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Una semana después, cuando llegamos al aeropuerto Luis Muñoz Marín de San Juan de Puerto Rico, estoy adormilada pero rápidamente me espabilo.

Allí nos espera Tony en su coche. Los dos hermanos se abrazan, contentos de verse, y luego éste me abraza y, al separarse de mí, murmura:

—Te recuerdo que no soy gay, cuñada, por si lo has olvidado.

Le doy un ficticio puñetazo en el estómago, mientras Dylan suelta una carcajada y, riéndome yo también, me quejo:

—Que sí, pesado. Que ya lo sé.

—Bienvenida a Puerto Rico, la Perla de los Mares —dice Tony—. Vamos, te enseñaremos algo de la isla antes de ir a casa con el Ogro.

—Pero bueno —protesto—, ¿por qué llamáis así a vuestro padre?

Los dos hermanos se miran y, torciendo el gesto, Dylan responde:

—Tú misma lo comprobarás.

Eso me inquieta. ¿Será tan intratable como dicen?

Pero feliz por estar en este maravilloso lugar, me siento en el asiento trasero del coche de Tony y sonrío. Cuando arranca, el aire fresco me da en la cara. Dylan se vuelve, me coge la mano y me cuenta curiosidades de los lugares por donde vamos pasando, como yo hice cuando le enseñaba Tenerife.

Todo es bonito. Isleño. Maravilloso. Encantador.

Puerto Rico huele a música, a vida, a alegría, a salsa.

Paramos en un lugar llamado Pueblo Viejo para tomar algo. Allí, Dylan y Tony me presentan a unos amigos y pasamos un rato agradable con ellos.

Después, cuando estamos de nuevo en el coche, me entero de que el nombre oficial del pueblo donde ellos se criaron y donde vive su padre es San Antonio del Dorado, aunque se lo conoce como El Dorado. Un municipio de la costa norte de la isla.

Al cabo de una hora y tras atravesar unas urbanizaciones, Tony para el coche frente a una bonita playa. Leo «calle Kennedy».

Dylan abre la puerta, baja y me tiende la mano.

—¡Madre mía, qué lugar tan increíble! —exclamo, mientras bajo yo también y veo la preciosa playa con sus arbolitos tropicales.

Feliz al ver cómo lo miro todo a mi alrededor, mi amor murmura:

—Cariño, bienvenida a la casa de la familia.

Miro hacia donde él me señala y veo una cancela negra con un letrero cuadrado al lado que anuncia pomposamente: «Villa Melodía».

Qué nombre tan bonito para una casa.

Sin soltarme de su mano, me acerco a la cancela, que se abre sola. Ante mí aparece un jardín impresionante y, al fondo, veo un casoplón de infarto, de esos que mi abuela mira en las revistas.

—¿Aquí te has criado tú?

Dylan asiente y yo añado:

—Vamos, igualito que la casa de mis padres, de setenta y cinco metros cuadrados.

Mi amor sonríe y, acercándome a él, contesta:

—No te dejes impresionar por lo material, cariño. Eso es lo que menos valor tiene para mí.

Asiento. No dudo de que no tenga valor para él, pero desde luego, lo que no puede negar es que vivir como ha vivido no es algo que todos los mortales nos podamos permitir.

—Vamos, tortolitos… subid al coche —nos apremia Tony.

Lo hacemos y Dylan me sienta en el asiento delantero, sobre sus piernas, mientras me agarra con fuerza por la cintura. El trayecto es corto y me asegura que dentro de la parcela no hay peligro. Encantada, saludo con la mano a varias mujeres y hombres con los que nos cruzamos y Dylan explica:

—Son los trabajadores de mi padre. Viven en las casas que ves al fondo de la finca. Ya te los iré presentando.

Cuando Tony para el vehículo, los tres nos bajamos y unos hombres se acercan a nosotros y abren el maletero para sacar nuestro equipaje. Uno de ellos pregunta:

—¿Han tenido buen viaje los señores?

—Un viaje estupendo, Pascual —responde Dylan sonriendo.

En ese instante, aparece una mujer mayor que, con una cálida sonrisa, baja los escalones y, abriendo los brazos, anuncia:

—¡Regresaron mis hombretones!

Tony la coge en brazos y la besuquea. La mujer ríe y protesta a partes iguales y, cuando la suelta, Dylan la abraza mientras ella cierra los ojos y exclama:

—Bienvenido de nuevo, corazón mío.

Entonces, Dylan me coge de la mano y me presenta:

—Tata, ella es Yanira. Yanira, ella es mi Tata.

La mujer de pelo canoso y yo nos miramos. Nos escaneamos como sólo las mujeres sabemos hacerlo en busca de información y veo que su mirada se para en mi mano, donde llevo el anillo que Dylan me regaló. Sonríe y me abraza mientras dice:

—Me alegra mucho ver que mi muchacho ya eligió. Soy la Tata y espero que me quieras tanto como yo ya te quiero a ti.

Su efusividad, su abrazo y su acento caribeño me encantan, por lo que respondo sonriente:

—Gracias, Tata.

—Cualquier cosa que necesites, no dudes en pedírmelo —me indica ella—. En cuanto al Ogro, tranquila. Es duro y al principio no te lo pondrá fácil, pero no se come a nadie. Le gusta dar miedo.

Se me encoge el estómago.

Todos hablan de él como del Ogro y ya no sé qué pensar. ¿Tan malo es?

Voy a decir algo, cuando Dylan le dice a la mujer:

—Tata…

Tony, divertido por mi cara de espanto, interviene:

—Tata, no la asustes.

La mujer pone los ojos en blanco y, mirándome, cuchichea:

—Recuerda, paciencia y no te amilanes. Es la manera en que te ganarás al gruñón.

Justo acaba de decir eso, cuando oigo una voz ronca que grita:

—Ya era hora de que llegarais. Me informaron de que vuestro avión aterrizó hace horas. ¿Dónde os habíais metido, muchachos?

Al levantar la vista, en lo alto de la escalera veo a un hombre sentado en una silla de ruedas. Eso me sorprende. Dylan no me lo había dicho. Su piel es más oscura que la de éste y tiene el pelo espeso y negro. Sus ojos, en cambio, son claros. Me mira serio e intimidatorio.

¡Vaya tela lo que me espera con el gruñón…!

—Papá, ¿qué haces en la silla? —le reprocha Dylan.

—Vaya, ya llegó el doctor —replica su padre.

—Tata —continúa Dylan—, quiero esa silla fuera ¡ya!

—De acuerdo, hijo, de acuerdo —conviene sonriendo la mujer ante la cara de incomodidad de su jefe.

Entonces, tirando de mí, Dylan me hace subir los escalones y, poniéndome frente a su padre, dice:

—Papá, te presento a Yanira Van Der Vall. Yanira, mi padre, Anselmo Ferrasa.

La mirada acerada del hombre se clava en mis ojos y, con los nervios, me entra la risa. Intento contenerme, pero soy incapaz. Él pregunta muy serio:

—¿Te hago gracia?

Niego con la cabeza. Madre mía, qué mal rollo. E intentando ser correcta, murmuro:

—No, señor. Pero cuando me pongo nerviosa me río.

Me mira unos segundos y finalmente espeta, aún serio:

—Curiosos nervios los tuyos.

Voy a agacharme para darle dos besos, pero él me corta tendiéndome la mano. Intento que no note mi chasco y le tiendo la mía. Al cogerla, repara en el anillo que llevo puesto y su cara se contrae. Lo mira durante unos segundos en los que creo que va a decir algo al respecto, no precisamente agradable, pero tras darme un apretón, me suelta y pregunta:

—¿Por qué habéis tardado tanto?

—Le hemos enseñado un poco la isla a Yanira, papá —responde Tony.

Mientras hablan, veo al lado del hombre un perro carlino pequeño, compacto y de color arena, de cara chata y arrugada.

¡Qué monoooooooo!

Encantada, acerco la mano para tocarlo y, si no la retiro, me la arranca. Me quedo mirándolo alucinada, cuando oigo decir al padre de Dylan:

—Cuidado con Pulgas, joven, no le gustan los extraños.

Si las miradas matasen, yo me acabaría de cargar al puñetero Pulgas y a su dueño. ¡Vaya dos!

—¿Te ha hecho algo, cariño? —pregunta Dylan preocupado, cogiéndome la mano.

—No, tranquilo. No ha pasado nada.

Durante unos instantes que a mí se me hacen eternos, su padre y él se miran retándose hasta que el viejo dice:

—La comida se enfría. Tenéis cinco minutos para asearos. Vamos, Pulgas.

Y sin decir nada más, hace girar la silla de ruedas y desaparece en el interior de la casa, seguido por el perro.

Resoplo y respiro hondo, cuando oigo que la Tata exclama:

—Maldito perro.

Sonrío e, intentando quitarle hierro al asunto, repito:

—Tranquilos. No ha pasado nada.

Dylan, que intuyo que teme problemas con su padre, me da un beso en la cabeza y murmura:

—No te preocupes. Todo irá bien.

Convencida de que el Ogro pretende disfrutar a mi costa, sonrío y contesto:

—¡No lo dudo!

—Tata, enséñale su habitación para que se refresque —le ordena entonces a la mujer.

Y, dicho esto, se marcha con Tony. Ella y yo entramos en la impresionante casa. Lo primero que me llama la atención es el silencio. Un silencio denso, incómodo. Un silencio que no me gusta nada. Pero el lugar es impresionante. Mármoles en el suelo, lujo y elegancia allá donde mire. Subimos una majestuosa escalera y, al llegar al rellano, veo un pasillo con varias puertas. La Tata abre una de ellas y me comunica:

—Ésta es tu habitación. La de Dylan es la segunda puerta a la derecha. —Me guiña un ojo y yo sonrío—. Refréscate y luego baja al comedor. Te esperamos.

Cuando me quedo sola en la estancia, miro a mi alrededor. La habitación es preciosa, pero me molesta no dormir con Dylan.

Sin tiempo que perder, entro en el cuarto de baño de la habitación, me lavo la cara y las manos y decido darme prisa. No quiero que el padre de Dylan me machaque.

Bajo la escalera por la que acabo de subir y, al llegar a la puerta del salón, oigo la voz del hombre diciendo:

—¿Tenías que regalarle el anillo de tu madre?

—Sí, papá —oigo que responde Dylan.

—Anselmo —interviene la Tata—, el anillo es del muchacho y se lo puede regalar a quien quiera.

—Pero era de tu madre —insiste el gruñón.

Me apoyo en la pared, asustada. Está claro que esto va a ser duro. Y no puedo escapar de aquí, ¡no tengo adónde ir!

—Mamá me regaló ese anillo, como a Tony y a Omar les regaló otros —oigo decir a Dylan—. Ella siempre dijo que se lo debíamos entregar a la mujer que creyéramos tenía nuestro corazón. Y Yanira tiene el mío. Por tanto, lo llevará como a mamá le hubiera gustado.

Me estremezco al oírle decir eso. ¡Es un amor!

—Mira tu hermano Omar —continúa la voz del padre—. Cada divorcio nos ha costado un dineral. Las mujeres con las que se ha casado han sido todas unas aprov…

—Lo que haga o deje de hacer Omar con su vida o sus mujeres no me incumbe —lo corta Dylan—. Yo sólo me preocupo por mi futura mujer. Por nadie más.

¡Olé mi chicarrón!

Su contestación me da fuerzas y tomo aire para entrar en el salón. Que sea lo que Dios quiera.

Entro con paso seguro y veo que Tony no está. Sólo Dylan, su padre y la Tata. Al verme, mi moreno, se acerca a mí, me coge la mano y, después de besármela, me mira como diciéndome que no me amilane.

—Nos casamos el 14 de febrero en Los Ángeles. Yanira será la próxima señora Ferrasa.

La Tata aplaude y, contenta, nos abraza y felicita. Pero yo no puedo apartar la vista del hombre que nos observa desde su silla de ruedas. Y finalmente digo:

—Señor, le aseguro que estoy enamorada de su hijo y…

—Veremos cuánto dura ese supuesto amor —me corta él.

—Papá… —murmura Dylan, rabioso.

—Anselmo, por favor —interviene también la Tata.

Pero él, ofuscado y sin importarle lo que yo piense, prosigue, mirando a su hijo:

—Rubia y cantante. La has conocido en ese barco donde estabas, claro. ¿Qué te hace pensar que ella es la mujer de tu vida y no una que se aprovecha de tu posición para triunfar en la música?

—¡¿Qué?! —susurro alucinada.

—Tranquila, cariño —me pide Dylan y, mirando a su padre, sisea—: No todos somos tan desconfiados como tú. A veces hay que dejarse llevar por las percepciones y los sentimientos. Porque…

—No empieces a hablar de sentimientos, como tu madre.

Dylan resopla y yo no doy crédito. Finalmente, replica:

—Ella se dejó llevar por los sentimientos y por eso se casó tres veces contigo. Deberías entender de lo que hablo, ¿no crees, papá?

Sin un ápice de piedad, el viejo coge una carpeta de encima de una mesita y, tirándola sobre la mesa del comedor, dice:

—Aquí tienes, entérate de quién es esta muchacha. Espero que aquí encuentres sus «sentimientos».

Atónita, miro la carpeta y veo que pone «Yanira Van Der Vall». Suelto un chillido de indignación. Clavo mis ojos en Dylan, pero él me pide silencio. Mira a su padre y dice con voz calmada:

—¿En serio has hecho investigar a Yanira?

El hombre asiente y el gruñido del perro me hace mirarlo.

¡Será feo el jodío animal…!

Apoyándose en la mesa, el Ogro se levanta de la silla de ruedas y, con una expresión que asustaría al mismísimo diablo, sisea:

—¿Lo dudabas? —Dylan maldice y su padre continúa—: Por Dios, tiene veintiséis años y tú treinta y siete. La has conocido hace menos de tres meses ¿Dónde tienes la cabeza, hijo? ¿Casarte con ella? ¿Te has vuelto loco?

En ese momento recuerdo eso de que la edad sólo importa en los vinos y en el queso, pero no me parece que sea momento de decir lo que pienso, así que me callo mientras el hombre grita:

—Su familia tiene un negocio del que viven todos, aunque, por lo que he visto no les va mal. Ella canta en hoteles y…

—¡Papá, basta! —lo corta Dylan, ofuscado.

Pulgas ladra y veo que la Tata le da un puntapié.

¡Por todos los santos! ¡Si me pinchan, no sangro! Vaya tela el Ogro y su mascota.

¡Menudo recibimiento!

—¿Una niña rubita y cantante de orquesta es la mujer que quieres para ti? ¿Se puede saber en qué estás pensando? Creía que tú eras diferente de tus hermanos y que buscabas otra cosa, como la doctora Caty Thomson, de Los Ángeles. Caty es el tipo de mujer que necesitas para que te dé estabilidad e hijos. E infinidad de veces te ha demostrado que te quiere, estando siempre a tu lado y esperándote. Ésta no es más que una cantante a la que apenas conoces. Por el amor de Dios, hijo, ¿acaso no has tenido bastante con una madre cantante?

Pedazo de dardo envenenado que me acaba de lanzar el viejo al mencionar a esa Caty.

Su comentario es, como poco, ofensivo para mí, que soy la rubita y cantante. Ah… ¡y niña!

Observo cómo Dylan se enfrenta a él y pienso en Caty Thomson. Es la primera vez que oigo hablar de ella, pero estoy segura de que no va a ser la última.

La Tata se mete también en la discusión y, cuando no puedo más, me planto delante del desagradable hombre que me mira con gesto agrio y digo:

—Me parece muy descortés lo que está haciendo. Tengo veintiséis años, sí, y soy rubia y cantante, pero eso no es sinónimo de tonta, ni de aprovechada. Y en cuanto a investigar sobre mí o mi familia como si fuéramos delincuentes, me molesta, me enfada y me hace querer sacar lo peor de mí.

—Que te moleste o te enfade no me importa lo más mínimo.

¡Será borde el tío!

—Cariño, no te molestes…

—Ay, Dios bendito —susurra la Tata.

—Tengo una familia muy trabajadora y decente —prosigo, no haciendo caso de las palabras de Dylan—, que nunca ofenderían a nadie como lo está haciendo usted. Y en cuanto a mi voz, yo…

—No me cuentes historias, rubita —me interrumpe él—. El dinero y la fama son algo muy goloso para muchas mujeres. Yo simplemente velo por el bien de mi hijo.

Miro la mesa y me contengo para no coger un cuchillo y lanzarme a lo banzai sobre él.

—Métase su jodido dinero por donde le quepa —siseo, perdiendo los papeles.

—¡Yanira! —grita Dylan.

—Le devolveré a Dylan el anillo de su madre —continúo furiosa—. No necesito ninguna joya para querer a su hijo. Le quería sin este anillo y le puedo seguir queriendo sin él.

Con gesto rabioso, me quito el anillo y lo tiro sobre la carpeta donde supuestamente está mi vida escrita en unas hojas. Dylan me mira incrédulo y entonces su padre suelta:

—¿Y encima contestona?

Con ganas de estrangular a ese antipático, me vuelvo con toda mi furia española y respondo, mientras contengo mi rabia:

—Contestona ante las personas que se lo merecen. Y usted se lo merece.

Miro a Dylan, su rostro está tan descompuesto como el mío, y digo:

—Me marcho de aquí.

Salgo casi corriendo del salón, pero antes de llegar a la puerta, sus brazos me rodean y me detienen. Me susurra maravillosas palabras de amor. Es lo que necesito. Seguimos así unos momentos y luego me besa en la cabeza y se disculpa:

—Lo siento, cariño. Sabía que lo pondría difícil, pero…

—Me quiero ir de aquí —lo corto, a punto de llorar.

—Chisss… Amor. Tranquila.

Respiro con dificultad y siento que me ahogo, pero los mimos que Dylan me da me tranquilizan. Nunca me he sentido tan mal ante nadie. Apenas han sido diez minutos, pero han bastado para saber que ese hombre me odia… por ser joven, cantante y rubita.

Tengo ganas de llorar, pero no lo voy a hacer. De pronto, veo a su padre detrás de nosotros y me asusto.

—La comida se enfría —nos dice—. Vamos, entrad.

Dylan y yo lo miramos. El hombre, de nuevo sentado en la silla de ruedas, nos mira con semblante impasible. La rabia me corroe por dentro cuando veo que se da la vuelta y desaparece en el interior del comedor.

Dylan, ofuscado y sin importarle nada, me coge de la mano y tira de mí hacia la puerta de la calle. Salimos y el aire fresco me da en la cara. Respiro aliviada. En ese instante llega Tony, que sube los escalones de dos en dos y pregunta:

—¿Qué ocurre?

—Nos vamos —contesta Dylan.

Su hermano lo agarra del brazo e inquiere:

—No será por lo que imagino…

Dylan asiente y oigo que Tony suelta un improperio y se toca el oscuro cabello. Mira a la derecha, resopla, y luego, mirando a su hermano, dice:

—Ya lo conoces. ¿Qué esperabas que hiciera?

Él no contesta y yo, incapaz de callarme, pregunto, soltándome de su mano:

—¿Por qué me has traído aquí sabiendo lo que iba a pasar?

Veo que los hermanos se miran. El dolor cruza sus rostros y Dylan responde:

—Porque es mi padre y tenías que conocerlo tarde o temprano.

Lo miro alucinada. Ahora entiendo la paciencia que la Tata me pedía que tuviera.

Me entra la risa y Tony, que conoce el motivo de ésta, dice:

—Eso es lo que mi padre necesita. Ríete de él. Enséñale que tú también tienes carácter y así te lo ganarás. Si dejas que te venza, nunca te respetará, como nunca ha respetado a las mujeres de Omar.

—Tony —murmura Dylan, incómodo—, tengamos la fiesta en paz. Bastante incómodo ha sido ya todo como para…

—¿Me permites que me ría de él? —lo corto de pronto.

—No… joder. No quiero que te rías de mi padre.

Vale, lo entiendo. Yo tampoco querría que se riera él del mío, pero insisto:

—¿Y que le presente batalla?

Dylan resopla. No sabe qué decir y finalmente contesta:

—Escucha, cariño, ya lo has conocido. Nos podemos ir de aquí y no tienes por qué volver a verlo hasta el día de la boda. No pretendo que entres en su absurdo juego, no hace falta. Sé que me quieres y sabes que yo te quiero, ¡no necesito nada más!

Rabiosa por lo que ese jodido viejo es capaz de hacer para incomodar a los que tiene cerca, levanto el mentón y, mirando al maravilloso hombre que está a mi lado, propongo:

—Regresemos al salón.

—¡¿Qué?!

Tony sonríe, se me acerca y me da un beso en la mejilla. Y antes de entrar en la casa, me anima:

—¡Dale al viejo lo que se merece, Yanira!

Cuando se va dejándonos solos, tomo aire y, mirando a Dylan con seguridad, digo:

—No soporto que haya investigado a mi familia y quiero que sepa que ni él ni nadie puede conmigo. Te prometo que controlaré todas mis contestaciones y no caeré en la grosería ni la vulgaridad. Tu padre se acaba de encontrar de frente con la horma de su zapato. Se va a enterar de cómo somos las españolas rubitas, si tú me lo permites.

Mis palabras lo desconciertan, pero finalmente sonríe y contesta:

—Te lo permito si me dices algo cariñoso.

Al entender a lo que se refiere, pongo los ojos en blanco y murmuro:

—Te quiero, cariño.

Dylan sonríe y, besándome, asiente:

—Vamos, caprichosa, demuéstrale al Ogro cómo es mi preciosa mujer.

Tomando aire y tragándome las lágrimas, lo beso, lo agarro con fuerza de la mano y dejo que me lleve de nuevo al salón.

La Tata, Tony y el padre de Dylan nos esperan. Sobre la mesa sigue la carpeta con la información sobre mí, y también el anillo. Tony me guiña un ojo. La Tata, al pasar por mi lado, me aprieta la mano un momento para darme ánimo y me señala una silla a su lado.

Con descaro, yo cojo la carpeta y el anillo. El Ogro me mira y yo lo miro también, desafiante, mientras me pongo el anillo lentamente. Después me vuelvo hacia Dylan, que me observa, y entregándole la carpeta, le indico:

—Toma, cariño, luego lo leemos juntos. Seguro que hasta descubro cosas de mí que no sabía.

El Ogro frunce el cejo. Bien. Eso me gusta.

Dylan sonríe y yo me acerco a Tony, lo abrazo por detrás y, tras darle un beso en la mejilla, le digo al oído:

—Eres el tío más estupendo que conozco y si no me hubiera enamorado de tu hermano, me habría enamorado de ti.

Después me acerco a la silla que queda a la derecha de su padre y en la que está Pulgas. Sin miramientos, echo al perro de un manotazo y el animal gruñe. Una vez libre la silla, me siento, miro al dueño del bicho y, tras parpadear, digo:

—Tengo una hambre atroz, ¿con qué me va a deleitar, señor?

Anselmo Ferrasa me mira desconcertado. No esperaba esa reacción de mí y no contesta nada.

Instantes después, unas mujeres del servicio entran en la estancia y me miran extrañadas al verme sentada junto a su señor. Yo sonrío. Colocan distintas fuentes sobre la mesa. Observo la comida encantada. Ensaladas, pollo, huevos con mahonesa, verdura. Todo tiene buena pinta y me sirvo.

Comemos en silencio. Las comidas en mi casa son pura algarabía y una oportunidad para comunicarnos. Creo que nunca he estado en una comida donde esté todo el mundo callado. Pero en esta casa callan y comen y yo decido hacer lo mismo.

Con disimulo, observo cómo el padre de Dylan me mira comer. Lo tengo alucinado. A pesar de tener el estómago cerrado por los nervios a causa de la situación, engullo como una posesa, hasta que lo oigo decir:

—Tienes buen apetito.

Eso me hace mirarlo y, sonriendo, replico:

—Cuando me desafían me entra hambre, ¿a usted no?

Mi comentario no sé si le molesta o le gusta, porque no sonríe. Pero al ver sus ojos, sé que le ha hecho gracia y asevera:

—No suelo equivocarme.

—¿Y si lo hace pide disculpas?

—Depende. Quizá por algunas cosas.

Lo miro, sonrío y, con una de mis miraditas, sentencio, antes de meterme un trozo de carne en la boca:

—Conmigo lo hará por todas.

Con el rabillo del ojo, veo que finalmente la comisura de sus labios se curva ligeramente, mientras come un poco de ensalada.

Ya sé a quién se parece Dylan. Está cortado por el mismo patrón que su padre.