22

Cuando me enamoró

Pasan los días. Dylan comienza a ser un recuerdo. Un maravilloso recuerdo del pasado en el que me recreo en soledad y con el que me excito.

Paseo por la playa con los perros de la familia y, durante horas, me tiro en la arena a mirar el horizonte, perdiéndome en él.

En mi móvil tengo una foto de Dylan que me he bajado de internet. Está guapísimo, sonriendo. En el tiempo que estuvimos juntos, nunca nos hicimos una foto los dos, no sé por qué.

Llevo tres semanas sin verlo y sin saber nada de él y, a pesar de lo mucho que lo echo de menos, noto que comienzo a resurgir de mis cenizas y a entender que todo aquello fue un sueño. Un bonito y a la vez maligno sueño.

Una mañana, tras surfear con mi hermano, me quedo atónita al ver que Argen está en el chiringuito junto a Patricia, la chica que le gusta tanto, y, dejándome totalmente alucinada, se acerca a ella y le da un pico en los labios. ¡Vaya con mi hermano!

Él parece notar mi mirada y se vuelve hacia mí y sonríe. Decido no interrumpirlo y me quedo sentada en la arena junto a nuestras tablas, a la espera de que regrese con las cervezas fresquitas. Sin poder parar de sonreír tras verlo tan acaramelado, me pongo los auriculares y decido escuchar música mientras lo espero.

Al menos él triunfa en el amor, y eso me llena de alegría.

El mar está más picado de lo normal y me encanta mirarlo. Me tumbo en la playa. El sol calienta y necesito que su energía me recargue. Durante más de una hora, disfruto de la brisa del mar y de la música.

—Vamos, Yanira… —dice Argen de pronto.

Al oírlo, me quito los auriculares y, mirándolo, pregunto:

—¿Y la cervecita?

—La tomaremos en casa.

Me levanto y asiento, pero incapaz de no decir nada, suelto:

—El amor es una mierda, Argen. Tenlo presente y no lo olvides.

Mi hermano entiende lo que le estoy diciendo y, cogiéndome la cara entre las manos, contesta:

—No, Yanira. El amor es lo más maravilloso que hay en el mundo. No seas negativa y piensa que más vale haber amado y haber sido amado, a no haber conocido nunca ese sentimiento.

Sonrío. Ésa es otra manera de verlo.

Quizá tenga razón, no debo ser tan negativa. Y, tras darle un beso en la mejilla, sonrío y digo:

—De acuerdo, Argen, y ahora, ¿qué me tienes que contar?

Él sonríe a su vez sin decir nada, pero yo, al ver que Patricia se marcha en su coche, insisto:

—¿Al fin te has decidido a decirle algo?

Mientras caminamos juntos hacia el nuestro, contesta:

—Te lo habría dicho antes, pero como estás así por ese tipo…

Yo me paro y, abriendo mucho los ojos, murmuro:

—¿Tú y ella…? ¿En serio?

Mi hermano asiente y yo me lanzo a sus brazos. Me siento feliz por él. La chica de sus sueños y Argen por fin están juntos. Él ríe divertido y yo pregunto:

—¿Cómo has podido ocultármelo?

—No estás tú para oír hablar de asuntos amorosos, hermanita.

Tiene razón. Pero volviendo a reír, lo apremio:

—Cuéntamelo todo ahora mismo.

En el camino de vuelta, Argen me cuenta su bonita historia. Por fin Patricia, esa diosa que para él es esa chica, se lanzó y le pidió una cita. ¡Olé por ella! Se encontraron en el hospital, cuando Patricia fue a visitar a un amigo, que resultó ser el endocrino de mi hermano.

Me alegro muchísimo. Argen se merece ser feliz y Patricia, con su arrojo al tomar ella la iniciativa, se ha ganado mi respeto y mi corazón.

Esa noche, como cada noche, la orquesta y yo disfrutamos cantando y tocando para los huéspedes del hotel, que bailan encantados con nuestra música. Incluyo canciones nuevas y la noche en que elijo You’ll never find, de Michael Bublé, mientras con los ojos cerrados imagino a Dylan a mi lado, la gente se vuelve loca. Sin duda, estoy hecha para cantar canciones románticas.

Tres noches después, en plena actuación, me sorprendo al ver a mi padre entre el público. Sonrío. Me encanta verlo allí y le guiño un ojo. Él, contento, me tira un beso que yo recojo y me lo llevo al corazón.

Cuando acabamos de cantar Mamma mía, de Abba, me acerco a mis compañeros y les pido que cambiemos la siguiente canción. Quiero dedicarle a mi padre esa de Rosa que tanto le gusta; cuando suenan los primeros acordes lo veo sonreír y yo comienzo a cantar. En ese momento, mi madre se acerca a él y eso me sorprende aún más. ¿Han cerrado la tienda para venir los dos a verme?

Mamá me saluda con la mano y sonríe. Yo le guiño un ojo y los miro, encantada de tenerlos allí. Desde que he regresado, toda mi familia, incluidos los mellizos, están atentos a mis necesidades. Todos parecen darse cuenta de que tengo el corazón herido y me cuidan como si fuera de porcelana china.

¡Son estupendos!

Mis padres bailan abrazados en la pista, mientras yo canto:

Sigue besándome las veces que me besas

y dame mil caricias locas de esas

que borran lo que ayer viviste tú

Sin poder evitarlo, al cerrar los ojos pienso en mi desesperado amor. Aún recuerdo la noche en que me pilló cantando esta canción en la cubierta del barco y se sentó a escucharme.

Nunca yo averigüé las veces que te diste

ni cuántos tiempos bellos repartiste.

Hoy me amas y te amo, se acabó

Efectivamente, se acabó. Pero sus recuerdos también me hacen sonreír y disfruto de ellos mientras canto.

En ese instante, me doy cuenta de que Argen tiene razón: el amor es algo bonito y sólo tengo que mirar a mis padres para darme cuenta de ello.

Cuando finaliza la actuación, la gente aplaude.

Mis padres se acercan al escenario y sonríen. Yo, incapaz de no hacerlo, me agacho y les doy un beso. En ese instante, mamá me dice al oído:

—Te queremos, cariño.

Ya sé que me quieren. No hace falta que me lo digan. Pero oírlo me emociona y tengo que reprimir las ganas de llorar.

Disimulo lo que sus palabras y la mirada de mi padre me hacen sentir y sonrío pese a mi tristeza, hasta que, de pronto, al mirar a un lateral de la sala, la sonrisa se me congela al encontrarse mis ojos contra los de alguien a quien no esperaba: Tito.

¿Qué hace aquí el tío de Dylan?

Al darse cuenta de que lo he visto, él me guiña un ojo e, inconscientemente, yo toco la llave que llevo colgada al cuello.

Suenan los primeros acordes de la siguiente canción e intento centrarme en lo que tengo que hacer. Mi compañero comienza a cantar y, como puedo, le doy la réplica, pero me cuesta centrarme en lo que tengo que hacer.

¡Por el amor de Dios, Tito está aquí!

Mis padres vuelven al mismo sitio donde estaban cuando los he visto al principio. No se acercan a Tito. Por suerte no deben de saber quién es. Eso me tranquiliza, pero al mismo tiempo me siento inquieta.

Al ver que fallo en los pasos de baile, mi compañero me mira extrañado. ¿Qué me ocurre?

Intento disimular mirando para otro lado para no volver a ver a Tito, y entonces distingo a Tony junto a mi hermano Argen y Patricia.

¡¿Qué?! ¡Me va a dar algo!

A partir de ese momento, actúo metida en un caos emocional. ¡Ni siquiera sé lo que canto!

Sobrevivo canción tras canción, que no es poco. Canto como puedo y cuando veo que mis padres se reúnen con Tony, Patricia y Argen y luego todos se sientan junto a Tito, el corazón casi se me sale del pecho.

Pero ¿qué ha ocurrido que yo me he perdido?

Miro a mi hermano en busca de explicaciones, pero él se limita a sonreír y guiñarme un ojo. Eso me pone más nerviosa. Lo voy a matar.

Cuando por fin termina el espectáculo, las piernas apenas me sostienen y toda yo tiemblo. No entiendo nada. ¿Cuándo han llegado Tito y Tony? Y, sobre todo, ¿cómo es que conocen a mi familia?

Estoy histérica. Sudo, tengo palpitaciones. Ellos se levantan y echan a andar tranquilamente hacia mí.

¿Qué hago?

Plan A: espero a ver lo que me dicen.

Plan B: huyo y me escondo hasta que vuelva a ser dueña de mi voluntad.

Me entran los siete males y escojo el plan B. ¡Huyo!

Bajo por detrás del escenario y corro al camerino. Mis compañeros me miran extrañados. No entienden qué estoy haciendo. Pero yo necesito tranquilizarme antes de enfrentarme a lo que sea que esté pasando.

Con la respiración entrecortada, estoy llegando ya al camerino cuando alguien me tapa los ojos por detrás y me dice con voz ronca y emocionada:

—Adivina quién soy.

La sangre se me hiela en las venas y creo que hasta el corazón se me va a parar al reconocer su voz.

Las rodillas me flaquean y el corazón comienza de repente a bombear a toda mecha como si se me fuese a salir del pecho.

¡De ésta me da un infarto!

Tras unos instantes que se me hacen eternos, Dylan retira las manos de mis ojos. No puedo moverme, no puedo mirarlo, y entonces él se planta delante de mí y murmura:

—Hola, cariño.

Me he quedado sin aliento.

Lleva un traje oscuro y una camisa gris sin corbata. Está impresionante. Alto, guapo, increíble, fascinante, erótico, poderoso, sensual, posesivo y yo intento no desmayarme.

Plan A: no sé.

Plan B: no sé.

Plan C: sigo sin saber.

Sin duda su cercanía, su presencia, su visión me anula la capacidad de pensar. Sus ojos me recorren la cara hasta llegar a mi cuello y al ver la llave sonríe y musita:

—No sabes cuánto he deseado que aún la llevaras puesta.

Da un paso hacia mí. Yo, increíblemente, consigo dar un paso atrás.

Su mirada me bloquea. Él da otro paso hacia mí y esta vez no me puedo mover. Me rodea con sus fuertes brazos la cintura y, acercando esos labios que adoro a los míos, finalmente me besa.

¡Oh, Dios… Oh, Diosssssssssssss!

Estoy paralizada. Con mimo, su lengua se abre paso en mi boca hasta que su exigencia, su pasión, su sabor me hacen reaccionar y le devuelvo el beso con el mismo fervor.

¡Dylan ha regresado!

¡Mi amor ha venido a mí!

Sin importarme que mis compañeros y la familia pasen por nuestro lado, se paren y nos miren, sigo besando al hombre que adoro, que quiero, que amo con toda mi alma y, cuando separamos nuestros labios, lo oigo susurrar con una sonrisa:

—No sabes cuánto te he añorado, caprichosa.

Eso me sorprende y prosigue antes de que yo diga nada:

—Te busqué en el barco y me dijeron que tu maravilloso jefe os había despedido a Coral y a ti el mismo día en que yo me fui. ¿Por qué no me llamaste para decírmelo?

Estoy atontada, lela. No puedo hablar. Sólo lo puedo mirar mientras aún noto su sabor en mis labios.

No soy capaz de reprocharle que no me haya llamado por teléfono, que no haya sabido nada de él, decirle que sólo he sido un juguete y que me abandonó.

No soy capaz de nada excepto de mirarlo, enamorarme más de él y poner cara de tonta.

Dios mío, Dylan, mi bombón, mi amor, mi moreno está delante de mí. Cuando recupero la voz y el sentido común, respondo como puedo a lo que me ha preguntado:

—No te llamé porque no lo creí importante.

Sus ojos se abren sorprendidos y replica molesto:

—Yanira, tú eres lo más importante que hay en mi vida. ¿Acaso no te había quedado claro?

No. Definitivamente, no me había quedado claro.

—¿Tu padre está bien? —pregunto.

—Sí.

Tras un silencio en el que no nos quitamos la vista de encima, por fin consigo preguntar:

—¿Por qué no me has llamado? ¿Por qué desapareciste?

Dylan se mete las manos en los bolsillos del pantalón y responde:

—Yo también necesitaba saber que tú me echabas de menos. No me marché por decisión mía. Sabes que fue por el problema médico de mi padre. Me he vuelto loco al no recibir tus llamadas y me he forzado a no llamarte. Pero finalmente aquí estoy. He vuelto a dar de nuevo mis pasos hacia ti.

Entiendo su última frase y sonrío. Sin duda tiene razón. Yo también podría haberle llamado, pero respondo:

—Dijiste «Lo siento» antes de marcharte. Creí que te estabas despidiendo de mí para siempre.

—¡¿Qué?!

Su expresión se endurece, se vuelve implacable, pero yo prosigo:

—Busqué información sobre ti en internet y yo vi… que… bueno… ya sabes, y… creí… que lo nuestro para ti… Yo no soy ellas. No soy famosa. Por eso no te llamé, aunque además en Génova nos robaron y bueno…

—¡¿Que os robaron en Génova?!

Veo cómo su semblante se descompone por segundos y rápidamente le aclaro:

—Tranquilo. No nos pasó nada. —Y clavando mis ojos en los suyos, añado—: No te llamé cuando nos despidieron porque pensé que aquel «Lo siento» era un adiós definitivo y no quería molestarte.

Frunce el cejo. Maldice. Se saca las manos de los bolsillos y se las lleva a las sienes y luego, con gesto desesperado, me coge la cara entre las manos y murmura:

—Bebé, creí haberte dejado claro que eres importante para mí.

El corazón me late desbocado y respondo:

—Dylan. Creía que…

—Te di la llave de mi corazón —insiste.

Dios mío, qué tonta he sido, ¿por qué no lo llamé?

Me entra la risa.

Dylan me suelta. Yo miro a mi padre, que está unos metros más allá, con el resto, y me regaña por reírme. Dylan frunce aún más el cejo y masculla:

—Esa risita tuya me va a matar.

Yo me río todavía más cuando veo a mi hermano Argen sonreír. Es de los míos. Cuando está nervioso, sonríe.

De pronto, Dylan vuelve a agarrarme, acerca su boca a la mía y musita:

—Por mucho que yo me enfade, nunca dejes de sonreír. ¡Prométemelo!

—Vale. Te lo prometo —asiento encantada y añade:

—Yo no he podido dejar de pensar en ti ni un momento. ¿Tú has pensado en mí?

Resoplo. Soy consciente de que todos oyen lo que hablamos. En ese momento, mi hermano Argen dice:

—Vamos, Yanira, no mientas. Y recuerda, ¡el amor no es una mierda!

Sus palabras me calman y, mirando al hombre que adoro, respondo:

—Todos y cada uno de los instantes que tiene el día.

Dylan sonríe. Mi respuesta le gusta y dice:

—Me he vuelto loco. Pero he removido cielo y tierra hasta dar contigo.

En ese instante se separa un poco de mí y su tío le da una cajita de terciopelo color burdeos. Veo que mis padres se emocionan.

Se me pone la carne de gallina.

Creo que voy a vivir uno de los momentazos de mi vida y, como siempre, me entra la risa. Pero está vez junto con pánico.

Mi morenazo abre la cajita ante mí. Veo que contiene un increíble anillo con un diamante blanco y se me reseca la boca. Es el pedrusco más impresionante que he visto en toda mi vida. Me quedo sin aliento y cuando vuelvo a mirar a Dylan, éste se justifica:

—Sé que sólo nos conocemos desde hace poco más de dos meses, pero…

—Dylan… ¿qué vas a hacer? —lo corto con un hilo de voz.

Cogiendome la mano, me hace callar y prosigue:

—Nunca en mi vida lo he pasado tan mal al estar lejos de alguien. Nunca en mi vida he pensado las veinticuatro horas del día en una mujer y sólo tu sonrisa y tu recuerdo me hacían seguir adelante. Este anillo es importante para mí y mi familia, porque era de mi madre. Ella siempre decía que el día en que apareciera la mujer de mi vida, tendría escalofríos al separarme de ella y que mi vida no sería completa hasta volver a su lado. Y todo eso me ha pasado contigo. —Sonríe. Yo, en cambio, alucino—. Sé que soy unos años mayor que tú, y que las prioridades que yo tengo en la vida no son las tuyas. Apenas nos conocemos porque yo no fui sincero contigo en el barco y tampoco intenté conocerte más allá de lo que nuestro deseo demandaba en aquellos momentos. Pero quiero que sepas que lo poco que conozco de ti me hace saber que estoy total y completamente enamorado y por eso aquel día te di la llave de mi corazón.

A mi alrededor suena un «¡Ohhhh!» generalizado.

Dios, ¡qué romántico es mi chico!

Mi familia, la suya familia, los músicos. Todos nos observan embelesados.

¡Me acaloro!

—Sé que quizá sea una locura lo que te voy a pedir, tus padres y tu hermano así lo creen y así me lo han dicho, pero yo he venido hasta tu tierra para buscarte. Me he dado cuenta de que quiero pasar el resto de mi vida contigo y deseo que el resto de mi vida comience lo antes posible. Y por eso te pregunto si me harías el honor de ser mi mujer.

Me mareo. Como siempre, sus palabras no pueden ser más románticas.

¿Acaba de pedirme que me case con él?

Me agarro a su brazo o me caigo redonda.

—Eres la mujer de mi vida, ¡cásate conmigo! —murmura él, sujetándome.

Quiero contestar, pero es como si la lengua se me hubiese dormido y no puedo hacerlo.

Sin duda alguna, Dylan también es el hombre de mi vida y me mira aguardando una contestación, pero yo estoy bloqueada. Apenas puedo respirar o tragar. Él, al ver mi estado, bromea y dice:

—Tu hermano me ha aconsejado que no me arrodille para pedírtelo, porque no te van esas cosas, pero si es necesario que lo haga a la antigua usanza, ten por seguro, cariño, que lo haré.

No sé desde cuándo mi familia tiene trato con Dylan, pero en este instante eso es lo que menos importa y murmuro, mirando al hombre de mis sueños:

—No hace falta que lo hagas… No hace falta.

Al responder, vuelvo a la vida.

Miro el impresionante pedrusco que tengo delante y luego miro a mi amor. Él sonríe a la espera de una respuesta y esa sonrisa, unida a la locomotora que tengo por corazón, me hacen saber que debo decir que sí.

Así que sonrío y, sin importarme los ojos que nos observan, asiento y, mientras con una mano toco la llave y con la otra cojo su mano, respondo:

—Sí, Dylan. Quiero casarme contigo.

Ambos sonreímos.

Mi felicidad es su felicidad y viceversa.

Nos besamos y disfrutamos de este dulce y romántico instante juntos, mientras la gente aplaude y vitorea a nuestro alrededor.

Nos miramos radiantes mientras Dylan saca el anillo de la caja y me lo pone. Yo, feliz a más no poder, me lanzo a sus brazos y lo beso.

Es el momento más maravilloso y especial de mi vida.

Me lo como a besos mientras él ríe y murmura contra mi boca:

—Caprichosa, te quiero.

Esta noche no voy a mi casa a dormir. Me quedo con Dylan.

Desde que nos hemos reencontrado no paramos de besarnos, de mirarnos, de tocarnos, de abrazarnos y estoy tan feliz, tan contenta, tan dichosa que creo que voy a explotar.

Tras la cena, cuando todos se van, él me propone dar un paseo por la playa. Acepto.

Es más de medianoche y la playa está vacía. Muy vacía. Caminamos abrazados por la arena mientras él me habla de lo mucho que me ha echado de menos y yo sonrío al oírlo.

Cuando el agua nos moja los pies, nos paramos. Nos miramos y le pido:

—Bésame.

Lo hace. Me devora.

Su lengua busca la mía e, izándome entre sus brazos me hace el amor sólo con la boca, mientras le rodeo la cintura con las piernas y sus manos acaban debajo de mi falda, sujetándome por el trasero.

Nuestra respiración se acelera. El deseo puede con nosotros y Dylan murmura contra mi boca:

—Te haría el amor ahora mismo.

Sonrío. Sin duda ambos deseamos lo mismo y contesto:

—Hazlo.

Sorprendido por mi respuesta, me mira y yo añado sonriente:

—Tú me deseas, yo te deseo. Lo que piense el resto del mundo me da igual.

Con gesto divertido, Dylan me besa y cuchichea:

—Caprichosa… no me tientes.

Dispuesta a hacer precisamente eso, me desabrocho la camisa. Luego me bajo las copas del sujetador para mostrarle los pechos y murmuro:

—Son tuyos. Tómalos.

Sin soltarme, Dylan inclina la cabeza y acerca la boca a mis pezones. Chupa uno con deleite y el aire de la playa me lo endurece. Estoy extasiada.

—No sabes cuánto te he echado de menos.

Mi voz y lo que digo lo cautiva. El ansia que siente por mí y su gruñido de placer así me lo dicen y, mientras prosigue su particular ataque, sugiero:

—Vayamos tras aquellas hamacas. Allí nadie nos verá.

Dylan se aparta de mi pecho y me mira. Su deseo es inmenso y finalmente sonríe y acepta mi locura. Camina hacia donde le indico y, cuando llegamos, me suelta y dice, desabrochándose el pantalón:

—Será algo rápido, caprichosa.

Asiento y sonrío.

Sea lo que sea, lo quiero y ¡lo quiero ya! Y más cuando veo su crecida erección.

¡Madre mía… madre mía!

Lo hago sentarse en la hamaca y, con cuidado, me coloco a horcajadas sobre él, mientras su maravilloso pene se abre paso en mi interior.

Oh, sí… cuánto lo necesito.

Le beso la comisura de los labios con mimo, pero su ansiedad es tal que me coge la cabeza y, con lujuria y desenfreno, me besa hasta dejarme sin aliento.

—Yanira… —murmura con voz ronca, apretándome contra él.

—No pares… —le exijo.

Se mueve en mi interior y un gemido ahogado nos hace entender que por fin nuestros cuerpos vuelven a estar juntos. Cabalgo sobre él despacio, mientras nos miramos a los ojos y una voraz ráfaga de fuego loco nos consume.

Un nuevo gemido de placer se nos escapa a ambos y Dylan, apretándome las nalgas con sus fuertes y cuidadas manos, me aprieta de nuevo contra él mientras dice:

—Nunca sabrás lo mucho que te he añorado.

Asiento. Lo sé y, transportada por la lujuria, respondo:

—Me añorabas tanto como yo a ti. Lo sé.

Mirándonos a los ojos, muevo las caderas para acoplarme más a él. El goce que sentimos es tan intenso que nos paramos y disfrutamos del momento sin apartar la vista del otro y comunicándonos sin mover ni un solo músculo del cuerpo, hasta que mi amor posa sus manos en mi cintura y me aprieta de nuevo contra él. Yo me arqueo.

¡Qué placerrrrrrrrrrrrrrr!

Un apasionado jadeo sale de mi interior haciéndole saber cuánto disfruto.

A partir de ese instante, nuestros movimientos reflejan el nivel de locura y necesidad que tenemos el uno del otro y antes de lo que los dos hubiéramos querido, un devastador orgasmo se apodera de mi cuerpo y tiemblo con voluptuosidad.

—Sí, cariño… sí… —lo oigo musitar enloquecido.

Su boca busca la mía, que besa con pasión.

Sin importarle nada ni nadie, mi amor disfruta de mí como siempre le ha gustado y eso me hace feliz. Agarrado a mi cintura, se hunde una y otra vez en mí en busca de su clímax y cuando un bronco gemido sale de su boca y el temblor recorre su cuerpo, sé que el placer lo ha alcanzado y nos abrazamos.

Permanecemos así varios minutos, sintiendo el aire del mar que nos acaricia y nos da energía para continuar.

Su olor…

Su sabor…

Su esencia…

Todo él vuelve a ser mío y no pienso separarme de Dylan nunca más.

Al cabo de unos minutos, noto que me pasa la nariz por el cuello y murmura:

—Todavía no me puedo creer que te tenga entre mis brazos, cariño.

—Me tienes… me tienes —afirmo encantada.

Con cuidado, me levanto de sus piernas y ambos sonreímos al ver la que hemos liado. El pantalón de Dylan está empapado de nuestros fluidos, pero no nos importa. Lo único que nos importa somos nosotros. Nada más.

—Tengo tierra hasta en el blanco de los ojos —digo, tocándome la cara.

Él sonríe y contesta:

—En cuanto lleguemos al hotel, nos ducharemos.

Tras arreglarnos un poco y hacer que Dylan se saque la camisa por fuera para ocultar el manchurrón, caminamos hacia el hotel cogidos de la mano. En el camino, nos besamos y pronunciamos cientos de promesas de amor.

Una vez llegamos, sin soltarme y con seguridad, él me guía hasta los ascensores. Cuando las puertas de éstos se cierran, me acerco, loca de amor, y mi morenazo me coge en brazos con verdadera devoción.

—Caprichosa… cuanto más te miro, más bonita me pareces.

Sonrío. Cuánto echaba de menos su galantería…

Sin soltarme, llegamos a su habitación y, una vez dentro, me mira y confiesa:

—Te he echado tanto de menos… conejita.

Me entra la risa. No ha olvidado ese ridículo nombre y respondo:

—Tanto como yo a ti… lobo.

Ahora es él quien sonríe. Sin duda alguna, esos ridículos nombrecitos nos van a acompañar el resto de nuestras vidas y los dos estamos encantados.

La apasionada, morbosa y caliente mirada de mi amor me pone la carne de gallinas. Me suelta, me arrincona contra la pared y me desabrocha la camisa, que después me quita y deja caer al suelo.

—Te quiero desnuda y en la ducha dispuesta para mí. Sólo para mí.

—Desnúdame sólo para ti —lo animo yo, ansiosa de sexo.

Sin demora, me desabrocha la falda, que cae también al suelo, y cuando me quedo sólo con la braga y el sujetador, me besa y murmura, mientras se desnuda también.

—Te diría que me sedujeras como aquel día en Marsella, pero estoy tan caliente, tan loco y deseoso de ti que no podrías hacer ni un solo movimiento.

Sonreímos.

Me coge de la mano y entramos en el lujoso cuarto de baño. Una vez allí, abre el grifo de la ducha y, sin soltarme, murmura, besando la mano en la que llevo el anillo que me ha regalado.

—Ya no tienes escapatoria. Eres la próxima señora Ferrasa. Mi mujer.

El agua de la ducha corre por nuestros cuerpos y, arrinconándome contra la pared, Dylan vuelve a besarme.

Sus besos son locos…

Sabrosos…

Sus besos son los mejores del mundo…

Rendida a él, disfruto de su pasión, mientras la mía propia se desata y me dejo llevar. Paseo mis manos por su mojado y musculoso cuerpo y, deteniéndome en su duro trasero, susurro:

—Tienes el culo más duro y precioso que he tocado en toda mi vida.

Dylan sonríe e izándome, responde, mientras introduce su pene en mi vagina:

—Y tú tienes la cara —me la besa—, el pelo —me lo besa—, el cuello —me lo besa—, la boca —me besa— y la sonrisa más bonitos del mundo. Y, lo mejor, toda tú, eres absolutamente mía.

—Para siempre —asiento, extasiada por lo especial que me hace sentir.

—Para siempre —repite él, hundiéndose en mí.