Soy lo prohibido
Al día siguiente, cuando abro los ojos y me veo sola en esa inmensa habitación, me quiero morir. No quiero estar aquí. No quiero enfrentarme al padre de Dylan y no quiero discutir, ni con él ni con nadie.
¿Por qué he accedido a quedarme?
Tras darme una ducha, me pongo unos vaqueros, una camiseta y las lentillas y salgo de la habitación. La casa está en silencio y eso me pone nerviosa. Parece un monasterio. Cuando llego a la cocina, veo a una mujer que no conozco. Se me presenta como Elsa y yo le sonrío y me presento también. Entonces la puerta se abre y entra la Tata, que me abraza al verme.
—Hola, linda, ¿cómo has dormido?
—Bien. Muy bien.
Sonrió al recordar que Dylan vino a mi habitación en mitad de la noche y me hizo el amor con lujuria. Al acordarme de cómo me mordió el labio inferior mientras me penetraba contra la pared del baño me excita y, moviendo la cabeza para dejar de pensar en ello, pregunto:
—¿Tienes Cola Cao o Nesquik?
La mujer asiente. Saca de un armarito un bote de Cola Cao y, mientras Elsa sale de la cocina, se ofrece:
—¿Te preparo un vasito de leche?
Por no hacerle el feo, digo que sí. Dos segundos después, deja el vaso de leche, el bote de Cola Cao y una cuchara frente a mí.
Sin dudarlo, cojo la cuchara, abro el bote y me meto una cucharada de cacao en la boca.
Mmmmm… ¡me encanta!
La mujer me mira alucinada y entonces oigo una voz fuerte decir a mi derecha:
—Por el amor de Dios, ¿por qué haces esa guarrada?
Me atraganto, toso. Tiro el vaso de leche y el Cola Cao me sale por la nariz.
—Ay, Dios —susurra la Tata.
El padre de Dylan me mira furioso, mientras yo me siento de lo más ridícula, con la boca y los labios manchados de chocolate. Rápidamente, la Tata recoge con un pañito la leche que he tirado sobre la encimera y yo voy por un vaso de agua para poder respirar.
Señor, ¡me estoy ahogando y nadie se da cuenta!
—Tata, creo que habrá que enseñarle también a comer —sisea el hombre.
Mi mirada y la suya se encuentran. Está claro que no me lo va a poner fácil.
Cuando se da la vuelta y se marcha caminando de la cocina, la Tata me dice:
—¿Estás bien, corazón?
Yo asiento.
De pronto oigo un gruñido. Miro a mis pies y Pulgas, que ha estado lamiendo la leche del suelo, me mira y me enseña los dientes en actitud desafiante. Me aparto de su lado. No me fío de este perro.
Salgo al jardín y veo a Dylan sentado con su hermano Tony. Me acerco a ellos, me acomodo sobre las piernas de mi chico y me olvido de lo ocurrido.
Charlamos durante un rato y, entre risas, me cuentan fechorías de cuando eran pequeños. De pronto, oigo el llanto de un niño. Muevo la cabeza para saber de dónde viene y al fondo de la parcela veo a una mujer que lleva de la mano a una niña pequeña. La mujer se para, se agacha y zarandea a la cría, que llora aún más. Eso me subleva y pregunto:
—¿Quién es esa mujer?
Tony y Dylan miran y su semblante se oscurece. Éste dice:
—Es Elsa, una de las cocineras de la casa, con su sobrina.
Es la mujer que acabo de conocer en la cocina. La sigo con la mirada hasta que la pierdo de vista y luego me olvido de ella y vuelvo a divertirme con lo que mi chico y su hermano me cuentan.
Por la noche, tras la cena, Tony se marcha, la Tata se va a dormir y el ogro desaparece. Dylan y yo nos sentamos en el cómodo salón y decidimos ver una película. Miramos la cartelera en el canal de pago y nos decidimos por Iron Man 3. Tanto a él como a mí nos gustan las películas de acción.
—¿Sabes si la Tata tiene palomitas en la cocina?
—No lo sé, voy a mirar, pero no me extrañaría. A veces la he visto haciendo para la sobrina de Elsa —responde Dylan y, besándome, añade antes de levantarse—. No te muevas de aquí. En seguida vuelvo.
Mientras lo espero, jugueteo con el mando de la tele y busco la MTV. Miley Cyrus está cantando su famoso Wrecking ball y yo la tarareo. La antigua niña de Disney ha cambiado radicalmente de estilo y no sólo en el vestir. Encantada, canto la canción y, cuando me canso, busco la MTV latina y salto de gusto al ver a Pablo López interpretando su famosa Vi y canto con él.
Dime si hoy se acaba el mundo, corazón,
dime qué vas llevarte, dime qué me llevo yo
Me sumerjo tanto en la música que me olvido de dónde estoy. Me levanto y, con el mando de la tele en la mano a modo de micrófono, canto y me dejo llevar por la melodía de esta fantástica canción, mientras bailo, canto y disfruto, hasta que, de pronto, oigo un ruido y, al volverme, veo a Dylan con un bol de palomitas en la mano y su padre a su lado.
¡Joderrrrrr!
Dejo de cantar de golpe y apago el televisor. Ninguno dice nada, pero los dos me miran.
Finalmente, el Ogro le dice a su hijo:
—Es hora de dormir, ¿a qué se debe este escándalo?
¡Se me ha ido la pinza con la música! Avergonzada, murmuro sin dejar hablar a mi prometido:
—Tiene razón, señor. Le pido disculpas.
Con una mueca agria, él mira a Dylan enfadado.
—Esto es lo que quieres para ti, hijo. Ella cantando y tú trayéndole palomitas.
Y, sin más, se da la vuelta y se va, dejándonos mudos. Miro a mi chico y veo que está serio.
Pobre… Se ha comido una bronca por mi locura.
Se acerca a mí y deja el bol de palomitas en la mesa. Piensa un momento y luego dice:
—Escucha, cariño, te agradecería que la próxima vez que cantes, controles el tono de voz, y más siendo estas horas.
Tiene razón. Estoy arrepentidísima, pero de pronto, él me besa, sonríe y susurra:
—Me encanta oírte cantar.
Cinco minutos más tarde, nos sumergimos en Iron Man 3 y disfrutamos de la película, aunque el comentario del Ogro sigue dando vueltas en mi cabeza.
A la mañana siguiente, cuando bajo a la cocina, me encuentro allí con Elsa. Ella me mira y me da los buenos días. De pronto, la puerta que da al jardín se abre y entra una niña que rápidamente identifico como la que lloraba ayer.
La pequeña me dedica una preciosa sonrisa y me quedo a cuadros cuando Elsa se le acerca, le da un sonoro bofetón que me encoge el alma y sisea:
—Vete a casa ahora mismo. ¿Cómo te tengo que decir que aquí no puedes entrar?
La niña hace un puchero, pero no se mueve. Con su manita, se toca la cara y balbucea:
—No quiero estar sola.
Indignada por lo que acabo de ver, me acerco a ella y la cojo en brazos. Le doy un beso para calmarla y luego le digo a Elsa, enfadada:
—Pero ¿qué forma es ésta de tratar a una niña?
La muy imbécil me mira y su expresión no me gusta.
—Es mi sobrina —responde escuetamente:
—¿Y porque sea tu sobrina tienes que tratarla así?
De malos modos, Elsa se quita el mandil y masculla algo. De un tirón, me arranca a la pequeña de los brazos y, mirándome, gruñe:
—Tengo que ir un momento a mi casa.
Boquiabierta e impotente, no digo nada. Si lo hago será para ponerla a parir por lo que ha hecho. Sin más, la mujer abre la puerta y se va.
Una vez me quedo sola en la cocina, maldigo. La actitud de esta mujer me enerva.
Miro a mi alrededor y recuerdo dónde guarda la Tata el Cola Cao, así que lo saco, cojo una cuchara y me siento en un taburete junto a la encimera. Abro el bote y miro a ambos lados. No hay ogros en la costa. Con gusto, me meto una cucharada llena en la boca y lo saboreo.
Mientras lo hago, miro mi móvil. Tengo un mensaje de Coral.
Me voy a Suecia unos días. He conocido a un bombón impresionante. Ya te contaré.
Suelto una carcajada. Sin duda, mi amiga sigue en fase Comecienta. Dejo el móvil y cojo unas galletas de yogur que están buenísimas. Por la ventana, veo a Elsa llegar hasta la que debe de ser su casa. Abre la puerta y se mete dentro con la niña.
¿Por qué la habrá tratado así?
En ese momento, Pulgas entra en la cocina y me mira con su fea cara.
—¿Algo que objetar? —le pregunto.
El animal mueve el cuello y ladea la cabeza. Sonrío. Recuerdo lo que les gusta a los perros que hay en mi casa y decido ver si a éste lo tiento. Me dirijo a la nevera, la abro y curioseo. Cuando veo un paquete de salchichas de Frankfurt, saco una y, mirando al animal, le digo:
—¿La quieres?
Pulgas se pone nervioso y parece mirar a los lados, como he hecho yo antes. Eso me hace gracia.
Parto la salchicha en trozos y le tiendo uno. Viene hacia mí y lo coge. Trozo a trozo, consigo que me dé una pata, luego la otra y que, finalmente, coma de mi mano. Está claro que a los perros la comida les gusta más que a mí el cacao en polvo. Cuando se acaba la salchicha, el animal se va.
Me río. Si el padre de Dylan se entera de que su perro y yo hemos confraternizado de esta manera, se enfadará.
En ese momento, la Tata entra en la cocina, me mira y, con una encantadora sonrisa, me saluda:
—Buenos días, corazón.
Yo me acerco a ella y le doy un beso. En mi casa nos besamos al acostarnos y al levantarnos, y yo necesito ese contacto. La mujer sonríe y, sacándose un sobre del bolsillo de la falda, dice:
—Esto me lo ha dejado Dylan para ti.
—¿Se ha ido? —pregunto asustada.
—Ha tenido que salir.
Con ansiedad, abro el sobre y leo:
Buenos días, cariño:
He ido con Tony a arreglar unos papeles de mi madre. Espero llegar antes de la comida. En cuanto a mi padre, mantente alejada de él, no cantes muy alto y te aseguro que no te molestará.
Te quiero,
Dylan
Leo la carta dos veces más. ¿Por qué no me ha avisado para que fuera con él?
—Tranquila, el Ogro salió también.
Saber que no está me tranquiliza y al recordar lo que ha ocurrido con Elsa, se lo comento a la Tata, que dice:
—¡Maldita Elsa, qué daño le está haciendo a esa pequeña!
Durante un rato, hablamos de ello. Veo su indignación y me doy cuenta de que cuando habla de la niña lo hace con cariño. Pero también noto cierta rabia en sus palabras.
Me pone un vaso de leche delante, se sienta y pregunta:
—¿Anoche eras tú la que cantaba?
—Sí.
Suelta una carcajada y dice:
—Anda, tómate la leche. Es buena para los huesos. Tiene mucho calcio.
Resoplo. Otra como mi madre… Le echa dos cucharaditas de Cola Cao e insiste:
—Vamos, te vendrá bien. Tómala.
Lo hago por no hacerle el feo. Doy un sorbito y ella dice:
—Llevaba meses sin oír cantar a nadie en esta casa y te aseguro que me encantó. La música siempre estuvo muy presente en «Villa Melodía» hasta que murió la señora. Luego, el gruñón prohibió todo tipo de música. —Al ver mi cara, añade—: Cántame algo, por favor.
Sonrío y, dispuesta a contentarla, pregunto, retirando el vaso de leche:
—¿Qué quieres que te cante?
—Lo que quieras, corazón. Cualquier cosa será bienvenida.
Canto Cry me out, que me encanta.
La Tata mueve la cabeza entusiasmada mientras yo disfruto como siempre que canto. Cuando acabo, aplaude y, acercándome el vaso de leche, dice:
—¡Qué bonita voz! ¿Y alguna cancioncita en español ahora?
Pienso. Tras cantar tengo sed. Bebo leche y sonrío. La Tata sonríe también. En ese instante, me viene a la cabeza una canción de Chenoa que me gusta y canto:
Dibujo todo con color y siento nanananana en mi corazón.
Ya nadie más puede pasar…
Dibujo cosas sin dolor y siento nananana sin ton ni son.
Qué bueno es sentirse bien y romper las rutinas que ciegan mi ser.
La mujer me escucha embelesada y, cuando termino aplaude de nuevo y comenta:
—¡Qué voz tienes hija…! No me extraña que Dylan se enamorara de ti.
Su comentario me hace sonreír. La Tata me recuerda a mis abuelas. Cariñosa, atenta, entregada. De pronto, oímos un portazo y al padre de Dylan que grita:
—Por el amor de Dios, al final va a llover. ¡Que se calle ya!
Las dos nos miramos. Yo me quedo blanca, pero ella niega con la cabeza.
—¡No le hagas caso! —me aconseja.
El corazón se me va a salir del pecho. ¿Cómo no le voy a hacer caso al padre de mi novio? Dos segundos después, aparece por la puerta de la cocina y, mirándome fijamente a los ojos, me ordena:
—Ven. Quiero enseñarte algo.
Y dicho esto, da media vuelta y se va.
Dos veces me ha pillado ya cantando a pleno pulmón. ¡Qué horror!
La Tata sonríe y, encogiéndose de hombros, me apremia:
—Anda, ve, cariño, no se te comerá. Y, tranquila, si no le gustase tu voz, te habría mandado callar antes de terminar la canción.
Con paso decidido, me encamino hacia la puerta y, al salir de la cocina, veo que él me está esperando.
¡Ahhhh, vaya susto me ha dado! ¡Y menuda cara de amargado tiene!
—Sígueme.
Yo lo hago sin rechistar. Cualquiera le dice que no al simpático.
Veo que le cuesta caminar, pero yo no digo ni mu. Se para delante de una puerta y, cuando la abre, veo que la oscuridad reina en su interior.
No entro. No me muevo.
¿Y si me encierra allí con varios sicarios?
Desconfío. Este hombre no me da buena espina.
Él entra, enciende las luces y veo que la estancia se ilumina. Asomo la cabeza y, ¡Dios santooooooooooo!, me quedo atónita al ver lo que hay dentro.
—Éste era el despacho de Luisa, mi mujer.
Entro con la boca abierta y miro la habitación decorada en rojo y púrpura. Veo fotos de cientos de actuaciones. Fotos de la artista con sus hijos. Fotos del Ogro y de ella besándose. Carteles de conciertos. Discos de oro y platino colgados de las paredes. Cientos de regalos a cuál más curioso y, al fondo, una vitrina plagada de pequeños gramófonos.
—¿Esto son Premios Grammy? —pregunto.
No responde.
Lo miro con cara de póquer y al final asiente. Hechizada, me acerco a la vitrina y leo «Mejor álbum de fusión tropical», «Mejor álbum del año», «Mejor grabación del año», «Mejor artista». Alucinada, cuento como más de veinte y me emociono. No los toco. Los miro como quien mira un diamante de tropecientos mil quilates, cuando el padre de Dylan dice:
—Lo que hay a tu derecha son Premios Billboard.
Curiosa leo en ellos, «Premio a la canción del año», «Premio al artista del año», «Premio al grupo tropical del año», «Premio a la trayectoria artística musical» e, igual que de los Grammy, hay un montón.
¡Increíble! Esto es increíble.
Lo observo todo con los ojos como platos y sonrío. Miro al hombre que está a mi lado sin moverse y le comento maravillada:
—Su mujer era una cantante excepcional. No me extraña que le dieran tantos premios.
—Tú también tienes una bonita voz —contesta, sorprendiéndome.
—Gracias —le digo, total y absolutamente asombrada.
Su gesto se suaviza. Creo que va a decir algo bonito, pero de repente, cogiendo uno de los premios, pregunta:
—¿Esto es lo que tú buscas?
—¡¿Qué?!
—Esto es lo que quieres, ¿verdad?
Desconcertada, no soy capaz de responder. Mi semblante cambia y él prosigue:
—Puedo encontrarte un mánager y un productor. Puedo darte a elegir entre varios para que produzcan tu álbum y tengas éxito. A cambio, sólo tienes que dejar a Dylan y no casarte con él.
Alucino pepinillos. ¿Me está sobornando?
Doy un paso atrás. Él, sin quitarme ojo, añade:
—Mañana mismo puedes tener ese mánager y ese productor si me dices que sí y sales de la vida de mi hijo.
La sangre se me revoluciona.
Plan A: cojo un Grammy y se lo estampo en la cabeza.
Plan B: cojo un Grammy y se lo estampo en la cabeza.
Plan C: cojo un Grammy y se lo estampo en la cabeza.
Resoplo. Tomo aire y descarto mis planes A, B y C, mientras me muerdo la lengua. Si digo lo que pienso, no sólo este viejo me echará de su casa, sino que la policía me echará del país amordazada.
¿Cómo puede ser tan mala persona?
¿Cómo puede hacerle esto a Dylan?
Por un instante, al llevarme al santuario de su mujer, creía que había firmado una tregua conmigo. Pero no. Lo tenía todo pensado.
¡Vaya tela el viejo!
—Se equivoca conmigo —digo, tras tranquilizarme—. Para mí, es más importante su hijo que un productor o un disco. No me conoce. Ni tampoco quiere conocerme. ¿Cómo puede pensar así de mí? ¿Qué clase de persona cree que soy?
—La clase de persona que va a hacer daño a mi hijo.
—¿Por qué cree eso?
Con una sombría mirada que me deja ver el dolor que lleva dentro, musita:
—Porque yo he estado casado con una cantante. Por eso lo sé. Y tú no me gustas. No pienses que vas a sacarle dinero a mi hijo, rubia Clairol… No quiero verlo con un piojo pegado.
¿Rubia Clairol?
Pero ¿qué dice? ¿Qué significa eso?
Resoplo. Los planes A, B y C de estamparle el Grammy en la cabeza vuelven a tentarme.
¿Se enfadará mucho Dylan si lo hago?
Estoy a punto de contestarle, de ponerme a su nivel, pero cierro los ojos y pienso. Le he prometido a Dylan que no seré grosera ni mal hablada y he de cumplirlo. Lo que este hombre busca es sacarme de mis casillas y no se lo voy a permitir. No por mí, sino por Dylan y, finalmente, respondo:
—Si por mí fuera, le diría las cosas más horribles que nunca una mujer le ha dicho. Pero precisamente porque quiero y respeto a su hijo, me callaré, me iré de aquí y olvidaré que esto tan desagradable ha ocurrido.
—¿Rechazas mi tentadora oferta?
Ay, que al final le doy… Me marcho o le doy.
No respondo. Salgo furiosa de la habitación y subo los escalones de dos en dos. Voy a mi cuarto, me desnudo, y me meto bajo la ducha para intentar calmarme los nervios y la ansiedad que ese sombrío hombre me provoca.
Cuando regresa Dylan, veo que está de buen humor. No le comento lo que ha pasado. Hacerlo le generaría sufrimiento y eso es lo último que quiero.
Esa noche en mi habitación estoy tensa. Pienso en lo ocurrido con el Ogro y maldigo.
¡Vaya tío más impresentable!
Recordar lo que piensa de mí y lo que quería hacer para separarme de su hijo me revuelve las tripas y me destroza el corazón.
Miro el reloj. Son las 23.17 y sé que Dylan no tardará en entrar en mi cuarto. Pero estoy ansiosa por verlo. Lo necesito a mi lado y esta noche decido ser yo quien vaya en su busca.
Vestida con un liviano camisón de seda y encaje color crema, abro la puerta, asomo la cabeza y, al no ver a nadie, corro hasta su cuarto. Abro y entro rápidamente.
Una vez dentro, miro a mi alrededor y veo que no está, pero oigo música en el baño. Se debe de estar duchando. Me acerco con sigilo y sonrío al oír el agua y a Dylan canturrear.
Pero ¡qué precioso es mi futuro marido!
Sin hacer ruido, me quedo unos segundos escuchándolo.
Su voz me embriaga…
Su voz es un bálsamo para mí…
Y cuando la ansiedad me embarga, abro la puerta y entro en el cuarto de baño.
Al oír el ruido, Dylan se da la vuelta y, al verme, dice con una sonrisa:
—Hola, cariño.
—Hola.
Lo miro embelesada y explica:
—Pensaba ir a tu cuarto después de la ducha.
Asiento. No lo dudo.
Sin hablar, me quito las zapatillas y, con el camisón de seda puesto, abro la puerta de la mampara y me meto con él debajo del agua. El camisón se me empapa en dos segundos.
—¿Qué haces? —pregunta Dylan, sorprendido.
—Mojarme contigo.
Sonríe. Observa cómo la tela se pega a mi cuerpo y murmura:
—Wepaaaaa.
Sonrío por esa expresión tan de su tierra y lo ataco como una fiera.
Doy un paso hacia él y lo beso. Mi moreno reacciona velozmente y me abraza. Nuestras lenguas se encuentran y danzan con rapidez, mientras el éxtasis crece por momentos, como un preludio de lo que va a ocurrir.
Con cómplices besos, Dylan me desnuda. El camisón empapado cae al suelo de la ducha y, tras él, mi bonito tanga. Sin apartar mis ojos de los suyos y sin dejar de besarnos, poso una mano en su pecho y muy… muy lentamente la voy bajando. Toco su vientre plano y me deleito con su tabletita de chocolate.
¡Es increíble lo bueno que está!
Mis movimientos, lentos y perturbadores, lo vuelven loco y lo hacen estremecer y, cuando abandono su boca, llevo la mía a uno de sus erectos pezones.
Mmmmm… ¡me encanta!
Se lo chupo con deleite, se lo rodeo con la lengua y, extasiada, lo oigo gemir. Bajo la boca, mi lengua sigue su recorrido y me arrodillo ante su ya dura y perfecta erección. Dylan se apoya en la pared y murmura:
—Soy todo tuyo…, caprichosa.
—Me encanta saberlo. —Sonrío.
Mi chico, agitado, animado y avivado por mi pasión y entrega, responde:
—Más me gusta a mí serlo.
Sonrío con lujuria al escucharlo y le pido:
—Separa las piernas.
Acata mi orden al instante y la respiración se le acelera cuando le beso la parte interna de los muslos y le doy unos mordisquitos que lo hacen sonreír. Lo vuelve loco verme así.
Con una mano agarro su pene con mimo, apretándolo con suavidad. Él jadea y se estremece.
Lo tengo a mi merced. Lo sé. Me lo dicen sus ojos y la predisposición de su cuerpo.
Como una dominatrix, sonrío. Me encanta aplicarle esta dulce tortura. Nuestra tortura sexual.
Lo toco. Lo miro. Paseo su húmedo pene por mi mojado rostro, dispuesta a hacer crecer su ansiedad hasta unos límites de locura. Pero cuando mi propia ansiedad va a explotar, abro la boca e introduzco su pene en ella, notando sus temblores.
—Bebé, me vuelves loco —lo oigo decir.
Con mi presa en la boca y su cuerpo totalmente rendido a mis deseos, me siento perversa, poderosa y comienzo a succionar con ansia esa parte de su cuerpo que tanto placer me da, mientras mi chico se muerde el labio inferior y mueve las caderas.
Sus manos se enredan en mi húmedo pelo y lo oigo susurrar:
—No pares, conejita… no pares.
Hago lo que me pide mientras le acaricio los testículos. Sé que le gusta que lo toque justamente ahí y da un respingo mientras mi boca succiona su pene y mi lengua lo acaricia.
Sintiéndome la propietaria absoluta del cuerpo de mi futuro marido, no paro y a cada segundo me adueño más de él. Muevo la cabeza atrás y adelante para meterlo y sacarlo de mi boca, mientras mi pasión se mezcla con su deseo avivando nuestra locura.
Dylan tiembla y jadea enloquecido y yo no paro. Sigo. Lo hago mío.
Su anhelo y mi pasión crecen en nuestro interior salvajemente, hasta que Dylan no puede más, suelta un alarido brutal y, cogiéndome de la muñeca, me incorpora, me iza en sus brazos y, apoyándome contra la pared, musita:
—Necesito poseerte ¡ya!
Sonrío. Mi mirada lo provoca y me besa con lujuria, morbo y ansiedad.
¡Lo he vuelto loco!
Sin pararse, introduce su pene en mi húmeda vagina y de una embestida se mete totalmente en mí, mientras me tapa la boca para ahogar mi chillido. Yo le muerdo la mano y él, estimulado por mi reacción, murmura:
—Te voy a follar con rudeza, por lo que acabas de hacer.
Oh, sí… Sin duda alguna es lo que quiero.
Sin más, vuelve a introducirse nuevamente en mí y yo me revuelvo entre sus brazos, entusiasmada. Mis locos chillidos lo agitan y, con arremetidas a cuál más salvaje, embiste una y otra vez, llevándome a la lujuria total, mientras mi cuerpo se abre para recibirlo.
En ese instante, el romanticismo queda a un lado y nos convertimos en dos animales en celo para darnos el mayor placer. Acometida tras acometida, lo recibo, me acoplo, lo disfruto. Cada vez que siento que sus caderas retroceden, me preparo para recibirlo y su respuesta es colosal.
La música que suena en la radio y el sonido del agua de la ducha atenúa nuestras agitadas respiraciones y chillidos, y siento que mi placer y mis orgasmos no tienen fin.
Dylan no me mira. Con su boca en mi clavícula, se limita a darme lo que necesito y a coger lo que anhela, hasta que el clímax nos llega y siento cómo su semilla me llena entera, tras un último embate que nos deja a los dos rotos y agotados.