18

Entre mis recuerdos

Pasan tres días y el humor de Dylan va de mal en peor. Todo le molesta.

No hay un solo instante en que nos veamos y que no acabemos discutiendo, aunque reconozco que a él se le pasa antes que a mí. Explota como una bomba, pero luego, al cabo de un rato se le olvida y me hace el amor con pasión y dulzura. Eso me desconcierta, pues yo cuando me enfado, me enfado.

En ocasiones me da la sensación de que hay algo que no lo deja vivir. No me lo cuenta y, mientras no lo haga, yo no voy a poder ayudarlo. Y quiero hacerlo. Intento indagar en su vida, pero se cierra. No hay manera de traspasar su duro caparazón.

Esta noche en el barco hay una Fiesta Blanca. Eso quiere decir que todos vamos de blanco, trabajadores, tripulación y pasajeros. Para intentar hacer sonreír a mi bombón, le mando un mensaje al móvil.

Ven a verme a las 23.30. La canción que voy a cantar es para ti.

Durante una hora, canto con la orquesta y mis compañeros. Lo pasamos bien. Reímos, bailamos y la gente se lo pasa genial. A las 23.25, cuando veo llegar a Dylan, sonrío. No me ha fallado. Viene a escuchar la canción que voy a dedicarle.

El tema que está cantando Berta acaba un par de minutos después y, tras los aplausos de la gente, comienzan a sonar los primeros acordes de la canción que voy a cantar yo. Las luces se apagan y un foco me ilumina, mientras yo comienzo a mover las caderas a un ritmo sensual.

Cierro los ojos al imaginar a Dylan deslizando las manos por mi cintura y comienzo a entonar Sabor sabor, de Rosario Flores. Una canción que es una mezcla de bossa nova, flamenquito y pop. Me encanta y siempre que la canto pongo arte y sensualidad para interpretarla.

Oh, sabor sabor, a fresa y a limón,

a mermelada de miel de abeja sabes hoy.

Sabor sabor, de rojo melocotón

sabe tu piel cuando te beso, sin saber

que hablo de mis dulces sueños

que reparto en cada parte de tu cuerpo.

Muevo la caderas y las manos para cantarla, mientras la gente baila abrazada. Yo me dejo inundar por la melodía, sintiendo la mirada de mi cielo e imaginándome besando su piel de bombón, mientras él reparte dulces besos por todo mi cuerpo.

Eh, eh, sin saber que es una trampa con cepo

cada rincón, cada línea es un verso.

La luz va llenando la sala de fiestas al aumentar la intensidad de la canción y sonrío al ver a mi chico contemplándome extasiado, con la mirada fija en los movimientos de mi cuerpo, mientras mi voz suena por los altavoces. Quiero que sienta que le hago el amor aun desde la distancia y su expresión me hace saber que así lo siente. Eso me encanta y me excita.

Nuestros ojos se encuentran una décima de segundo y veo que curva las comisuras de los labios. Sonríe. Le gusta la canción. Entiende su mensaje. Sabe que la canto para él y eso para ambos es mucho.

¡Soy feliz! ¡Ha sonreído!

Subo las manos, me toco el pelo y sonrío yo también. Muevo las caderas y los hombros al compás de la música y disfruto de la sensación que Dylan y esta canción me provocan.

Cuando termino, la gente aplaude. Es la recompensa a mi trabajo, pero cuando miro hacia donde está el hombre que me tiene totalmente enamorada, él ya no está.

Pero ¿qué le ocurre a mi amor?

Cuando hacemos el primer parón para descansar, Omar, el hermano de Tony, está a mi lado para ofrecerme agua. Es muy detallista.

—Tienes una voz increíble, Yanira.

—Gracias —digo sonriendo.

—¿Siempre has actuado en cruceros?

—No. Ésta es la primera vez. Por norma general, trabajo en hoteles.

—¿Tienes alguna maqueta grabada?

Eso me da risa. Nunca he tenido dinero para ello y respondo:

—No.

Omar asiente y, para mi sorpresa, explica:

—Tengo algunos amigos en Los Ángeles que son productores musicales y creo que les gustaría escucharte. Cuando regrese de mi viaje, hablaré con ellos. ¿Te interesa la idea?

Dios míooooooooooooo…

¿Productores musicales?

¿Cómo no me va a interesar?

Sonriendo, le digo que sí encantada. Que me escuchase alguien de la industria sería una gran oportunidad para mí.

—Te lo agradecería mucho, Omar. Tanto si dicen que sí como que no.

Omar sonríe y ambos salimos a cubierta para seguir hablando. Soy consciente de que si Dylan me ve se va a molestar. Tal como está últimamente, cualquiera que respire a mi lado lo molesta. Pero la conversación con Omar me interesa y deberá entenderlo, le guste o no.

Durante un rato, charlamos de música. Y casi me caigo redonda cuando me dice que conoce a los productores de Ricky Martin, Marc Anthony y Seal.

Ya no doy pie con bola.

El mero hecho de que mencione a esos divos me pone nerviosa y un escalofrío me recorre entera poniéndome el vello de punta. Al verlo, Omar se quita la chaqueta blanca que lleva y, caballerosamente, me la echa sobre los hombros.

—¿Mejor así?

Asiento y respondo:

—Sí. Gracias.

Durante unos segundos, nos miramos en silencio. Su mirada me inquieta y me recuerda a alguien.

Y en ese instante, como salido de la nada, aparece Dylan y se abalanza sobre él. Le da varios puñetazos y yo empiezo a gritar despavorida. Omar no se queda quieto y ambos comienzan a golpearse sin piedad.

Por suerte, rápidamente aparecen unos pasajeros y, tras ellos, Tito y Tony, que al verlos se meten en medio y los separan.

No sé qué hacer, estoy desconcertada, y entonces oigo a Dylan gritar descompuesto:

—Vuelve a acercarte a ella en ese plan y juro que te mato.

Varios pasajeros los sujetan. Instantes después, veo aparecer al Rancio y al jefe de Dylan. Joder… joder… joder… ¡El desastre está servido!

Horrorizada, veo que el Rancio me mira con mala cara y comienza a pedirme explicaciones. No sé qué decir. Dylan no habla, sólo mira a Omar con odio, mientras todo el mundo opina. De pronto, veo que el jefe de Dylan, tras cruzar unas palabras con él, agarra al Rancio del codo y se lo lleva. ¡Menos mal!

Instantes después, Tito le pide a la gente que se vaya dispersando. El show ha acabado. Pero yo estoy alucinada ¿Qué ha ocurrido?

Allí quedamos solamente Omar, Tony, Dylan, Tito y yo.

Los miro desconcertada.

¡No sé qué hacer!

Me siento culpable de haber provocado todo eso.

Dylan, con el labio ensangrentado, no para quieto. Maldice una y otra vez y le grita a Omar que él se lo ha buscado.

Su instinto de posesión me asusta. Les habla de tal manera de mí a los otros que siento que soy algo totalmente suyo e intocable. No. Decididamente, no me gusta nada lo que estoy oyendo.

De pronto, me doy cuenta de que soy invisible para todos ellos. Discuten tan pronto en inglés, como en español y, aunque entiendo ambos idiomas, me cuesta reaccionar ante sus acalorados gritos, hasta que oigo a Omar decir:

—¿Acaso creías que no te encontraría?

—Vete a la mierda, Omar… Te dije que me dejaras en paz.

Frunzo el cejo. ¿Se conocen?

Pero bueno, ¡¿qué es esto de que se conocen?!

—Yo no se lo dije —afirma Tony—. Y Tito tampoco. Te lo prometo, Dylan.

Mi bombón, con aspecto salvaje y enjugándose la sangre que tiene en el labio, contesta con cara de pocos amigos:

—Te creo, Tony, no te preocupes. Pero hazme un favor, necesito que todos desaparezcáis de mi vista cuanto antes. Especialmente él.

Omar suelta una carcajada y masculla:

—Serás gilipollas, Dylan.

Dios santo, ¿lo ha llamado gilipollas?

No sé qué hacer.

¡Que alguien me explique qué está ocurriendo aquí!

Tony, que hasta el momento había permanecido calmado, da un paso al frente y dice:

—Si alguien puede hacerle volver a casa, ése es Tito. Tú, Omar, desde luego no.

Dylan suelta una palabrota de lo más desagradable, que se lleva el aire.

Yo lo miro. No parece verme y, mirando a Tito, grita, levantando un dedo:

—Te he dicho mil veces que no voy a volver a casa.

—Tu padre y todos los demás te necesitamos, Dylan.

¡¿Cómo?! ¿Conocen a su padre?

Voy a decir algo, pero no me salen las palabras.

Cada vez estoy más confusa. Necesito que alguien me aclare qué sucede.

Mi índice de hartazgo está llegando a un tope y me parece estar viviendo un culebrón en directo, de esos con los que mi abuela Nira sería la mujer más feliz del mundo viendo.

Aún sé menos qué pensar cuando Tito dice:

—Esto se tiene que solucionar de una vez por todas, chicos. Llevamos con esta situación casi dos años. Si seguís así, a vuestro padre lo matáis.

¿«Vuestro» padre?

¿Ha dicho vuestro padre?

—Con papá hablo por teléfono un par de veces al mes, Tito —gruñe Dylan y, al oírlo, Omar se retira el pañuelo ensangrentado que tiene en la nariz y sisea:

—Papá es quien nos ha pedido que te llevemos de regreso a casa ¡idiota!

Me da… me da… ¡me va a dar algo!

—Tú no me hables, Omar… —vocea Dylan, furioso.

El otro da una patada a una mesita de plástico, que sale disparada hacia un lado de la cubierta y finalmente sisea:

—Todos te echamos de menos, por eso estamos aquí.

—¡Te he dicho que no me hables! —grita Dylan.

Al ver que mi bombón se abalanza de nuevo sobre él, intento sujetarlo y en ese momento Tony vocifera alterado:

—¡¿Cuándo vais a parar con esto?! —Y, mirándolos, añade—: Me avergüenzo de los dos. Somos hermanos. Los tres somos hermanos, ¡joder!

Ay, Dios, que me mareo. Creo que me voy a caer redonda de un momento a otro.

Suelto a Dylan y me siento en una hamaca o juro por mi padre que me desmayo. Él, al ser consciente por primera vez de que estoy ahí enterándome de todo, matiza:

—Hermanastros.

Se hace el silencio.

No se oye nada excepto la brisa del mar. Dylan y yo nos miramos sin hablar y luego oigo que Tito comenta:

—Si mi hermana Luisa os oyera, se moriría de pena.

Luisa. Ése era el nombre de la madre de Dylan. Entonces, ¿Tito es el tío de todos? ¿No es el amante de Tony?

Cada vez más boquiabierta y alucinada, casi no puedo respirar. Esto es surrealista, pero Tito continúa:

—¿Qué os ha pasado, muchachos? Los Ferrasa erais un ejemplo de familia, de hermanos, de unión. ¿Acaso vuestras diferencias son tan irreconciliables que…?

—Sí —grita Dylan, furioso.

Entonces Omar se levanta y señalándolo con el dedo, sisea:

—Eres un rencoroso, como papá, y…

No puede acabar la frase, porque Dylan se lanza de nuevo contra él y, cogiéndolo de la pechera, masculla totalmente fuera de sí:

—Cierra la boca, imbécil.

Me estremezco.

Ay, Dios… ay, Dios… Cada vez entiendo menos.

Sin embargo, olvidándome de mí, me levanto de la hamaca y ayudo a Tony y a Tito a separarlos.

No es momento de desmayos.

Dylan me asusta. Se lo ve totalmente desencajado y sólo quiero que se calme. Necesito que se calme.

Al final, Tito se lleva a Omar a trompicones y nos quedamos solamente Tony, Dylan y yo, e, incapaz de callar, pregunto con un hilo de voz:

—¿Son tus hermanos?

—Hermanastros —insiste Dylan.

—Hermanos de toda la vida. Déjate de tonterías, Dylan, joder —gruñe Tony.

Estoy alucinada. Flipada. Atontada…

Dylan se levanta y, sin permitir que yo lo siga, se marcha, dejándome sin saber qué hacer. Cuando me quedo a solas con Tony, lo miro y siseo:

—Ahora mismo me vas a contar qué ocurre aquí.

Él se sienta en una de las sillas y resopla. Se lleva las manos a la cabeza y se encoge. Me da mucha pena y corro a abrazarlo mientras se echa a llorar. Así estamos unos minutos, hasta que consigo que se tranquilice y luego dice:

—Mi madre, Rosa, murió al nacer yo; Omar tenía dos años. Algunos meses después Luisa apareció en nuestras vidas. Mi padre y ella se enamoraron y se casaron. Cuando Omar tenía cuatro años y yo dos, nació Dylan. Siempre fuimos una familia unida, porque mamá era el nexo de unión entre todos a pesar de sus continuos divorcios con papá y de sus muchos viajes. Y el día que murió… todo se derrumbó. Mamá era… —Se emociona y murmura—: Se empeñó en operarse, pero algo salió mal con la anestesia y…

—Lo siento, Tony —digo, tocándole el brazo para que no siga hablando.

Él, enjugándose las lágrimas, me mira y añade:

—Dylan… es médico.

—¡¿Qué?!

—Cirujano.

—¿¡Cirujano?!

—Concretamente, cirujano cardiólogo.

Al ver mi confusión, Tony asiente con la cabeza Y continúa:

—El hombre que has conocido trabajando en el mantenimiento de este barco, pintando barandillas o arreglando duchas o bombillas es el doctor Dylan Ferrasa. Uno de los cirujanos de corazón más reputado de Los Ángeles. Dylan estaba de viaje cuando mamá decidió adelantar su operación y Omar lo culpabilizó de su muerte por no haber estado ese día. Y yo sé que Dylan se culpabiliza también por ello.

Tras un tenso silencio en el que yo proceso como puedo toda esa información, Tony agrega:

—Desesperado por la muerte de mamá, mi hermano lo dejó todo y desapareció. Yo lo encontré hace un año en un barco en la Antártida y se negó a regresar. Pero mi padre se hace mayor y todos necesitamos que vuelva a casa para poder recuperar la normalidad en nuestras vidas. Dylan no debe sentirse culpable por algo en lo que él no tuvo nada que ver. Omar lo sabe también, pero son tan iguales que son incapaces de hablarlo y solucionar el malentendido.

Asiento mientras intuyo que estoy tan blanca como una sábana.

El chico del que estoy enamorada, que cambia bombillas en el barco y que me llama caprichosa, que dice que soy suya, que baila conmigo a oscuras y al que hace unos pocos minutos le he dedicado una canción, resulta que es un famoso cirujano. Entonces, cuando me acuerdo de cómo se cuida y protege las manos, acabo por entenderlo todo.

En ese instante aparece mi compañera Berta y, mirándome, me apremia:

—Yanira, por el amor de Dios. Llevamos diez minutos esperándote. ¿Qué haces?

¡¿La actuación?!

Con todo ese follón se me había olvidado.

Miro a Tony y, dándole un leve beso en la mejilla, digo, antes de correr tras Berta:

—Cuando termine mi actuación, buscaré a Dylan y hablaré con él.

—Una última cosa, Yanira —apunta Tony—. Es lo menos importante en este momento, pero quiero que sepas que ni Tito ni Dylan ni yo somos gais.

Eso me hace sonreír, le tiro un beso y me marcho corriendo.

Cuando subo al escenario y la música comienza a sonar, intento concentrarme, pero no lo consigo. Lo que acabo de descubrir sobre mi chico es tan increíble que canto por inercia y, por primera vez en mi vida, no disfruto de lo que estoy haciendo.

Esa noche, cuando acabo la actuación, llamo a Dylan, pero tiene el móvil apagado. Le envío trescientos mensajes para que me llame, pero no lo hace.

Dispuesta a encontrarlo sea como sea, pregunto a sus compañeros, pero nadie lo ha visto.

Salgo de nuevo a cubierta, donde me quedo sin saber qué pensar, desconcertada. Irse no se ha podido ir. Estamos en medio del mar y no es tan tonto como para tirarse por la borda. Preocupada, me dirijo a mi camarote y, al llegar y cerrar la puerta, veo que Coral no está. Me ha dejado una nota que dice:

Todo el camarote para ti. Disfrútalo con tu bombón.

Si supiera dónde está. Suspiro y, descolocada, me siento en mi camastro. ¿Cirujano? ¿Cirujano cardiólogo?

Vuelvo a llamarlo, pero nada, su móvil sigue apagado. Me agobio.

Ahora entiendo su reticencia a hablar de su familia.

Ahora entiendo su malestar en los últimos días al ver en el barco a Omar.

Ahora que sé que no es quien yo creía, el miedo a perderlo me comienza a atenazar.

¿Y si todo lo que hemos vivido es una mentira? ¿Y si sólo interpretaba un papel?

Miro el reloj. Las 03.12 de la madrugada.

Debo dormir o mañana estaré destrozada. Abro el neceser, saco de él las toallitas desmaquillantes y procedo a limpiarme la cara y el cuello. Cuando acabo, me quito la ropa y me pongo un pantaloncito y una camiseta de tirantes finos. En el momento en que estoy a punto de meterme en la cama, alguien llama a la puerta.

Sin importarme mi apariencia, abro y mi cuerpo se relaja al ver que es él. Mi chico. Mi morenazo. Mi Dylan.

Sin hablar, lo agarro de la mano y lo hago entrar para que nadie nos vea. Una vez cierro la puerta, Dylan me abraza y yo lo abrazo. Necesito que sienta mi calor y sentir el suyo. Estoy confusa y él también. Lo sé. Se lo noto y de pronto tengo miedo.

Estamos un buen rato abrazados y sin hablar, hasta que, al apartarme de él, me fijo en su labio lastimado y frunzo el cejo. Mi niño.

No sé qué decir.

Estoy tan desconcertada por todo que no sé ni por dónde empezar mis preguntas. Entonces, él murmura:

—Lo siento. Siento no haberte dicho la verdad sobre quién soy.

Está tan confuso como yo y respondo:

—Desde luego, no eres el chico de mantenimiento que yo creía, sino el doctor Dylan Ferrasa.

Al oír eso, mi moreno maldice. Su expresión es extraña. Desesperada. Sé que aún está afectado y, cogiendo mi cara entre sus manos, musita:

—Sigo siendo Dylan. La misma persona que conociste. ¿De acuerdo, cielo? —Asiento y él continúa—: Sigo queriendo conocerte y necesito darte explicaciones por haberte ocultado lo que has descubierto hoy. Ahora sólo falta que tú quieras escucharme y…

—Claro que quiero escucharte —lo corto—. ¿Por qué no iba a querer?

Su sonrisa se ensancha. Intuyo que mi reacción le ha quitado un gran peso de encima y susurra:

—Mis sentimientos hacia ti siguen siendo los mismos que ayer o que anteayer. Eso no lo dudes nunca, ¿entendido?

Asiento con la cabeza. No quiero dudarlo. ¡Me niego!

Dejo que me abrace, que me estreche contra él, y, sin saber bien por qué, le aconsejo:

—Deberías solucionar lo de tu hermano y tu padre. Ellos…

Sus músculos se tensan y noto que se aleja de mí. Se apoya en la puerta y, cortándome, me espeta:

—No empieces tú ahora. Por hoy ya he tenido bastante.

Su voz de ordeno y mando consigue que me calle. Le contestaría, pero a veces, como dice mi padre, una retirada a tiempo es una batalla ganada, y creo que esta noche es mejor callarse. Pero al ver que no digo nada y no dejo de mirarlo, Dylan pregunta:

—¿Qué ocurre?

—Nada. No ocurre nada.

—¿Y por qué me miras así?

Su tono y su mirada me hacen saber que vamos a discutir. Lo desea. Intuyo que sabe que no me está respondiendo bien y digo:

—Estás nervioso. Dejémoslo por hoy y mañana hablamos. Además, Coral va a pasar la noche fuera y tengo el camarote para mí…

—Te pediría que no hablásemos del tema. Y te rogaría que, por una vez en tu vida, fueras cariñosa conmigo y me dijeras algo bonito. Lo necesito.

Sus palabras me tocan la moral, pero dispuesta a no saltar, me callo; sin embargo, mi sonrisita aparece por sí sola y él se lamenta:

—Odio que sonrías cuando no debes hacerlo. ¡Joder!

Vale, tiene razón, no es momento. Voy a disculparme, cuando sentencia:

—Lo que haces es una falta de respeto enorme.

Mi paciencia disminuye con cada protesta suya. Está visto que hay que discutir sí o sí y, finalmente, resoplo y mascullo sin poder remediarlo:

—Me estás cabreando.

Es decir yo eso y Dylan explota como una cafetera.

Enfadado, empieza a reprocharme cosas de Omar, entre ellas, que no tenía que haber salido con él a cubierta. Lo escucho alucinada hasta que le oigo decir:

—Omar no te escuchará cantar. Me da igual que sea productor musical. Tú no trabajarás para él.

¿Omar es productor musical?

Nuevamente me quedo impresionada, pero como puedo, respondo:

—Dylan, en cuanto a eso…

—No lo voy a permitir, ¿has oído?

La sangre se me revoluciona. Ah, no… Esto sí que no y grito:

—¿¡Qué!?

—Lo que has oído. Tú no vas a ir a Los Ángeles y menos para trabajar con él o con cualquiera de sus amigotes.

Intentando entenderlo y que me entienda a mí, digo:

—Él o sus amigotes quizá me puedan ayudar en mi carrera musical y…

—No. Me niego.

Atónita, doy un respingo y vocifero:

—¿Que te niegas? ¿Cómo que te niegas? —Y, como un tifón a punto de arrasar una isla, siseo—: Mira, guapo, me has mentido respecto a quién eres y te lo he perdonado porque me gustas, y mucho, a pesar de que no te diga palabras almibaradas, como tú quieres. Has venido a mi camarote, te he abierto la puerta y te he abrazado, pero lo que no voy a permitir es que me digas a qué personas he de conocer y a cuáles no y más tratándose de mi carrera musical, ¿de acuerdo? —Dylan no contesta. Su mirada es febril y prosigo—: Si alguien aquí puede estar molesta o enfadada soy yo. Tú no me has dicho quién eras. Me has ocultado tu profesión. Teniendo a tu hermano y a tu tío en el barco me hiciste creer que eran unos simples pasajeros. Por lo tanto, ten cuidado con lo que dices o prohíbes, porque aquí si alguien tiene que decir o reprochar algo soy yo, no al revés, ¿entendido?

Mis palabras no le han gustado. A mí las suyas tampoco y, antes de que pueda contar hasta tres, abre la puerta del camarote y se marcha.

Y no. No voy a ir tras él.