Mi soledad y yo
Cuando me despierto en el camarote, veo que estoy sola.
Tras una tórrida noche de sexo con el hombre que me vuelve loca y que me ha dicho las palabras mágicas, al despertarme desnuda en la cama sonrío feliz.
Al moverme me siento algo dolorida y sonrío aún más. Tras lo que hemos hecho horas antes, es normal que me sienta así, pero me gusta. Adoro la fuerza de Dylan, su virilidad, su posesión. Me encanta. Toco la llave que llevo colgada al cuello. La miro de cerca y me sorprendo al ver que lleva escrito: «Para siempre».
Esas dos palabras me hacen estremecer. Cuánto debía de querer a sus hijos la madre de Dylan para regalarles algo así. Me parece un detalle precioso.
Cierro los ojos y recuerdo nuestro jueguecito de la conejita y el lobo.
¡Madre mía, qué morbazo!
Si me hubieran dicho alguna vez que iba a jugar a eso con el rarito de mantenimiento, que ha resultado ser un reputado cirujano, romántico y encantador, nunca lo habría creído. Recreo el momento en que me dijo «Te quiero» y sonrío embobada. Vuelvo a ver cómo sus pupilas se dilataron extasiadas al entrar en mí con fuerza y exigencia. Recordarlo me excita y deseo que volvamos con ese morboso juego.
Me suena el móvil. Es Coral y leo:
¿Algo que contar?
Sonrío. Mi amiga ha debido de oír algo sobre Dylan y respondo:
Muchas cosas. ¿Y tú?
Dos segundos después me suena el móvil.
Sexo… sexo y sexo… el argentino es increíble. Hemos atracado en Génova. Ven. Estoy en cocinas y hablamos.
Sin dudarlo, me levanto y, tras asearme, me visto y voy a reunirme con mi amiga. Al salir a cubierta, veo que la gente desembarca en esa bonita ciudad y sonrío al pensar en Dylan. Dentro de unas horas caminaré por allí de su mano. Me cruzo con varios pasajeros. Me identifican como la cantante del crucero y todos me sonríen.
Cuando entro en la cocina, Coral me guiña un ojo. Me acerco y ella, cogiendo una magdalena, dice:
—Recién hecha para ti.
Le doy un mordisco. Miro a mi amiga, que murmura:
—Desembucha.
Asiento y doy otro mordisco. Tengo que contarle mil cosas, pero antes, enseñándole la llave que llevo al cuello, susurro:
—¡Le he dicho «Te quiero»!
Ella se lleva la mano a la boca y luego, de un manotazo, me quita la magdalena y gruñe:
—Niña mala. ¡Tú eres tonta! ¿Cómo se te ocurre decirle eso?
Desde mi propia nube de algodón, la miro y, divertida, le respondo:
—Él me lo dijo a mí primero. Me dijo cosas maravillosas y luego me entregó la llave de su corazón.
Su expresión cambia. Mira la llave y me pregunta:
—¿En serio? —Asiento y ella dice en tono soñador—: Dios, ¡qué romántico!
Me entra la risa. Cuánto echaba de menos esa vocecita suya de enamorada.
Estoy impaciente por contárselo todo. Le quito la magdalena y le doy otro bocado. Luego me siento a su lado y empiezo a referirle detalladamente lo acontecido. La sorpresa de Coral va en aumento. Los ojos parece que se le van a salir de las órbitas a medida que se entera de la historia y, cuando termino, digo:
—Y eso es todo lo que sé de momento.
—¿Cirujano?
—Sí… cirujano cardiólogo, para ser más exactos —puntualizo.
Ella parpadea. Está tan alucinada como yo cuando me enteré y murmura:
—Ay, Yanira… No sé qué pensar.
—Yo tampoco. Sólo sé que lo quiero y me quiere.
—Dios santo, lo que cuentas es todo tan romántico…
—Lo sé. —Sonrío como una tonta.
—¿Has buscado información sobre él en internet?
No se me había ocurrido y respondo:
—No.
Coral se levanta de la silla, coge un portátil que hay en un lateral de la cocina y lo enciende. Me pongo nerviosa. Sé que voy a encontrar cosas de Dylan que desconozco, pero no quiero parar. Quiero saber. Una vez en Google, mi amiga teclea: «Cirujano cardiólogo Dylan Ferrasa». Acto seguido, cientos de enlaces aparecen ante nuestros ojos.
—¡Dios mío! —exclamo confusa.
Todavía no he visto nada, pero todos esos enlaces me perturban.
Coral pincha rápidamente en uno y aparecen cientos de fotos de Dylan en el hospital, en la calle, en un cine, en una cena, en una fiesta benéfica.
Me atraganto.
Por favor, ¡con esmoquin está impresionante!
Ya en el punto de retorno, me zambullo en Google y parpadeo alucinada cuando veo que se lo ha relacionado con las top-models más impresionantes de la faz de la Tierra y con las actrices más increíbles. Es amigo de Marc Anthony, de Maxwell, de Luis Fonsi y de un largo etcétera que a cada segundo me deja más sin habla.
—Joder…
Coral cambia de enlace y suelta:
—¡Joder! Sus ex son Sienna Miller, Megan Fox, Jennifer Aniston… ¡Madre mía, Yanira!
Me entra la risa. ¡Qué nerviosa estoy!
Mi corazón late a toda mecha. Dylan, mi Dylan, es todo un bomboncito tentador para las mujeres y él sin duda se aprovecha de su posición y su magnetismo.
Me entran los siete males y después unos cuantos más. Y los celos me nublan la razón. De pronto soy consciente de la cruda realidad y me pregunto: «¿Cómo se ha podido fijar en mí tras estar con esas mujeres?»
Por el amor de Dios, ¡lo nuestro es imposible!
Yo debo de ser su plan Z. El plan desesperado de su viaje en el barco.
Me levanto y bebo agua. Respiro hondo, pero el corazón se me acelera aún más cuando oigo a Coral decir:
—Joderrrrrrrrrrrrrrrr…
Como una tromba, miro de nuevo la pantalla del ordenador y me vuelvo a atragantar al leer: «Los hermanos Ferrasa hundidos tras la muerte de La Leona, la reina de la salsa boricua y cantante del grupo Kodigo Salsa».
—Ay, Dios… —murmuro incrédula.
Alucinada, miro la foto en la que se ve a Dylan y a sus hermanos junto a un hombre que, por el parecido, debe de ser su padre, afligidos en un entierro, junto a una gran foto de Luisa Fernández, la gran reina de la salsa de Puerto Rico, apodada la Leona.
Me atraganto. No puedo respirar.
Coral corre por más agua. Me la da y yo bebo temblorosa.
—Tranquila, Yanira…, tranquila —susurra, al ver mi estado.
No puedo hablar. Yo he cantado canciones de esa mujer en alguna de mis actuaciones. Y mirando a mi amiga, digo descolocada:
—Por el amor de Dios, Coral, ¿la madre de Dylan es la archiconocida Luisa Fernández, la Leona?
—Eso pone aquí, mi niña.
Todo me da vueltas. No sé qué pensar.
Dylan ha sido para mí un gran descubrimiento, pero ahora su familia me sobrepasa. Me entra miedo y no sé por qué. Tiemblo al darme cuenta de la increíble realidad.
Se me revuelve el estómago. Coral, que me conoce, me abraza, me acuna. Me dice que no me preocupe, que todo saldrá bien. Pero lo que acabo de descubrir no es fácil de asimilar. Yo no soy nadie en su mundo. No me puedo comparar ni con su madre, ni con las perfectas y preciosas mujeres con las que ha estado. Dylan es el archiconocido médico Dylan Ferrasa. Hijo de la gran Luisa Fernández y yo sólo soy una simple cantante de orquesta que conoció de camarera. Tarde o temprano regresará a su vida, a su realidad, y tengo claro que se olvidará de mí. Lo sé. Sé que pasará.
—Yanira.
Oigo la voz de Dylan detrás de mí y cierro el portátil de un manotazo.
Al volverme para mirarlo, la sonrisa se me congela y oigo que Coral murmura:
—Oh… oh… Esto no me gusta nada.
La entiendo. A mí tampoco me gusta lo que veo.
Mi sexto sentido me alerta de que aquí pasa algo, y de que no va a ser bueno para mí.
Mis ojos se encuentran con los bonitos ojos de mi moreno.
¡Mi madre, cómo está mi bombón con traje!
Lo acompañan Tony y Omar. Los tres llevan traje oscuro y por primera vez soy consciente de que el óvalo de sus rostros son idénticos y los ojos de Omar y Dylan también. Viéndolos juntos, no pueden negar que son hermanos. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?
Este Dylan tan elegante nada tiene que ver con el hombre del mono de faena del que me enamoré.
Ahora es el hombre poderoso e importante que he estado viendo en internet, y eso me intimida más de lo que quiero reconocer.
En la cocina, todos nos miran, cotillean, murmuran. Están tan alucinados como yo al verlo vestido así.
Ni Dylan ni yo decimos nada, sólo nos miramos. En ese momento, veo entrar al Rancio en la cocina. Se queda parado y, como nosotros, callado. Nos observa. Debe de saber ya quién es Dylan.
Me digo que debo reaccionar y no quedarme parada como una tachuela ante ellos, así que tomo aire y, sin importarme las miradas de los demás, me levanto de la silla y me acerco al hombre que adoro y que me dijo que me quería.
Por Dios, pero ¡si lo veo hasta más alto!
Estoy nerviosa y acobardada, pero su magnetismo y lo que siento me ayudan a no desfallecer. Dylan no se mueve. Su expresión es seria. Nos miramos durante unos segundos y finalmente dice:
—Ha ocurrido algo y tengo que marcharme urgentemente.
Se me hiela la sangre.
¿Por qué no me sorprende que se tenga que marchar?
Noto que los pulmones se me quedan sin aire, pero como puedo, pregunto:
—¿Qué ocurre?
Cuando Dylan va a responder, Tony se le adelanta:
—Omar habló con nuestro padre y a causa de la emoción de que hayamos encontrado a Dylan, le ha dado un infarto. —El estómago se me contrae al mirar a Omar, que agacha la cabeza—. Tranquila, está bien. No ha sido grave, pero tenemos que regresar todos.
Lo entiendo.
Si a mi padre le diera un infarto, yo volvería desde la Conchinchina para estar con él.
Aun así, no sé qué decir. Estoy atenazada. Sólo puedo mirar a Dylan que, a menos de un metro de mí, me observa de una manera extraña.
Todos están pendientes de nosotros mientras los segundos van pasando. Y de pronto lo entiendo. Se está despidiendo de mí y no sabe cómo hacerlo. El corazón se me parte en mil pedazos.
Consciente de que no debo montar un numerito, tomo aire, absorbo su bonita mirada e intento fotografiarla con mi mente para recordarla eternamente.
Sé que le voy a echar mucho de menos. Demasiado.
Por mi cabeza pasan mil preguntas que no puedo hacer. Hay demasiada gente a nuestro alrededor observándonos y no sería justo ni para él ni para mí. Finalmente, hago acopio de fuerzas y consigo decir:
—Lo importante es que vuestro padre esté bien. —Omar y Tony asienten y, mirando a mi amor, añado—: En este momento, eso es lo único importante, Dylan. No te preocupes por nada más. Por nada.
Sonrío. Sabe que estoy nerviosa. Él ni siquiera parpadea, sólo me mira.
De pronto, da un paso hacia mí y, cogiéndome por la cintura, me acerca a él, me retira el pelo de la cara y me besa.
Siento su boca sobre la mía con una dulzura extrema y sin importarme los ojos que nos observan con curiosidad, respondo a su beso, mientras un torrente de pensamientos —a cuál peor—, me bloquean el cerebro.
—Si me añoras, llámame —le oigo decir.
Asiento. Busco su boca y nos volvemos a besar y cuando dejamos de hacerlo, me sujeta la cara con sus cuidadas manos para que lo mire sólo a él y murmura:
—Lo siento. Lo siento mucho, Yanira.
Me trago las lágrimas e intento sonreír. Era todo tan bonito que era imposible que durase. Me llevo la mano a la llave que me entregó y hago ademán de quitármela, pero él me lo impide. Vuelve a besarme, esta vez con desesperación. Cuando pone fin a su apasionado beso, me suelta, se da la vuelta y, seguido por sus hermanos, sale de la cocina sin mirar atrás.
Cuando la puerta se cierra tras él no me puedo mover, hasta que la mano fría de Coral me hace regresar a la realidad. La miro y murmuro:
—Se ha acabado todo.
—No, no digas eso. No lo sabes.
—Sí lo sé —afirmo—. Se acaba de despedir de mí.
La barbilla me tiembla y, al verlo, mi amiga me dice que no con la cabeza. No puedo llorar. No debo hacerlo. Tiene razón. Montar un numerito delante de todos dejará patente mi debilidad y mi desengaño, por lo que, en cuanto trago el nudo de emociones que tengo en la garganta y consigo tomar una bocanada de aire, miro a mi alrededor y, con chulería y una sonrisa, les espeto a mis compañeros:
—¿Se puede saber qué miráis?
Sin responder, pero tan desconcertados como yo, todos retoman sus tareas. Los chismorreos sobre Dylan y yo comenzarán en décimas de segundo, no tengo la más mínima duda.
Menudos días me esperan. ¡No lo quiero ni pensar!
Una vez la cocina vuelve a su ritmo, miro a Coral totalmente desconcertada y murmuro:
—He de pasar al plan B, C y D con urgencia.
—Pero ¿por qué?
Con todo el dolor reflejado en mis ojos, musito, tocando la puñetera llave que sigue colgada de mi cuello:
—Porque él se ha ido para siempre.
En ese instante, el Rancio, que lo ha contemplado todo en silencio, se acerca hasta nosotras y, levantando la voz, dice:
—Yanira, te dije que estaban prohibidas las relaciones entre los trabajadores del barco. ¿Lo recuerdas? —No contesto, me niego a hacerlo, y él prosigue—: Ni que decir tiene que estás despedida.
Joder… joder… joder… Si éramos pocos, ¡parió el Rancio!
—¡¿Qué?!
Con una sonrisita triunfal, mi jefe contesta:
—Lo llevo sospechando desde hace tiempo, pero nunca os había pillado, hasta que hoy os he visto, igual que os han visto todos tus compañeros. —Y señalando hacia la puerta por donde Dylan ha salido, añade—: El hombre que se acaba de marchar, el señor Dylan Ferrasa, se puede permitir tontear con una camarera como tú. Seguramente no eres la primera con la que lo hace.
Si contesto le arranco los ojos y el Rancio continúa:
—Ahora, él se ha marchado y a continuación te vas a marchar tú. Con la diferencia de que él lo ha hecho por la puerta principal y tú te vas a ir por la de atrás.
—Será mala persona —gruñe Coral.
El Rancio la mira… Yo cojo la mano de mi amiga para calmarla y él sonríe.
—Es usted un demonio. Y espero que algún día alguien lo ponga en su sitio —siseo furiosa.
Mis palabras no le importan nada y añade:
—Haz el favor de pasar por mi oficina para firmar el finiquito. Desembarcarás en Génova y se te pagará un billete de vuelta a España.
—Pero ¿qué está diciendo, hombre? —grita Coral, descompuesta.
Durante varios minutos, se enzarzan en una agria discusión en la que mi amiga saca todo su genio y lo pone a caer de un burro. Yo, dispuesta a no quedarme atrás, intervengo también.
No cabe duda de que las dos acabamos de comenzar el plan B.
El Rancio está ciego de ira. Tiene delante a dos fieras que le estamos diciendo de todo delante del personal. Finalmente, Coral se quita el mandil y el gorro de cocinera y, tirándoselo a la cara, concluye:
—Por supuesto, yo también me voy, ¡so idiota!
Ya no hay marcha atrás.
Cuando el Rancio se va, varios trabajadores se acercan a nosotras, aunque no saben qué decirnos. Néstor, Gina y los compañeros que nos aprecian se desesperan. Encontrar trabajo está muy difícil y odian no poder solidarizarse con nosotras. Durante las horas siguientes nos despedimos de todos los demás compañeros. Los de la orquesta se disgustan mucho. Tomás me abraza y me ofrece dinero por si lo necesito. Yo se lo agradezco de todo corazón, pero no lo acepto. Gracias a Dios, con lo que tengo creo que podré vivir hasta llegar a Tenerife.
Con el rabillo del ojo, veo que Coral se despide de su argentino y me tranquilizo al ver que ella sonríe. No se ha enamorado como yo. Mi amiga es lista, yo no. Mientras Coral acaba de despedirse, miro el mar. Me quito el colgante que Dylan me regaló y me lo guardo en el bolsillo del vaquero.
Una vez bajamos del barco, nos calamos nuestras gorras y Coral propone:
—¿Qué te parece si nos vamos a comer una buena pizza mientras concretamos cuál es nuestro plan B?
—Me parece una excelente idea.
Pero la excelente idea se va al traste cuando, tras la comida y varios limoncellos, dos enormes italianos con cara de mala leche nos roban en un callejón y nos quedamos en Génova sólo con lo puesto. Adiós bolsos. Adiós maletas. Adiós móviles.
Nos miramos desesperadas hasta que me entra la risa y Coral me sigue. Cuando conseguimos dejar de reír, buscamos una comisaría para denunciar lo ocurrido y, mientras esperamos nuestro turno, pienso en Dylan. Si me llama no se podrá poner en contacto conmigo.
Me agobio y recuerdo el colgante que llevo en el bolsillo del pantalón. Lo saco y sonrío al verlo. Pero mi sonrisa se apaga al ser consciente de que él se ha ido y leo en la llave: «Para siempre».
¿Realmente se ha ido para siempre?
Cuando llega nuestro turno, rellenamos como podemos los formularios de la denuncia e intentamos entender a los carabinieri. Me preguntan si quiero llamar por teléfono a mi familia.
Pienso en mis padres. Se disgustarán al saber lo ocurrido y entonces me acuerdo de Francesco. Sé dónde trabaja, y el policía, muy amablemente, me ayuda a localizarlo en Portofino. Diez minutos más tarde ya hemos dado con él y, rápidamente, al saber lo ocurrido, mi amigo me dice que vendrá a buscarnos a comisaría.
Una hora después lo veo aparecer. Sigue tan guapo como siempre y, al verme, sonríe y nos abrazamos. Le presento a Coral y los tres nos dirigimos hacia su coche.
Esta noche va a alojarnos en su casa. Cuando me meto en la cama junto a Coral, veo que ésta se queda dormida en dos minutos.
¡Qué suerte tiene!
Yo no puedo. Pienso en Dylan y me desespero al darme cuenta de lo mucho que me va a costar olvidarme de él.
Al día siguiente, Francesco nos presta dinero.
Hablamos con nuestra compañía de teléfonos móviles y, afortunadamente, recuperamos nuestros números. Luego nos compramos móviles nuevos y lo primero que hago es ver si tengo llamadas perdidas o mensajes de Dylan. Nada. No hay nada. Eso me apena. Pero tener de nuevo teléfono me tranquiliza por si me llama.
A continuación nos vamos a comprar algo de ropa y Francesco se empeña en regalarnos dos bonitos vestidos con sus correspondientes zapatos.
Esa tarde, nos convence para que nos quedemos unos días en su casa. Coral asiente. Yo me resisto, pero al final cedo. La verdad es que no tenemos nada mejor que hacer, excepto regresar a España y buscar trabajo.
Por la noche, Francesco nos lleva a la pizzería de un amigo y las dos nos ponemos los vestidos que nos ha regalado. Allí nos presenta a sus amigos y, durante horas, disfrutamos de la buena compañía. Francesco me presenta también a su novia, una italiana muy guapa llamada Giulia y no me sorprende cuando, durante la cena, ella me cuchichea que sabe que Francesco me conoció en Tenerife y me guiña un ojo. Eso me hace saber que los dos están muy compenetrados y sonrío.
Tras la cena, todos nos vamos a tomar unas copas. Coral está como loca y murmura, mirando a un amigo de Francesco.
—¡Madre mía, cómo está el Paquetoni!
Yo me parto de risa, porque el hombre, muy chulo y estiloso, realmente va marcando paquete.
—Se llama Giacomo —la corrijo.
—Giacomo el Paquetoni —afirma Coral. Me vuelvo a reír.
Durante horas, todos nos divertimos, bueno todos menos yo. Sin embargo, intento sonreír y bailo con Francesco, con Sandro, con Philipo e incluso con Giacomo el Paquetoni, pero interiormente estoy destrozada. Dylan no llama. No da señales de vida y no puedo parar de pensar en él.
Yo no lo voy a llamar. Ni loca.
Pasan cuatro días y no recibo ninguna noticia de él. Ni siquiera un mensaje. No me añora. Está claro que la despedida fue lo que fue y la rabia me consume por dentro. Estoy pasando de la pena a la rabia. Mientras me ducho, suena la radio y lloriqueo mientras canto:
Te besaré, como nadie en este mundo te besó.
Te amaré con el cuerpo y con la mente, con la piel y el corazón.
Vuelve pronto, te esperamos
mi soledad y yo…
Lágrimas como puños resbalan por mis mejillas y dolorosos hipidos me desgarran el alma, mientras canto esta canción de mi amado Alejandro Sanz. Por fin me permito llorar como deseo. Me permito llorar en soledad.
Recuerdo lo que Dylan comentó que decía su madre. Aquello de que uno cuando está feliz escucha música y cuando está dolido o desesperado entiende la letra.
¡Cuánta razón tenía!
Yo, hasta el momento, siempre he escuchado música, la he cantado, bailado. La he disfrutado y la he sentido. Pero ahora que tengo el corazón destrozado, la entiendo, y cada canción que escucho parece escrita para mí.
El desamor es una mierda. Te hace débil, te nubla la razón y te deja sin fuerzas. Nunca debí enamorarme. Nunca debí dejarme llevar por la pasión. Decididamente, tenía que haberle hecho caso a mi amiga y haber reblindado mi corazón.
Es verdad que nada es para siempre. Como los yogures.
Al día siguiente, Francesco, que me conoce mejor de lo que yo creo, tras comer en su casa, me coge de la cintura y, separándome de su novia y de Coral, me lleva hasta el balcón y pregunta:
—¿Qué te ocurre?
—Nada.
Mi italiano sonríe y, acercándose a mí, cuchichea:
—Yanira… Yanira…, ¿sabes que la nariz te acaba de crecer unos centímetros?
Sonrío, divertida por su comentario y, tras resoplar, contesto, tocando con mimo la llave que llevo de nuevo al cuello.
—Estoy colgada de un hombre que me ha mentido en todo y del que me he dado cuenta de que no siente nada por mí. ¿Contento?
—Imaginaba mal de amores —responde él—, pero quería que me lo confirmaras tú. ¿Y él está en el barco que abandonaste?
Niego con la cabeza, poco dispuesta a contarle quién es Dylan.
Mi amigo me mira a la espera de que diga algo más, pero no lo voy a hacer. No quiero hablar de Dylan y, finalmente, abrazándome, Francesco dice:
—Escúchame, Yanira. No sé quién es el hombre que te ha roto el corazón, pero si no vuelve a ti, es porque es tonto. Y ahora, dicho esto, quiero que sonrías. Quiero que lo pases bien. Quiero volver a ver a la sensual loca que me embrujó en Tenerife y…
Le tapo la boca y, mirándolo a los ojos, susurro:
—No. Ahora no puedo.
Tras unos instantes durante los que sé que Francesco saca sus propias conclusiones, lo veo asentir y, tras darme un dulce beso en la punta de la nariz, responde:
—Se me olvidó enseñarte que el amor es una mierda, Yanira. Siento no haberte preparado para esto.
Eso me hace reír. Otro como Coral.
Recuerdo que me contó que él había sufrido por amor y me doy cuenta de que, a los humanos, ese sentimiento igual que nos hace flotar nos hunde. Y por sus palabras, deduzco que Francesco sigue hundido. Cuando voy a decir algo, Giulia se acerca a nosotros. Por su mirada traviesa sé lo que busca, lo que quiere, pero él, cogiéndola por la cintura, la besa en el cuello y murmura:
—En otra ocasión, cariño.
Giulia asiente. Con esas simples palabras, los tres nos hemos entendido y regresamos junto a Coral, que está en la cocina preparando una maravillosa tarta para todos.