Till the Cops come Knockin’
Al día siguiente, estoy colocando las servilletas para la comida, cuando veo que Richi entra en el comedor como una bala, seguido por otro hombre. Sin demora, ambos hablan con el rancio de mi jefe. Éste pone mala cara y, tras mirarme, asiente. Richi se dirige a mí.
—¿Qué ocurre? —pregunto, al ver su gesto.
—Te necesitamos en la orquesta.
El corazón me da un vuelco y él prosigue:
—Davinia, una de las cantantes, ha recibido una llamada de su familia y ha tenido que abandonar el barco urgentemente en helicóptero. Su padre ha muerto y dice que no va a regresar.
—Pobre…
—No hay tiempo que perder —me apremia—. Les he hablado de ti a los de la orquesta y los he convencido de que eres lo que necesitamos. Vamos, quieren escucharte y, si les gustas, ¡te quedas con nosotros!
Me quedo bloqueada y, finalmente, al ver la expresión de Richi, sólo puedo murmurar:
—Vale.
—Vamos, mi niña, ¡espabila! Quieren escucharte. Ya ves que mi jefe está hablando con el tuyo. Si superas la prueba, formarás parte de la orquesta.
Alucinada, voy a contestar cuando el mugroso del Rancio se acerca con el jefe de Richi y me dice:
—Márchese, señorita. Pero piense que sigo siendo su jefe y espero que allí haga mejor trabajo que aquí.
Sonrío y no digo nada: no merece la pena. Ésta es la oportunidad que yo necesito y no la voy a desperdiciar.
Mi felicidad es extrema y estoy a punto de saltar y gritar como una loca. Entro en la cocina para comentárselo rápidamente a Coral, que aplaude y me besuquea. Luego regreso junto a Richi y su jefe. Voy a demostrarles de lo que soy capaz.
Cuando llego, los de la orquesta me reciben todos encantados. Me esperan.
Sin demora, me hacen cantar un par de canciones de su repertorio para ver mi tono de voz. Les gusta. Lo veo en sus miradas y en sus sonrisas. Eso hace aumentar mi seguridad y más cuando es evidente que me aceptan.
Sí… sí… sí… ¡lo he conseguido!
Se acabó doblar servilletas y recoger tenedores.
Me entregan un cancionero con la esperanza de que me sepa alguna de las canciones para esta noche. Para sorpresa de ellos y felicidad mía, me las sé todas.
—Bienvenida, Yanira. Tienes una voz colosal. —Al volverme, veo que es Berta, la otra cantante, es algo mayor que yo. Su marido, Maxi, también trabaja en la orquesta.
—Vaya potencia de voz, muchacha —me dice éste.
Encantada por sus palabras, sonrío y contesto:
—Gracias a los dos y espero que todo salga bien.
Con un gesto de complicidad que me encanta, Berta me guiña un ojo y apunta:
—Saldrá más que bien.
Instantes después, me dicen las canciones que cantaremos juntos, en las que yo haré coros, y me quedo sin habla cuando me piden que elija otras tres canciones del repertorio para cantar yo sola.
¡Menudo estreno!
Nerviosa, leo la lista con detenimiento y estoy a punto de saltar de alegría cuando veo que está Cry me out, de Pixie Lott, una canción que me encanta y que está libre. También elijo Freedom, de George Michael, y una salsa, Vivir mi vida, de Marc Anthony. Tres temas diferentes para mi voz y en las que sé que me puedo lucir y hacer que la gente lo pase bien.
Rápidamente, la orquesta y yo las ensayamos y una vez finalizamos, todos estamos satisfechos. Encajo perfectamente con lo que ellos buscan y les encanta mi desparpajo en el escenario. Se nota que tengo experiencia.
Pero esta noche estoy nerviosa.
Es mi debut en el barco como cantante y me siento algo inquieta. A la hora de la cena, mientras mis compañeros trabajan en el Cocoloco, yo me ducho y me preparo para el espectáculo.
Con el secador, me aplico a dejarme el pelo liso. Hoy no quiero rizos, pero cuando termino, me siento la mano muerta. Eso sí, ¡menudo pelazo!
Luego me maquillo con esmero.
En el tiempo que llevo en el barco, nunca me he maquillado, pero ahora sí. Ahora tengo que darlo todo para que se fijen en mi voz y en mí.
Una vez acabo, me miro contenta en el pequeño espejo. ¡Cuántos días sin verme así!
Encantada, me pongo el sujetador con relleno y el vestido que Berta me ha prestado. Es largo, negro, con lentejuelas y con una abertura lateral de lo más sexy, que comienza al principio del muslo y por la que me encanta sacar la pierna. ¡Qué sexy! Y si a eso le sumo los zapatos negros de tacón de diez centímetros, ¡el resultado es colosal!
Vestida así, me siento poderosa, elegante y sexy. Nada que ver con mi uniforme de camarera con la chapita.
A las ocho y media, ya más segura, abro la puerta de mi camarote y me sorprendo al ver a Dylan apoyado en la pared. Como siempre, está que cruje y su presencia me pone nerviosa. Él, al verme, se aparta de la pared y yo le pregunto:
—¿Qué haces aquí?
Me mira sin ningún tipo de vacilación. Recorre mi cuerpo con la mirada, la pasea por la raja lateral del vestido y finalmente contesta:
—Esperándote.
Su respuesta, como poco, me sorprende, y más cuando dice, mientras alarga una mano y me la pasa por el pelo:
—Tienes un pelo precioso.
—Gracias.
Tras un silencio en el que no sé qué decir, Dylan, con su expresión de perdonavidas, explica:
—Al no verte en todo el día por las cocinas ni en el comedor, he preguntado por ti y me he enterado de que ahora formas parte de la orquesta. Quería felicitarte.
Su mirada recorre de nuevo mi cuerpo. Madre mía, cómo se me acelera el corazón. Siento que no deja un solo centímetro sin mirar y finalmente se para de nuevo en la enorme raja lateral del vestido. Sonrío al darme cuenta de lo sorprendido que está con mi nuevo aspecto.
«Es gay, Yanira… Recuerda que es gay».
Estoy nerviosa. Él me pone nerviosa, pero dispuesta a que el momento sea más llevadero, giro sobre mí misma con coquetería para lucir mi pinta glamurosa y digo:
—A partir de hoy, por fin voy a hacer lo que me gusta, que es cantar.
—Mantén los pies en el suelo.
Su comentario me hace dejar de sonreír y pregunto:
—¿A qué viene eso?
Dylan calla un momento y luego dice:
—Sólo te aconsejo que, aunque hagas lo que te gusta, sigas siendo tú, y tomes tus propias decisiones.
Lo miro a la espera de algo más, pero no dice nada. Sólo me mira. Eso me ataca más los nervios y, cuando no puedo más, pregunto:
—¿Algo más?
Sus ojos me despistan. Su actitud me confunde. Tan pronto siento que me mira fijamente, como si quisiera algo más de mí, como que desvía la vista con indiferencia.
¡Hombres! Para que luego digan que las complicaditas somos nosotras.
—Pero y este bellezón ¿quién es? —oigo de pronto.
Al volverme, veo que se trata de Tomás y, sonriendo, parpadeo coqueta. A él sí sé que lo vuelvo loco. Sin mirar a Dylan, que no se ha movido, el chico se me acerca y, cogiéndome una mano, me hace dar otra vueltecita.
—Madre de Dios, ¡estás preciosa! —exclama, sin importarle nadie más—. Esta noche, cuando acabes el espectáculo, tú y yo vamos a brindar con una buena botella de vino, ¿qué te parece?
—Prefiero agua —contesto con sorna.
Divertido, Tomás sonríe y yo le devuelvo la sonrisa. Ante mí tengo a Dylan, el hombre que deseo, y a mi lado a Tomás, el hombre que me desea. ¡Qué injusto!
Durante unos minutos, éste se dedica a ponerme por las nubes y en sus comentarios da a entender que entre él y yo existe algo. Dylan sigue sin moverse. Lo escucha impasible. No sé si siente frío o calor. Si está contento o triste. ¡Es totalmente inexpresivo!
Al final, mira hacia el techo, se toca su corto y oscuro pelo e, ignorando a Tomás, dice antes de marcharse:
—Suerte en el escenario. Iré a oírte cantar.
Mientras lo miro marcharse, Tomás exclama:
—¡Qué tío más raro!
Sus palabras me llaman la atención y pregunto:
—¿Por qué?
Agarrándome por la cintura, me acerca a él y responde:
—Llevamos meses juntos en el barco y apenas sé nada de él. Según Fran, que es compañero suyo en mantenimiento, no se relaciona mucho con la gente. Es un tipo extraño y poco hablador.
Asiento. Eso ya lo sabía.
Si algo tengo claro, es que Dylan no es precisamente el rey de la fiesta y, procurando evitar lo que Tomás intenta, murmuro:
—Tengo que irme. No quiero llegar tarde mi primer día.
—¿Quedarás luego conmigo? —Voy a contestar cuando añade—: Este vestido te queda muy bien y no veo el momento de meter las manos debajo de él.
La proposición me excita. Hoy estoy contenta y el sexo sería un buen fin de fiesta. Así que sonrío y respondo:
—Cuando termine la actuación, ¡ven a buscarme!
Tomás asiente con mirada lujuriosa y yo echo a andar, mientras sonrío y pienso: «¿Por qué no?».
Llevamos una hora de actuación y estoy disfrutando como hacía tiempo que no disfrutaba. He bailado, cantado y reído con mis nuevos compañeros y cuando suenan los primeros acordes de Cry me out, sé que ha llegado mi momento. Berta y su marido se echan hacia atrás en el escenario, las luces bajan y una luz directa me enfoca sólo a mí.
Con los ojos cerrados, cegada por el foco, comienzo a cantar:
I got your emails
you just don’t get females now, do you?
What’s in my heart,
is not in your head, anyway.
Mate, you’re too late
and you weren’t worth the wait,
now were you?
It’s out of my hands
since you blew your last chance when you played me.
Mi voz consigue transmitir el íntimo momento y, tomando impulso, continúo:
You’ll have to cry me out,
you’ll have to cry me out.
The tears that I fall, mean nothing at all,
it’s time to get over yourself.
Baby, you ain’t all that,
baby, there’s no way back.
You can keep talking
but baby, I’m walking away.
Sonrío.
¡Soy feliz!
Disfruto de lo que hago e intento transmitir todo lo que siento con esta canción.
Los pasajeros bailan abrazados y me encanta ver que algunos se besan mientras yo canto.
Saboreo la magia que cantar me hace sentir e intento que todos los que me escuchan la sientan. Agarro el micrófono sacándolo del pie y comienzo a moverme por el escenario, mientras me entrego al placer de la música.
Disfruto canción tras canción y cuando toca Vivir mi vida bailo salsa en el escenario mientras canto y la gente lo hace conmigo. Disfrutan también.
En uno de los movimientos y tras un fogonazo de luz, veo a Dylan en un lateral de la sala, apoyado en el quicio de una puerta mientras me escucha. Es un segundo. Un instante. Pero lo he visto.
Pensar que ha venido por mí me gusta y disfruto doblemente la canción mientras la orquesta y yo nos acoplamos perfectamente al ritmo de la salsa. Cuando acabo, el público aplaude y yo me siento especial.
Una hora después, tras acabar la actuación, todos los compañeros de la orquesta me felicitan. Les ha encantando mi voz y mi manera de moverme por el escenario e implicar al público. No soy novata. Eso se nota y lo agradecen.
Estoy pletórica y, tras recibir los halagos de todos, cuando bajo del escenario me encuentro con Tomás. Está esperándome y, mientras se me acerca sin dejar de aplaudir, me dice:
—Increíble, Yanira. Increíble.
Sonrío. No puedo dejar de sonreír, pero inconscientemente busco con la mirada a quien no debo.
Tomás no demuestra en público más confianzas de las necesarias. Sabe que eso estaría mal visto y murmura:
—En mi camarote tengo una cubitera con un estupendo champán que he pillado de la cocina. Y, si me lo permites, regaré con él tu cuerpo y después me lo beberé.
Sus palabras me excitan, me ponen, me calientan. Aunque no pienso en que quien me beba sea él, sino Dylan. Pero no debo seguir pensando en eso. Así que sonrío y contesto en voz baja:
—Me parece genial.
Él asiente, pero cuando echamos a andar, se me acerca el director de la orquesta y yo me paro. El hombre está encantado de tenerme con ellos, me dice. En ese momento me suena el móvil. Un mensaje.
Soy Tomás. Te espero en el camarote B62.
Asiento y veo que él se marcha mientras yo sigo hablando con mi nuevo jefe.
Diez minutos después, retomo mi camino, pero decido salir un momento a cubierta para tomar un poco de aire.
Menudo subidón tengo tras el espectáculo.
Me quito los zapatos, que me están matando. Camino descalza por la cubierta y me paro donde unas noches antes Dylan me hizo la cobra.
¡Qué momento tan bochornoso!
De pronto, oigo:
—¿Tienes sed?
Al volverme, veo al objeto de mis más oscuros deseos aparecer con dos copas en una mano y una cubitera con una botella dentro.
«Ojalá éste también quisiera regar mi cuerpo con champán», pienso.
Con una sonrisa que me deja atontada, se acerca a mí. Sin tacones, le llego por la barbilla. Deja la cubitera en una mesita y, sin preguntar, acerca dos hamacas. Luego me quita los zapatos de la mano, los deja en el suelo, me hace sentar, enciende su iPod y suena una música maravillosa. Lo miro encantada, mientras él, sentándose en la otra hamaca, dice:
—Maxwell es un cantante de R&B y soul norteamericano, de padre puertorriqueño. —Al ver que lo miro, añade sonriendo—: Como ves, me sigue tirando la sangre boricua. —Sonrío a mi vez y él prosigue—: Mi hermano mayor me regaló su primer disco: «Maxwell’s Urban Hang Suite» y a partir de ahí no he dejado de escucharlo. Ese disco salió en el 96 y al año siguiente Maxwell grabó una sesión en directo de sus temas para MTV Unplugged. Mi madre nos llevó y pudimos oírlo en directo. Escuchar a Maxwell es relajante. Su música es sensual y su voz, una maravilla.
De pronto siento celos de ese Maxwell.
¿Yo celosa?
Lo escucho anonadada. Está claro que el tal Maxwell le pone más que yo. Dylan habla durante un buen rato de ese músico para mí desconocido, hasta que me mira y murmura:
—Oírte cantar a ti me ha producido el mismo efecto que él. Me relaja.
Vale, ¡errorrrrrrrrr!
Yo no quiero relajarlo… ¡quiero excitarlo!
Me entrega una de las copas de cristal y, al cogerla, pregunto:
—¿Pretendes emborracharme?
Me mira divertido y niega con la cabeza:
—No.
Y, sin más, saca una botella de la cubitera igual que la que el Rancio me prohibió beber días atrás y añade en tono guasón:
—Agua sin gas Elsenham. Baja en sodio y rica en calcio, hierro y estroncio.
Eso me hace reír.
Está claro que es un hombre detallista y que ha prestado atención a mi negativa a tomar el champán que me ha propuesto Tomás. Lo miro con la copa en la mano.
—¿De dónde has sacado esta botella? —pregunto.
—Del almacén.
Suelto una carcajada y cuchicheo:
—¡Como nos pille el Rancio, nos va a montar una buena!
Dylan sonríe. Tiene una sonrisa increíble.
—¿Habías probado esta agua alguna vez? —inquiere.
—Pues no —digo, mientras me llena la copa—. Por lo general bebo agua del grifo o, como mucho, de la que compro en el súper.
—Saboréala. Es exquisita.
Pero vamos a ver, ¿qué hombre utiliza la palabra «exquisita»?
Cada vez lo veo más gay. Ay, Dios, qué penita.
Hago lo que me pide y, efectivamente, ¡está muy buena!
—Mi padre siempre dice que el agua aclara las ideas, ¿no crees que es verdad? —dice.
Eso necesito yo, ¡aclararme! Asiento divertida.
—Tu padre tiene toda la razón.
La sensual música sigue sonando a nuestro alrededor. Dylan vuelve a llenar los vasos y al ver que yo no digo nada, pregunta:
—¿Brindamos?
—¿Con agua?
—Sí.
—Somos pobres hasta para brindar con agua —afirmo, y antes de que responda, agrego—: ¿Tú no sabes que eso trae mala suerte?
—¿Brindar con agua trae mala suerte?
Asiento divertida y añado:
—Te agradezco el agua, pero no brindaré. Soy muy supersticiosa y hay cosas que, en mi opinión, nunca hay que hacer y que yo no hago.
Dylan sonríe, bebe de su agua y pregunta:
—¿Como qué?
Yo también bebo un buen trago de mi copa y dejándola luego sobre una mesita de plástico blanco, explico, mientras me retiro el pelo de la cara:
—No brindo con agua. Tengo cuidado de no derramar sal sobre la mesa, lo que trae desventuras. No duermo a la luz de la luna, porque dicen que si lo haces muchas veces puedes perder la razón. Nunca he visto a una novia antes de la ceremonia para no darle mala suerte y, por supuesto, nunca me he puesto un vestido de novia o la mala suerte sería para mí. Con los espejos tengo especial cuidado, porque si los rompo eso me traería siete años de mala suerte. En martes y trece procuro no hacer nada importante. Nunca abro un paraguas dentro de casa para no atraer a los males. No mezclo adornos dorados y plateados por eso de oro y plata, mala pata. Nunca dejo el bolso en el suelo para que el dinero no vuele. Nunca duermo con los calcetines puestos y si alguna vez me quedo viuda, espero no vestir de negro en el entierro.
Dylan alucina.
Su cara es todo un poema tras lo que le acabo de soltar y, curioso, me pregunta:
—¿Por qué si te quedas viuda no vestirás de negro en el entierro?
Doy otro traguito de esta agua, que está de muerte.
—Según me explicó mi abuela Nira, la viuda que no viste de negro impide que el espíritu de su marido regrese a ella y como mi abuelo no le dio muy buena vida, no se vistió de negro y dice que nunca la molestó. Así que si yo me caso alguna vez, cosa que dudo, porque ese rollito no va conmigo…, ¡le haré caso!
Ahora le tengo flipado del todo y vuelve a preguntar:
—¿Y por qué no se puede dormir con calcetines?
—Porque sólo los muertos duermen con ellos y, si lo haces, estás pidiendo a gritos morirte.
Por su cara y su gesto veo que no da crédito a lo que escucha y, finalmente, suelta una sonora carcajada. No sé si enfadarme o no y entonces dice:
—Tengo que decirte que, en ese caso, soy un auténtico maldito para ti.
—¿Por qué?
—Porque muchas de esas cosas que tú no haces, yo las he hecho.
—¿No me digas?
—Sí. He brindado con agua con mi padre en más de una ocasión. Me encanta dormir al aire libre bajo la luna y, si la memoria no me falla, creo que he dormido más de una vez con calcetines en alguno de mis viajes a la Antártida.
—¿Has estado en la Antártida?
—Sí.
Encantada, comento soñadora:
—Tiene que ser una verdadera pasada.
Dylan asiente, sonríe y se levanta. Me tiende una mano y pregunta:
—¿Bailas?
Yo lo miro atónita y él insiste:
—Vamos, baila conmigo esta canción.
Le doy la mano como una autómata y él tira de mí, me acerca hasta su cuerpo y murmura pausadamente ante mi boca:
—Till the cops come knockin’ es mi canción preferida.
Madre mía, ¡que me lanzo!
Dios…, este hombre me va a volver loca.
Sin decir nada, me acerco a él y comienzo a moverme al compás de la lenta y sensual canción, mientras su olor me impregna por completo y mi excitación sube y sube a unos límites que me dejan sin fuerzas. Me gusta, me excita ser más baja que él. Sí, sé que es gay, pero me pone, me calienta y no puedo remediar sentir lo que siento.
—¿Te gusta la canción? —pregunta.
—Sí —respondo, con un hilo de voz.
Dylan me aprieta más contra él y añade:
—Mi madre siempre decía que cuando uno está feliz, escucha música, pero que cuando está triste o desesperado, entiende la letra de la canción.
Estoy de acuerdo. Su madre tenía más razón que un santo.
No me atrevo a apartar la barbilla de su hombro. Sé que si lo hago voy a querer besarlo y no quiero que me vuelva a hacer la cobra. Pero Dylan me tienta. Me provoca. Pasea su nariz por mi pelo, su boca y eso me hace temblar. No sé cuál es su juego, pero sí sé que al mío no va a querer jugar.
Su mano baja lentamente por mi espalda, pero se para al final de la misma. No se propasa, no hace nada indecoroso, sólo baila conmigo y yo siento el poder que tiene sobre mí.
Cuando la canción acaba, con galantería me invita de nuevo a sentarme en la hamaca, y de los nervios que tengo me río. Cojo la copa y bebo agua, pero me tiembla la mano y parte de esa agua acaba en mi escote. De nuevo vuelvo a reír. ¡Qué torpe soy!
—Hay muchas cosas que no sabes de mí, Yanira —dice Dylan de pronto.
Lo miro mientras me seco el escote y no respondo. No puedo.
Él me observa a la espera de que yo diga algo y decido ser sincera y explicarle que sé su secreto. Debe dejar de actuar como un hombre varonil ante mí o me volverá loca. Así que dejo la copa sobre la mesa y empiezo:
—Tengo algo que decirte.
—Tú dirás —responde, con una voz que me hace suspirar.
—Sé una cosa sobre ti.
—¿El qué?
—La otra noche te vi.
—¿Ah, sí? ¿Dónde? —pregunta, clavando sus ojos en mí.
¡Allá voy!
Nerviosa por el terreno pantanoso en el que me voy a meter, aclaro, no sin antes resoplar:
—Quiero que sepas que yo no juzgo a nadie por su condición sexual. Es más, tengo unos muy buenos amigos, Luis y Arturo, que son lo mejor que he conocido en mi vida.
Veo que el morenazo arruga el entrecejo y murmura:
—No te entiendo.
¡Mal rollito!
Bebo otro poco de agua. ¿Se puede saber qué estoy haciendo? Me aclaro la garganta, levanto el mentón y digo bien claro para que todo mi cuerpo se entere de una puñetera vez y deje de calentarse cuando lo ve:
—Sé tu secreto.
Su voz es gélida y gruñe:
—¡¿De qué hablas?!
—Vamos, Dylan, no disimules conmigo. Me has entendido perfectamente. —Y acercando mi cara a la suya, cuchicheo—: Tranquilo. Por mí nadie se enterará.
Palidece por instantes y, levantándose, repite:
—¡¿De qué hablas?!
Lo niega. Ay, pobre. Qué mal rato le voy a hacer pasar.
Me da hasta penita e, intentando mantener la calma, susurro:
—No levantes la voz. Te he dicho que tu secreto está bien guardado conmigo.
—Pero ¿me quieres decir a qué secreto te refieres?
Frunce el cejo… Yo parpadeo.
Sonrío… Él no.
Me suena el móvil. Un nuevo mensaje de Tomás.
No tardes. Tengo el champán preparado.
Dylan, que está a mi lado, veo que lee el mensaje y exclama:
—¡Joder!
Lo miro y su expresión es, como poco, despectiva. Luego se levanta de la hamaca y camina arriba y abajo por la cubierta. Da vueltas, me mira y vuelve a soltar otro taco.
Que yo sepa su secreto lo ha molestado mucho, por lo que, acercándome, repito:
—Escucha, tu secreto está a…
—¡¿Cómo te has enterado?!
—Eso da igual, Dylan.
Me coge del codo, me atrae hacia él y sisea cerca de mi cara:
—Nadie lo sabe. Si alguien se entera, sabré que has sido tú.
Asiento. Desde luego, quiere guardar su secreto de una manera increíble y contesto:
—Tranquilo, por mí nadie sabrá que eres gay.
Sus ojos me fulminan y veo que esa palabra no le gusta. He intentado omitirla, he intentado hacerle saber lo que sé sin decirla, pero al final la he soltado.
Dylan parpadea desconcertado, pero su expresión cambia al cabo de unos segundos y veo que esboza una leve sonrisa cuando dice:
—Te agradezco tu complicidad, Yanira.
Sonreímos los dos y él pregunta:
—¿Cómo te has enterado?
Doy un paso atrás y mi trasero choca contra la barandilla.
—Yo estaba de guardia en la cocina y Tony pidió unos sándwiches y, bueno…, vi tu ropa en el suelo, tu chapa identificativa sobre la mesilla y oí el sonido de la ducha. Y como él es gay. —Pongo los ojos en blanco, muevo la cabeza y añado—: Vamos, blanco y en botella… Pero repito, tranquilo, en mí puedes confiar.
Durante unos segundos nos miramos a los ojos.
¡Qué ojazos tiene, Dios santo! Pero su boca es lo que me vuelve loca. Lo que daría yo por poder morder con deleite esos maravillosos y tentadores labios.
No sé lo que pasa por su cabeza, pero sí sé lo que pasa por la mía: ¡sexo! Finalmente, tras unos segundos de una tensión que me deja estupefacta, asiente con la cabeza y, acercándose a mí con una actitud que me pone a mil, murmura:
—Gracias.
Azorada por su cercanía, por su olor, por su galantería, consigo responder:
—De nada.
El móvil me pita. Otro mensaje de Tomás.
Te espero ansioso.
Dylan lo vuelve a ver y pregunta, acercándose aún más:
—¿En serio te vas a acostar con ese guaperas de manual?
Sin dudarlo, asiento. Total, yo sé su secreto. No creo que él cuente el mío.
—Una tiene sus necesidades y al igual que tú las satisfaces a tu modo, con quien te parece bien y a tu manera, yo lo hago a la mía —contesto, aprisionada entre la barandilla y él.
El cuerpo de Dylan roza el mío y puedo sentir su erección.
Oh, Dios… Oh, Dios, ¿será por mí?
¿Lo excitará pensar en Tomás, en Tony, en Maxwell o en mí?
Sin duda soy la última opción.
Hechizada por su mirada, por su cercanía y por su aroma, acerca con peligro su boca a la mía y, sin dudarlo, me da un pico rápido.
Yo abro la boca, estupefacta.
—¿Qué haces? —pregunto.
Dylan pone con delicadeza las manos en mi cintura y responde contra mi boca:
—Pruebo tu sabor y te pruebo a ti. Reconozco que me atraes como mujer…
Bueno… bueno… bueno…
El plan A se acaba de reactivar.
¿Es gay o será bisexual?
Todavía sujetándome por la cintura, siento que me aprieta contra él y estoy a punto de gritar al notar su latente miembro. Sin dejarme hablar, ni preguntar nada, se acerca de nuevo a mis labios y me los mordisquea con auténtica desesperación.
¡Dios existeeeeeeeeeee!
Yo no desaprovecho la ocasión y abro la boca para recibirlo. En este instante no me importa nada su condición sexual. Sólo me importa el momento. Disfrutarlo. Vivirlo. Sentirlo.
Su beso es apasionado…
Ardiente…
Sus labios son todos míos y se los muerdo como llevaba tiempo ansiando.
Sus manos comienzan a volar por mi cuerpo y una de ellas encuentra la sexy raja lateral de mi vestido de lentejuelas. Me toca los muslos, sube hasta mi trasero y me lo aprieta.
«¡Oh, sí, mi niño! No pares».
Dispuesta a dejarme llevar por la lujuria, separo las piernas y noto cómo su mano se mueve hasta llegar justo donde yo lo quiero recibir. Sin dejar de besarme, lleva un dedo hasta mis bragas y me toca por encima de ellas.
¡Joder qué morboooooooo!
Un jadeo de placer sale de mi boca y Dylan me mira. Apoya su frente en la mía y murmura:
—Te gusta.
Asiento. ¡Como para decir que no! Luego añado con todo el descaro del mundo:
—Me gustaría más que…
—Disfruta del momento —me corta, mientras retira mis braguitas a un lado e introduce el dedo en mi interior.
Yo me agarro a sus hombros mientras su dedo entra y sale de mí, haciéndome ver estrellitas de lujuria.
La sensual música, Dylan y su dedo en mi interior me vuelven loca. Busco su boca y le muerdo el labio inferior como una loba, aprieto. Con seguridad le hago daño, pero no puedo parar. Cuando segundos después me suelta y yo le suelto el labio, él se lo toca y murmura:
—No debemos continuar…
Quiero entender lo que dice.
Quiero entender sus limitaciones en el sexo con una mujer.
Pero quiero que continúe y me haga suya.
—No me dejes así.
—No debo…
—Continúa —exijo molesta.
Dylan sonríe de medio lado y susurra a la vez que acerca su nariz a la mía:
—Estás muy sexy cuando te enfadas.
Un gruñido sale de mi interior. ¿A qué está jugando?
Veo que lo piensa. Me mira, mete la mano en la cubitera y, con una sonrisa peligrosa, dice, atrayéndome de nuevo hacia él:
—Caprichosa.
Con rapidez, devuelve su mano mojada y fría a donde antes estaba y me masturba. Le facilito el acceso separando los muslos.
¡Oh, sí!
El aire me alborota el pelo y lo beso. Le muerdo los labios y lo obligo a abrir la boca. Mi corazón bombea con fuerza y de pronto me siento viva… muy viva.
Quiero tocarlo. Necesito hacerlo. Llevo una mano hasta su entrepierna y toco su miembro por encima del pantalón. Sí… sí… sí… ¡así me gusta! Está tremendamente duro y me muero por meter la mano y tocar la suavidad de su piel.
Dylan suelta un gruñido varonil y, quitándome la mano de donde la tengo, me ordena:
—Agárrate a mis hombros y déjame a mí.
—Pero yo quiero…
—Déjame disfrutar de una mujer —insiste para que me calle.
Una mujer. Para él sólo soy eso: una mujer.
Él es gay y ¡tengo que aceptarlo!
Pero ahí estamos los dos, dándonos placer sin llegar a culminar lo que yo anhelo. De pronto se oyen unas voces y Dylan me lleva en volandas hasta un lateral, donde su cuerpo y la oscuridad ocultan quiénes somos, mientras su dedo en mi vagina y mi lengua en su boca no paran de investigar.
Un calor enorme sube por mi cuerpo y cuando siento que su dedo se para en mi clítoris y lo aprieta, ese calor explota y, con él, mi placer hasta quedar completamente desmadejada entre sus brazos, mientras lo oigo decir en mi oído:
—Caprichosa.
Asiento y sonrío.
Pasados unos minutos, cuando ambos hemos recuperado la compostura, saca la mano de entre mis piernas y veo que se la limpia con un kleenex que se saca del bolsillo.
No sé qué decir.
No sé qué pensar.
¿Qué hemos hecho?
Nuestras miradas se encuentran. Estoy a punto gritar de satisfacción cuando, de pronto, todo acaba tan repentinamente como empezó y, mirándome, Dylan afirma mientras me suelta:
—Esto no puede volver a pasar.
Lo miro alucinada y, agitada, señalo:
—Tú has sido quien lo ha iniciado. Pero…
Él me mira y, con un movimiento seco con la mano, me pide que me calle. Estamos a escasos centímetros el uno del otro y comenta:
—Espero que, tras lo ocurrido, esta noche no necesites a Tomás.
Da un paso atrás y, con una expresión que soy incapaz de descifrar, dice antes de marcharse:
—Buenas noches, Yanira.
Con los ojos como platos y el deseo en mi interior, observo cómo ese impresionante hombre que hace unos segundos me besaba y masturbaba con lujuria se aleja de mí.
Atónita por lo ocurrido, levanto el mentón, cojo el iPod desde el que suena la música y camino por la cubierta. Me cruzo con Tony y con Tito, que me sonríen, y yo les devuelvo la sonrisa. Me voy directa a mi camarote. Tras lo ocurrido, la que no quiere ir al de Tomás soy yo, pero la cabeza me da vueltas ¿Qué he hecho?
Camino como en una nube y cuando llego a mi habitación, deseosa de hablar con Coral, me quedo con cara de boba al ver que no está. Ha dejado una nota sobre mi camastro que dice:
Regresaré en una hora. Descansa y sé buena.
¡¿Buena?!
Por el amor de Dios, ¡me encantaría ser mala! Pero mala malísima con Dylan.
Mi móvil vuelve a sonar. Es Tomás. Me espera. Pero no quiero ir y, tras enviarle un mensaje rechazando su oferta, apago el móvil para que no me moleste y me deje en paz.
Me quito el vestido de fiesta, los zapatos y me tumbo en mi cama sólo en bragas. Hace calor o, mejor dicho, ¡yo tengo calor! Miro los muelles de la cama de arriba mientras mi mente revive una y otra vez lo ocurrido. Su sabor. Su tacto. Su ímpetu al besarme. Se me escapa un gemido al sentir el roce de las sábanas en mis pechos.
Estoy excitada.
Dylan me ha vuelto loca. Imaginar lo que podría haber pasado entre los dos si me hubiera deseado como un hombre heterosexual hace que me suba la presión sanguínea y acelera los latidos de mi ya descontrolado corazón.
Fantasear con él me hace morderme los labios, donde aún siento su sabor, mientras experimento unas enormes ganas de tocarme y jugar.
Cierro los ojos y me acaricio el pelo imaginando que es él quien lo hace. Lo noto. Lo siento. Segundos después, mis manos, que son las suyas, bajan por mi cuello y mis pechos, hasta llegar a mis pezones, que están duros y turgentes. Me los aprietan. Me los masajean. Sin abrir los ojos, las manos bajan ahora hasta mi vientre, que tocan con mimo y después se dirigen a la cara interna de mis muslos y los abren.
¡Oh sí… sí!
Noto un intenso calor en mi entrepierna. Jadeando, me toco por encima de las bragas. Las siento húmedas. Abro los ojos. No puedo más. Me levanto, saco mi maleta del pequeño armario y busco en el neceser que tengo dentro hasta encontrar mi vibrador rosa, al que llamo Lobezno, en honor a Hugh Jackman.
Mientras me quito las bragas, murmuro:
—Hoy trabajas, Lobezno.
Acto seguido, enciendo el iPod y busco la sensual canción que he bailado con Dylan en la cubierta del barco. Una vez la encuentro, cierro los ojos y la lujuria regresa a mí. Me tumbo en la cama, me acaricio el clítoris con la yema de los dedos y suspiro al recordar cómo él ha recorrido esa parte de mí, que sigue húmeda. Movimientos circulares me hacen jadear y, tras encender a Lobezno, abro las piernas y grito al ponerlo donde Dylan me ha tocado. Descubro anhelante que cada movimiento, cada pensamiento, cada jadeo que sale de mi boca es por él. Por Dylan.
La vibración aumenta y con ello mi placer, mi goce, mi locura.
Jadeo su nombre…
Oigo cómo me dice «Disfruta del momento».
Recuerdo su boca, sus ojos, sus manos, la dureza que había entre sus piernas y, mientras fantaseo con ello, me retuerzo en mi cama y me convulsiono de placer. El clímax toma mi cuerpo y me muerdo los labios mientras la sensual canción de Maxwell sigue sonando. Recuerdo cómo le he mordido los suyos y jadeo aún más. El placer estalla en mí y siento que mis jugos empapan mis muslos. Cuando dejo caer a Lobezno en la cama, sé que he conseguido lo que buscaba, pero sigo deseando a Dylan.