16

Dígale

La llegada a Marsella es un gran acontecimiento para todo el mundo.

Los pasajeros están encantados de poder salir del barco y caminar por tierra firme durante unas horas. Yo estoy contenta. Libro y pienso divertirme.

Miro mi móvil pero no tengo ninguna llamada del hombre que deseo. Me maldigo por mi chulería y me convenzo de que debo cambiar esa manera mía desafiante de hablar. Dylan no es ninguno de mis hermanos.

Tumbada en el catre del camarote, pienso en él. Recordar sus besos, sus abrazos o cuando me llama bebé o caprichosa me hace sonreír como una tonta y desesperarme al no tener noticias suyas.

Mientras yo estoy tirada en la cama, con mi camiseta con el lema de «Te cambio una sonrisa por un beso», Coral se está vistiendo. Me conoce y sabe que estoy mal. Al ver que no me pongo en marcha, y que aún no sé cuáles van a ser mis planes, me anima:

—Anda, vente con nosotras. Podemos visitar la ciudad y esta noche, después de cenar, nos vamos a conocer algunas de las discotecas de moda. Y oye… ¿quién sabe?

—Quién sabe ¿qué?

Ella suelta una carcajada y, sentándose a mi lado, contesta:

—Quién sabe si puedes conocer a un guapo marsellés con el que pasar la noche y te quita toda esa tontería del enamoramiento.

—No me jorobes, Coral.

Mi amiga se ríe de nuevo y, mientras teclea en el móvil, dice:

—Vamos, mujer, alegra esa cara y espabila.

—No puedo.

—Si Dylan no da señales de vida, ¿piensas guardar luto por él? —No respondo e insiste—: Vamos, arréglate. Acabo de decirles a Rosa y a Gina que ya estamos listas. Nos pasarán a buscar en cinco minutos.

Yo me tapo la cara con la almohada. ¿Qué hago?

¿Me voy con mi amiga, espero a ver si Dylan da señales de vida o me quedo encerrada en el camarote, leyendo y rumiando mis penas?

Mientras Coral se peina mirándose al espejo, alguien llama a la puerta del camarote.

—Abre tú —dice ella—. Serán las chicas.

Desganada, me levanto, me abrocho el botón de la minifalda negra que llevo y, al abrir, me quedo sin palabras al ver a Dylan más guapo que nunca, con unos vaqueros, una camisa granate y una mochila al hombro. Me mira, lee el mensaje escrito en mi camiseta y dice:

—Acepto el cambio.

Sonrío encantada.

—¿Preparada para nuestra cita? —pregunta.

De pronto soy consciente de que estoy a medio vestir y respondo:

—Te llevo llamando desde anoche, ¿no has visto mis llamadas?

—Sí. Pero estaba ocupado.

¡Toma ya! ¿Quién es ahora el chulo? Me la tenía guardada. Eso me enerva.

Intento mantener mi mal genio a raya, y aunque su mirada de perdonavidas sigue encendiendo la mecha, consigo mantener la boca cerrada. Mi cara debe de ser un poema, pero Dylan, que menudo es, me dice, provocándome:

—Si prefieres ir de fiesta con tu amigo Tomás, por mí no hay problema.

¡Ya está, ya me ha encontrado!

—Oye, ¿tú de qué vas?

Con una sonrisa que es para matarlo, responde:

—Dijo… la caprichosa.

—Mira guapo —levanto la voz—, yo no sé qué clase de mujeres estás acostumbrado a tratar, pero yo no funciono así, ¿entendido?

Su sonrisa se congela. Frunce el cejo y apoya las manos a ambos lados del marco de la puerta. Está claro que mi tono le ha molestado y replica:

—Mira, guapa, el que no funciona como el resto de los niñatos que te bailan el agua soy yo. Adiós y que disfrutes del día.

Lo miro marcharse alucinada.

¡Será borde el tío!

Cuando cierro la puerta del camarote, Coral, que lo ha oído todo, me suelta:

—Pero ¿tú estás tonta?

—No.

—¡¿No?! —grita ella.

Intento explicarme:

—Llevo intentando localizarle desde anoche y…

—¿Y eso qué importa?

—A mí me importa. —Y sin levantar la voz, para que nadie nos oiga, continúo—: No quiero que crea que babeo por él. A ver si va a pensar que con que chasque los dedos, ahí me tiene.

Coral sonríe y, acercándose a mí, murmura:

—Y te tiene, Yanira. Tú misma me has dicho que te ha enamorado y, contra eso, créeme, no se puede luchar.

—Joder… joder… joder… —Me tapo los ojos.

¿Cómo he podido llegar a este punto?

—Sinceramente —afirma Coral, la entendida—, estás perdida. ¿No te das cuenta?

Me doy cuenta, claro que me doy cuenta. Pero enfadada, me levanto y digo:

—Que le den morcilla y, como diría mi hermano Garret, ¡que la fuerza lo acompañe! Me voy contigo a visitar la ciudad y a ligarme a algún guapo marsellés.

Coral, que además de loca es la mujer más sabia del mundo, sonríe y, sentándome en la cama para que me calme, expone:

—Él es tu plan A. Yo soy tu plan B, piénsalo.

—No digas tonterías. Tú siempre eres mi plan A —resoplo molesta.

Haberlo visto tan guapo y dispuesto a mantener su cita conmigo me ha desconcertado.

—Ya lo sé, igual que tú lo eres para mí. Pero vamos, recapacita, él es tu plan A Superplus con final feliz y ha venido a buscarte, cielo. Tú y yo somos amigas y lo seremos siempre, aunque ahora, ¡vete con él!

—No.

Ella me coge de la mano y, tirando de mí para levantarme, suelta:

—Mierda, Yanira. Dylan tiene loca a media plantilla del barco y tú estás enamorada de él. Ese morenazo te viene a buscar a ti, no a ellas, y vas tú y le das calabazas. ¿Acaso me vas a decir que no te va a jorobar que se vaya con cualquiera de las otras?

Sólo pensarlo me enerva.

Sólo imaginarlo me vuelve loca y, finalmente, respondo cabizbaja:

—Ya le he dicho que no y se ha ido y…

—Sal ahora mismo de aquí y ve a buscarlo o te juro que lo busco yo y me voy a pasar el día con él a Marsella —me espeta Coral.

—¿Serías capaz?

—Por un tío con ese culo, esos ojos y ese cuerpazo yo soy capaz de muchas cosas, mi niña —afirma ella.

Sonrío divertida por su comentario y en ese momento llaman de nuevo a la puerta.

—Escóndete ahí detrás —cuchichea Coral—. Les diré a Rosa y a Gina que tú ya te has ido. Y haz el favor de pasarlo bien o te juro que como vuelva y me digas que no lo has encontrado, ¡te mato!

Pero cuando abre, Coral se queda callada y se marcha de la habitación sin cerrar la puerta. La oigo cuchichear:

—Trátala bien.

Me quedo atónita al ver a Dylan entrar en el camarote. Cierra la puerta y ambos nos miramos sin decir nada, hasta que él deja la mochila en el suelo y, dando un paso hacia mí, dice:

—Nunca, en mis treinta y siete años de vida, ninguna mujer me ha tratado como lo has hecho tú, ni me ha hecho sentir lo que me haces sentir tú, caprichosa. Pero acabo de dar dos pasos. Uno para regresar a tu camarote y otro para acercarme a ti. No sé por qué lo he hecho, pero el caso es que aquí estoy y no me quiero ir solo.

Como siempre, el tío lo borda. Su vena romántica cada vez me gusta más.

Mi corazón bombea enloquecido. Ambos estamos en la misma espiral de sentimientos y, dando un paso hacia él, me acerco, le rodeo el cuello con los brazos y murmuro:

—Nunca, en mis veintiséis años de vida, ningún hombre me ha hablado como tú, ni me ha hecho sentir lo que me haces sentir tú. Pero acabo de dar dos pasos. Uno para acercarme a ti y otro para abrazarte. Y quiero que sepas que, si no hubieras vuelto, iba a salir yo a buscarte, porque no quiero estar sin ti.

Diosssssss, ¿desde cuándo tengo esta vena romanticona yo también?

Asiente…

Asiento…

Y, finalmente, mi morenazo dice:

—Creo que la estoy liando, Yanira. No puedo dejar de pensar en ti.

Asiento…

Asiente…

Y, alelada, contesto:

—A mí me ocurre lo mismo. Creo que la estamos liando los dos.

Dylan sonríe y, acercando su boca a la mía, murmura:

—Te deseo.

Me besa. Con pasión, me mete la lengua en la boca y me hace el amor con ella. Me agarro a él con desesperación y me aprieto contra su cuerpo. Saber que, como poco, siente mi misma loca necesidad me reconforta y me gusta.

Y cuando estoy a punto de comenzar a desabrocharle la camisa, susurra contra mis labios:

—Siento no haber respondido a tus llamadas.

—No importa.

No me importa nada. Sólo me importa estar con él, besarlo, que me bese, me toque y me vuelva loca. Al movernos en mi minúsculo camarote, se oye un golpe. Dylan se encoge y dice:

—Creo que acabo de abrirme la cabeza.

—No jorobes —digo, mirándole rápidamente el sitio de la cabeza que se está tocando.

Por suerte, veo que no es nada grave, un chichón como mucho. Besándole con mimo la cabeza, le indico:

—Túmbate en mi cama.

Él se niega y contesta:

—Vámonos de aquí.

—¿Adónde?

—Tienes libre hasta mañana a las tres, ¿verdad?

—¿Y tú cómo sabes eso?

Dylan sonríe y murmura abrazándome:

—Tengo mis maneras de enterarme de todo lo que quiero. —Luego se ríe—. Te oí cuando se lo decías a Tomás.

—¿Hasta cuándo tienes tú libre? —pregunto.

—Hasta tu misma hora.

Sonrío y, tras besarme, mi morenazo musita en mi boca:

—Me encanta el mensaje de tu camiseta.

—Es la camiseta de las reconciliaciones —le informo.

—Mmmm… Ahora aún me gusta más.

Suelto una carcajada y él me vuelve a besar. Cuando se separa de mí, dice:

—Conozco Marsella. He estado varias veces. Coge poca ropa. No la vas a necesitar y, por favor, no te cambies de camiseta.

Mimosa, pregunto:

—¿Adónde tienes pensado llevarme?

Tras retirarme un mechón de pelo de los ojos, sonríe y murmura:

—A un sitio mejor que éste, con un impresionante jacuzzi para dos y una estupenda cama, donde hablaremos y disfrutaremos de veinticuatro horas de sexo. Tú y yo.

—Madre mía, me muero por estar ya ahí —contesto, y él añade:

—Además, degustaremos una espléndida bullabesa, ¿sabes qué es? —Yo niego con la cabeza y explica—: Es la sopa tradicional de Marsella, hecha con diversos pescados. Te gustará.

—Vale.

—Después comeremos una exquisita carne estofada, regada con un buen vino, y de postre un maravilloso soufflé de Grand Marnier. Cuando acabemos, te desnudaré y, durante horas, me dedicaré a darte todo el placer que soy capaz de dar. ¿Qué te parece el plan?

—Estupendo. —Río divertida y excitada.

Mi reacción le debe de gustar, porque, dándome un rápido beso, me apremia:

—Venga. ¡Vámonos!

Meto rápidamente un par de cosas en una mochila mientras él me observa, pero de pronto me paro y le planteo:

—Todo eso que has planeado parece caro. Pagaremos a medias, ¿vale?

—No —contesta risueño—. La cita la propuse yo y yo cargo con todos los gastos.

—Dylan —protesto—, no seas tonto. Podemos pagar a medias y…

Su boca cubre la mía y, tras un devastador beso que me hace querer estar ya en ese hotel del que ha hablado, dice:

—Dejemos de perder el tiempo.

Con disimulo y a escasos pasos el uno del otro, bajamos del barco. Una vez en tierra, Dylan me guiña un ojo y lo sigo hasta que nos perdemos por las callejuelas de Marsella. Cuando llegamos a una muy transitada, me coge la mano con fuerza y, mirándome, pregunta:

—¿Puedo?

Asiento divertida y entonces él, llevándose mi mano a la boca, me la besa.

Uf… qué romántico y caballeroso es.

Le suena el móvil. Lo mira y corta la llamada. No pregunto. Intuyo que no he de hacerlo.

Paseamos por la ciudad y me sorprendo al ver lo bien que la conoce. Cuando le pregunto, me dice que ha estado más veces allí con otros buques. El móvil le vuelve a sonar. Me hace un gesto con la mano de que no me mueva y, apartándose un par de pasos, contesta. Yo observo el lugar. Es una calle encantadora, con varios restaurantes. Cuando regresa, me vuelve a coger de la mano y, al ver su expresión, pregunto:

—¿Todo bien?

Asiente, me besa y dice:

—Cuando estemos en el hotel, tú y yo solos, todo será mejor.

—¿Dónde estamos?

—En el barrio de Saint Victor.

Caminamos unos metros más y me quedo sin palabras al ver que entramos en un edificio con apariencia de caro. Uno de esos hoteles en los que sabes que hasta respirar cuesta dinero.

Eso me asusta. Ninguno de los dos tiene un sueldazo impresionante y cuchicheo:

—Dylan, te vas a dejar medio sueldo en este sitio, ¿te has vuelto loco?

Pero mi morenazo sonríe y contesta:

—Tranquila. Tengo un amigo, Garson, que trabaja aquí, y siempre que vengo a Marsella me consigue una habitación a un precio maravilloso. No te preocupes. Puedo pagarlo. Ahora solamente quiero que tú lo disfrutes.

Asombrada, ahora soy yo quien le coge la mano para entrar en el impresionante hotel. Caminamos hacia la recepción y, al pasar por un sofá redondo y rodeado de flores, Dylan, besándome la mano de nuevo, me indica:

—Espérame aquí.

Algo cohibida por el lujo que nos rodea, hago lo que me pide. Me siento en el mullido y aterciopelado sofá, mientras lo miro ir hasta el mostrador. Una vez allí, veo que un joven se le acerca y lo saluda con familiaridad. Supongo que debe de ser su amigo Garson. Tras charlar unos minutos, se despiden con un choque de manos y, enseñándome una tarjeta dorada que éste le ha proporcionado, mi morenazo se acerca y me dice:

—¿Estás preparada para pasarlo bien?

Salimos del ascensor en el último piso y recorremos un lujoso pasillo hasta llegar frente a una habitación.

—Oye…, ¿no nos meteremos en un lío por estar aquí? —pregunto.

Dylan sonríe y cuchichea:

—Tranquila. Está todo controlado.

Luego abre las puertas y entramos en un lugar increíble. Modernismo y minimalismo en estado puro. Veo una cama redonda con sábanas negras y un jacuzzi también redondo. Vamos, lo que en mi tierra se llama un picadero.

Con los ojos como platos, me acerco al enorme jacuzzi y me sorprendo al ver unos pétalos de rosa rojos y blancos flotando en el agua y, al lado, una cubitera con hielo y vino blanco.

—Mi amigo nos lo ha preparado.

Sonrío encantada y acepto la copa de vino que me ofrece. Tras beber un sorbo, me acerco a Dylan y lo beso.

Adoro besarlo. Su boca es suave, dulce, maravillosa.

Degusto sus labios y permito que él muerda los míos, mientras nuestra respiración se acelera. Ambos sabemos por qué estamos ahí y lo que deseamos.

—¿No quieres comer algo antes?

Niego con la cabeza y, sin apartar mi boca de la suya, respondo:

—Contigo tengo para empezar, el postre ya lo tomaremos luego.

Mis palabras le hacen gracia y, sonriendo, tras quitarme la copa de las manos y dejarla sobre una mesa, me coge entre sus brazos y nuestro apasionado beso nos calienta cada vez más. Me aúpa y yo le rodeo la cintura con las piernas. Cuando el deseo parece que va a devorarme por dentro, murmuro, mirando el jacuzzi:

—¿Qué tal si lo probamos?

Dylan me deja en el suelo y se encamina hacia su mochila, de la que saca un CD. Me lo enseña, me guiña un ojo y yo sonrío. Sé que va a poner la canción que hemos escuchado mil veces. Till the cops come knockin, del cantante Maxwell.

Aún recuerdo la última noche que bailamos en la cubierta del barco, con un auricular cada uno, mientras sonaba esa canción. Y recuerdo la voz de Dylan diciéndome: «Algún día te haré el amor tranquilamente con esta canción».

Suenan los primeros compases de la melodía mientras Dylan me mira con lujuria. Coge la copa de vino, se sienta en la cama y murmura, sorprendiéndome:

—Sedúceme, conejita.

—¿Que te seduzca? —repito, de pie ante él.

Dylan asiente y, con voz ronca, señalando un diván blanco que hay a la derecha del jacuzzi, dice:

—Desnúdate. Siéntate ahí y sedúceme, caliéntame.

Sus palabras me ponen a cien. La conejita entra en acción. Con la mirada más de lagartona que tengo, cojo de nuevo la copa de vino y me encamino hacia el diván. Una vez llego allí, me doy la vuelta, lo miro a los ojos y sonrío. Dylan bebe y sonríe también. Dejo la copa en el suelo y me quito los zapatos. Incitadora, vuelvo a mirarlo y me quito la camiseta que tanto le ha gustado, quedándome sólo con la minifalda negra y la ropa interior. Sin saber bien qué hacer, decido dejarme llevar por la música y me acerco a él. Le pido:

—Desabróchame el botón de la falda.

Dylan lo hace y cuando la falda cae al suelo y él me va a tocar, se lo impido con un manotazo. Al ver su gesto ceñudo, le reprendo:

—No… tú me has pedido que te seduzca y te caliente.

Veo que sonríe y, dándome la vuelta, regreso al diván moviendo las caderas. Sé que me mira el trasero, de modo que me agacho y cojo la copa de vino del suelo lentamente, para darle una mejor visión de esa parte de mí. ¡Soy una descarada!

Bebo un nuevo sorbo de mi copa y, sin mirarlo, vuelvo a agacharme para dejarla en el suelo, exponiendo otra vez mis nalgas a su vista.

Me doy la vuelta, vestida sólo con el sujetador y las bragas y, sin demora, me quito ambas prendas mientras muevo las caderas como cuando bailo la danza del vientre. Lo dejo flipado. Eso no lo esperaba. Una vez estoy desnuda ante él, cojo la copa de vino del suelo y me siento en el diván.

—Ya he hecho dos de las cuatro cosas que me has pedido —digo—. De momento, me he desnudado y me he sentado. Ahora voy a seducirte y calentarte.

Dylan bebe y me doy cuenta de que le suda la frente. Lo estoy poniendo nervioso y, dispuesta a ponerlo cardíaco, abro las piernas con descaro y me acaricio entre ellas, mientras sonrío ante su mirada lasciva.

Durante un rato, mis manos se deslizan por mi cuerpo. Me estrujo los pechos, jugueteo con mis pezones, me abro la vagina, me chupo el dedo índice y me doy placer. Dylan no quita ojo a lo que hago hasta que pregunto:

—¿Te excita que me acaricie delante de ti?

—Sí. Me excita tu descaro.

Prosigo encantada y musito:

—¿Qué te parece si te acercas y lo haces tú por mí?

Por un instante, creo que se va a levantar y venir a mi lado, pero tras beber de nuevo de su copa, niega con la cabeza y murmura con intensidad:

—Caliéntame más.

Eso me pone nerviosa. Nunca había hecho algo así para alguien sin tocarle.

Lo normal es entrar con alguien en un sitio y rápidamente meterse mano y ponerse a tono, pero lo que me pide Dylan es muy excitante e intento seguirle el juego.

Dejándome llevar de nuevo por la música, cierro los ojos e intento seducirlo mientras me toco y lo disfruto. De pronto, me acuerdo de mi copa de vino y la cojo. Bebo un sorbo. Sonrío. Me levanto, me siento al borde del jacuzzi y meto el dedo anular en la copa. Miro a Dylan y, sin apartar la vista de esos ojazos castaños que me vuelven loca, me llevo el dedo húmedo de vino hasta el clítoris y me acaricio. Me muevo. Hummmm… qué placer. Sonrío. Sentir la ardiente mirada de Dylan es morboso, erótico, sugerente, sensual e, incapaz de estar callada, pregunto:

—¿A qué te gustaría jugar?

Él, hechizado con lo que hago, esboza una sonrisa traviesa y responde:

—A lo que tú quieras, caprichosa.

Cuando me llama así me vuelve loca. ¡Seré tonta! Sigo tocándome, pero Dylan no se mueve de su sitio, así que, dispuesta a saber más sobre él, pregunto mientras prosigo:

—¿Alguna vez has hecho un trío?

Me mira un momento con turbación y luego responde:

—Sí.

Eso no me sorprende en un hombre como él y entonces pregunta a su vez:

—¿Y tú?

—Sí.

Mi respuesta le hace fruncir el cejo. Vaya… es de los antiguos. Él sí pero yo no. Eso me hace reír. Miro su entrepierna y la veo tensa bajo el vaquero. Sé que esta conversación lo pone, así que insisto:

—¿Dos mujeres y tú o un hombre, una mujer y tú?

—Ambas cosas.

—¿Y dos hombres y tú? —le espeto.

—No —afirma con rotundidad—. Ya te he dicho que soy heterosexual.

Asiento y sonrío.

—¿Y en tu caso? —inquiere Dylan.

Sin dejar de tocarme con descaro, respondo:

—Dos hombres y yo y otro día una mujer, un hombre y yo.

Su gesto es serio. Ahora no sé si está excitado o molesto. El silencio nos envuelve y, finalmente, pregunto:

—¿Tienes algún juguetito sexual aquí?

Él niega con la cabeza y, levantándome, cojo mi mochila, saco el neceser y le enseño mi juguete preferido.

—Te presento a Lobezno. Él y yo hemos pasado muy buenos momentos juntos y estoy segura de que me ayudará a seducirte y calentarte y, en especial, a borrarte ese cejo fruncido.

No sonríe. Sigue con cara de mosqueo.

¿Por qué los hombres reaccionan tan mal ante una mujer que habla con claridad de sexo?

¿Cuándo se van a dar cuenta de que el mundo ha cambiado y evolucionado?

Sé que mi conversación y mi juguetito lo han sorprendido, como él me ha sorprendido a mí con el rollito de «sedúceme». Sentándome de nuevo en el borde del jacuzzi, esta vez con las piernas cerradas, vierto el vino de mi copa sobre mi monte de Venus y después abro las piernas para que pueda ver cómo el líquido chorrea sobre mi sexo. Se me come con la mirada. Eso es lo que yo quiero, que me coma y se deje de tonterías.

Cuando consigo tener su atención totalmente centrada en mí, decido dirigirme al diván y sentarme, convencida de ser una gran estrella del sexo.

Subo los pies al asiento y enciendo el vibrador y, mirando a Dylan, murmuro:

—¿Quieres que te hable de mis experiencias?

—No.

Esa rápida respuesta me hace sonreír. Está visto que hay cosas insuperables para algunos hombres. Consciente de su mirada y de que no quiero estropear el momento, decido hacerle caso. No hablaré de lo que él no quiere oír, pero dispuesta a continuar con nuestro extraño juego, le explico:

—Este aparatito al uno me calienta… me prepara.

Y, mientras lo digo, me coloco la punta del vibrador rosa en el ombligo y, sin dejar de mirar a Dylan, lo voy bajando hasta llegar al centro de mi deseo, húmedo de vino blanco. Una vez allí, masajeo el interior de mi vagina durante varios minutos, hasta que subo la potencia y musito:

—Al dos el calor comienza a apoderarse de mi cuerpo.

Sigo masajeándome mientras Dylan no puede apartar los ojos de mí y, encantada, musitó:

—En el tres está el punto exacto donde comienza a formarse mi orgasmo y me vuelve loca. Es terriblemente placentero.

Cierro los ojos y me concentro en lo que busco y deseo. Ese calor, ese viejo amigo, comienza como siempre por mis pies y lentamente sube por las rodillas, los muslos, haciendo que me muerda los labios.

—Al cuatro —jadeo—, el placer es inmenso, colosal, abrasador. Sólo lo puede igualar una posesiva y profunda penetración.

Mi vibrador zumba y yo ya tengo el clítoris hinchado y palpitando, como me gusta. El placer me vuelve loca. El calor asciende por mi estómago y, justo cuando me llega a la garganta, jadeo de nuevo y musito:

—Sí… Oh, sí…

Disfruto de mi sexualidad mientras, con el rabillo del ojo, veo que Dylan se levanta y se acerca a mí. Se desnuda. Su erección es enorme, pero cuando me va a tocar, le pido:

—Ahora no, por favor… Dame un segundo.

No quiero que me toque.

El clímax está a punto de llegar y cuando mi cuerpo se tensa y yo grito extasiada, Dylan se agacha y me besa, mientras yo junto las piernas y me sacudo de placer.

En sus ojos veo la locura del momento. Me quita el vibrador de las manos, se tumba sobre mí y, mientras mi vagina se contrae con los espasmos del orgasmo, él se mete entre mis piernas y me penetra sin contemplaciones.

¡Oh, sí!

El placer es inmenso, colosal, increíble y más cuando miro a Dylan y veo que cierra los ojos al notar cómo el interior de mi vagina lo succiona y lo introduce más y más en mí.

¡Sí!

Pero él quiere más y, arrodillándose sobre el diván, me coge de las caderas y me atrae hacia su cuerpo una y otra vez. Cuando me arqueo para darle más entrada a su pene y grito, Dylan me muerde el labio inferior y, cuando me lo suelta, murmura:

—Así… así quiero verte disfrutar hoy durante todo el día.

Y así es. Como un dios del Olimpo, a lo largo del día me hace suya una y otra vez. Hacemos el amor dos veces en el jacuzzi, en la cama, en el suelo, contra la pared, en la espaciosa ducha. Ambos somos insaciables, dos fieras del sexo y, cuando a las dos de la madrugada paramos, estamos hambrientos y sedientos. Dylan llama a recepción y, minutos después, nos traen comida y bebida. Necesitamos recuperar fuerzas.

Nunca hemos estado tanto tiempo juntos y la curiosidad nos puede. Mientras comemos en la cama, nos interesamos el uno por el otro. Yo le pregunto por su viaje a la Antártida y Dylan me habla de él hasta que dice:

—Cuéntame algo de tu vida.

—Trabajé en una guardería. Me encantan los niños. Creo que son mágicos y trabajar con ellos es una pasada. Pero la crisis obligó a los dueños a reducir personal y yo fui una de las despedidas. Entonces decidí dedicarme a la música y hacer lo que me gustaba. Conseguí trabajo como cantante en un hotel de Tenerife, hasta que Coral me habló del barco y lo dejé todo para vivir esta aventura con ella.

—¿Y tu familia? ¿Cómo son?

El pensar en ellos hace que se que me ilumine el semblante y explico:

—Son bulliciosos, divertidos y a veces un poco locos. —Dylan sonríe y yo prosigo—: Mi casa, vamos, la casa de mis padres, es un caos continuo. En apenas setenta y cinco metros cuadrados vivimos ocho personas, dos perros y un jilguero. La abuela Nira, la madre de mi madre, es la típica abuela que te besuquea todo el día y prepara guisos maravillosos. La abuela Ankie es la madre de mi padre, perooooo ¡no la podemos llamar abuela! Ella quiere que se la llame por su nombre. A diferencia de la abuela Nira, Ankie no guisa, ni da besos. Ella toca la guitarra en un grupillo de rock con unas amigas. Se llaman Aangevallen, que en español significa Atacadas.

—¿Tu abuela toca la guitarra?

—Guitarra eléctrica y ni te imaginas lo bien que lo hace. AC/DC a su lado son unos colegiales —bromeo, y mi chico suelta una carcajada—. Luego está mi padre. Un holandés alto, rubio, blanquito y detallista. Es un currante nato y nos adora a todos de una manera increíble. Mi madre y él tienen una de las tiendas de souvenirs más grandes y famosas de Tenerife. Mi madre es una isleña encantadora y divertida. Habla por los codos y, si no la paras, te vuelve loca. Es una mujer muy familiar y, junto con mi padre, nos cuidan a todos.

»Mis hermanos son otro cantar. Están Garret y Rayco, que son mellizos. Garret es un friki de La guerra de las galaxias a unos niveles preocupantes. Suele hablar con frases de las películas, como por ejemplo: "Si uno quiere saber el gran misterio de la fuerza, la debe estudiar en todos sus aspectos". —Dylan suelta una carcajada y yo prosigo—. Rayco es el guaperas de la familia. No hay isleña o turista que se le resista, ni lío en el que no se meta por una mujer. Y después está Argen —suspiro al pensar en él—. Es el mayor y el mejor hermano del mundo, yo me siento muy unida a él. Es un gran luchador y no sólo porque haya sacado adelante su propia empresa de cerámica, sino porque desde pequeño libra su propia batalla contra la tía Betty, que es como en la comunidad diabética se llama a la diabetes. Ha conseguido llevar una vida totalmente normal a pesar de su problema.

»Y, por último, están la perra de papá, Pisiosa, que es una comedora incansable de calcetines, medias y todo lo que pilla; el perro de Garret, Chewbacca, que creemos que es gay, porque sólo quiere montarse sobre los machos; y el jilguero hembra de mi abuela Nira, que se llama Jesusina.

—¿Todo eso en setenta y cinco metros?

Asiento divertida y contesto:

—Y eso sin contar a los amigos de mis hermanos o los míos, que siempre pululan por allí. ¿Qué te parece?

—Increíble —murmura asombrado.

Divertida, observo su expresión de alucine y le digo:

—¿Y tú? ¿Qué me cuentas de tu familia?

La pregunta veo que lo incomoda. Tras beber un trago de la copa que tiene al lado, se toca la llave que lleva colgada al cuello y responde:

—Mi madre murió hace dos años. Se llamaba Luisa y era estupenda.

Noto su pena. Me ha hablado de su madre en distintas ocasiones y susurro:

—Lo siento, Dylan.

—Anselmo, mi padre, es algo rígido y a veces intratable, pero cuando se le conoce se lo quiere. Aunque no te voy a mentir, no es fácil llegar a conocerlo. —Y esbozando una sonrisa que me llega al alma, continúa—: Adoraba a mamá a pesar de que se divorciaron dos veces y se casaron tres. Ella era la única que conseguía hacerle entender las cosas y, aunque discutían, ella no se dejaba amilanar por él y al final conseguía que hiciera lo inimaginable.

Le acaricio la mejilla con cariño y él, con un gesto dolido, murmura:

—Si no te importa, preferiría no seguir hablando de mi familia.

Me importa, quiero saber cosas de él, pero no insisto. En su cara aún perdura el dolor que ha sentido al hablar de su madre y, acercándome, lo beso. Quiero que me sienta cerca. Deduzco que lo consigo al ver cómo responde y, tras varios calientes y dulces besos, susurra:

—Adoro tu delicada piel.

Asiento encantada. Y miro nuestros dos cuerpos abrazados. Él con su moreno de mulato de Puerto Rico y yo con mi blancura holandesa.

—A mí me gusta la tuya, es muy suave.

—¿Habías estado antes con un hombre como yo?

—No. Tú eres el primero. —Y, riéndome, añado—: Pero a partir de ahora, puedo afirmar que el mito que corre entre las mujeres sobre los mulatos ¡es cierto!

Ambos nos reímos y entonces él pregunta:

—¿Cuántos tríos has hecho?

Su pregunta me pilla desprevenida, sobre todo porque antes no ha querido seguir hablando de ello. Respondo:

—Alguno que otro. Tampoco soy una experta en tríos. He visitado varios bares de intercambio con algún amigo, pero…

—¿Qué amigo?

—Un italiano que conozco y…

—¿Qué italiano? ¿Es del barco?

Sorprendida por ese tercer grado, sonrío y explico:

—No. Francesco vive en Portofino y…

—¿Disfrutabas con él?

No me deja terminar las frases y esta última pregunta me descoloca. Cuando voy a responder, dice antes de que pueda abrir la boca:

—Dijiste que no has practicado sexo anal. ¿Cómo has podido entonces hacer tríos?

—Hacer un trío con dos hombres no significa que tengas que tener sexo anal —contesto—. Hay besos, caricias, morbo, penetraciones y juegos, muchos juegos. Normalmente lo hemos pasado bien los tres sin llegar a ese tipo de sexo.

Dylan asiente. Por su gesto veo que no le hace gracia lo que oye y pregunto:

—A ver, ¿cuál es el problema?

—Joder. Tienes veintiséis años —exclama—. No debo olvidarlo.

—¡¿Y?!

—Que tienes que experimentar y, me guste o no, eres demasiado joven para mí.

Su respuesta me sorprende. No entiendo por qué lo dice y le espeto:

—¿Tú lo pasaste bien en los tríos?

—Sí.

—¿La edad te influyó para pasarlo bien o para que te atrajera ese tipo de experiencia?

Tras pensarlo unos instantes, responde:

—No.

—Entonces, ¿dónde ves el problema?

Mi moreno clava sus impactantes ojos en mí y, con una seriedad que me excita y me deja fuera de órbita, me revela:

—El problema es que nunca podría compartirte con alguien. A ti no.

Alucinada por lo que ha dicho, pregunto con un hilo de voz:

—¿Por qué?

En su mirada veo algo que no había visto hasta el momento y, cogiendo la copa de vino, asevera tras beber un sorbo:

—Porque lo mío es sólo mío.

Me río. ¿Desde cuándo soy suya?

Veo que mi risa lo incomoda e, incapaz de disimularla, le aclaro:

—No me río de ti. Es que cuando me pongo nerviosa me río sin querer.

—Mal momento para hacerlo, ¿no crees?

Asiento.

Esta risa involuntaria siempre me ha traído problemas. En el colegio. En los trabajos. Con mis padres. Intentando que se relaje, murmuro, acercándome a él:

—Soy humana, tengo mil millones de fallos. Y éste es uno…

—También eres caprichosa —afirma él.

—Sí tú lo dices.

—Y demasiado atrevida para tener sólo veintiséis años, ¿no crees?

Resoplo y contesto:

—Soy adulta, Dylan, y…

—¿Y ese italiano quién es?

Al pensar en Francesco, sonrío y, encogiéndome de hombros, le respondo:

—Un amigo que me ayudó a tener cabeza y a entender lo que es disfrutar del sexo, sola o en compañía.

—¿Es alguien especial para ti?

—Es mi amigo —insisto— y espero verlo cuando atraquemos en Génova.

Dylan me mira fijamente y, apretando la copa, replica, dejándome patitiesa:

—Yo espero que no sea así.

Eso me toca la moral. ¿Quién es él para decir algo así?

—En cuanto a Francesco, creo que…

—No me interesa nada de él, Yanira. Sólo prométeme que no lo verás.

Indignada, replico:

—Tú me has preguntado por él y…

—He dicho que no me interesa saber nada del de Portofino.

Molesta por su actitud, doy un puñetazo en la cama y siseo furiosa:

—¿Quieres hacer el favor de dejarme terminar alguna frase? ¡Joder! Qué manía con interrumpirme, ni que aquí sólo tú pudieras hablar.

Mi reacción lo sorprende y nos quedamos callados. Como diría mi abuela: «¡Acaba de pasar un ángel!»

Dylan se levanta de la cama y camina hacia la ventana. Está molesto. Yo también. Los sentimientos que bullen en mi interior me asfixian, pero no quiero estar enfadada. Me niego. El tiempo que pasemos aquí quiero disfrutarlo. Así que cojo mi camiseta, me la pongo, me levanto y me acerco a él. Le doy un golpecito en la espalda para que me mire y, cuando lo hace, digo:

—Me acabo de poner la camiseta de las reconciliaciones.

Su mirada cambia y sonríe. Yo también y, finalmente, nos besamos. Cuando separa sus maravillosos labios de los míos, murmura con mimo:

—Discúlpame.

Lo hago encantada y contesto:

—Estás disculpado, pero que sepas que esa actitud de machito no me ha gustado nada, me has dado a entender que eres muy posesivo.

Dylan asiente. No lo niega, al contrario, susurra:

—Mi mujer es sólo mía. De eso que no te quepa la menor duda.

¡¿Soy su mujer?!

Me vuelvo a reír y él, molesto, se encamina hacia el baño.

Joder… joder… con mi risita.

Lo sigo. Se está lavando los dientes. Me agarro a su cintura por detrás y me apoyo en él mientras lo miro en el espejo. Este chico es glamuroso hasta cepillándose los dientes y, una vez acaba, pregunto:

—¿Has dicho eso porque me consideras tuya?

—Sí —responde sin dudarlo un segundo.

Sale del cuarto de baño y yo me quedo sola como una seta.

Pero… Pero… ¿qué es eso de que soy suya?

Dispuesta a continuar hablando de ello, lo sigo a la habitación y, mientras pone música, de espaldas a mí, pregunto:

—¿Y desde cuándo soy tuya?

Volviéndose para mirarme, contesta, dejándome sin habla:

—En mis ojos, fuiste mía desde el momento en que te vi en el Starbucks con tu amiga. En mi mente, eres mía desde que trabajabas en las cocinas y te vi sonreír. En mi cabeza, eres mía desde que probé la nata que tenías en la boca aquel día que te caíste. En mi corazón, eres mía desde que, como una leona, me hiciste el amor en el almacén. Y en mi vida, eres mía desde que hoy te he tenido para mí y me he dado cuenta de que eres mi mujer.

Parpadeo. Resoplo y tomo aire.

Dios, ¡qué dulce es!

Sin poderlo remediar, cruzan por mi mente todas esas comedias románticas que he visto en mi vida junto a Coral y de las que yo me reía. ¡Viva el amor! Esos hombres que aparecen en ellas existen y yo tengo ante mí al más guapo y sexy.

Él espera mi respuesta y, como siempre, yo voy y me río. ¡Seré imbécil!

Dylan pone los ojos en blanco, se desespera. Yo no tengo su vena romántica, por lo que me lanzo a su cuello, me cuelgo de él y digo:

—Tú eres mío y mi surtido de besos de chocolate, fresa o cualquier sabor que te guste son y serán siempre para ti.

Por Dios, ¡menuda cursilada he dicho! Para matarme.

Pero veo que le gusta, porque sonríe, y yo añado:

—Nunca he sido romántica, Dylan. Pero quiero que sepas que me encapriché de ti en el primer momento en que te vi. Me asusta la idea de lo que me haces sentir, porque nunca he creído en el amor, pero no puedo negar que me gusta escuchar las cosas tan bonitas que me dices y que no quiero dejar de sentir lo que me provocas.

Sí… sin duda esto ha estado mejor que la cursilada de lo del surtido de besos.

Nos miramos…

Tiemblo…

Tengo miedo de lo que acabo de decir. Nunca he dicho ni aceptado una relación así, pero el miedo se me disipa cuando mi moreno sonríe y acerca su boca a la mía.

Me besa con delirio, con pasión, con locura, como sólo él sabe hacerlo. Me muerde los labios con deleite, volviéndome loca, y, sin apartarse de mi boca, murmura:

—Caprichosa.

Asiento. Por primera vez en mi vida acepto que soy caprichosa y que me he enamorado. Y deseosa de mi mayor capricho, rozo mi nariz con la suya y susurro mimosa:

—Y ahora quiero que me hagas el amor, que me beses con tu boca maravillosa, que me digas cosas bonitas, románticas y tiernas y que me hagas disfrutar de las seis fases del orgasmo.

—¿Las seis fases del orgasmo?

Digo que sí con la cabeza, lo beso y contesto:

—Ahora mismo te explico cuáles son.

No hace falta decir más.

Ambos estamos desnudos y, apoyándome en la pared, me sujeta con una de sus manos por el trasero mientras con la otra guía la punta de su ya erecto pene hasta el centro de mi húmedo deseo y musita:

—Te haré el amor como pides. Te besaré hasta dejarte sin aliento y te diré todas esas cosas tan bonitas y románticas que me provocas, pero no apartes tu mirada de la mía. Quiero ver cómo tus pupilas se dilatan por y para mí durante esas seis fases del orgasmo.

¡Guauuuuuuuu! Si es que es para comérselo.

Si algo me ha enamorado de él es esa sensualidad que pone en todo lo que hace o dice.

Dylan comienza a decir cosas increíbles que nunca me han dicho y yo lo miro. Disfruto. Nos miramos a los ojos y, efectivamente, veo que sus pupilas se dilatan e imagino que las mías también lo deben de estar haciendo.

Cuando su dura y gustosa erección está del todo en mi interior, él retrocede y, abriéndome más, me plantea con voz grave:

—Quiero más profundidad, ¿puedo?

Asiento. Claro que puede… Pero cuando lo hace, doy un respingo. Él para y pregunta:

—¿Te duele?

Vuelvo a asentir, pero cuando va a dar marcha atrás, yo lo detengo y exijo:

—Continúa.

—No quiero hacerte daño, cariño.

—No me lo haces —jadeo con un hilo de voz—. Es un dolor placentero. Un dolor extraño. Sigue. No pares, soy tuya. Tu conejita. Tu caprichosa. No me dejes así.

Mis palabras reconociendo su posesión lo enloquecen. Lo veo en su mirada. Con cuidado, Dylan adelanta las caderas para introducirse de nuevo poco a poco y mi cuerpo se abre para recibirlo, mientras él sigue diciéndome cosas maravillosas. ¡Qué placer!

—No te muevas ni un milímetro —susurro con voz estrangulada.

Oh, Dios. Estoy en la fase seis, ¡la homicida! Si se mueve, lo mato.

Dylan asiente y, durante unos instantes, el interior de mi vagina tiembla. Lo succiona. Se acopla a esa extrema penetración que nunca ha experimentado antes y, una vez lo hace, soy yo la que se mueve y exige que él lo haga también.

Al ver que mi actitud ha cambiado, mi morenazo se mueve. Al principio lo hace con cautela, pero transcurridos unos segundos, con mayor empuje. Estoy aprisionada contra la pared y jadeo extasiada al recibir sus arremetidas secas y perturbadoras. Me hace el amor como yo le pido que me lo haga con la mirada. Me entrego a él como sus ojos me piden que me entregue. Y cuando veo que se muerde el labio inferior, cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás, creo que me voy morir de gusto y placer.

Sin descanso, me posee y lo poseo.

Nos pertenecemos.

Disfrutamos de nuestra locura hasta llegar al clímax al unísono y nos quedamos agotados pero felices el uno en brazos del otro.

—Suéltame si quieres. Peso y…

—No te quiero soltar. Eres mía.

Con una cautivadora sonrisa, camina conmigo en brazos hacia la ducha. Nos metemos en ella y, mientras el agua cae por nuestros cuerpos y nos reímos, pienso que nadie me había hecho tan feliz.