ha podido conmigo. A la mierda tu dinero, la boda y todo. ¡No puedo más!
Dylan no se mueve. Sólo me mira y, acercándome a él en actitud intimidatoria, yo sigo:
—No es fácil ver cómo el padre de la persona más importante de mi vida me desprecia continuamente, me habla mal, me humilla, me desprestigia, porque cree que sólo quiero tu dinero o bien lanzarme al estrellato como cantante. No es fácil escuchar que la tal Caty es la mujer ideal para ti. ¿Por qué nunca me has hablado de ella?
—Porque ella es pasado, Yanira. Yo tampoco te he preguntado por tus exnovios. No me interesan.
Tiene razón. Nunca me ha preguntado y prosigo:
—Según tu maravilloso padre, ella es la mujer ideal para ti. Te hará feliz y yo un puñetero desgraciado. ¿Cómo crees que me siento cuando lo oigo? —Dylan no responde y continúo—: No es fácil no mandar a tu padre a la mierda cada vez que abre su jodida boca y la menciona para desprestigiarme a mí.
—Vale, cariño, tranquilízate.
Su tono me hace saber que se está conteniendo. Tiene la boca crispada y me ahorro contarle el desagradable episodio en el que su padre intentó chantajearme con una carrera musical para que lo dejara, lo de rubia Clairol o todos los feos que me hace cada día. Contarle eso le haría mucho daño, pero grito furiosa:
—¡Tu padre no es un ogro, es un maldito cabrón!
—Yanira, no te pases.
—No me paso, Dylan, ¡me quedo corta! —digo furiosa—. Desde que he llegado, intento entender que es especial, pero ¡se comporta como un divo! ¡Cuando la que era una diva era tu madre! —Le duele que la mencione, pero ya no puedo dar marcha atrás—. Todo lo que yo hago o digo es cuestionable, reprochable. Reconoce que me busca… y aunque intento mantener mi lengua, mi genio y mi mal humor controlados por ti, si sigo aquí creo que la mala víbora que llevo dentro va a salir y entonces sí que me va a odiar. Por lo tanto, ¡sácame de esta casa!
Intenta abrazarme, pero yo lo empujo. Me aparto de su lado y no dejo que se acerque a mí. Eso sé que lo afecta. Lo irrita.
Dylan, que debe de estar tan harto como yo, explota y nos enzarzamos en una tremenda discusión, en la que ninguno de los dos pone freno a sus reproches ni a sus quejas.
A gritos, Dylan reconoce las dudas que le genera que yo quiera seguir adelante con mi carrera de cantante. Yo le respondo que sus dudas son infundadas y él me responde que ya ha vivido con una cantante y sabe de qué va el tema. Sus comentarios despectivos me duelen. Ver que su padre le está haciendo ya dudar de lo nuestro me enerva aún más y me pongo como una fiera. Él tampoco se queda atrás y cuando ya no nos podemos decir nada más, abre la puerta de la habitación y se va.
Como siempre, se va dejándome sola.
Desesperada, miro por la ventana y lo veo encaminarse hacia el garaje. Oigo el motor de su automóvil y poco después veo que se marcha.
Me echo sobre la cama y lloro angustiada durante un buen rato. Cuando me tranquilizo, no sé qué hacer ni adónde ir. Al pasear la vista por la habitación, veo mi móvil. Se me ocurre una cosa. Me meto en Google y busco Caty Thomson, pediatra.
Rápidamente, me aparecen varias páginas y al abrir una de ellas veo que tiene una pequeña clínica pediátrica en Los Ángeles.
¡Bien! Los tres estaremos en la misma ciudad. Me desespero.
Busco fotos y las encuentro. Caty es de piel morena y, para más inri, de Puerto Rico, como ellos. Ahora entiendo por qué Anselmo me llama despectivamente rubita. Desde luego, no soy morenita, como su adorada Caty.
Leo varios artículos en los que se ve a Dylan y a ella junto a Luisa y Anselmo en varias galas benéficas. Parecen felices. Se habla de su supuesto romance, pero nunca se confirma. Aunque en otra serie de fotos se los ve en la playa, besándose. Pensar que la ha besado como me besa a mí me parte el corazón. Molesta por mi absurda curiosidad, tiro el móvil sobre la cama y vuelvo a llorar.
El dolor de mano se me pasa y durante horas espero el regreso de Dylan, pero no vuelve. Eso me hace dudar. Me encela. Me hace sentir fatal. No bajo a cenar, aunque la Tata me lo pide. Me niego. No quiero estar en la misma habitación que ese viejo gruñón.
Lloro y me desespero y a las dos de la madrugada, cuando sé que todos duermen, bajo a la cocina a beber agua.
Entro a oscuras y pienso en mi hermano Argen. Necesito hablar con él y, sin dudarlo, me dejo caer al suelo en un rincón de la cocina y, tras calcular la diferencia horaria, lo llamo por teléfono.
Se oyen dos timbrazos y entonces:
—Hola, mi niñaaaaaaaaaaaa.
Su voz cariñosa me emociona y me echo a llorar. Argen se preocupa. Me pide que por favor deje de llorar y que le hable. Rápidamente me recompongo. No puedo hacerle eso a mi hermano y, secándome las lágrimas, le hago saber:
—Ya está… ya se me ha pasado.
—¿Qué te ocurre, Yanira?
Necesito ser sincera, decirle la verdad y murmuro:
—Aquí todo es un desastre, Argen. Todo está saliendo mal.
—¿Estás mal con Dylan?
—Con Dylan no, ¡con su jodido padre! Ese maldito Ogro se cree que estoy con él por su dinero. No cree que esté enamorada. Me llama rubita con desprecio. Cree que por tener veintiséis años no tengo cerebro. Me rechaza por ser cantante y no para de insistir en que su hijo no va a ser feliz conmigo y que… y que… debería dejarlo.
Mi hermano resopla y dice:
—Tranquilízate, Yanira. Si ese hombre dice eso es porque no te conoce. Si te conociera…
—No quiere conocerme, Argen —gimoteo desesperada—. Sólo quiere desesperarme, humillarme y sacarme de mis casillas para discutir conmigo a todas horas y que su hijo me odie y finalmente me deje. Hoy nos hemos enfrentado como nunca y yo… ahora no sé dónde está Dylan y…
De pronto oigo a mi madre, que le quita el teléfono a mi hermano y dice:
—Cariño, ¿cómo estás?
Tragándome el nudo de emociones que no me dejan vivir, respondo:
—Hola, mamá. Estoy bien… muy bien.
—¿Qué tal la familia de Dylan?
—Bien, mamá la familia de Dylan está muy bien.
—¿Y su padre, mi niña, está mejor?
Se me encoge el estómago. Tengo que mentirle:
—Sí, mamá, Anselmo esta mejor. Se toma la medicación que le han dado y cada día está más fuerte. Ya incluso camina con normalidad.
—¿Cómo es? ¿Cariñosote, como tu padre?
Comparar a mi padre con ese hombre es como comparar un Gucci con un bolso de los chinos. Por supuesto, mi padre es el Gucci, y el de los chinos es el otro y contesto:
—Es un señor muy amable. Adora a sus hijos y conmigo es muy cariñoso. Por cierto, os manda muchos recuerdos.
Oigo a mi madre reír y yo sonrío. ¡Cuánto la quiero!
—¿Y comes bien, cariño?
—Sí, mamá, como bien. Incluso tomo leche, que sabes que no me gusta, pero la tomo por ti. No te preocupes, ¿vale, mami?
Hablamos unos minutos más y, finalmente, me vuelve a pasar con mi hermano. Cuando Argen coge el teléfono, murmura:
—Perdóname, Yanira. Mamá ha llegado en este momento y me ha quitado el teléfono de las manos. ¿Le has contado algo?
—No, no le he dicho nada. Simplemente que todo bien por aquí y que el padre de Dylan es muy cariñoso. Ah… y que tomo leche.
Eso nos hace reír a los dos y entonces mi hermano me plantea:
—¿Quieres que vaya a buscarte? Puedo coger el primer vuelo que haya y mañana estoy ahí.
Lo pienso. No sé qué responder e, intentando aclararme, respondo:
—Déjame pensarlo y mañana hablamos, ¿vale?
Me despido de él, cierro el móvil y me tapo la cara con las manos.
¿Qué debo hacer?
Unos pasitos llaman mi atención. Pulgas acaba de entrar en la cocina y viene hacia mí. Me acerca el morro a la cara y me da un lametazo.
¡Ay, qué lindo, mi Pulgui!
Me levanto y, a oscuras, abro la nevera y le doy lo que sé que me está pidiendo. Una vez se come su salchicha, le ordeno que se vaya, pero no quiere. Se tumba en el suelo de la cocina y se queda dormido.
Cuando consigo encontrar un poco de fuerzas, salgo al jardín. Está precioso, iluminado por la luna. Pienso en lo que he hablado con mi hermano y me doy cuenta de que estoy enfadada con Dylan y que no quiero verlo. Creo que su padre está consiguiendo lo que busca: hacernos romper. Está minando nuestras fuerzas, crea dudas en él e inseguridades en mí y al final uno de los dos va a terminar con todo.
¡Menudo viejo zorro!
Camino por el jardín y me acerco a la valla para ver el mar. Las vistas son espectaculares. Abro la puerta lateral de la cancela y salgo. Al ver el cartel donde pone «Villa Melodía», murmuro con amargura:
—Deberían cambiarlo por «Villa Monasterio» o por «Villa Capullo».
Cruzo la carretera y, de pronto, veo acercarse las luces de un coche y me escondo. El corazón se me acelera al ver que es Dylan. No tiene buena cara y me preocupa. Aunque la mía tampoco debe de estar muy bien. Cuando el coche desaparece, respiro aliviada. No me ha visto.
¿Irá a mi habitación o se irá a la suya?
Salgo de detrás del árbol y camino hacia la playa, pero de pronto oigo a mi espalda:
—¿Qué haces levantada y sola por aquí a estas horas?
Doy un chillido, asustada. Pero me tranquilizo al encontrarme con Tony.
Aliviada, sin pensarlo me echo en sus brazos y cuando me separo de él, le digo:
—Hoy he tenido un día terrible, Tony.
—Algo me ha dicho la Tata por teléfono —comenta, mirándome—. Vamos, relájate.
Caminamos por la arena de la playa y pregunto:
—¿Qué haces tú aquí?
Señala su coche, aparcado en un lateral, y explica:
—Me gusta pasear de noche por la playa. Mi madre lo hacía cuando estaba en casa y creo que su manía ahora es la mía.
Para ser una mujer que, según el Ogro, antepuso su carrera a su familia, sus hijos guardan muy buenos recuerdos de ella.
—¿Puedo preguntarte cómo era tu madre?
Tony sonríe y, agarrándome del brazo, me explica, mientras caminamos por la playa:
—Era una persona detallista, divertida, cariñosa, ayudaba a todo el que podía y, sobre todo, era muy artista y madre. Viajaba por trabajo más de lo que nos gustaba a todos, pero cuando regresaba ¡era la bomba! —Sonríe—. Nunca hizo diferencias entre Dylan, Omar y yo. Para ella, los tres éramos hijos suyos y si en alguna entrevista sacaban ese tema, mostraba sus garras de leona para defender a sus tres cachorros por igual. Nos conocía muy bien a todos y, a su manera, nos recompensaba por sus ausencias. Parece que fue ayer cuando teníamos largas conversaciones de noche aquí, en esta misma playa. A mis hermanos y a mí nos encantaban esos momentos con ella. Eran especiales. Eran sólo nuestros.
—¿Y con tu padre se llevaba bien?
—Sí y no. De hecho se separaron dos veces, pero como ya sabes, se casaron tres. Se amaban con la misma intensidad con que se odiaban y mi padre siempre lo achacaba a la diferencia de edad.
—¿Se llevaban muchos años?
—No. Sólo diez. Pero…
—Ay, Dios bendito —digo como la Tata, al ser consciente de otra cosa que el viejo odia de mí—. A mí Dylan me lleva once años.
Me entra la risa. ¡Maldita risa!
Tony, al entender mi desesperación, dice:
—No te agobies por eso ahora. —Asiento no muy convencida y prosigue—: Papá no soportaba bien sus ausencias. Era él quien se tenía que preocupar entonces de nuestras notas, de nuestras clases particulares o de ir a las funciones del colegio. Nunca se perdió ni una, pero todos sabemos que añoraba a mamá y eso le agrió el carácter. Cada año, en Navidad, le hacía prometer que el año siguiente se retiraría. Eso nunca pasó. La vida de mi madre era su carrera, algo que a papá con su trabajo como abogado nunca lo apasionó, y justo cuando empezaba a estar un poco más en casa, decidió operarse para estar más bonita y bueno… pasó lo que pasó.
—Dios… Cuánto lo siento, Tony —murmuro apesadumbrada.
—Lo sé, Yanira, lo sé. —Y, mirándome con tristeza, añade—: Y lo gracioso es que la historia se vuelve a repetir con mi hermano y contigo. Dylan, a pesar de ser el pequeño de los tres, siempre ha sido el más centrado, el más serio, el que nunca ha querido saber nada del mundo del espectáculo, el más parecido a papá, y mira por dónde, se enamora de una chica como mamá. Una cantante.
Sonrío con amargura. Ahora entiendo un poco mejor por qué el Ogro se niega a aceptarme. No quiere para su hijo la soledad que él ha tenido que vivir. Está claro que nunca seré objeto de su devoción y digo:
—He tenido una terrible discusión con Dylan por culpa de tu padre. Dice que…
Tony no me deja terminar. Me corta y sisea:
—Joder… con mi padre.
Así es.
—Creo que esto no va a funcionar, Tony. Vamos a cometer un error y cada vez lo veo más claro. Lo mejor es que regrese a España.
—No.
—Necesito desaparecer —insisto desesperada—. Tu padre me está volviendo loca. Pero si hasta me ha llamado rubia Clairol…
—¡¿Mi padre te ha llamado eso?!
Asiento y, angustiadísima, se lo cuento todo. Tony, atónito, no da crédito a lo que oye, cuando añado:
—Pero si hasta me ha tentado con una propuesta bochornosa para que me marche y deje a Dylan.
Él, que ya está calentito, me mira y con la mandíbula tensa, pregunta:
—¿Qué clase de propuesta?
Horrorizada por lo que creo que he dado entender, aclaro:
—Nada sexual, tranquilo… tranquilo. —Respira aliviado y explico—: Hace unos días, me pilló cantando. Me invitó a visitar el despacho de tu madre. Yo pensé que íbamos a fumar la pipa de la paz y cuando más emocionada estaba mirando los premios de toda su vida, me dice que me puede buscar un productor musical que lance mi carrera al estrellato, pero que, a cambio, tengo que dejar a Dylan y desaparecer.
El gesto de Tony se descompone.
—Pero qué cabrón es el viejo. ¡Menudo mojón!
No digo nada por respeto, pero pienso lo mismo que él. O peor.
—¿Se lo has dicho a Dylan?
Niego con la cabeza y Tony sisea:
—Tienes que contárselo. Él sólo ve que tú le contestas a nuestro padre, que le entras al trapo, pero si se entera de esto o de las otras cosas que me has contado, yo creo que…
—Le haré daño, Tony, y lo último que yo quiero es hacerle daño.
Durante unos segundos medita lo que le digo y, finalmente, con un gesto de tristeza, dice:
—Mi hermano está loco por ti. No permitas que mi padre estropee lo vuestro. Si te vas, le harás daño a Dylan y él se habrá salido con la suya.
—Pero si me quedo también le haré daño. ¿No lo ves?
—No. Dylan no es tonto, Yanira, habla con él.
—Hoy ha sido horrible. Nos hemos dicho de todo y…
El teléfono de Tony empieza a sonar y reconozco la melodía de una canción de Maxwell. Me enseña la pantalla y veo que pone «Dylan», aunque sin verlo ya sabía que era él. Niego con la cabeza y me hace una seña con la mano para que me calle. Oigo a Dylan gritar y Tony, tras decirle con tranquilidad que está conmigo, corta la llamada.
—Te busca y está histérico.
Lo he oído. Pero no puedo enfrentarme ahora a él. No tengo fuerzas. El teléfono comienza a sonar de nuevo. Otra vez es Dylan. Tony, al ver mi estado, propone:
—Vámonos de aquí. Te llevaré a un sitio para tomar algo.
Asiento. Necesito tranquilizarme. El móvil suena otra vez. Tony le quita el sonido. Se lo agradezco. Subimos a su coche y cuando va a meter la llave en el contacto, me fijo en algo que cuelga del llavero y pregunto:
—¿Ésa es la llave de tu corazón?
Él sonríe, asiente con la cabeza y dice, tocándola con cariño:
—Sí. Cosas de mamá. Ella era muy romántica y…
—Y tú, al igual que Dylan, también lo eres, ¿verdad?
Mi guapo cuñado me mira y confiesa:
—Una vez creí haber encontrado a la persona idónea para entregársela. Se llamaba Paola. Pero a diferencia de ti, ella se dejó convencer por el dinero de mi padre. —Y con una triste sonrisa, añade—: La tentó y aceptó. Ella sí que era una oportunista. Tú no. Y se lo vas a demostrar al viejo. Debes hacerlo por Dylan y por ti.
Los ojos se me llenan de lágrimas. Saber que Tony ha sufrido por amor me redoblan las ganas de llorar. Sin decir nada más, él pone en marcha el motor del coche y al hacerlo se enciende la radio. La música llena mis sentidos y sonrío. Me trago las lágrimas mientras enfila la carretera de la playa y miro el mar.
Media hora después, aminora la marcha y veo que aparca en un bareto con luces de colores. Suena música alegre y eso me encanta. Es lo que necesito, ¡divertirme!
Su teléfono no para de vibrar. Ambos sabemos que es Dylan, pero no contesta. Se lo agradezco.
Al entrar, Tony me coge de la mano y vamos a una mesa. Feliz, miro a la orquesta que toca salsa mientras la gente baila. Dos segundos después viene una camarera. Tony me la presenta. Se llama Emy, que es un encanto, y nos pregunta:
—¿Os traigo un par de chichaítos?
No sé qué es eso y Tony me explica:
—Ron con licor de anís. Es fuertecito.
Asiento. Necesito algo así.
Minutos después, la chica nos trae un par de vasos y Tony pregunta:
—¿Preparada, cuñada?
—Por supuesto.
Cogemos nuestros vasos y, cuando le doy un trago al mío, siento que me quemo la garganta.
¡Dios santoooooooooooooooo!
—Wepaaaaaaaaa —grita Tony.
Cuando dejo el vaso en la mesa, toso. Él ríe y me aconseja:
—Despacito o mañana no te podrás levantar de la cama.
Digo que sí con la cabeza mientras los ojos me lloran por el ron.
—¿Cómo es Caty? —pregunto.
Tony me mira y al ver que no tiene escapatoria, contesta:
—Una buena chica, aunque algo rara.
—¡¿Rara?!
—Hay algo en ella que nunca ha terminado de gustarme y estoy segura de que a mi hermano le pasa igual. —Da un nuevo trago a su bebida y prosigue—: Siempre estuvo enamorada de Dylan, a pesar de los escarceos de éste con otras mujeres.
—¿Dylan la engañó con otras?
—Mi hermano nunca ha querido nada serio con nadie. Tampoco con Caty. Pero siempre que cortaba con alguno de sus ligues, allí estaba ella, la cariñosa Caty, para mimarlo. Eso con el tiempo se volvió en algo normal y mis padres le cogieron cariño.
—¿Y Dylan la quería?
Tony, incómodo con la conversación, responde:
—No, él nunca la quiso como ella deseaba y me consta que siempre se lo dejó claro. —Asiento y él, agarrándome de la mano, añade—: Conozco a mi hermano muy bien y te aseguro que lo que siente por ti nunca lo ha sentido por nadie. Tú eres su amor. Su mujer. Su vida. Que no te quepa la menor duda.
Emocionada por esas palabras, murmuro:
—Tus palabras me hacen ver lo romántico que eres.
Tony sonríe y afirma:
—Es la maldición de los Ferrasa. Románticos y cabezotas.
—Estoy segura de que algún día aparecerá esa chica que no te decepcionará, y a la que podrás entregarle la llave de tu corazón.
—Lo dudo. Ahora ya lo tengo blindado.
Oír eso me hace gracia y, tras beberme de golpe la bebida, miro a Emy y pido:
—Dos chichaítos más.
Quince minutos después, me noto más relajada. Los chichaítos comienzan a hacer su efecto y me olvido de mis problemas para disfrutar junto a Tony de la velada. La orquesta es estupenda. Me encanta cómo tocan. Tienen un ritmo estupendo y un cantante de voz calentita. La gente baila y lo pasa bien.
—¿Bailamos? —propone Tony.
Animada, asiento. Lo sigo como puedo. Aquí todos bailan de escándalo y pronto él me demuestra que es todo un experto.
—¿A ti también te enseñó a bailar tu madre?
Él sonríe y responde:
—Sí, señorita. Mis hermanos y yo tuvimos de maestra nada menos que a la reina de la salsa de Puerto Rico. —Y, divertido, añade—: Eh… cuñada, ¡tú tampoco lo haces mal!
Dejándonos llevar por el ritmazo, bailamos varias piezas y la alegría del ambiente se me contagia.
Cuando nos sentamos, ambos estamos sudorosos, contentos y agotados. El móvil sigue vibrando. Dylan debe de estar desesperado, pero no quiero hablar con él. No quiero verlo. Traen más chichaítos y Tony pregunta.
—¿Quieres cantar?
Niego con la cabeza. El grupo es muy bueno y yo no sé si estaría a su altura.
Tony me guiña un ojo y, llamando a uno de la orquesta, me señala y un par de minutos después ya estoy en el escenario.
Adrenalina de la buena toma mi cuerpo y sé que voy a disfrutar.
Tras hablar con los músicos y decirles que he cantado en orquestas, me convencen para que cante salsa. Al fin y al cabo, el sitio lo pide y a mí siempre me divierte hacerlo. El cantante y yo nos lanzamos con Vivir lo nuestro, de Marc Anthony y La India.
Desde una montaña alta, alta como las estrellas,
voy a gritar que te quiero para que el mundo lo sepa.
El ritmo entra en mí y de pronto comienzo a disfrutar de lo que hago como llevaba tiempo sin hacer. Cantar me relaja. Lo echaba de menos. Me hace olvidar las penas y, mirando a Tony, que nos escucha encantado desde la mesa, digo, señalándolo mientras bailo:
Y volar… volar… tan lejos
donde nadie nos obstruya el pensamiento.
Eso necesito yo, que nadie me obstruya el pensamiento. Disfruto mientras la canción dura, mientras bailo y canto en el escenario con esta orquesta desconocida para mí, pero a la que me acoplo como siempre con facilidad.
Tras esta canción llegan unas cuantas más y el ritmo ya se ha apoderado de mí por completo. Cuando bajo del escenario exclamo:
—¡Wepaaaaaaaaaaaa!
Tony sonríe y, al sentarme, pido:
—Dos chichaítos, Emy.
—No deberías beber más o mañana lo pagarás.
—Que sean cuatro chichaítos, Emy —grito, haciéndolo reír.
Un par de horas más tarde, estoy bolinga y, aunque todavía sé que me llamo Yanira Van Der Vall, bailo con todo el que me lo propone y muevo las caderas y los pechos como nunca en mi vida. ¡Azúcarrrrrrrrrrr!
Tony, que está más sobrio que yo, en varias ocasiones intenta que nos vayamos, pero yo me niego. ¡Quiero seguir bailando y bebiendo y pasándolo bien!
¡Vivan los chichaítos!
Pasa el tiempo. Bailo, bailo y bailo… hasta que, de pronto, unas fuertes manos me paran en medio de la pista de baile. Me arrancan de los brazos de un tipo, me dan la vuelta y me encuentro con los ojos y la cara enfadada de Dylan.
Me entra la risa. ¡Menudo rebote tiene el amigo!
—Emy, pon tres chichaítos más —chillo.
Con expresión de enfado total, Dylan sisea:
—¿No crees que ya has bebido suficiente por hoy?
Pero yo, soltándome de él, prosigo mi baile y exclamo:
—¡Wepaaaaaa!
Me mira inmóvil. Yo paso de él y sigo bailando mientras muevo las caderas y grito a lo Celia Cruz.
—¡Azúcarrrrrrrrrrrrr!
Veo que Tony se levanta, se acerca a su hermano y lo oigo decir:
—Necesitaba desfogarse. Pero ahora ya no sé qué hacer para sacarla de aquí y por eso te he llamado. Lo siento, hermano.
Yo miro a Tony y le espeto a voces:
—¡Serás chivato, cortarrollosssssssssss!
Yo sigo bailando, mientras veo cómo ellos discuten. De pronto, mis pies se separan del suelo y Dylan me carga sobre su hombro y me saca del local.
—Suéltame, idiota —grito mientras le aporreo la espalda.
Estoy torpe. Noto que mis movimientos son lentos, a pesar de que yo intento acelerarlos.
¡Mi madre, qué pedal llevo!
Cuando Dylan me mete en el coche, yo intento salir. ¡Quiero bailar salsa! Pero él me inmoviliza, me coge la barbilla y sisea, mirándome a los ojos:
—Yanira, estate quieta para que pueda ponerte el cinturón.
—¿Y Tony? —me preocupo.
Miro hacia la derecha y lo veo a nuestro lado.
—Tony, deja tu coche aquí y siéntate atrás —le dice Dylan—. No estás para conducir.
—No quiero regresar a «Villa Monasterio» —protesto con énfasis.
Tony se echa a reír y, divertida, yo grito al ver a mi moreno con cara de enfado.
—Venga ya, hombreeeeeeeeeeee. ¡Menudo aguafiestas eres, Dylan!
Una vez me pone el cinturón y su hermano se ha sentado, él también se mete en el coche. Yo enciendo la radio y pongo el volumen a toda leche. Dylan la apaga. Yo la vuelvo a encender. Él la vuelve a apagar. Así estamos un rato hasta que, mirándome, me amenaza:
—Estate quietecita si no quieres que te ate las manos.
Me vuelvo a reír por lo que dice y pregunto:
—¿Me das un besito?
Dylan se acerca a mí, pero yo, apartándome, grito:
—Te acabo de hacer la cobraaaaaaa. ¡Te la debía!
Tony se ríe a carcajadas y, finalmente, a pesar de mi pedo, veo que mi chico sonríe. Pone el coche en marcha y el rugido del motor me calma. Cierro los ojos y apoyo la cabeza en el asiento.
—Estoy mareada.
—Avisa si vas a vomitar —me advierte.
El aire fresco me da en la cara mientras él conduce. No veo por dónde vamos. Estoy tan cansada y bolinga que apenas puedo abrir los ojos. La oscuridad de la noche nos envuelve y, cuando llegamos, veo que la casa está iluminada. No sé qué hora será y cuando Dylan me baja del coche y me coge en brazos, oigo:
—Que se vayan a dormir. Ya hablaremos con ellos mañana.
Reconozco la voz del padre de Dylan y abro los ojos. Lo miro y, al pasar por su lado, le hago una peineta y murmuro con toda mi rabia:
—Que te den morcilla, ¡mojón! Eres un viejo amargado y un cabrón de mierda.
La risa de Tony llega a mis oídos y yo también me río. Me parto de risa.
Dylan no dice nada, sólo me lleva en brazos hasta la habitación. Una vez allí, a oscuras, me tumba en la cama y, cuando se va a marchar, le agarro de la camisa y murmuro:
—Dile a la abuela Ankie que deje de tocar la guitarra.
Oigo que Dylan ríe y ya no recuerdo más.