Escondidos
A las cinco de la mañana, sigo dando vueltas en la cama. No me puedo dormir. No puedo dejar de pensar en Dylan y en todo lo que he descubierto de él.
Me entra hambre y las tripas me empiezan a rugir. Siempre me pasa cuando estoy despierta a esas horas. Intento no hacer caso, pero ellas siguen y siguen y al final decido ir a la cocina a por algo. Si no como, no me dormiré.
Me pongo un vestidito de algodón y me dirijo a las cocinas. Cuando llego, saludo al cocinero y al camarero que están de guardia. Según me cuentan, la noche está tranquila y ambos están medio dormidos, sentados en unos butacones.
Les digo adiós y me encamino hacia donde sé que están los postres. Abro la nevera y veo varios tipos de tartas.
Me decido por la de nata. Me corto un trozo, lo pongo en un plato y salgo a cubierta. Está amaneciendo, pero la oscuridad aún reina a mi alrededor. Estoy sola y decido apoyarme en la barandilla para comerme la tarta. La primera cucharada me sabe a gloria. Sin duda la ha hecho Coral. Cuando me voy a meter la segunda cucharada en la boca, noto que unas manos me agarran por la cintura y alguien dice en mi oído:
—En el juego de hoy somos dos extraños. No hay amor. No hay palabras cariñosas. Tú eres una mujer y yo un hombre deseoso de sexo que te lleva a un lugar oscuro y disfruta de ti. ¿Qué te parece?
Se me pone la carne de gallina. Es Dylan.
Ha bebido. No está borracho, pero su aliento me hace saber que ha bebido de más. Sin esperar mi respuesta, me coge de la mano y me lleva hasta una puerta. Yo no me suelto y dejo que me guíe. Entramos en una habitación donde hay varias máquinas que producen un ruido atronador y cuyas luces verdes, amarillas y rojas iluminan la estancia.
Veo que Dylan cierra por dentro y luego se da la vuelta y, apoyándose en la puerta, me plantea:
—¿Te excita el juego que te propongo?
Dudo. Su apariencia es intimidatoria y, acercándome a él para que me oiga a pesar del ruido, busco una aclaración:
—¿Realmente a qué quieres jugar?
Él sonríe y, sin acercarse, con su mirada recorre mi cuerpo con lujuria.
—Tú me propusiste un día jugar al juego de los personajes, ¿te acuerdas? —Asiento y él añade, mientras se acerca a mí—: Esta noche tú serás una conejita asustada y yo un lobo ávido de acción. Querré sexo, posesión, disfrute y acción. Nada de cosas dulces ni almibaradas. Te abriré las piernas y te follaré hasta partirte en dos y ambos disfrutaremos, porque ése es el juego.
Boquiabierta y excitada por lo que me propone, voy a hablar cuando me quita el plato de tarta de las manos y, levantándome, me sienta sobre una plataforma metálica y, mientras pasea su mirada por mis piernas, pregunta:
—¿Estás preparada?
Dispuesta a ello, digo que sí con la cabeza y entonces él grita con un duro tono de voz:
—Vamos, conejita, bésame.
Sin saber bien lo que hago, le acaricio las mejillas, los párpados y lo oigo suspirar. Le paso la mano por el cuello y con delicadeza lo acerco a mí. Lo necesito. Necesito a mi amor.
Dylan me mira, se me come con la mirada y lo beso. Le doy cientos de cariñosos besos en la cara, mientras el ruido de las máquinas continúa y se acelera. Lo beso con mimo, con dulzura. Tiene un corte en el labio y no quiero hacerle daño.
Durante varios minutos, él no se mueve. Soy yo la que se ocupa de mimarlo, de besarlo, de acariciarlo, hasta que de pronto me agarra del pelo y me inmoviliza y, posando su boca sobre la mía, murmura:
—Los lobos besamos así.
Me mete la lengua en la boca de una manera brutal. Con su labio herido, pienso que esto le ha tenido que doler. Voy a retirarme, pero no me deja. Me obliga a besarlo con la boca bien abierta, mientras su lengua me invade y apenas puedo respirar. Cuando por fin me suelta, lo miro y veo que sonríe. Me quita el vestido de algodón sin contemplaciones y lo tira a un lateral. Me quedo sólo con la camiseta y el pantaloncito corto.
Dylan no dice nada, sólo me observa embriagado por el momento, hasta que me coge la camiseta y la desgarra de un fuerte tirón antes de lanzarse a mis pechos. Me los muerde, me los chupa y, cuando me quejo de su ansiedad, me mira y, agarrándome el corto pantalón, lo desgarra también con decisión y, con un gesto de chulería que me provoca y me calienta la sangre, musita:
—Así te voy a desgarrar por dentro cuanto te folle, conejita. Aquí puedes gritar lo que quieras. Nadie te oirá excepto yo, que me muero por oírte.
Yo me quedo sentada con la camiseta y el pantalón destrozados. Nuestras miradas se encuentran y, con la suya desafiante, pregunta, acercándose de nuevo a mí:
—¿Seguimos jugando?
Asiento sin dudarlo y Dylan exige:
—Desnúdame.
Me bajo de la plataforma donde me ha sentado y hago lo que me pide. Para mí es un deleite. Prenda a prenda va cayendo al lado de mi vestido. Intento besarlo, pero no me deja. Me lo prohíbe y cuando está desnudo y ve mi cara de placer, dice, dándome un seco azotito en el trasero:
—La conejita debe estar asustada por lo que ve. Intimidada por las intenciones del lobo. Eso forma parte del juego de hoy.
Digo que sí con la cabeza y borro la sonrisa de mi cara, entonces él ordena:
—Túmbate.
Hago lo que me pide. La plataforma metálica está fría y Dylan lo sabe, pero no desobedezco. Me quita los restos de la camiseta y pantalón sin contemplaciones y, una vez estoy desnuda, acerca su pene a mi cara y murmura en voz baja:
—No te resistas.
Nuestros ojos se encuentran y sé que lo que quiere es eso. Resistencia. Aprieto los labios. Dylan acerca su pene a mi boca pero yo no lo acepto. Me da un tirón del pelo. Eso me excita y más cuando, tras un pequeño forcejeo tras el que su pene termina en mi boca, exige:
—Chúpalo.
Lo hago. Cierro los ojos y disfruto de nuestro salvaje juego.
Dylan me ladea, me hace colocar una pierna en su hombro y, sin delicadeza, introduce dos dedos en mí. Yo jadeo mientras noto cómo me humedezco. No sonríe. Sólo me mira y comienza a masturbarme al tiempo que mueve las caderas para introducirme su pene más en la boca. Yo lo chupo ansiosa. Sus ojos me hacen ver lo caliente que está. Lo mucho que le gusta ese rudo juego.
Enloquecida, poso una de mis manos en su trasero. Lo tiene duro, firme. Disfrutando de lo que me hace entre las piernas, empujo su culo para que su pene entre y salga de mi boca una y otra vez. Su piel es suave y su sabor exquisito y me estoy volviendo loca con nuestra fiesta. Él es rudo. Yo, suave. Pero me gusta el juego que ha propuesto y no quiero parar.
Con mimo, le mordisqueo la punta del pene para luego introducírmelo entero en la boca y apretarlo con los labios mientras él me masturba y exige que no pare. Que continúe.
Con la mano libre me coge la cabeza, apretándomela contra su pene, y siento que me llega hasta la campanilla. Pero aguanto, tolero esas acometidas, mientras él me pide con voz áspera que no me mueva.
Cuando por fin saca su pene de mi boca, quiero más. Dylan está duro, muy duro, y, gritando para que lo oiga, dice:
—Ahora, conejita, enséñame con dulzura tu intimidad. Sedúceme.
Sé a lo que se refiere con «Sedúceme». Quiero sonreír, pero no debo. Mi papel de conejita asustada debe continuar, pero la conejita ha despertado. Veo la tarta que llevaba en las manos y, con el dedo, cojo un poco de nata. Me unto con ella el pezón derecho y después el izquierdo. Luego cojo más nata, llevo mi mano entre mis piernas y me masturbo con ella. Me masturbo para él, para mí, para los dos, mientras jadeo y veo su excitación.
Dylan me mira, se toca el pene, me abre más los muslos e indica:
—Continúa… No pares.
Su actitud es intimidatoria, severa, inflexible, pero me excita. Sigo tocándome, masturbándome, mientras me muerdo los labios hasta que no puedo más y susurro:
—Soy tuya.
Dylan retira mi mano de entre mis piernas y posa su boca en mi humedad con rudeza. Es lo que quiero. Lo que sin hablar le exijo y le entrego. Me chupa sin mimos ni delicadeza. Me muerde el clítoris. Me devora con violencia y me hace llegar al séptimo cielo, mientras me estruja los pechos provocándome una mezcla de dolor y placer. No quiero que pare. Quiero que continúe, mientras me arqueo en esa improvisada mesa apoyándome en la coronilla y los talones.
¡Mmmm… qué placer!
Hundo los dedos en su oscuro pelo, lo aprieto con ansia contra mí y me abandono a su boca. Su caliente y húmeda lengua traza círculos lentos y rápidos alrededor de mi ya inflamado clítoris y, cuando me estremezco y jadeo sin descanso, la hunde dentro de mi sexo.
Me derrito. Creo que voy a estallar en mil pedazos si sigue haciéndome eso. No para. Mis jadeos se vuelven gritos y me revuelvo sobre la plataforma mientras él continúa su maravilloso y devastador ataque y me inmoviliza para que no cierre las piernas.
Me tiene a su merced para lo que quiera y, sofocada por la sensación, grito y respiro entrecortadamente.
Cuando abandona mi sexo, busca de nuevo mi boca, donde su lengua y la mía, al encontrarse, se enlazan apasionadas. Lo oigo gemir, mientras noto el sabor a sexo en mi boca y su temblor sobre mí me vuelve loca. Creo que va a alcanzar el clímax, pero no, se resiste, y cuando sus temblores cesan y noto que ha recuperado el control de su cuerpo, mirándome a los ojos murmura:
—Esto va a ser muy intenso.
Estoy a punto de gritar de alegría, pero no lo hago.
Intento no sonreír. La conejita debe estar asustada e, inconscientemente, cierro las piernas para seguir en el juego y negarle el acceso.
Dylan sonríe al verlo. ¡Qué ladrón!
Saca la lengua y, sin introducirla en mi boca, la pasea lentamente por mis labios. Estoy ardiendo. Sus dedos me aprietan la cintura y, acercándose a mi oído, musita:
—No temas, conejita, te follaré como a ti te gusta. Ábrete para mí o tendré que forzarte para oírte gritar.
Me excita lo que dice. Que me fuerce sabiendo que es un juego me pone a cien, pero decido ser condescendiente y abrirme para él. Y cuando creo que va a decir algo más, me penetra con un demoledor movimiento de cadera. Él ruge y yo grito de sorpresa. La penetración es tan fuerte y profunda que el aire abandona mis pulmones.
El ruido de las máquinas ahoga nuestros sonidos. Ahí nadie nos oye. Mi grito lo ha enardecido. Lo veo en su mirada y sé que quiere que grite más.
Me mira y, cuando ve que recupero el aliento, me arrastra más hacia su pene y me aprieta con violencia. Yo le clavo las uñas en la espalda con desesperación.
Mi locura lo excita.
Su locura me excita.
Ambos queremos más profundidad. Grito de nuevo de placer, mientras él jadea e inclina la cabeza en busca de mi boca. Su cuerpo se destensa y el mío se prepara para una nueva acometida. Ésta llega y yo grito… Dylan sale de mí y vuelve a entrar con fuerza. Jadeo… Abandona mi cuerpo y, antes de que vuelva a entrar, grito exigiendo más.
Una ansia feroz se apodera de nosotros y, como dos animales, nos entregamos al deleite de nuestros cuerpos sin pensar en absolutamente nada que no sea darnos placer como auténticos salvajes.
Grito. Él ruge. No lo podemos ni queremos evitar y nos desahogamos haciéndolo.
Por norma, nunca me permito gritar así. No me gusta que nadie me oiga, pero aquí puedo hacerlo. Aquí puedo liberar esta adrenalina que el sexo duro con mi amor me provoca y no dudo en disfrutar de esta libertad como lo hace él.
Miro sus preciosos ojos y veo que tiene las pupilas dilatadas. Supongo que las mías estarán igual y vuelvo a gritar al recibirlo en mi interior.
La mezcla de dolor y placer es indescriptible. Nunca había sentido algo así. Nunca había hecho el amor con este abandono. Nunca quiero dejar de hacerlo así.
Un nuevo empellón llega al fondo de mi ser. Su bronco gemido por el esfuerzo me pone la carne de gallina y más cuando murmura, apretándose contra mí:
—El juego es disfrutar, conejita, ¿lo estás haciendo?
No respondo. No puedo.
Un gruñido gutural sale de su garganta y Dylan acelera sus acometidas. Enloquezco. No sé si puedo más. De pronto, un delicioso calambrazo de placer nos recorre a los dos y temblamos. El desafío de su mirada debe de ser como el mío. Nos excita vernos. Y estoy segura de que él, al igual que yo, no quiere que se acabe.
Le doy un azote y luego otro y otro, mientras gimo y abro la boca en busca de aire. Él resopla enloquecido. Se abrasa. Enloquecidos, nos apretamos el uno contra el otro.
Estamos encajados en un cuartucho de máquinas sobre algo parecido a una mesa de acero, pero eso no nos importa. Sólo nos importa nuestro caliente, morboso y excitante juego.
Nos falta el aire. Jadeamos. Dylan posa las manos en mis hombros y, tras una última acometida, me estremezco mientras un orgasmo devastador recorre nuestros cuerpos y siento cómo eyacula dentro de mí; en ese momento soy consciente de que no hemos utilizado preservativo. Mi vagina tiembla, lo succiona y ambos jadeamos en busca de aire.
Por primera vez he sentido el roce de su íntima piel contra la mía y ha sido espectacular.
Estoy exhausta. Él sin aliento.
Nuestros fluidos nos empapan, corren por nuestros cuerpos, pero no nos movemos. No podemos tras lo ocurrido.
Poco a poco, nuestra respiración se acompasa, mientras seguimos acoplados el uno con el otro, hasta que Dylan me mira y, acercando su boca a la mía, me besa con dulzura y devoción y comenta:
—Dijiste que tomabas la píldora, ¿verdad?
Asiento. No quiero pensar ahora en ello. Sólo quiero saborear ese beso lento y entregado.
Todo lo ocurrido ha sido puro morbo.
Todo lo ocurrido ha sido puro juego.
Todo lo ocurrido ha sido pura fantasía.
Dylan separa sus labios de los míos. Con cuidado de no hacerme daño, se levanta y, cuando su cuerpo libera el mío, exhalo una gran bocanada de aire. Me da la mano y me levanto con cuidado, pero él no me suelta. Cuando ve que me sostengo en pie, me abraza y murmura en mi oído:
—Me importas mucho, Yanira. Demasiado.
—Tú también me importas y me preocupo por ti.
Dylan asiente y se aparta de mí. Se quita la llave de forja que lleva colgada al cuello, me la cuelga a mí y, con una peligrosa y seductora mirada, musita:
—Te quiero.
Ay, Dios… ¡me acaba de decir que me quiere!
Pese a mi cara de alucine, añade:
—Una Navidad, cuando éramos pequeños, mi madre nos regaló una llave a cada hermano. Según ella, era la llave de nuestro corazón. Nos hizo prometer que se la entregaríamos a la mujer que entrara con fuerza en ellos. Y esa mujer para mí eres tú, Yanira —concluye.
Ay, que me da… ¡que me da!
Pero ¿cómo puede ser tan romántico?
Como una autómata, toco la llave que ahora cuelga de mi cuello y que para él representa tanto.
Dios santo, ¡me acaba de entregar el acceso a su corazón!
Emocionada, lo miro y no sé qué decir. Bajo su aspecto de duro, Dylan es el hombre más romántico, tierno y protector que he conocido en toda mi vida y con él estoy disfrutando de algo que nunca pensé que a mí me pudiera ocurrir.
Espera que yo diga algo. Sus ojos castaños me lo piden.
Apoyo la frente en su pecho con el corazón acelerado y toco la llave que me acaba de regalar. Cierro los ojos y, cuando los abro, me aparto, lo miro y afirmo convencida:
—Te quiero. Te quiero tanto que no sé qué más decir.
Dios, ¡lo que he dicho!
¡Acabo de reconocer que lo quiero!
Madre… madre… madre. Estoy totalmente perdida.
Dylan sonríe. Me acaricia la mejilla y me da un dulce beso. Cuando se separa de mí, el corazón me va a mil por lo que nos hemos confesado y él susurra:
—Adoro cuando me dices algo cariñoso. —Yo sonrío—. Te debo muchas explicaciones por lo de mi familia. Mañana, cuando atraquemos en el puerto de Génova, prometo responder a todo lo que quieras preguntarme. ¿De acuerdo, cielo?
Lo miro enamorada y respondo:
—De acuerdo, cariño.
Que yo también lo llame cariño sé que le ha gustado. Nos besamos. Nos devoramos mutuamente la boca con amor y, cuando me separo de él, murmuro mimosa:
—Quiero que sepas que lo que acaba de ocurrir antes de ese maravilloso «Te quiero» me ha encantado.
Su expresión me hace saber que a él también le ha gustado y cuchichea:
—Creo que tú y yo nos complementamos muy bien, conejita.
Nos miramos divertidos y luego empezamos a vestirnos. Recojo los restos de mi ropa desgarrada, me pongo el vestido y salimos de la sala de máquinas. Dylan me coge de la mano con gesto protector. Dejo que lo haga. Me gusta la sensación.
Nos dirigimos hacia mi camarote, donde, después de cerrar la puerta, volvemos a hacer el amor, de nuevo con pasión.