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Contigo y sin ti

Diez días después, mi mareo, no sé si por las pastillas que Dylan me dio o por lo que me hace sentir en nuestros increíbles encuentros, va desapareciendo poco a poco y me siento pletórica.

Por las noches nos buscamos y encontramos en distintos y solitarios puntos del barco, donde hacemos el amor como dos fieras hambrientas. Como dos auténticos depredadores.

Nos complementamos bien en el sexo. Ambos somos morbosos, atrevidos y juguetones. Nos encanta dejarnos llevar por nuestras fantasías. En ocasiones, nuestros encuentros son dulces y en otras, salvajes y lujuriosos. Todo depende de la conejita y del lobo. Ellos son los que mandan en nuestra manera de ver el sexo.

Varias de esas noches, tras unir nuestros cuerpos, hemos bailado a la luz de la luna, con un auricular puesto cada uno, esa canción de Maxwell que tanto le gusta a Dylan y que ahora se ha convertido en especial para mí. Muy especial. Tanto que noto cómo el blindaje de mi corazón se comienza a resquebrajar.

Eso me asusta. Yo intento que siga blindado, pero es mirarme él o que bailemos juntos esa música y me deshago.

Su sensual melodía, su excitante ritmo y la voz del cantante hace que nos besemos y movamos a su compás una y otra vez. Lo nuestro es puro morbo. Puro desenfreno. Sabemos que hemos comenzado un juego peligroso en todos los sentidos e intuyo que ninguno de los dos está dispuesto a desaprovecharlo.

De pronto, todo mi universo está contenido en el barco. Ahí tengo el trabajo que me gusta y al hombre que deseo, ¿qué más puedo pedir?

Pensar en Dylan me hace estar de buen humor. Incluso Coral lo comenta, mirándome con cara de listilla, pero yo niego con la cabeza. No quiero que mencione la palabra «amor». No quiero eso. Quiero creer que lo mío con Dylan es sexo. Puro sexo.

Sentir cómo me observa por las noches, mientras canto, es morboso.

E, inconscientemente, sé que mis canciones van dirigidas a él. Igual que mis gestos y sé que, cuando nos encontramos a solas, todo él es para mí.

Los dos somos apasionados y a veces discutimos.

He descubierto que Dylan es celoso, posesivo, y que no le hace gracia que otros hombres me sonrían y dediquen piropos cuando estoy en el escenario o fuera de él. Eso lo saca de sus casillas y a mí, aunque su actitud me molesta, por primera vez en mi vida me da cierto gustillo.

¿Seré masoca?

En nuestras charlas nocturnas, le dejo claro que nada es para siempre y le digo que no se encariñe demasiado conmigo. Eso le duele. Lo veo en sus ojos. Y aunque sé que quiere decir algo, se calla. Calla y aprieta los dientes. Pero con el paso de los días, mis palabras se vuelven contra mí cuando lo veo hablar y reír con las pinches de cocina que se que se mueren por meterlo en su cama.

De pronto, soy yo la que se enfada, se enfurece y se pone enferma al imaginar que accede a los deseos de ellas y les da eso que yo quiero sólo para mí.

Segundo a segundo, soy consciente de que algo me ocurre. Intento rechazar ese sentimiento de posesión que Dylan me provoca pero no lo puedo remediar.

Finalmente, él se da cuenta. No dice nada, pero sonríe y disfruta del gusto que le da la situación. Yo lo fulmino con la mirada, pero interiormente sonrío también. ¡Telita lo complicada que soy!

Esta noche, en la orquesta hemos decidido rendir homenaje al grupo musical sueco Abba. Un grupo que, a pesar de los años que han pasado, tiene una música que sigue gustando y haciendo bailar a la gente.

Ataviada con un mono plateado de lo más sensual y un gorrito a juego, canto junto a mi compañera:

You are the Dancing Queen,

young and sweet, only seventeen.

Dancing Queen,

feel the beat from the tambourine.

You can dance, you can dance,

having the time of your life

Berta y yo lo pasamos bien mientras la gente baila y nosotras cantamos felices y contentas. Cuando veo a Dylan apoyado en una puerta de cubierta, el corazón se me dispara. Me mira con tal deseo que ya no puedo ver nada que no sea él.

Canto para él, que me sonríe, mientras unos hombres que están a mi derecha empiezan a piropearme. Veo que él los mira, oye lo que dicen y su sonrisa se difumina.

¡Qué mal lleva esto!

Pero mi trabajo es divertir, cantar, reír, bromear y bailar con los pasajeros y ante eso no puedo hacer nada, y, como siempre, él lo acepta.

Durante varios minutos, observo a mi bombón hasta que me guiña un ojo, se despide de mí y desaparece de mi campo de visión.

Una vez se va, tiemblo. Siento su vacío y lo echo de menos.

El corazón me va a mil por hora, mientras canto y deseo que la actuación acabe ya para estar junto a él.

Nunca me ha pasado nada igual. Nunca me he sentido tan sola cuando un hombre no está a mi lado y de pronto soy consciente de una cosa. Me asfixio. Me atraganto. Me acabo de dar cuenta de que estoy total y completamente enamorada de Dylan.

¡Dios mío, la he cagado!

Esta noche, Coral está de guardia y, cuando termina la primera parte del espectáculo, acudo a buscarla desesperada. Necesito verla.

Como siempre, sonríe cuando me ve. Me pregunta si tengo hambre y, al responderle que sí, me pone delante una tortilla de espinacas. Mientras hablamos, pienso en la mejor manera de abordar lo que me pasa. No sé cómo decirlo. ¡Me da hasta vergüenza! Yo, la antirromántica, la antienamoramiento, de pronto estoy totalmente colada por un tío. ¡Es increíble!

Hablamos de Tomás, de lo pesadito que está últimamente conmigo y cuando acabo de comerme la tortilla, pregunto:

—¿Estoy bien?

Mi amiga me mira y responde:

—No. Tienes verde entre los dientes.

Sin demora, cojo un neceser de urgencias que Coral y yo tenemos desde el principio en la cocina, abro el espejito y me miro. ¡Qué horror!

Saco del neceser mi cepillo de dientes y corro al baño. Cuando acabo, regreso a la cocina y dejo el neceser en su sitio.

Me siento de nuevo ante Coral y, mirándola mientras me sirve un trozo de tarta de queso y arándanos, suelto:

—Creo que me he enamorado.

Ella me mira alucinada.

—Será una broma, ¿no?

—Te lo juro.

—Aquí la del romanticismo siempre he sido yo y, desde ya, te digo que eso no lleva a ningún lado. Piensa en la caducidad de los yogures. Así que, ¡olvídate del asunto!

Asiento. Resoplo. Efectivamente, tiene razón. Enamorarse es una tontería. El problema es que esta vez la tontería me la estoy creyendo y el corazón se me acelera.

—No puedo, Coral. Me despierto y pienso en él. Me acuesto y pienso en él. Canto y pienso en él. Me ducho y pienso en él. —Resoplo—. Joder, ¿qué me está pasando?

Ella me mira. Se mete un trozo de tarta en la boca, la paladea, se la traga y, cuando ya creo que voy a gritar como una posesa, responde:

—Que la estás cagando sin remedio, amiga. —Y al ver que me tapo la cara con las manos, añade—: Pero vamos a ver, tú, la tía más liberal que conozco, la que tiene el corazón más blindado que la propia Casa Blanca, ¿cómo te has podido enamorar?

—No lo sé. Sólo sé que, cuando lo veo, tengo palpitaciones, las manos me sudan y…

—Dios… Dios… Dios… ¡hasta las trancas es poco!

—Efectivamente, hasta las trancas —afirmo desde mi propia nube de algodón y luego musito soñadora—: Me dice cosas preciosas. Me hace creer que entre dos personas puede haber algo más que sexo del bueno. Con él las horas son minutos y no me canso de besarlo, mirarlo y achucharlo…

—¡Madre mía… esto es grave!

—¡¿Mucho?!

La experta en amor me mira y dice que sí con la cabeza.

—Muchísimo. O cortas o te manchas de chapapote, ¡tú decides!

Resoplo. Lo último que quiero es cortar con Dylan, y menos aún sufrir.

Tengo ganas de llorar. ¿Cómo me ha podido pasar esto?

De pronto, entra en la cocina el hombre de mis sueños y suelto un gemidito mientras sonrío como una tonta y el corazón se me acelera.

Coral me mira y, dándome un tirón de pelo, murmura:

—Quítate esa cara de lela, tulipana.

—No puedo. ¿Tanto se me nota?

Coral se mete otra cucharada de tarta en la boca y contesta:

—Disimula mejor tu estado de agilipollamiento romántico o le irán con el cuento al Rancio y, como se entere, vais los dos derechitos a la puñetera calle.

Dejo de mirarlo, pero sin poderlo evitar, la vista se me va hacia él. Dylan está apoyado en una mesa, bebiendo agua.

Nuestros ojos se encuentran. Sonríe un poco y me guiña un ojo.

¡Qué atrevido!

Aparto la vista. Me acaloro, hiperventilo y Coral me da aire mientras murmura:

—Patético… esto es patético.

No sé qué decir. Sólo sé que necesito mirarlo de nuevo. Con disimulo, echo una ojeada a mi alrededor y cuando veo que nadie se fija en nosotros, lo miro y soy yo quien le guiña un ojo.

Mi gesto lo sorprende. Resopla y, tras dejar el vaso en uno de los fregaderos, con una sonrisa peligrosa en la boca, camina hacia una de las cámaras frigoríficas y me hace un gesto con la cabeza.

Bueno… bueno… bueno… me está pidiendo que vaya.

¿Qué hago? ¿Qué debo hacer?

Coral, que se ha percatado de todo, me quita el plato de tarta de las manos, me da una lechuga que coge de una encimera y me dice con gesto reprobatorio:

—Dos minutos, ni uno más. ¿Entendido?

Asiento como una autómata.

Por estar treinta segundos con él mataría.

Con la lechuga en las manos, me encamino hacia donde sé que Dylan me espera. En cuanto entro en la cámara y cierro la puerta, sus manos me atraen hacia él y, dejando a un lado la lechuga, me besa. Hace frío, pero su beso es sabroso, maravilloso, escandaloso, pecaminoso.

—Estás muy guapa vestida así, conejita —murmura, estrechándome contra su cuerpo.

Sonrío y, deseosa de más, pregunto:

—¿Nos vemos esta noche?

Dylan cierra los ojos, lo piensa y responde:

—No lo sé.

—¿No lo sabes? —exclamo.

—Mañana llegamos a Marsella.

—¿Y?

Su reticencia no me gusta. Me siento mal. ¿Cómo puedo ser tan petarda? ¿Qué hago pidiéndole vernos? ¿Acaso soy idiota?

Debería haberme callado. Decididamente, soy patética, como dice Coral. Debería esperar a que él me pida estar conmigo, pero no puedo. La boca y el deseo me pierden y gruño:

—Vale. Pasas de verme.

De pronto, se abre la cámara y nos separamos. ¡Es Tomás! Nuestra conversación se corta al instante.

Malhumorada, cojo la lechuga y la dejo con otras más de su especie, mientras Dylan se agacha y coloca unas zanahorias.

Con el corazón a doscientos por hora, salgo de la cámara. Coral me mira con cara de «¡Lo siento!» y yo le guiño un ojo. Tomás ni siquiera nos ha visto y, una vez ha dejado lo que fuera en la cámara, me persigue por la cocina:

—¿Cómo va eso, preciosa?

Sintiéndo aún en los labios el sabroso beso de Dylan, lo miro y respondo:

—Bien. A tope, como siempre, pero bien.

—¿Dónde te metes últimamente? No te veo ni en la sala de descanso.

En ese instante veo que Dylan sale de la cámara y se queda parado al ver con quién estoy hablando.

No le gusta Tomás y más desde que le expliqué que tuve algo con él. Noto su mirada recelosa y eso me enciende. Hace apenas un minuto me acaba de rechazar, por lo que, dispuesta a darle celos, le digo a Tomás:

—La verdad es que no paro, por eso no me ves.

Colocándose a mi lado, el jovenzuelo espera a que uno de los cocineros le entregue su pedido y, guiñándome un ojo, añade:

—Estamos organizando una fiesta para mañana, ¿te apuntas?

—¿Una fiesta? ¿Dónde?

—En el barco, cuando hagamos escala.

Al oírlo, sonrío. Tengo una cita con alguien que no me pienso perder. Tomás pregunta:

—¿Libras al llegar a Marsella?

Encantada, contesto:

—Sí… hasta el día siguiente a las tres de la tarde.

—¡Genial! —exclama él y, acercándose más a mí, murmura—: El barco se quedará casi vacío y tendremos algunas dependencias sólo para los trabajadores. Te aseguro que si te apuntas a la fiesta y vienes conmigo, lo pasarás bien. Tengo localizada una suite en la que no va a haber nadie y donde me gustaría disfrutar de tu cuerpo, si me dejas.

Tomás no desperdicia una oportunidad y, poniéndome una mano en la cintura, insiste con disimulo:

—Creo que tú y yo lo podemos pasar muy… muy bien.

Oigo toser a Dylan. No está muy lejos de nosotros e, incapaz de no mirarlo, veo que Lola, una de las pinches, se le acerca y le planta sus tetorras XXL casi en la cara. Él le sonríe.

¡Lo mato!

Como siempre que me pongo nerviosa, me entra la risa floja y Tomás cree que es por él y, animado, hace dibujitos con su dedo en mi espalda.

Veo que Coral nos mira y, con las cejas levantadas, me pregunta en silencio qué estoy haciendo.

Enfadada por la atención que Dylan le dedica a Lola, parpadeo a lo Penélope Glamour y le pregunto a Tomás en un susurro:

—¿Cómo se supone que tú y yo lo podemos pasar bien?

Él se queda parado. Acaba de alucinar con mi tono. Sonríe. Me repasa lascivo con la mirada y, acercándose más a mí, me susurra al oído:

—Haciendo lo que nos apetezca.

Suelto una carcajada y oigo que una voz dice a mi lado:

—¿Dónde puedo conseguir un vaso de zumo de naranja?

Sé de quién es esa voz ronca y molesta y se me pone la carne de gallina por su cercanía. Sin mirarlo, respondo:

—En la mesa que hay ahí al final tienes vasos limpios, naranjas y la máquina de exprimir. ¡Sírvete tú mismo!

Pero Dylan no se mueve.

Sigo notando su presencia a mi espalda. Sus ojos deben de taladrarme, porque me quema la nuca. No quiero mirarlo. Me niego a hacerlo, pero entonces dice:

—Acompáñame. Soy muy torpe.

Lo miro sorprendida y me río. ¿Qué está haciendo?

Su expresión es de enfado y mi risa me incomoda incluso a mí. ¿Por qué tengo que reírme en un momento así?

—Mira, colega —dice Tomás interviniendo—, tú solito puedes servírtelo.

Dylan lo mira con una mala leche que a mí me hubiera dejado clavada en el sitio y, torciendo el cuello, le responde con el mismo tono:

—Mira, colega, ¿qué tal si cierras la boca y desapareces?

Su reacción me impresiona. Nunca lo había oído hablarle así a nadie.

Ante su tono, Tomás desaparece en décimas de segundo. ¡Vaya un cagón!

Me da la risa, pero entonces siento la mano de Dylan en mi muñeca. Me la aprieta. Boquiabierta, estoy a punto de quejarme, pero por no organizar un numerito, echo a andar hacia donde están las puñeteras naranjas. Una vez llegamos, me suelta y sisea:

—Si estás conmigo, no estás con él.

—¡¿Perdona?!

—Me has entendido perfectamente, Yanira.

Resoplo. Claro que lo he entendido y, molesta, replico:

—Te recuerdo que no hace ni cinco minutos me has dicho que no querías verme esta noche y…

—¿Sigues viéndote con él?

Lo miro alucinada.

—No pienso responder a eso, ¿entendido?

Dylan mete unas naranjas en la exprimidora y, encendiéndola con gesto de enfado, exclama:

—¡Joder!

—Joder, ¿qué?

En ese preciso instante pasa Lola, la pinche, y el muy sinvergüenza, tras dedicarle una encantadora sonrisa, me dice:

—Si jugamos, jugamos todos. Y si vamos de fiesta, vamos todos.

Anda, mi madre, y yo que me creía que era la chula. Pregunto:

—¿Qué es esta gilipollez que me acabas de soltar?

Dylan esboza una sonrisa que no me gusta nada y dice:

—Sólo te informo de que a mí también me provocan e invitan a fiestas.

¡¿Cómo?!

Bueno… bueno… bueno… qué mala leche se me acaba de poner.

¿Quién es la lagarta que lo ha provocado e invitado a ir de fiesta? ¿Será Lola?

Él sonríe y yo hago lo mismo.

Su sonrisa, tan llena de reproches e indiferencia, me enciende. Pienso en el chapapote y me horrorizo. Así que replico, sin poder contener mi lengua y mi mal genio:

—Si quieres, podemos irnos de fiesta los dos. Tú con la que te lo ha propuesto y yo con quien tú ya sabes. ¿Aceptas, mi niño?

La sonrisa se le borra de un plumazo. Su expresión se endurece y cuchichea:

—Haz lo que te dé la gana.

—Por supuesto, no hace falta que tú me des permiso.

—Yanira… —gruñe, mientras aprieta los puños.

—Sólo te informo —lo corto—. Si varias noches seguidas conmigo son una tortura, cuando quieras podemos dejar de vernos. Estoy segura de que sola no me quedo.

Toma ya. ¡Para chula yo!

Mi comentario, lleno de maldad, no le ha hecho ninguna gracia y, dispuesta a escapar de lo que tenga que contestar, doy media vuelta. Pero al ver a Lola de nuevo cerca de nosotros, con fingida inocencia añado:

—Si quieres más zumo, sólo tienes que meter más naranjas en la exprimidora y, si no te ves capaz, Lola te ayudará, ¿verdad, Lola, que lo harás encantada?

La joven asiente con una sonrisita, mientras yo observo cómo Dylan se contiene. No me sigue y consigo escapar de él y salir de la cocina, ante la cara de alucinación profunda de mi amiga Coral.

Pero ¿qué acabo de hacer? ¿Cómo soy tan idiota?

Incrédula ante mi propia inmadurez, regreso de nuevo a la sala para continuar con el espectáculo. Durante otra hora y media, cantamos, bailamos y lo pasamos bien y, cuando termino, mis humos ya no son los de antes y necesito encontrar a Dylan. Asumo mi enamoramiento y quisiera borrar todas mis palabras.

—Yanira, ¿dónde te metes? Apenas te veo fuera del escenario.

Al volverme me encuentro con Tony. Va tan repeinado como siempre y respondo:

—Trabajando. Yo no estoy de vacaciones, como otros.

Sonríe. Es un encanto. Luego cuchichea:

—Con este mono plateado estás impresionante.

—Gracias —le contesto riendo.

—¿Qué haréis Coral y tú mañana, cuando lleguemos a Marsella?

Tengo que encontrar a Dylan para hablar de nuestra cita en Marsella y le digo a Tony:

—Pues si te soy sincera, todavía no lo sé. Estamos a la espera de que los jefes cuelguen las listas de los que libramos.

Él asiente y vuelve a preguntar:

—Si bajáis, ¿iréis solas u os acompañará alguien más?

Me retiro el flequillo y estoy a punto de contestar, cuando veo aparecer a Tito por la puerta y hacerle a Tony una seña con la cabeza. Él lo mira, cruzan una mirada y, tras guiñarme un ojo, dice:

—Te dejo. Ya hablaremos luego si nos vemos.

Extrañada, lo observo marcharse. ¿Por qué querrá saber qué voy a hacer mañana?

Durante una hora, busco a mi bombón por todo el barco, pero no aparece.

Lo llamo al móvil pero no me lo coge. Insisto y sigue sin cogérmelo.

No puedo ir a su camarote o todo el mundo se enteraría de lo nuestro. ¿Seguirá molesto por mi falta de tacto? Finalmente desisto. Ya verá que lo he llamado y espero que me llame. Vuelvo a mi camarote, me desnudo, me desmaquillo y, derrengada, me tumbo en el catre mientras pienso en él.