Precisamente ahora
Cada día madrugo más. Estoy tan intranquila en esta casa que apenas puedo dormir.
Cada mañana intento pensar que ese día todo cambiará. Todo ha de cambiar por Dylan. Pero cuando veo a su padre, y lo saludo e intento acercarme a él a pesar de los pesares, una vez tras otra él ignora mi presencia. Pasa de mí.
Otras mañanas en las que está leyendo el periódico acompañado de mi novio o de Tony en el salón, cuando entro se levanta y se va. Dylan me mira y me guiña un ojo con complicidad. Yo sonrío pero lo que me gustaría sería cantarle las cuarenta a ese viejo cascarrabias.
Una tarde en la que estoy mirando por uno de los ventanales, veo que da un traspié y corro a ayudarlo. Al principio se agarra a mí para no caerse, pero en cuanto se da cuenta de que soy yo, me suelta como si se quemara.
Si ve que llamo a Pulgas, lo coge del collar y no lo suelta para que el animal no se relacione conmigo. Si entro en el salón y por casualidad está hablando con alguien que lo ha ido a visitar, con voz dura me presenta como la prometida de su hijo Dylan, pero luego se las apaña para hacerme desaparecer. Lo incomodo.
Este hombre me desconcierta. A veces, cuando estoy con Dylan y éste ríe a carcajadas por algo que yo digo, su expresión se suaviza. Parece alegrarse de ver reír a su hijo. Pero en cuanto ve que lo miro, su cejo vuelve a fruncirse.
Otras veces, cuando Dylan y yo volvemos de la playa con nuestras tablas de surf, nos mira con expresión plácida. Incluso a veces me parece que sonríe, pero en cuanto bajo la guardia y, en especial, cuando su hijo no lo oye, me hace daño y eso cada día me cansa más.
El viejo es un auténtico cascarrabias. Me da una de cal y otra de arena, pero me callo. Pienso en Dylan y no quiero agobiarlo. Pronto nos marcharemos y, desde luego, yo no pienso volver nunca más.
Una mañana en que estoy tranquilamente en la cocina, comiendo Cola Cao mientras leo un libro, de repente oigo a mi lado:
—¿Otra vez haciendo la misma guarrada?
Al ver su expresión de ogro, me ahogo con el cacao y, sin poderlo remediar, al toser se lo echo encima.
Su cara es un poema; la mía, otro y, como siempre, me entra la risa mientras pienso: «Eso por llamarme puta».
Mi risa lo saca de sus casillas. Me dedica unas crueles palabras que me llegan al alma y sale de la cocina muy enfadado.
Minutos después, mientras estoy limpiando el estropicio, con la ayuda de la Tata, a la que le he contado lo ocurrido, Dylan viene a buscarme y me pide explicaciones. Intento dárselas, pero es mirar a la Tata y volver a reír.
Mi chico no se ríe en absoluto. Nosotras dos intentamos parar, pero no podemos. Al final, Dylan se marcha enfadado. Ahora tengo a dos Ferrasa enfadados conmigo.
¡Casi nada!
Los días pasan y, a pesar de lo mucho que me cuesta, comienzo a aprender a encajar el juego del viejo. Tiene una lengua afilada y en ocasiones muy cruel y me he dado cuenta de que empeora cuando su hijo no está presente.
Delante de Dylan discutimos, pero cuando él no está, se permite decirme cosas terribles.
Pero también me he dado cuenta de una cosa: le molesta más verme reír que enfadada. Por lo tanto, ¡a reír se ha dicho!
Pulgas y yo hemos llegado a un entendimiento. Yo le doy salchichas a escondidas y él se hace mi amigo. Pobre perro, el día que su amo se dé cuenta de que le es infiel conmigo, le espera una buena.
A veces, cuando por la tarde estoy sola en el jardín, veo a la niña que entró aquel día en la cocina. Debe de volver de la guardería. Lleva una pequeña mochila a la espalda y me saluda con su manita.
Un día, mientras Dylan habla por teléfono dentro de la casa, yo estoy tirada en la hamaca, tomando el sol y escuchando música en mi iPhone. Tarareo bajito:
No me llores más, preciosa mía.
Tú no me llores más, que enciendes mi pena.
No me llores más, preciosa mía…
De pronto, la niña aparece corriendo y se para delante de mí. Me quito los auriculares y, sentándome en la hamaca, le sonrío. Ella se acerca, toca mi pelo rubio y murmura:
—¿Yo preciosa?
Me ha debido de oír cantar y respondo:
—Sí. Tú eres preciosa.
Ella suelta una alegre carcajada y, tal como ha venido, se va. La sigo con la mirada y veo que corre hacia la casa donde la vi desaparecer aquel día con su tía. Vuelvo a ponerme los auriculares y continúo tarareando, mientras sonrío por la ocurrencia de la pequeña.
Esa tarde, Tony me enseña el sitio donde compone. Es una casita aparte de la casona principal. Me confiesa que prefiere alojarse allí. La regla de su padre de no escuchar música le molesta y en cambio en esa casa, alejado de la grande, puede hacer lo que quiera.
Asombrada, miro los premios que ha recibido por sus canciones y ahora entiendo mejor esa sensibilidad que malinterpreté cuando lo conocí. Por otra parte, desde que he llegado a la isla y he salido de noche con los hermanos Ferrasa, he podido ver el éxito que tienen con las mujeres. A Dylan no se le acercan porque si alguna lo hace le arranco los ojos, pero a Tony sí y disfruto al ver lo conquistador nato que es. No se le escapa una. Como diría mi madre, donde pone el ojo pone la bala.
En su refugio particular, me canta y toca al piano la última canción que ha compuesto. Es magnífica, romántica y habla, cómo no, de un corazón roto por amor. Lo escucho embobada, mientras él la interpreta con los ojos cerrados; cuando acaba aplaudo y exclamo:
—Qué canción más bonita.
—Wepaaaaaa. Me encanta que te guste.
Yo lo miro divertida.
—¿Por qué siempre dices eso de «Wepaaaaaaa»?
Tony suelta una carcajada.
—Proviene de un rap que dice: «Si eres boricua de verdad, grita, ¡Wepaaa!».
Ambos nos reímos y luego él me mira y dice:
—Espero que algún día me dejes componer alguna canción para ti. No dudo que vas a triunfar en la música. Tengo muy buen ojo para esto y Omar también.
Oírle decir eso me ruboriza. Es algo que en un futuro espero que sea así y respondo:
—Una no. ¡Todas! Para mí sería un honor.
Con Dylan mi relación es perfecta. Viene a mi dormitorio todas las noches y juntos disfrutamos de lo que nos quita la razón, pero lo hacemos en silencio. Mi chico es morboso, caliente y posesivo y eso cada vez me gusta más. Y hay ocasiones en que le vendo los ojos y lo hago mío sin dejarle opinar, ni llevar las riendas del juego, lo vuelvo loco con mi posesión.
Mi relación con Pulgas también va viento en popa, algo que no puedo decir del Ogro. Tras verlo llorar aquel día en su habitación, mientras miraba las películas, mi corazoncito se apiada de él. Nuestro trato no ha ido a mejor, pero intento entender el porqué de su amargura. Sin embargo, soy incapaz de hacerlo. Si amaba a su mujer y a sus hijos, ¿por qué está continuamente enfadado?
Una mañana en la que Dylan lo ha acompañado al médico, tras hablar con mi madre por teléfono y hacerle saber que estoy como una reina para que no se preocupe, me pongo a leer en una de las bonitas terrazas que tiene la casa, cuando oigo que la Tata consuela a alguien. Me incorporo en la hamaca y, sorprendida, veo que se trata de la niña. Ésta llora desconsoladamente, abrazada a ella, que camina arriba y abajo con la pequeña en brazos, susurrándole palabras al oído.
Me levanto, voy hacia ellas y pregunto:
—¿Qué ocurre?
Con gesto de agobio, la Tata responde:
—Ay, Dios bendito. La nena estaba sola en la playa y una ola le ha dado un revolcón. Lo he visto desde la terraza y he ido a buscarla.
En ese momento aparece Elsa con cara de disgusto. Se acerca y, al ver llorar a la niña, pregunta, tras dedicarme una de sus malvadas miraditas:
—¿Qué ocurre?
—Mira, loca —dice la Tata fuera de sus casillas, sorprendiéndome—, ocurre que la niña estaba sola en la playa. ¿Cómo puede ser eso? ¿Acaso no va al jardín de infancia mientras tú trabajas?
—Hoy se nos ha escapado la guagua y no he podido llevarla —se excusa.
—Pues en ese caso me lo dices a mí —le reprocha la Tata—. Y buscamos una solución. Lo que desde luego no puede ser es que una nena tan chiquita esté sola.
Elsa maldice, mientras veo que la cría se esconde tras las faldas de la Tata. Eso me hace entender el miedo que le tiene a esa bruja y se me calienta la sangre. Finalmente, sin contemplaciones, alarga la mano para cogerla, algo que no puede hacer, porque la pequeña se mueve con rápidez. Entonces sisea:
—Dame a la nena. La encerraré en casa mientras estoy trabajando.
¿Va a encerrar a la niña?
La Tata debe de pensar lo mismo que yo, porque dice:
—La nena no puede estar sola en casa bajo llave. Es muy pequeña y…
—No… sola no —gimotea la niña.
Se me parte el corazón. Pero Elsa, que tiene menos sentimientos que una langosta, masculla:
—La mala vida que me das, maldita mojona.
—Ay, Señor. Elsa, por el amor de Dios, ¡no le digas eso a la pequeña! —protesta la Tata.
Poco después, me entero de que «mojona» es como decirle caca y la que protesta soy yo. Discuto con esa odiosa mujer, pero no la impresiono. Ella sabe que el Ogro no me traga y se aprovecha de ello.
—¡Ya está bien! —chilla la Tata para hacernos callar y, mirando a Elsa, dice—: La nena no puede continuar así. Algún día le va a pasar algo y luego vendrán las lamentaciones.
—¿Y qué quieres que haga, Tata? —grita la mujer—. No es mi hija. Es la bastarda de mi hermana, pero esa sinvergüenza se marchó dejándome a mí la carga. Yo ahora soy la que tiene que luchar con ella todos los días y trabajar para mantenerla.
Parpadeo. No doy crédito a lo que oigo y digo:
—Yo me puedo llevar a la niña conmigo a la piscina mientras trabajas.
—No, Yanira. Eso no es buena idea —dice la Tata.
Sin entender qué hay de malo en lo que propongo, pregunto:
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
Las dos mujeres se miran y Elsa contesta:
—Al señor Ferrasa no le gustará el detalle.
Sonrío. Al señor Ferrasa no le gusta nada, pero insisto:
—¿Por qué no le gustará el detalle?
La Tata cierra los ojos y, cuando los abre, musita:
—Al señor no le gusta ver a la pequeña en la piscina.
—¡Piscinaaaaaa! —aplaude la niña, dejando de llorar.
La miro con ternura. Tiene unos bonitos rizos morenos y con esa camiseta y pantalón verde fosforito está preciosa. Sin más, ignorando lo que me dicen, cojo a la pequeña de la mano y digo:
—Tata, me la llevo conmigo.
Elsa, sin cambiar su agria expresión, sonríe y murmura:
—Luego no diga que no la advertí que no se llevara a Preciosa… señorita.
—¿Se llama Preciosa? —ellas asienten y yo suelto una carcajada.
Ahora entiendo la reacción de la cría. Cuando me oyó cantar, pensó que le estaba hablando a ella. Con más ganas aún de llevármela, digo:
—Vamos, no se hable más. La niña se viene conmigo.
Elsa sonríe. La Tata no. Yo cojo en brazos a la cría, que no pesa nada y le pregunto:
—Preciosa, ¿nos vamos a la piscina?
Ella dice que sí con la cabeza, riéndose encantada. Y si hay algo bonito en este mundo es la risa de un niño. Durante un par de horas las dos nos divertimos jugando en el agua y me sorprende cuando, con su media lengua, me pide que le cante la canción del otro día. Yo lo hago y cada vez que digo «No me llores más, preciosa mía», ella niega con la cabeza y murmura: «¡No lloro!».
Veo que varios trabajadores de la finca nos miran extrañados y eso me da que pensar. ¿Qué ocurre para que todos nos miren así?
Pasado un rato, la Tata viene con la intención de llevarse a la niña. Me niego. Me lo estoy pasando genial con este bomboncito cariñoso. Cinco minutos después, regresa con unos refrescos y unos sándwiches, pero Preciosa no quiere comer nada.
Hablo con la Tata. Aún no puedo creer que su propia tía le dijera eso de «mojona», pobrecita mía, con lo cariñosa y bonita que es, aunque esté tan delgada. Yo creo que no se alimenta bien y, en mi opinión, también está algo abandonada en cuanto a la higiene. La Tata me da la razón y veo en sus ojos que se desespera.
Cuando se va, yo sigo jugando con la pequeña, hasta que, de pronto, el Ogro aparece seguido de Dylan y grita:
—¿Qué hace esta niña en la piscina?
Oh… oh… ¡nos ha pillado!
Preciosa se asusta y se queda paralizada mientras yo contesto:
—La he invitado a bañarse conmigo.
Se hace un tenso silencio y veo a la Tata venir corriendo apurada. Sin decir nada, coge a la pequeña. Dylan dice sin acercarse.
—Tata… llévatela.
—¡La quiero fuera de mi vista ya! —grita el Ogro fuera de sí.
Tras mirarme y soltar su habitual «¡Ay, Dios bendito!», la Tata se la lleva y el puchero de Preciosa me rompe el corazón.
¿Por qué todo el mundo trata tan mal a esta pobre niña?
Una vez se marchan, salgo de la piscina, me enrollo en una toalla y Dylan empieza:
—Cariño, escuch…
—¿Quién te crees que eres para invitar a nadie en esta casa? —lo corta su padre.
—Papá, déjame a mí que…
—No, no te dejo. ¡Es mi casa!
Dylan resopla y, como puedo, yo respondo:
—Tiene usted razón, es su casa. Pero hacía calor y he pensado…
—Pues no vuelvas a pensar. Está visto que no es lo tuyo, rubita —concluye el Ogro, dándose la vuelta.
Cuando se va, seguido de su perro, miro a Dylan, que me observa taciturno y pregunto:
—Pero ¿qué he hecho mal?
Acercándose a mí con un gesto de enfado parecido al de su padre, contesta:
—Hay muchas cosas que tú no sabes. A partir de hoy no vuelvas a invitar a esa niña a la piscina, ¿entendido?
Su respuesta no me vale e insisto:
—¿Por qué? Tu padre tiene aquí un paraíso increíble del que no disfruta y no veo por qué esa cría no lo puede disfrutar.
—Yanira —murmura, conteniéndose—, limítate a hacer lo que te digo y no preguntes más.
Y dicho esto, se da la vuelta para marcharse, pero yo no pienso quedarme con este mal sabor de boca, así que me pongo delante de él e insisto de nuevo:
—Dime qué ocurre. No puedes pedirme que acate órdenes sin saber por qué y quedarte tan pancho. No seas como tu padre y aclárame las cosas. He visto que todos los trabajadores de la finca me miraban extrañados mientras estaba en la piscina con Preciosa. ¿Cuál es el problema?
Dylan parece cada vez más furioso y contesta:
—¿Y aun viendo cómo te miraban no podías intuir que algo no iba bien?
—Pero si sólo es una niña pequeña, Dylan… Joder, ¿qué puede estar mal?
Hace ademán de seguir andando, pero yo le vuelvo a cortar el camino y, finalmente, murmura enfadado:
—La hermana de Elsa intentó jugársela a mi familia.
—¡¿Cómo?!
—Dijo que esa cría era hija de Omar.
Vayaaaaaaaaaaaaa… Eso hace que entienda muchas cosas, pero pregunto:
—¿Y lo es?
Dylan mira por encima de mi cabeza y responde:
—Ni lo sé ni quiero saberlo. Mi hermano dijo que no y no se habló más de ello. Sólo sé que la madre, al ver que no conseguía su propósito, se marchó y dejó a la pequeña al cuidado de su hermana Elsa. Dos meses después, supimos que había muerto a consecuencia de un atraco en Miami. Mi madre sufrió mucho con ello y me consta que ayudó a Elsa a su manera dándole algo de dinero, pero cuando ella murió, mi padre decidió olvidarse del tema, aunque les permite vivir aquí.
Bueno… bueno… bueno… me acabo de enterar de lo que ocurre y pregunto, a riesgo de que se enfade aún más:
—Entiendo que tu padre se quiera olvidar del tema, pero ¿Omar no quiere saber si realmente es su hija? Incluso tu padre, ¿no quiere saber si es su nieta? ¿O tú, tu sobrina? Digo yo que los Ferrasa tenéis dinero y los medios necesarios para poder saberlo, ¿no?
Dylan sonríe. Pero no es una verdadera sonrisa y responde con una voz que no me gusta:
—Omar dice que no es su hija y su palabra nos vale. Por desgracia, no es el primer nieto que se le adjudica a mi padre, ni hijo de alguno de los tres Ferrasa. Si hiciéramos caso a todas las mujeres que dicen tener hijos de mis hermanos o míos, te aseguro que seríamos una familia más que numerosa. Ahora eres una Ferrasa, Yanira, y tienes que estar de nuestra parte, ¿entendido?
No asiento. No puedo.
Sus palabras y lo que conllevan no me hacen gracia. ¿Tan mujeriego es Dylan? Voy a decir algo más, cuando él me corta en tono seco:
—Y ahora, si no te importa, se acabaron las confidencias. Voy a ver cómo está mi padre. Y, por favor, a partir de ahora, pregunta antes de hacer nada o de invitar a nadie, ¿entendido?
¿Lo mando a la mierda o me callo?
Ya sólo me queda preguntarles a los Ferrasa si puedo respirar.
Dejo que pase por mi lado sin decir nada y sin detenerlo. Estoy indignada.
Cuando me quedo sola, intento entender lo que ha ocurrido y esforzarme por ponerme del lado de quienes se supone que he de estar: de la familia Ferrasa. Pero no puedo. Si esos tres hermanos son unos pichas bravas, que apechuguen luego con lo que les ocurra.
Me pongo furiosa y maldigo al pensar en la pobre niña. Apenas con cuatro años, está pagando la rabia de unos mayores, sin que ella entienda nada, y eso me enerva.
Cuando llega la hora de la comida y me cruzo con Elsa, veo que sonríe. ¡Será mala pécora!
Al entrar en el comedor, la expresión del Ogro echa para atrás. ¡Vaya tela! Está claro que hoy me la lía. Resoplo y me dispongo a plantarle cara. Si me toca palmas, hoy tengo el día flamenco y seguro que le bailo.
¡Vamos que si le bailo!
—¿Algo que objetar, joven?
Al oír eso, lo miro y me dan ganas de decirle eso de «¡Anda pal carajo!», que tanto dicen por aquí, pero me contengo y pregunto:
—¿Usted qué cree?
El silencio cae de nuevo sobre «Villa Monasterio», hasta que él vuelve al ataque:
—Ya me ha dicho mi hijo que te ha dejado las cosas claras.
—Anselmo… —interviene la Tata.
Resoplo. Pero ¡qué tocanarices es este hombre!
Está visto que o le contesto o no me deja en paz. Así que miro a Dylan y pregunto:
—¿Qué es lo que se supone que me has dejado claro?
Él está incómodo, puedo verlo en sus ojos, y entonces, su padre responde por él:
—Te ha dejado claro quién manda aquí.
—Papá, por favor, no empecemos —musita Dylan con cara de enfado.
Me entra la risa. Lo que este viejo intenta es surrealista.
—¿De qué te ríes? —pregunta.
Niego con la cabeza y no contesto. Pienso en dedicarle la palabra «mojón» a él, pero mejor me callo por educación. Aunque dos segundos después insiste:
—Quien ríe último, ríe mejor, rubita. Recuérdalo.
Vuelvo a resoplar.
Me conozco y noto cómo mi adrenalina comienza a revolucionarse. Respiro hondo o exploto. Mi nivel de tolerancia con este hombre comienza a desaparecer. Creo que toda persona tiene un límite y el mío, por desgracia, está muy cerca.
Dylan lo sabe. Con la mirada, me pide que no salte, que no diga nada. Me suplica que me calle. Me grita que está tan harto como yo de su padre, pero que tiene que aguantarlo. Decido hacerle caso. Por él haré lo que sea. Pero su don Anselmo Ferrasa, que es un jodido, sigue insistiendo:
—Di lo que tengas que decir. Vamos… atrévete…
Plan A: se lo digo y quedo fatal.
Plan B: me callo y él se cree que le tengo miedo.
Plan C: ¡paso de él!
Como dice mi abuela Nira, «No hay mejor desprecio que no hacer aprecio».
—Ay, Dios bendito, Anselmo —protesta la Tata—, ¿quieres hacer el favor de dejar de agobiar a Yanira?
—Tata —levanta el Ogro la voz—, ¿quieres hacer el favor de callarte? Estoy en mi casa y puedo decir lo que me dé la gana a quien me dé la gana. No te olvides de quién eres tú aquí.
Lo miro sin dar crédito a lo que oigo.
En ese momento, Dylan suelta un rugido, mira a su padre furioso y grita:
—¡Se acabó, papá! No vuelvas a hablarles así ni a Yanira ni a la Tata. Te estás pasando. Yo no soy Omar, ni Tony. Yo no voy a aguantar tanta tontería. Al final, lo que vas a conseguir es que salgamos por esa puerta y no volvamos más.
—Lo que ésta haga no…
—Me llamo Yanira —lo corto, dando un manotazo en la mesa.
Desde que llegué a la casa, nunca me ha llamado por mi nombre. Siempre soy «rubita», «joven» o «ésta» y eso comienza a tocarme la moral, por no decir otra cosa.
Sé que lo hace aposta.
Sé que lo que busca es molestarme y ahora, ignorándome, dice:
—Dylan, el otro día llamó Caty y…
—Papá, ¡he dicho que se acabó! —grita él.
El Ogro sonríe.
Pero ¿cómo puede ser tan malo?
Está claro que disfruta con el daño que hace. La Tata, desesperada, se levanta y sale de la habitación llorando. Pobre mujer. Con lo buena que es y tener que aguantar esto. Voy a levantarme para ir tras ella, pero Dylan me lo impide yendo él.
El silencio reina en el comedor al quedarnos solos y entonces, ese hombre malvado me dice:
—¿Me pasas la bandeja de la ensalada?
Si la cojo se la estampo en la nariz así que respondo:
—No.
Mi negativa lo ha pillado de sorpresa y, cuando me mira, digo:
—Hace poco tuve un jefe al que llamábamos el Rancio, porque no se soportaba ni él. Y mira por dónde, me acabo de dar cuenta de que usted es igual. Son unos amargados que sólo se sienten felices si amargan también a los que están a su alrededor. —Sus ojos echan chispas y los míos fogonazos, y prosigo—: Dylan está soportando todo lo que usted hace o dice porque lo quiere, ¿no se da cuenta? ¿No se percata de que como siga así se va a ir y no le va a volver a ver? Haga el favor de parar. Si no lo hace, le aseguro que lo va a lamentar.
—¿Me estás amenazando, rubita?
—¿Hoy no me dice lo de rubia Clairol? —Me mira y le aclaro—: Ya sé lo que significa y es muy triste saber que usted me llamó algo así. Pero tranquilo, Dylan no lo sabe. No se lo he dicho.
El Ogro me mira sorprendido y cuando va a responder, añado:
—Su hijo tiene límites. Y una cosa más, yo no amenazo.
Echándose vino en su copa, bebe un trago. Piensa y luego dice:
—Antes de morir su madre, Dylan salía con una mujer que le convenía por edad y por todo y que sin duda le podía dar una mejor vida que la que tú le vas a dar. Caty Thomson es una reputada pediatra que podría darle hijos y un hogar como Dios manda. Justo lo que mi hijo necesita y que estoy seguro de que tú le vas a negar.
Que hable de una ex de mi novio en mi presencia me pone a dos mil por hora, pero en ese momento, Dylan entra hecho una furia y grita:
—¡Ya está bien, papá! ¿Qué es lo que estás buscando? —El viejo no responde y mi chico sisea—: Caty pertenece al pasado. Asúmelo de una santa vez. Ella y yo nunca vamos a tener nada, excepto una bonita amistad.
—Hijo, ¿has olvidado la regla número uno?
Dylan se calla y yo lo miro. «¿Qué es la regla número uno?»
Tras un incómodo silencio, toma aire y responde:
—No, papá. No la he olvidado. Pero me he enamorado de Yanira y…
—Me lo prometiste, Dylan. ¡Prometiste que nunca te casarías con una cantante!
Vale. Ya sé cuál es la regla número uno.
—Mamá y Yanira son dos personas distintas. Y parece mentira que tú, habiéndote casado tres veces con ella, digas eso.
La emoción se apodera del ambiente. Los ojos de Dylan y los de su padre están brillantes de lágrimas y el viejo dice:
—Intento que no te pase lo que me pasó a mí. Sabes que adoré a tu madre por encima de todas las cosas, pero su carrera siempre fue más importante para ella que nosotros. Y sabes que si…
—Se acabo el presuponer, papá. Basta de hacer daño a la mujer que amo por el simple hecho de que no sea lo que quieres para mí. Si sigues así, te vas a quedar solo en esta casona y entonces sí que lo vas a lamentar.
Miro al viejo con cara de «¡Te lo dije!».
¡Olé mi chico! Estoy a punto de levantarme y darle un besazo de tornillo por sus palabras, cuando su padre continúa:
—Te casarás con ella pero cometerás un error. Te conozco y tú no vas a soportar a una mujer como ésta. Lo sé, hijo… Y lo sé porque eres como yo. Buscas otra vida, no la vida de una artista. Y lo que más me jode es que lo sabes. ¡Lo sabes, Dylan!, pero no estás poniendo ningún remedio y vas a sufrir tanto como sufrí yo.
La cara de Dylan se contrae y me asusto.
Espero que le diga que está equivocado, pero no lo hace. Cierra los ojos desesperado.
Estoy a punto de liarla parda. Pero inexplicablemente, en ese momento me acuerdo de mi hermano Garret y murmuro:
—Sólo el oscuro señor de los Siths conoce nuestra debilidad, si informamos al Senado, nuestros adversarios aumentarán.
De pronto, ellos dos me miran alucinados. Hasta yo flipo con lo que he dicho. Me entra la risa y, encogiéndome de hombros, aclaro:
—Lo dice Yoda, el bajito orejotas de color verde de La guerra de las galaxias.
El viejo, desconcertado, no sabe qué contestar y veo que a Dylan se le curva la comisura de los labios y me vuelve a mirar con amor.
Comemos en absoluto silencio y la Tata regresa. Con su mirada me hace saber que está más tranquila y yo asiento. El ambiente se calma y, cuando traen el postre, el padre de Dylan dice:
—Héctor y Joaquín han llamado. Vendrán el fin de semana. Quieren conocer a tu novia. Y como el lunes os vais para Los Ángeles, he pensado que ya que están aquí, organizar una fiesta el sábado por la noche para presentársela a los amigos.
Vaya… de pronto he ascendido a novia. No sé si alegrarme o cortarme las venas.
—Qué idea más maravillosa —aplaude la Tata.
Padre e hijo se miran durante unos segundos. Duelo de titanes. Temo que comiencen de nuevo con los reproches, pero finalmente, mi chico responde:
—Sí, es una excelente idea, papá. Gracias.
—Tata, encárgate de todo. Avisa a Tito y dile que venga. Luego llama a Omar y dile que le quiero aquí el sábado con o sin la tonta de su mujer, que él decida.
Suspiro. Pobrecita la mujer de Omar. Lo que habrá tenido que soportar.
—De acuerdo, Anselmo.
El silencio reina de nuevo en el lugar y, mirando a Dylan, pregunto:
—¿Quiénes son Héctor y Joaquín?
—Mis tíos. Ellos dos y Tito eran hermanos de mi madre.
El tenedor se me cae de las manos. Dios Santo, ¡sé quiénes son!
Héctor es trompetista y Joaquín el que toca los bongos. Forman parte de la famosa banda con la que cantaba Luisa Fernández, los Kodigo Salsa. Juntos ganaron muchos premios. Recuerdo haberlos visto alguna vez por televisión, junto a Tito Fuentes y Celia Cruz.
Al ver mi expresión, el Ogro sonríe y, en un tono que deja mucho que desear, murmura, mirándome:
—Espero que sepas comportarte.
—Joder… ya estamos otra vez… —protesta Dylan.
Levanto una mano. Ya estaba esperando ese ataque y, sin amilanarme, replico:
—Tranquilo, señor. Mis padres me educaron muy bien.
—Eso espero.
Al ver cómo me mira, pregunto en tono mordaz:
—¿Y a usted, lo educaron bien sus padres?
—Yanira…, no empieces tú ahora —gruñe Dylan.
Me levanto y doy un nuevo manotazo en la mesa.
¡Joder, me la acabo de destrozar!
Pero sin demostrarlo, miro a Dylan y al ver su gesto confuso, digo:
—Si me disculpas… Me voy antes de que diga algo de verdad hiriente.