Valió la pena
Cuando a la mañana siguiente me suena el despertador, me siento morir.
Coral se levanta como siempre llena de energía y, una vez aseada y vestida, se va. Al trabajar en las cocinas, su turno empieza muy temprano. Después de que cierre la puerta, me acurruco de nuevo en mi camita y me vuelvo a dormir. Mi turno de trabajo ha cambiado y yo también he de cambiar mi horario.
Cuando el despertador vuelve a sonar, sé que es hora de activarse. Pongo música y oigo la voz de Michael Bublé. ¡Me encanta este hombre! Aún recuerdo cuando asistí a uno de sus conciertos en Madrid, con mi hermano Argen. Ahorramos durante meses para el viaje, pero mereció la pena. Cuando cantó You’ll never find, yo la tarareé con él desde mi asiento, junto a Argen. Fue uno de los momentos más mágicos de mi vida. Una vez me he aseado y arreglado, salgo del camarote.
He de reunirme con la orquesta en el salón para ensayar, pero como me sobra algo de tiempo, decido salir a la cubierta a tomar un poco el aire.
Joder… con el movimiento del barco ya me empieza el mareo.
Recorro a paso firme la cubierta en dirección al salón, cuando me quedo sorprendida al ver a Dylan corriendo con ropa de deporte. Él no me ve y decido observarlo. En un momento determinado, Tony y Tito se acercan hasta él. Hablan y se ríen y segundos después Dylan prosigue con su carrera, mientras los otros dos siguen riendo.
¿Serán amantes los tres?
Continúo mi camino hasta que, de pronto, me encuentro a Dylan mirándome con una espectacular sonrisa.
—Buenos días, Yanira —me saluda.
Con ropa de deporte está increíble. No quiero ni imaginar cómo estará totalmente desnudo.
Le miro las manos y me sonrojo. Pensar que esos dedos anoche entraron y salieron de mí proporcionándome un placer increíble me vuelve loca, pero intento mantener el control.
Tiene unas piernas fuertes, el estómago más plano de lo que yo creía y unos brazos maravillosos. Miro el tatuaje que le rodea uno de ellos y reprimo el inoportuno gemido de excitación que está a punto de escapárseme.
Me recompongo en décimas de segundo y, mirando sus ojazos, respondo a su saludo, mientras me meto las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—Buenos días.
Apoyándose en los muslos para coger aire, Dylan me mira y pregunta:
—¿Cómo te encuentras?
Estoy a punto de decirle que jorobada después de cómo me dejó anoche, pero decido responder más comedida:
—Mareada.
Del bolsillo trasero se saca un paquete de pastillas y me dice:
—Tómate esto. Te aseguro que el mareo desaparecerá.
Miro la caja. El nombre no me suena, pero antes de que yo diga nada, él añade:
—Hazme caso, caprichosa. Sé de lo que hablo. Te irán bien.
En ese momento, dos mujeres pasan por nuestro lado corriendo y observo cómo se miran entre ellas y sonríen.
Sé perfectamente lo que eso significa.
Sin lugar a dudas, ahora hablarán de lo bueno que está Dylan. De cómo tiene que ser de fogoso en la cama. De su trasero, de su boca, de sus ojos. ¡Joder!
Se me encoge el estómago y la respiración se me acelera. Me indigno y de pronto soy consciente de que estoy celosa. ¿Yo celosa?
Ay… ay… ay… ¿Qué me está ocurriendo?
Molesta por mi reacción, miro al hombre que tengo delante que no me quita ojo. Acepto las pastillas y le doy las gracias antes de proseguir mi camino.
Pero él me agarra del brazo y, deteniéndome, pregunta:
—¿Vuelves a estar enfadada conmigo?
Su cejo fruncido me hace sonreír y, mirando la llave que lleva colgada del cuello, digo, sacándome su iPod del bolsillo:
—Toma, anoche te dejaste esto.
Lo coge y me vuelve a mirar con su cara de perdonavidas, pero cuando va a decir algo, me despido:
—Tengo que trabajar.
Sin soltarme, él replica:
—Nos vemos esta noche.
Yo frunzo el cejo y, molesta por lo que me hace sentir, pregunto:
—¿Para qué?
Dylan se pone serio y yo, molesta por todo, le suelto:
—Pero vamos a ver, ¿tú de qué vas? Me tientas, me besas, me masturbas. Luego me das calabazas y dices que eso no puede volver a pasar, y ahora… ¿de qué narices va esto?
Mi moreno, porque para mí ya es mi moreno, toma aire y contesta:
—Sé lo que dije ayer, pero…
—Buenos días —oigo que alguien dice a nuestro lado.
Al mirar, veo horrorizada que se trata del señor Martínez. Joder con el Rancio, parece que nos esté vigilando. Respondo:
—Buenos días, señor.
Dylan lo saluda también y me suelta. Y el memo del jefe, porque no se lo puede considerar de otra manera, afirma, mirándonos:
—Ya son muchas las veces que los he visto juntos y mi obligación es advertirlos.
—¿Advertirnos? —pregunta Dylan con voz grave.
El Rancio, que más tonto no puede ser, responde:
—Están prohibidas las relaciones personales entre la tripulación. Conllevan despido inmediato. Si quieren verificar lo que les digo, miren sus contratos. Página dos, punto siete. Buenos días.
Y se marcha, dejándonos a los dos sin palabras, pero entonces Dylan dice:
—Cada día me gusta menos ese tipo.
Mirando alejarse a ese amargado, yo apunto:
—A mí tampoco me cae bien, pero mira, lo que ha dicho deja bien claro lo que se puede hacer y lo que no. Y aunque no estoy de acuerdo con ello, eso nos aclara las cosas aún más. Así que no. No nos vemos esta noche.
Agarrándome de nuevo el brazo, él pregunta:
—¿Verás a Tomás?
—No es tu problema. ¿Te pregunto yo acaso si vas a ver a Tony o a Tito?
Sonríe y eso me desconcierta, luego, mirándome, añade:
—Tengo que hablar contigo.
—¿De qué?
—De ciertas cosas que…
—Mira, Dylan —lo corto—, creo que lo mejor será que aclaremos esto de una vez. Tú tienes un secreto que yo sé y, por lo que vi anoche, ese secreto es tan grande que fuiste incapaz de terminar algo que comenzaste conmigo. Por lo tanto, fin de la conversación.
—Quiero verte esta noche, ¿entendido? —repite.
No respondo. Me niego a responder.
Él al ver mi gesto obstinado, añade:
—Esta noche tengo guardia en el almacén.
—Por mí como si te tiras por la borda.
—Yanira… —dice muy bajito, para que sólo nosotros nos enteremos.
Todavía con su mano sujetándome el brazo, yo lo amenazo:
—Tengo tres hermanos y con dos de ellos me he peleado mucho. Así que, si no quieres que organice un buen lío delante de toda esta gente que pasa por aquí, suéltame o te vas a arrepentir, porque yo no me ando con chiquitas, ¿entendido?
Sin hacerme caso, Dylan frunce el cejo y cuchichea:
—Caprichosa…
Eso me enerva y siseo:
—Pero ¿tú eres tonto o te lo haces?
—Escúchame…
—No.
—Yanira…
—No.
—Si sigues comportándote así…
—¿Me amenazas?
Sus ojos echan chispas, pero yo, soltándome al fin de su mano, digo:
—Tengo que irme.
—Nos vemos esta noche —insiste.
—No.
—Yanira…
—Dylan… pírate con Tony o con quien quieras, ¿vale, guapito?
Me ha salido la vena chulesca.
Echo a andar…
Aprieto el paso…
Y, cuando soy consciente de que no me sigue, maldigo para mí, acalorada por los nervios.
Pero ¿qué me ocurre con este hombre?
Por el amor de Dios, ¡estoy celosa!
Entro en las cocinas y busco a Coral. Ella está batiendo huevos y al verme pregunta:
—¿Qué te ocurre?
Cojo un vaso de agua, me tomo una de las pastillas que Dylan me ha dado y, sonriendo, contesto:
—Nada, que estoy contenta. Ahora voy a ensayar con la orquesta.
—Ésta es mi chica. Por cierto, dos guaperas de la tripulación me han preguntado esta mañana por ti. Creo que tus gorgoritos a lo Mariah Carey los han dejado alucinados. Y los tíos estaban de muy bien ver. Así pues, si te entran, aprovecha el momento.
—Lo haré —asiento y disimulo mi malestar.
Ese día, ensayo durante horas con la orquesta. El repertorio que tienen para cada fiesta es amplio y hay que trabajárselo. En un par de ocasiones, Dylan entra en la sala con cajas de refrescos.
Sé que está allí por mí.
Sé que me busca, pero cuando intenta acercarse, yo me alejo.
Durante el día, intento centrarme en el trabajo y, mal que bien, consigo quitarme de la cabeza lo ocurrido la noche anterior. Esos ojos… esa boca… esas manos… esa música… Todo en él me calienta y me pone a cien.
Por la noche, en una de las ocasiones en que entro en la cocina para ver a Coral, encuentro a Dylan hablando con dos de las pinches de cocina. Ambas parecen muy interesadas en él y, por su lenguaje corporal, sé que están más que encantadas de su atención.
«¡Lo lleváis claro, lagartas!»
Intento no mirar y centrarme en mi amiga.
Intento no oír las carcajadas de las dos chicas, pero los celos me consumen y, cuando me doy la vuelta para marcharme, resoplo. Dylan no me mira ni por asomo. Pasa de mí.
Van transcurriendo las horas y mi mal humor crece y crece ante su total indiferencia. No viene a la sala de fiestas a verme y yo estoy que trino. En un momento dado, mi mirada se cruza con la de Tomás, que me sonríe mientras yo canto El tiburón.
Everybody muévelo.
Todo el mundo grite ¡ohh!
Sigue, sigue sin problemas
pa’ que bailen esas nenas.
No pares… sigue… sigue.
No pares… sigue… sigue.
Eso hago yo. No parar y seguir cantando para que la gente se divierta y baile, mientras mi cabecita está en «los mundos de Dylan».
Cuando termino mi actuación, Coral me manda un mensaje diciéndome que tiene una cita y que no sabe si regresará al camarote. Joder… con Coral.
—Hola, preciosa, ¿qué ocurrió anoche? —me pregunta Tomás, a mi lado.
Sin ganas de dar explicaciones respondo:
—Al final me surgió algo.
Él asiente y, acercándose más, propone:
—¿Vienes hoy?
—No. Estoy cansada y quiero dormir.
Sin decir nada más, me marcho. Cuando estoy enfadada, lo mejor es que nadie me hable, pero el pobre de Tomás no se merece mi reacción.
Al llegar a mi camarote, cojo una toalla y me voy a las duchas de las chicas. Cuando entro, hay allí varias compañeras. Tras saludarlas, me quito la ropa y me meto bajo el chorro de la ducha.
Uf… ¡qué placer!
Durante varios minutos dejo que el agua me resbale por el cuerpo y me olvido de todo. Sólo quiero disfrutar de ese relajante momento de paz, cuando de pronto Dylan y sus ojos vuelven a aparecer en mi mente.
Por el amor de Dios, ¿qué me ocurre con él?
Me froto el cuerpo enérgicamente y me lavo el pelo, pero cuando salgo de la ducha mi mal humor no ha desaparecido. Yo diría que se ha acrecentado al pensar que Dylan estará tonteando con alguna de las pinches de cocina.
Envuelta en la toalla, me dirijo hacia mi camarote, donde pongo música. Suena Shakira y rápidamente canto:
Yo soy loca con mi tigre.
Loca, loca, loca.
Soy loca con mi tigre.
Loca, loca, loca.
Animada, empiezo a bailar en el estrecho camarote, moviendo las caderas al sensual ritmo de la canción. ¡Me encanta Shakira!
Cuando se acaba, sonrío, mientras me echo crema en la piel y me desenredo el pelo. Después abro un cajón para coger unas bragas y me quedo mirando un tanga muy… muy sexy que tengo, pero niego con la cabeza.
No. No pienso claudicar. No me lo voy a poner para él.
Pero el tanga, que es precioso, me mira y parece decirme: «Yaniraaaaaaaaaa…, hazlo… No seas tonta…».
Cierro el cajón. No pienso hacer lo que el tanga me diga. ¡Es gay!
Pero al cabo de diez segundos, abro el cajón de nuevo, saco el puñetero tanga y un sujetador de seda negro y, mientras me lo pongo, murmuro:
—Me da igual lo que seas, Dylan. Hoy quiero guerra.
Cegada por el deseo y la ansiedad que me provoca, me pongo un vestido vaquero y unas manoletinas. Ni glamour, ni leches. Sólo me falta un moño bien tirante en la cabeza para parecer la gitanona de mi barrio. Salgo de mi minúsculo camarote y camino con paso decidido.
Al llegar a un pasillo, veo a Tomás hablando con una chica. Me escondo. No quiero que me vea y decido tomar otro pasillo. Daré más vuelta, pero al menos lo esquivaré.
Miro el reloj, son las 02.23 de la madrugada. Bajo una escalera interior y me cruzo con un par de personas que me saludan, pero no disminuyo la marcha. Mi objetivo es el almacén donde Dylan supuestamente está de guardia.
Veo la puerta al fondo del pasillo.
Camino hacia ella y, cuando llego, agarro el pomo con seguridad y abro. Ante mí aparece una estancia grandecita, con cientos de cajas apiladas y etiquetadas con números. Cierro y me dirijo hacia una especie de cubículo de cristal que hay en un lateral. Hay luz, así que ahí es donde debe de estar Dylan.
Al llegar no hay nadie, pero oigo la voz de Marc Anthony cantando Vivir lo nuestro. Miro la mesa y reconozco el móvil del hombre al que he ido a buscar. Eso me hace sonreír. Él no puede estar muy lejos.
Sin decir nada, lo empiezo a buscar por el almacén hasta que lo veo al fondo, junto a unas cajas, apuntando algo en una carpeta.
¡Sexy!
Ésa es la palabra que lo define vestido con el mono azul, que solamente lleva puesto hasta las caderas y en la parte de arriba una simple camiseta sin mangas.
Me acerco a él sin aliento y entonces se vuelve y me ve.
No digo nada.
No dice nada. Sólo me mira con esa cara de perdonavidas que me vuelve loca, y cuando llego junto a él, lo empujo contra las cajas con fuerza y, poniéndome de puntillas para estar más a su altura, murmuro:
—Me has buscado y me has encontrado.
Y, sin más, acerco mi boca a la suya y lo beso con descaro.
Se queda parado mientras soy yo la que ataca, la que lo arrincona contra la pared a la espera de que se mueva y entre en el juego. Durante varios segundos, no hace nada.
Sólo me muevo yo.
Lo beso yo.
Lo toco yo.
¡Está paralizado!
—Vamos, Dylan —lo pincho, sin apartarme de él—. Bésame.
Él me mira. Por su mirada veo que está desconcertado y, segundos después, una mezcla de furia y vergüenza me sobrecoge. ¿Qué estoy haciendo?
—¿Has estado alguna vez con una mujer? —pregunto.
Sus ojos, esos maravillosos ojos castaños, me miran y, finalmente, responde con voz contenida:
—La duda ofende.
Quiero creer que eso es un sí. Deseo que sea que lo sea.
—Vale, pero quizá nunca has llegado hasta el final, ¿me equivoco?
No responde. Veo la llave que lleva al cuello y, dispuesta a continuar, insisto:
—Seamos claritos. Sé que algo te atraigo, aunque tú me atraes mucho más a mí. Te deseo y hasta que no te consiga no voy a parar. No sé qué me pasa contigo, pero…
—Pero ¿qué? —pregunta cortándome.
Su expresión es impenetrable; su mirada, dura y decido responder:
—No te pido amor eterno, ni que te cases conmigo el Día de los Enamorados ni…
—Odio esa fecha —dice.
Divertida por sus palabras, murmuro, consciente de lo que necesito:
—Sólo te pido sexo.
—No.
Me niego a aceptar su negativa.
—¿Por qué? —pregunto. Y, al no obtener respuesta, insisto—: Tú déjame a mí y relájate.
Esto es alucinante. Estoy acosando a un pobre gay como nunca he acosado a nadie en mi vida. Pero dispuesta a todo, voy a seguir hablando cuando él me pone la mano en la boca para callarme y pregunta:
—¿No te importa que sea gay?
Lo pienso, resoplo y, cuando aparta la mano, contesto:
—Claro que me importa. Pero te deseo tanto que eso pasa a un segundo plano.
Noto que mis palabras lo impresionan. Suelta lo que lleva en las manos y murmura con voz tensa:
—¿Tanto me deseas?
—Ni te lo imaginas.
Su mirada se vuelve felina. Dios…, esto es lo que quiero: ¡despertar al tigre que lleva dentro! Finalmente, se apoya cómodamente contra la pared y susurra:
—Muy bien, tú ganas. Juguemos, pero tendrás que…
—Yo lo haré todo. No te preocupes —lo corto. Estoy impaciente.
Esboza una sonrisa.
Dios… cómo me pone cuando sonríe con cara de malote.
¡Qué pena que no sea heterosexual!
Me mira sin moverse, a la espera de que yo comience el juego.
Con decisión, me pongo de puntillas y él me acoge entre sus brazos.
Lo beso… me besa.
Lo toco… me toca.
Suspiro… suspira.
Enloquecida por lo que todo eso me hace sentir, mi lado salvaje se incrementa, ¡explota!
Nuestras bocas se devoran. Nuestras lenguas se enredan hasta que mis manos van deseosas a su cintura y él, parándome, pregunta:
—¿Segura, Yanira?
Sin darle otra opción que continuar lo que he comenzado, susurro sobre su boca como la mayor tigresa del mundo, mientras le bajo la cremallera del mono para deshacerme de él:
—¿Tú qué crees?
Mis manos prosiguen su camino y él se tensa pero se deja.
Necesito quitarme de una vez por todas esta tensión sexual que tengo acumulada por su culpa. Él sabe que me provoca. Lo sabe y lo tiene que pagar.
Cuando el mono de trabajo cae al suelo, mis manos van derechas a su entrepierna. Pero Dylan me para y, con una voz que me hace estremecer, pregunta:
—¡¿Aquí?!
Mordiéndole el labio inferior para tenerlo a mi disposición, asiento y lo suelto.
—Aquí y no me vas a decir que no —respondo.
—Hay suciedad, caprichosa.
¡Me cago en toooodo lo que se menea! Ya le ha salido su vena gay, y yo siseo:
—Aquí lo único sucio es mi mente. ¡Cállate y bésame!
Dylan sonríe y, con un morbo que me vuelve loca, inquiere:
—¿Tú tienes una mente sucia?
Digo que sí con la cabeza y aclaro de palabra:
—Tremendamente sucia y no te voy a permitir que te eches atrás. No sé qué te dan los hombres, ni me interesa, sólo quiero que me permitas mostrarte qué te puedo dar yo como mujer.
—Yanira…
—Escucha —cuchicheo acelerada—, como diría Yoda, el máximo héroe de mi hermano Garret: «Vive el momento, no pienses, utiliza tu instinto y siente la fuerza».
Lo dejo alucinado. Yoda es lo que tiene, que suele dejar sin palabras. Divertida por cómo me mira, insisto, a sabiendas de que me estoy pasando más de tres pueblos.
—Podemos jugar a roles, ¿quieres? —No se mueve y yo continúo—: Tú eres un inocente hombre que trabaja en este almacén y yo una exigente conejita que te persigue para tener sexo caliente y morboso contigo. ¿Qué te parece?
Mi propuesta, cargada de locura, sexo y desenfreno, noto que lo sorprende y le gusta. Sonríe el muy ladrón y, finalmente, responde:
—De acuerdo, «conejita».
¡Lo he conseguido!
Sin decir nada, me agarro a su cuello y lo incito para que me vuelva a besar. Cuando lo hace, con todo el descaro del mundo aprovecho para meter las manos en el interior de su calzoncillo.
Bueno… bueno… bueno… ¡lo que tiene aquí este hombre!
Su erección es tremenda, ¡enorme! Y lo mejor, ¡es toda mía!
Lo toco con la respiración entrecortada por el deseo y el morbo que me da, mientras escucho su agitada respiración. Está excitado. Lo sé.
Sin darle tregua, no vaya a ser que cambie de opinión, con mis temblorosos dedos le aprieto los testículos con una mezcla de cuidado y exigencia. Jadea al notar mi tacto.
Su piel es suave…
Su piel está caliente…
Su pene está duro… es enorme y lo quiero dentro de mí.
—Quiero disfrutar de ti y tú me lo vas a permitir, ¿verdad? —pregunto con voz insinuante.
Dylan asiente. Su ímpetu se redobla y ahora es él el que me besa con exigencia. Disfruto y disfruto cuando susurra contra mi boca:
—Yanira…, escucha…
—No —lo corto—. No voy a dejar que estropees el juego.
Con mimo, paseo mi mano por su erección y, cuando se la aprieto y le muerdo la barbilla, murmura, cerrando los ojos:
—Ya no podría parar.
Sonrío y, feliz por conseguir lo que he ido a buscar, le digo:
—No pares, Dylan… no pares.
Sin responder, se quita las botas y el mono por los pies. Luego me coge en brazos como a una pluma y me lleva hasta un pasillo lateral.
¡Me encanta esta parte de él tan varonil!
Me sienta sobre unas cajas donde leo que pone «Tomate frito». Eso me hace sonreír y más al sentir cómo se ha metido en su papel. Jadea con fuerza. Sus manos son exigentes. Su boca arrolladora. Es un tren cargado de combustible y de pronto presiento que va a chocar contra mí.
Parapetado entre varias cajas, sin dejar de mirarme, Dylan se quita la camiseta con premura.
¡Madre mía qué abdominales!
Cuando la camiseta cae al suelo, murmura sin apartar sus ojos de los míos:
—De acuerdo. Ahora dime, ¿qué le gusta a mi caprichosa?
Encantada por el morbo y la lujuria descontrolada que veo en su mirada, me desabrocho los botones del vestido vaquero y, una vez lo tengo abierto, musito:
—A las mujeres nos gusta que nos chupen los pezones, que nos toquen y que nos calienten antes de la penetración.
Cuando mi vestido caer sobre la caja de latas de tomate, me vuelvo loca al ver cómo él se me come con la mirada. Le gusta lo que ve. Le incita lo que he dicho y eso no me lo puede negar.
Acerca su morena mano a mi sujetador de seda. Lo acaricia un momento y luego, desabrochando el cierre entre mis pechos, dice, mientras me lo desliza por los hombros:
—Chupar. Tocar. Calentar. De acuerdo —concluye, antes de llevar su boca a mis pechos.
Su voz ronca y sus palabras me hacen jadear y reprimo un débil chillido cuando sus dientes llegan a mi pezón y me lo mordisquean. Sus manos me aprietan contra él para meter más profundamente mi pecho en su boca, mientras me lo chupa y lame con deleite.
Cierro los ojos y disfruto como llevaba tiempo sin hacer, hasta que la gata salvaje que tengo oculta en mi interior lo agarra del pelo atrayendo su mirada.
—A las mujeres nos gusta que poséis vuestra boca en nuestro centro de deseo y que nos poseáis con desenfreno y con locura —digo—. Nos vuelve locas sentirnos deseadas por un hombre varonil y tú lo eres. Tú…
No me da tiempo a decir nada más.
Mi precioso tanga se rompe en mil pedazos tras un fuerte tirón y, abriéndome las piernas con brusquedad, Dylan posa su caliente boca en mi sexo y yo, apoyando la cabeza en las cajas, grito y me entrego a él.
Su boca es exigente y su dura lengua entra y sale de mi interior, arrancándome jadeos de placer.
¡Oh, Dios…! ¡Estoy cumpliendo las seis fases del orgasmo!
No sé cuánto tiempo pasa. Sólo sé que me hace el amor con la boca como un perfecto amante. Introduce su lengua en mí y la saca arrancándome oleadas de placenteros gemidos. Después rodea mi clítoris y le da ligeros toquecitos, volviéndome loca una y otra vez hasta que lo oigo preguntar:
—¿Te gusta lo que hago, conejita?
Asiento con la cabeza.
Pero ¿cómo no me va a gustar, si me está volviendo loca de placer?
—Oh, sí… así… Lo haces muy bien.
Continúa y yo hundo los dedos en su corto pelo, adelanto caderas y lo obligo a repetir lo que me estaba haciendo segundos antes.
Oh, sí, ¡qué placer!
Estoy loca y entregada, cuando lo siento abandonar mi sexo, reptar por mi cuerpo y acercarse a mi boca. Mientras se quita el calzoncillo, dice:
—A los hombres nos gusta el vicio, la masturbación, la posesión, la lujuria. En el sexo somos lobos hambrientos. Depredadores.
Sus palabras, su olor a hombre y cómo se ha metido en el papel me hacen sonreír y respondo:
—Entonces ahora quiero ser tu vicio, quiero que me masturbes, que me poseas. Quiero ser tu lujuria y que tú seas mi lobo depredador.
Dylan me contempla. Tiene la respiración tan agitada como la mía y ambos sonreímos.
Sus ojos me taladran, me recorren entera y me estremezco.
De momento me está dando todo lo que le pido y quiero que continúe.
Me agarra la cara con una mano y, con un mimo y una delicadeza que me dejan sin habla, me besa. Me muerde suavemente los labios y yo sólo puedo entregarme a él. Una vez su boca y la mía se separan, sus labios continúan recorriendo mi cuerpo. Pasan por mi oreja y me la chupa, bajan a mi cuello y me lo mordisquea, y, finalmente, llegan a mi hombro derecho, que muerde con gusto y placer, mientras su erección golpea en mis piernas y me vuelve loca.
La cabeza me da vueltas y empiezo a pensar:
Plan A: le ataco.
Plan B: dejo que me ataque.
Plan C: que ocurra lo que Dios quiera, pero no le voy a permitir abandonar el almacén sin haber disfrutado de lo que he venido a buscar.
Definitivamente, opto por el plan C.
De pronto, me suelta, da un paso atrás y, mirándome, exige:
—Tócate para mí.
Bueno… bueno… bueno… pero ¡qué morboso!
Sin demora, me cojo los pechos con las manos, me los aplasto y me los masajeo, mientras él busca su mono, saca una cartera de un bolsillo y la deja sobre una de las cajas. Sin quitarme la vista de encima y sin hablar, me mira y yo murmuro:
—Estás buenísimo y me vuelves loca.
Su cuerpo es increíble.
Su piel es excitante.
Su boca es peligrosa.
Dylan sonríe, pero su mirada me extraña. No sé qué pensar y me desconcierta.
De la cartera saca un preservativo y, tras rasgar el envoltorio, se lo coloca con maestría y, haciéndome bajar de las cajas, dice:
—Date la vuelta y apoya las manos en las cajas.
Oh… Oh… creo que quiere hacer algo que yo no quiero y respondo:
—No.
Me mira boquiabierto, pero sin inmutarse, insiste con voz ronca.
—Estamos jugando. Date la vuelta.
En ese instante pierdo mi seguridad.
Creo que he tentado demasiado a la suerte y ahora se va a volver contra mí.
A pesar de mi experiencia sexual con otras personas, nunca he practicado sexo anal y, dispuesta a negarme, digo con claridad:
—Sexo anal no.
Dylan levanta una ceja y yo añado con un hilo de voz:
—Nunca lo he hecho.
—Es placentero —afirma, mientras me taladra con la mirada.
Asiento. Entiendo que, por su condición sexual, él lo haya probado, pero insisto:
—Lo intenté una vez y casi me muero de dolor. No quiero que…
Me corta:
—Eso es porque el hombre que lo intentó no supo prepararte bien para ello. Vamos, date la vuelta y relájate. Has dicho que quieres ser mi lujuria, ¿no?
Hago lo que me pide a regañadientes.
Tengo miedo, pero al mismo tiempo, el deseo del momento me hace obedecerle.
Jadeo al recibir un azotito en el trasero. No sé qué me espera, pero si sé que me va a doler y se lo estoy permitiendo. ¿Acaso soy idiota?
Asustada y excitada, noto que se agacha detrás de mí y un gritito ridículo sale de mi boca cuando me muerde las nalgas.
—Tranquila, conejita… Sólo jugamos como tú querías, aunque ahora el inocente hombre del almacén se ha vuelto un lobo. Recuerda lo que decía el Maestro Yoda: «Vive el momento, no pienses, utiliza tu instinto, siente la fuerza».
¡Me cago en Yoda!
No puedo hablar…
No puedo contestar…
La respiración se me acelera cuando me pasa un dedo por el ano arriba y abajo. Arriba y abajo y me lo mete dentro.
¡No quiero… no quiero… no quieroooooooooo!
Me muerde las costillas. Me chupa la espalda, la oreja. Me besa con deleite. Así está durante un buen rato y cuando nota que mis músculos se relajan alrededor del dedo que tiene en el interior de mi ano, me dice al oído:
—Te he chupado como pedías. Te he tocado como deseabas y te he calentado como ansiabas, ¿ahora qué toca? —Pero cuando voy a responder, añade—: Tanto los hombres como las mujeres disfrutamos de una buena penetración, ¿no crees? A nosotros nos gusta la perversión, el sexo desinhibido y, en cierto modo, la locura, ¿lo sabías?
Asiento.
Claro que lo sé.
Tonta no soy.
Pero no sé si se refiere a un hombre heterosexual o no.
El estómago se me encoge por momentos, mientras su dedo en el interior de mi ano me vuelve loca. Me tienta. Me excita. Me prepara. Se agacha y me mordisquea las cachas del culo y cuando se levanta vuelve a murmurar en mi oído:
—Abre las piernas y arquéate.
Tiemblo.
Sin lubricante, temo que la penetración me duela, y digo:
—Dylan… no tenemos lubricante y…
—He imaginado este momento cientos de veces —me corta, exigente—, pero nunca como está ocurriendo.
Asiento. Supongo que si soy su primera mujer, lo habrá imaginado de otra forma. Estoy atacada cuando, sin sacar su dedo de mi ano, noto que, con otro, me aplasta el clítoris. Jadeo.
Siento su respiración en mi oreja cuando murmura:
—Mi intención al quedar contigo esta noche era disfrutar de ti.
—¿De mí?
—Sí. De ti.
Se me escapa un gemido al notar cómo traza círculos sobre mi clítoris.
—No quiero ni puedo desperdiciar este regalo que me ofreces, aunque las medidas higiénicas que hay aquí no sean las más adecuadas.
Me río acalorada. Él me da otro azotito en el trasero y murmura en mi oído, volviéndome loca:
—Sólo continuaré nuestro juego si me prometes que en la primera escala que hagamos vas a tener una cita conmigo fuera del barco.
Mi risa se congela.
¿Una cita? Pero ¿de qué está hablando? Y aclaro:
—Dylan, esto es lo que es.
Pero él no cede. Sigue tocándome el clítoris y yo vuelvo a jadear.
Acto seguido, saca el dedo de mi ano y pasa su pene por la entrada de mi húmeda vagina. Me tienta.
—Quiero una cita contigo y poder explicarte ciertas cosas.
Excitada y deseosa como nunca antes, contesto:
—Si te refieres a tu condición sexual, me da igual. Yo sólo he venido aquí por sexo. Vamos, hagámoslo. —Y con mi lado salvaje más enloquecido que nunca, insisto—: Me tienes desnuda, excitada y entregada a ti para lo que quieras. ¡Hazlo!
—Mmmmm… caprichosa —cuchichea en mi oído—. Ese «para lo que quieras» me ha encantado.
Escuchar eso me ha puesto como una moto. ¡Ay, cómo lo deseo!
—Si voy a ser la primera mujer con la que tengas sexo, disfrutemos de ello.
Noto que su respiración se entrecorta al oírme.
Está muy excitado.
Se aprieta contra mí, pero su pene sigue fuera de mi cuerpo.
¡Oh, Dios…! ¡Necesito que lo haga ya! Resoplo.
Me tienta.
Me enseña una y otra vez lo que tiene para mí, pero no me lo da. Es cruel. Muy cruel.
Mi vagina se lubrica. Me arqueo para que me penetre, pero no lo hace. Mi deseo por él crece y crece hasta que, agarrándome por las caderas, murmura de nuevo en mi oído:
—Una cama… un jacuzzi… tú y yo…
Estoy perdiendo la razón.
Dios… Dios… Dios… ¡qué malita me estoy poniendo!
—Desnuda en una cama, te devoraría lentamente. Introduciría mis dedos en ti, te mordería los labios y te haría gemir de placer para que chillases mi nombre y me suplicaras que no parase de follarte durante horas.
Bueno… bueno… ¡que me da!
Se me eriza la piel.
La respiración se me acelera.
Pero ¿qué me acaba de proponer este morenazo?
Conmocionada, giro la cabeza para mirarlo tras su morbosa proposición, pero cuando voy a hablar, susurra:
—Y el juego no terminaría ahí.
—¿Ah, no? —Mi voz es casi inaudible.
—No, conejita —musita en mi oído—. Una vez tuviera tu clítoris inflamado y a ti loca de lujuria, te agarraría las caderas con fuerza —lo hace— y me hundiría una y otra vez en tu interior. —Se aprieta contra mi trasero—. Y así estaría hasta que mi cuerpo y el tuyo desfallecieran de placer y el juego acabara en un estupendo orgasmo que a los dos nos dejara sin sentido.
Un gemido sale de mi boca.
¡Éste se me merienda!
Imaginar lo que dice me enloquece y estoy casi a punto del orgasmo cuando insiste:
—¿Qué me dices, Yanira, hay cita?
—Oh, Dios…
—Tú disfrutarás de mi cuerpo y yo podré disfrutar plenamente de lo que quiere una mujer. Haré que adores el sexo anal como adoras el sexo tradicional. Seré tu juguete. Seré tu dueño. Seré lo que ambos queremos.
No respondo.
No puedo.
¿Qué le ha pasado a mi voz?
Noto, siento, percibo cómo pasa la punta de su duro pene con maldad y alevosía por mi húmeda vagina y por mi ano. Me tienta. Me arqueo para recibirlo y, finalmente, se introduce un poquito en mí…
¡Oh, sí!
Pero cuando me muevo en busca de más profundidad, él se retira y yo maldigo. Se ríe.
Lo deseo.
Deseo que me penetre.
Lo deseo con toda mi alma y cuando mi cuerpo ya no puede más, jadeo.
—Trato hecho. Hay cita.
La arremetida de su pene en mi vagina me hace soltar un ahogado grito de sorpresa, dolor y placer, mientras él me empuja contra la caja. Se introduce en mí de un solo empellón y cuando siento su escroto rozándome el trasero, me arqueo y ya no reprimo mis gemidos.
Me alegra que no haya sido sexo anal.
Y me alegra saber que Dylan no sólo ha pensado en sí mismo, como yo creía.
—¿Estás bien, caprichosa? —pregunta.
Yo asiento, mientras su duro y enorme pene se acopla a mi interior y siento cómo las paredes de mi vagina se abren para acogerlo y succionarlo.
Ay, ¡qué placer!
Una vez metido completamente en mí, inicia unos movimientos circulares que amenazan con hacerme perder la razón.
Oh, Dios… Me encanta lo que me hace sentir.
Me pone una mano en el estómago para sujetarme, mientras con la otra me agarra el pelo y me echa la cabeza hacia atrás.
Lenta y pausadamente, entra y sale de mí, mientras yo me arqueo para recibirlo una y otra vez. Me chupa el lóbulo de la oreja y, en un momento dado, murmura:
—No soy gay.
Esas palabras me hacen reaccionar, pero el placer que siento es tan intenso que, sin dejar de moverme al compás que él marca, pregunto:
—¿Cómo?
—Lo que has oído, preciosa. —Me da un azote en el trasero junto a un nuevo empellón que me hace jadear de placer, y repite—: No soy gay.
—Oh, Diosssssssssss… —grito al oírlo.
Oigo su risa unida al esfuerzo del acto y entonces acelera sus acometidas. Toma mi cuerpo con deleite, haciéndome rozar el cielo con sus fuertes penetraciones. De pronto, sin llegar al orgasmo, baja su intensidad y añade:
—Adoro a las mujeres. No sé de dónde has sacado que soy homosexual, pero luego me lo vas a aclarar.
Ahora la que está desconcertada soy yo. Pero no puedo ni quiero parar la maravilla que estoy viviendo, mientras Dylan vuelve a acelerar sus acometidas con fuerza.
—Dime al menos que te alegra saber lo que te he dicho.
Me alegra. ¡Claro que me alegra! Pero no puedo hablar.
Estoy pensando que he hecho el ridículo más espantoso de toda mi ridícula vida, cuando él insiste, agarrándome de la cintura y hundiéndose más hondo:
—Dime que te alegra.
Mi jadeo se convierte en un grito y suelto:
—Me… me alegra.
Lo oigo reír. Cambia de nuevo el ritmo y, con las manos, me levanta del suelo. Mis pies no lo rozan y, separándome más las piernas, me hace ponerlas sobre dos cajas y murmura en mi oído:
—Déjame follarte como siempre he deseado.
¡Oh, Diosssssssss, qué rudo ha sonado eso!
El placer que me proporciona es tan grande, tan enloquecedor, tan devastador que no puedo ni protestar, ni razonar. Sólo puedo dejarme llevar por el momento y permitir que siga penetrándome con lujuria una y otra vez, mientras jadeo y disfruto de lo que me hace sentir.
—Me tienes loco desde el primer día que te vi en Barcelona, en el Starbucks con tu amiga. Tu cara, tus ojitos, tu descaro.
Su voz.
Sus palabras.
Su revelación.
Sus fuertes manos en mis caderas y sus penetraciones ansiosas me enloquecen. Tiemblo. Toda yo tiembla de gusto y me arqueo para recibir lo que exijo sin palabras.
Suspiro profundamente y me muerdo el labio inferior mientras Dylan me hace rozar el cielo. Aparta una mano de mi cintura, busca con ella mi pezón y me lo pellizca. Un gozoso dolor me hace moverme y, cuando llego al clímax, Dylan acelera sus acometidas y, tras un varonil y sensual gruñido en mi nuca, cae sobre mi espalda y me rodea con los brazos.
Durante un par de minutos continúo mirando las cajas que tengo delante, mientras la cabeza me da vueltas y oigo la acelerada respiración del hombre que está detrás de mí.
Acabo de conseguir lo que llevo semanas ansiando y lo mejor de todo, ¿no es gay?
De pronto, no sé si saltar de alegría o abofetearlo por el engaño. Aunque claro, él nunca me ha engañado. He sido yo la que me he montado toda la película.
La voz de Marc Anthony suena en el almacen, cantando Valió la pena y sonrío.
No merece la pena comerse el coco. Definitivamente, ha valido la pena lo que acabo de hacer. Lo haría una y mil veces más.
Todavía estoy en una nube, arañando el cielo.
Eso de ir en plan tigresa a por un hombre, como he ido esta vez, ha sido la bomba. Cuando Dylan sale de mí, me da la vuelta para mirarme de frente y pregunta:
—¿Te ha quedado claro que no soy gay?
Asiento. Está claro que lo he picado en su orgullo de machote y con picardía sugiero:
—¿Bisexual?
Dylan niega con la cabeza y, con su cara de perdonavidas, aclara:
—No. Sólo me gustan las mujeres.
Me río sin poderlo remediar y él pone los ojos en blanco. Todavía en una nube por el descubrimiento, pregunto:
—¿Por qué entonces nunca has estado con ninguna mujer del barco?
El muy puñetero sonríe de una forma que me deja sin palabras y, quitándose el preservativo, responde:
—¿Quién te dice que no lo he estado? —Y antes de que yo diga nada, añade—: Hay mujeres tan discretas como yo.
Se me encoge el estómago y me inunda la furia.
¿Quién ha estado con él en el barco?
Debe de ser tal mi expresión que él pregunta con una sonrisa:
—¿Celosa?
Parpadeo al oírlo. ¡Me cago en todo lo que se menea! Pero no dispuesta a admitir lo que nunca he querido sentir, respondo:
—Ni de coña. —Y, para desviar el tema, añado—: En cuanto a lo de que eras gay, ya te dije que te vi en el camarote 21, hace días. El pasajero pidió comida y…
Dylan vuelve a sonreír. Esa sonrisita ya me toca la moral, pero él, posando un dedo en mi boca para que me calle, explica:
—Conozco al pasajero, ¿Tony, verdad? —Asiento y aclara—. Se había roto la ducha de camarote. Al arreglarla me mojé y Tony, el pasajero, me dejó unos pantalones. No suelo trabajar en paños menores. Y sí, cuando terminé vi que había pedido comida para tres personas y le agradecí el detalle. No todo el mundo se preocupa por los trabajadores del barco. —Soltando una carcajada, insiste—: ¿Creías que era gay sólo por eso?
Un poco confusa digo:
—Te he visto a veces con Tony y su pareja, ¿es que sois amigos?
Dylan se ríe a mandíbula batiente. No sé dónde le ve la gracia, pero finalmente replica:
—¿Qué te hace suponer que ellos sean pareja?
Molesta por su risa, lo miro y contesto:
—Por favor… no hay más que verlos para saber que lo son, y gays, claro.
Mi moreno continúa riendo y yo añado:
—Al igual que había indicios que señalaban que tú también lo eras.
Dylan se pone serio. Oh… oh… acabo de herir de nuevo su orgullo masculino. Se le corta la risa.
—¿Qué indicios?
Recordando todo lo que he imaginado, suspiro y respondo:
—Siempre vas hecho un pincel, nunca se te ve sucio o dejado, como muchos de tus compañeros. Por cierto, Tony y Tito también van siempre de lo más pulcros y perfumados.
—Me gusta ser aseado y me imagino que a ellos también.
—Te pones crema en las manos y llevas guantes para trabajar. ¿Quién lleva guantes de látex en tu trabajo?
Él sonríe y dice, tocándome los pechos:
—Simplemente me cuido las manos. Quiero tenerlas suaves, no callosas y ásperas.
Su caricia y cómo me mira mientras me toca me vuelven loca, pero prosigo:
—Ninguna mujer que yo conozca te ha llevado a su cama. —Él sonríe con malicia y yo sigo—: Me hiciste la cobra cuando intenté besarte y…
—Si no te hubiera hecho la cobra esa noche, te habría hecho el amor allí mismo y no era plan de que nos vieran de ese modo en la cubierta.
Oír eso me calienta hasta el alma y continúo:
—Bebes en vaso, no a morro, como la mayoría de los tíos. Dices que beber de la botella o la lata no es higiénico y, para más inri, bebes agua de diseño y te sabes todas y cada una de sus propiedades.
—¿Ser un hombre cultivado es ser gay?
Molesta porque todo me lo rebate, insisto:
—Y si a todo eso le sumas que estabas en la ducha del camarote de Tony sin ropa, ¿qué querías que pensara?
Dylan frunce aún más el cejo. ¡Está tan sexy…!
Al ver su gesto, sonrío y él me suelta:
—No sé dónde le ves la gracia. No soy gay.
Sin ganas de darle más vueltas a lo ocurrido, me acerco, deseosa de todo menos de discutir y, besándolo en la boca, murmuro:
—¿Sabes?, ha valido la pena venir al almacén a por ti… bombón.
Me mira. Olvida su fingido enfado porque yo creyera que era gay y acepta mi beso.
Lo saborea tanto como yo y cuando me separo, susurra:
—No tienes tú peligro ni nada.
Divertida por su comentario, contesto:
—Mucho. Sobre todo porque suelo conseguir lo que me propongo.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintiséis.
Dylan ladea la cabeza y asiente lentamente. No sé qué quiere decir ese gesto y pregunto:
—¿Demasiado joven para ti?
—No. Si a ti no te incomoda.
Su respuesta me llama la atención.
—¿Cuántos tienes tú?
—Treinta y siete.
Sonrío y me pregunta:
—¿Demasiado mayor para ti?
Rápidamente, niego con la cabeza y respondo:
—No. Si a ti no te incomoda. Además, siempre he considerado que la edad sólo es importante si eres un queso o un vino.
Le hace gracia mi contestación. Me da un rápido beso en los labios y dice:
—Anda, caprichosa, vístete.
Él se limpia con un kleenex que ha sacado del bolsillo del mono y, una vez acaba, comienza a vestirse.
—Vamos, señorita. Puede entrar alguien en cualquier momento.
En décimas de segundo, ambos estamos listos. Dylan me agarra por la cintura, me acerca a él y, besándome en los labios, murmura:
—Lo ocurrido debe quedar sólo entre tú y yo. Prométemelo.
La frasecita me molesta. ¿Es lo que les dice a todas? Sin embargo, asiento con la cabeza. No quiero que vea que me mosquea lo que ha dicho y, soltándome, añade:
—No olvides que tienes una cita conmigo, conejita.
Ese ridículo apelativo me hace sonreír ¿Cómo se me ha podido ocurrir algo tan hortera? Le digo que sí con la cabeza. ¿Cómo voy a olvidar esa cita?
Es más, ya estoy deseando que llegue y volver a disfrutar de él.
Sin tocarnos, caminamos hacia el cubículo de cristal del almacén, donde hay luz, y, al acercarme, oigo que suena una nueva canción de Marc Anthony, Qué precio tiene el cielo y tarareo:
Qué precio tiene el cielo,
que alguien me lo diga,
yo pago con mi alma sin temor a nada
yo te doy mi vida…
Encantada, miro cómo Dylan tira a la papelera el kleenex que llevaba en la mano y, cuando paro de cantar, pregunto:
—Te gusta la música de Marc Anthony, ¿verdad?
Él asiente y contesta:
—Es una buena persona y además su música es de lo mejor, ¿no crees?
Eso me hace reír.
—Ahora lo entiendoooooooo. Maxwell, Marc y tú sois los tres de Puerto Rico. La tierra tira, ¿eh?
Dylan vuelve a reír.
—¿Bailas salsa? —me pregunta.
Asiento con convicción. ¡Anda que no he bailado yo salsa con mi hermano Argen!
De repente, él me coge de la mano y tira de mí. Me dejo llevar.
Sorprendida por el Dylan que estoy conociendo esta noche en la intimidad del almacén, bailo salsa con él dentro del despacho de cristal y compruebo que es un estupendo bailarín.
—¿Quién te enseño a bailar?
—Mi madre. —Sonríe él y añade—: Pero sólo bailo en la intimidad.
De pronto, veo que el hombre callado, extraño y escurridizo que yo creía que era, no tiene nada que ver con el Dylan que tengo delante.
Éste es alegre, divertido, loco, atrevido. ¡Me encanta! Nos reímos mientras, compenetrados, bailamos salsa y nuestros cuerpos se rozan una y otra vez con provocación y nos miramos con deseo hasta que la canción acaba y Dylan me besa en los labios y murmura:
—Ha sido un placer estar contigo… caprichosa.
Asiento y, dejándome llevar por lo que siento, asiento:
—Lo mismo digo, bombón.