12

No jodas, por favor

Dos días después, mi desazón sigue igual.

No estoy de muy buen humor y el Rancio parece que va a por mí con más ganas. Está visto que ése y yo nunca vamos a ser amiguitos.

En estos dos días, he indagado con otras chicas sobre Dylan sin revelar lo que sé. Todas hablan maravillas de él. Que si es tan caballeroso, tan agradable, tan educado. La gran mayoría muere por sus huesitos, pero ninguna ha conseguido nada de él.

Ahora me doy cuenta de la cantidad de detalles que se me han pasado por alto por estar tan cegada con ese tipo.

1.º Nunca va sucio a pesar de trabajar en el almacén.

2.º La cremita que se da en las manos cada dos por tres y el hecho de que se ponga guantes de látex para trabajar. Nadie lo hace excepto él.

3.º Nunca se lo ha relacionado con ninguna de la plantilla.

4.º Come siempre rodeado de sus compañeros hombres.

5.º Y no bebe nada en lata, ni directo de la botella por los gérmenes. Pero ¿qué tío no bebe a morro?

Qué pena.

Qué pena más grande y qué decepción llevo en cuerpo y alma.

Con el buen radar que tengo yo para percatarme de quién es quién, ¿cómo no me he dado cuenta antes?

Definitivamente, viajar en barco no me sienta bien. ¡Nubla mi sexto sentido!

Hoy es un día de locos. Los pasajeros tienen una hambre atroz y yo corro para satisfacer sus necesidades, bajo la continua mirada del Rancio y recibiendo sus continuas broncas. No sé cuánto voy a aguantar sin decirle cuatro frescas.

Cuando entro en la cocina, Coral, al ver mi gesto de apuro, viene hacia mí y me pregunta con una manga pastelera en la mano:

—¿Qué ha pasado con el Rancio?

¡Voy a explotar!

—Ese tío es idiota y en su pueblo no lo saben. —Y quitándole la manga pastelera de las manos, pregunto—: ¿Nata o crema?

—Nata.

Me encanta la nata. Sin dudarlo, la levanto y aprieto y la boca se me llena de ella. Está exquisita, deliciosa. Mi amiga cuchichea:

—Que ese que tú y yo sabemos sea de la otra acera no tiene por qué hacerte comer como una salvaje.

—Tengo ansiedad —replico.

—Comer así no es sano. Vas a hacer que te estalle el uniforme.

—Mira, mi niña, una vez que sé que con él no voy a disfrutar de las seis fases del orgasmo, ¡me importa un pepino ser gorda o flaca! ¡Joder! El único hombre que me interesa en todo el barco y nunca me va a mirar como yo quiero… Qué decepción. Al menos, la nata no decepciona. Ella siempre me da lo que necesito.

Veo que Coral pone los ojos en blanco y dice:

—Como siempre, tan dramática. —Y al ver que sigo engullendo nata como una descosida, pregunta—: ¿Qué tal? ¿Está buena?

—¡De muerte! —contesto y sigo engullendo.

De pronto, con el rabillo del ojo, veo al culpable de mi ansiedad entrar en la cocina con una caja de vinos y unos auriculares puestos. ¿Qué música escuchará? Rápidamente, me aparto la manga pastelera de la boca, pero la nata continúa saliendo y cae sobre mi cara y mi uniforme.

—Pero ¿qué haces? —ríe Coral al verme.

Horrorizada, cuchicheo:

—El idiota y el ridículo… fijo.

Muerta de vergüenza, miro a Dylan de reojo para ver si me ha visto y su sonrisita me confirma que sí. ¡Mierda! Intento disimular. Aunque sea gay, me sigue poniendo una barbaridad. Una de las pinches, la tetona, se dirige a él y le indica dónde tiene que dejar la caja. Coral, que se percata de todo, susurra mientras me da una servilleta.

—Bueno… bueno… bueno… será lo que sea, pero vamos… decir que está tremendo es decir poco.

Asiento mientra me limpio la cara. Tengo nata hasta en las cejas y Dylan se acerca a nosotras.

Por Dios, ¡qué humillación!

Se me pegan las pestañas y maldigo al notar que la nata me ha entrado en un ojo. La lentilla se resiente.

Al llegar casi a nuestra altura, sin saludarnos, Dylan abre una de las cámaras frigoríficas y se mete dentro.

—Joder… joder… cómo me he puesto —mascullo, mientras la nata se me pega al pelo.

—¿Qué te pasa en el ojo? —pregunta Coral.

—La lentilla.

Parpadeo y parpadeo, pero la nata me la ha ensuciado y me nubla la vista.

Coral, divertida, murmura al ver mi apuro:

—Yo que tú, aun sin ver, me metería en la cámara y probaría la mercancía. Seguro que a él también le gusta la nata.

—¡Coral, pero si es gay! —replico, bajando la voz.

—Mi niña, por probar no se pierde nada.

Me río, mientras la lentilla y la nata me joroban el ojo.

Mi amiga me conoce muy bien y sabe que, como me guste un hombre, ¡voy a por él! Pero en este caso no puedo. No quiero hacer más el ridículo.

—La verdad es que este madurito que aún no ha salido del armario está que cruje. ¿Algún plan? —insiste divertida la pesadita de Coral.

—Sí. Uno: ¡olvidarlo!

Pero incapaz de callar el chorreo de palabras que burbujea dentro de mí, añado, mientras guiño los ojos, y me limpio la nata de las pestañas.

—Diosss, la verdad es que tiene los labios más sensuales que he visto en mi vida. Tú me conoces y sabes que es la clase de hombre que me provoca y me revoluciona la sangre de lo sexy que es y porque lo intuyo… lo intuyo… posesivo. Fuerte. Sí. Exacto. ¡Fuerte! Presiento que tiene que ser una bomba en la cama y es verlo y querer besarlo, arrancarle la ropa…

—Yanira… —susurra mi amiga, pero yo estoy embalada.

—Es verlo y toda yo me caliento a unos niveles que te juro que no lo entiendo. Incluso sabiendo ¡eso!… me pone… me calienta… me hace sentir tonta y ridícula si me pilla mirándolo y…

—Yaniraaaaa…

—Y mira lo que te digo, asumo que soy invisible para él, asumo que no soy su tipo porque no tengo bigote, ni bíceps marcados, ni algo colgando entre las piernas, pero por el amor de Dios… ¡si hasta su nombre me excita! ¡Dylan! ¡Dylan! ¡Dylan! Oh, Señor, ¡qué pedazo de nombre más morboso y masculino! Pero vale. Lo requeteasumo. No soy su tipo y nunca lo seré. —Cierro los ojos mientras me noto las manos pringosas de nata—. Pero ese tío te juro que me pone, me pone mucho y creo que me voy a volver loca si no me dice algo y…

—¿Estás mejor? —pregunta una voz justo detrás de mí.

¡Oh… oh…!

Coral sonríe y entiendo su sonrisa.

¡Creo que el objeto de mi deseo me acaba de decir algo!

¡Tierra, trágame!

¡Qué bochorno!

Recomponiéndome como puedo, me doy la vuelta. No me he visto en un espejo, pero mi aspecto tiene que ser como poco peculiar. Sin embargo, lo miro como si no pasara nada y contesto:

—Sí. Gracias. Estoy mej…

No puedo decir más, porque al tener un ojo cerrado, la encimera no está donde yo creía que estaba y, al apoyarme en ella, pierdo el equilibrio. Al notar que me caigo, estiro una mano y agarro la camisa de Dylan, pero ésta se rasga y el desastre está servido.

Pataploffff…

Pedazo barbillazo el que me acabo de dar contra el suelo de la cocina del barco.

Se me para la respiración y siento que todo rebota a mi lado. Intento disimular, pero el bochorno es terrible.

¡Qué torpe soyyyyyyyyy!

Ahora soy Gordi-torpe-cienta.

Alucinado por mi repentina caída, Dylan, el hombre de mis más perturbados sueños sexuales, se agacha con gesto preocupado y pregunta:

—¿Estás bien?

Plan A: le digo que no y le pido que me haga el boca a boca para no morirme.

Plan B: lloro como un ewok por el dolor de la barbilla.

Plan C: dejo de hacer el ridículo.

Finalmente me decanto por el plan C. Creo que es el más digno.

Veo que Dylan abre un congelador, coge hielo y, envolviéndolo con un paño limpio de cocina, se quita los puñeteros guantes de látex y me lo pone en la barbilla.

—¡Aug!

—Lo sé. Duele —dice mirándome—. Te has dado un buen golpe. Un poco más y te abres la barbilla.

De pronto me doy cuenta de que lleva la camisa abierta. ¡Guauuuuu, menudos pectorales! Recuerdo haberle desgarrado la camisa en mi caída.

—Si querías verme el torso, sólo tenías que haberme pedido que me quitara la camisa.

Me entra la risa floja.

Dylan me mira sorprendido por mi reacción e, intentando con todas mis fuerzas aplacar mi inoportuna risa, le digo a la alucinada Coral:

—Dame papel para que me limpie el ojo.

Pero el morenazo parece tener mil manos y él mismo me proporciona el papel, mientras mi amiga dice:

—Iré por algo para abanicarte. Estás como un tomate.

Coral se va y yo no sé qué decir. Dylan me ayuda a levantarme del suelo y sentarme en una silla.

—¿Te duele algo?

Digo que sí con la cabeza y, ante su cara de estupefacción, aclaro, con el hielo en la barbilla:

—Mi orgullo.

Ambos nos quedamos callados. Creo que me entiende. Acabo de hacer el mayor ridículo del mundo y lo respeta en silencio. Pero al estar en cuclillas ante mí con la camisa abierta, me vuelvo a fijar en sus abdominales. ¡Son increíbles! Y me llama la atención algo que le cuelga del cuello. Es un cordón negro con una pequeña llave plateada. Parece antigua y es muy bonita.

Él se da cuenta de lo que miro y tocando la llave dice:

—Me la regaló mi madre.

Asiento. El dolor de barbilla me está matando. Me toco los dientes con la lengua.

¡Que estén todos… que estén todos!

Por suerte, así es y ninguno se mueve. Respiro aliviada.

Sin decir nada, me saco la cajita de las lentillas del bolsillo del uniforme y me quito la que me está fastidiando el ojo, sucia de nata.

¡Qué descanso, por favor!

Dylan, al verme, me reprocha:

—Deberías lavarte las manos antes de tocarte el ojo. Las tienes llenas de bacterias y de suciedad.

Ya salió su vena gay.

No lo miro. No le contesto.

Sé que tiene razón en cuanto a que debería lavarme las manos, pero no me da la gana de dársela. No dice nada más. Sólo me observa y yo, cuando termino de limpiar la lentilla, me la vuelvo a poner con chulería, tomo aire, lo miro y suelto:

—Aclaremos una cosa. No sólo has oído lo que he dicho sobre ti, sino que también me has visto pringada de nata y, por si fuera poco, me despanzurro delante de ti sin ningún glamour. Y…

—¿Ese Dylan… del que hablabas era yo?

¡Mierda!

Yo sola acabo de descubrirme de nuevo. No asiento. No confirmo y no me muevo.

¿Se puede ser más torpe y bocazas?

Él, al ver mi apuro, sonríe y se acerca un poco más.

¡Madre mía, es impresionante!

Me vuelvo a quedar sin respiración cuando me posa el pulgar justo por debajo de los labios durante unos instantes. Al retirarlo, veo nata en su dedo. Se lo chupa y, en tono íntimo y voz ronca murmura:

—Deliciosa.

Joder, joder y joder.

¿A que le digo que se lave el dedo antes de chupárselo? Pero al final me callo. Mejor mantengo la boca cerrada o sé que la voy a liar más.

De nuevo me entra la risa. Pero ¡qué idiota soy! Y para desviar el tema, miro los auriculares que le cuelgan del cuello y pregunto:

—¿Qué estás escuchando?

—Maxwell, ¿lo conoces?

Niego con la cabeza y él dice:

—Hazlo. Te gustará.

Coral aparece con unas recetas plastificadas para darme aire. ¡Su cara es todo un poema!

Dylan se levanta, da un paso atrás, me guiña un ojo y, sin decir nada más, se marcha por donde ha venido.

Coral, divertida, se ríe y yo, horrorizada, protesto:

—No sé dónde le ves la gracia, ¡joder!

Esa noche, cuando llego a mi camarote y me tumbo en la cama, la barbilla me duele horrores; me va a salir un moratón enorme. Pero no me importa. El solo hecho de haber tenido a Dylan tan cerca durante esos minutos, bien vale este porrazo.

Tres días después, mi moratón en la barbilla es patrimonio de todo el barco. Todo el mundo lo mira.

¡Como para no verlo!

Todo el mundo especula.

¡Como para no especular!

Al final hasta le pongo nombre: ¡Mori!

¡Seré hortera!

Esa noche, cuando terminamos de trabajar y me dirijo hacia mi camarote, Coral me para.

—Tengo que pedirte un favor.

—Tú dirás, mi niña.

Ella se rasca la nuca y, tras pensar lo que me va a decir, suelta casi de corrido:

—He quedado con alguien y necesitaría un par de horas el camarote.

—¿Con quién has quedado? —Y al ver que no contesta y sólo ríe, insisto—: ¿Con el colombiano?

—No.

—¿Con el ruso de recepción?

—No.

Diez minutos después, tras haber repasado la plantilla de medio barco, finalmente confiesa:

—Vale, lo admito, en cuanto a los hombres se refiere, estoy desatada, estoy en fase Comecienta. —Yo suelto una carcajada y ella prosigue—: He estado con Toño cuatro años y he sido la tía más fiel y entregada del mundo. ¿Y para qué? Para que me llame gorda delante de sus amigos y me humille.

—Coral, deberías pensar las cosas, tú no eres como yo. Tú crees en el amor, en el romanticismo, en…

—Se acabó el romanticismo —me corta—. Viviré la realidad. Hombre que me guste, hombre que como pueda me lo meriendo. Me he dado cuenta de que el tiempo pasa, mi cuerpo se deforma y quiero disfrutar. Y hay un pasajero argentino…

—Coral… —gruño, tocándome la frente—. Sabes que en el barco están prohibidas las relaciones entre la tripulación y aún más con los pasajeros. No puedes llevarlo a nuestro camarote, ¿en qué estás pensando?

—Pues pienso en lo que pienso, ¡en tirármelo y disfrutar de las seis fases del orgasmo!

Río divertida.

Ella también se parte de risa. Desde luego, ha decidido dar un nuevo rumbo a su vida y nadie la va a hacer cambiar de idea.

—¿Quién se va a enterar? —dice.

Esta tía es un caso perdido. Basta con que alguien le prohíba algo para que ella lo haga. Mirándola, pregunto:

—¿Por qué no vas tú a su camarote?

—Porque está prohibido.

Al oírla decir eso, la miro y me río. Finalmente, resoplo y la acepto como es.

—De acuerdo —digo—. Camarote todo tuyo. Pero cuando acabes, mándame un mensajito para que pueda volver, ¿vale?

Sos una grosa.

—¿Qué has dicho?

Coral se ríe y, divertida, aclara:

—Eso me dice Luciano para decirme que soy estupenda.

Me besa, da un saltito y sale corriendo. Sonrío sin poderlo remediar.

Está claro que ella lo está pasando mejor que yo en el barco.

De pronto, al darme la vuelta, me encuentro a Tomás mirándome fijamente.

Oh… oh… la música de Tiburón suena en mi mente.

Tutu… tutu… tutu… tutu…

Viene hacia mí y, bajando el tono de voz, pregunta:

—¿Qué te parece si tú y yo quedamos dentro de cinco minutos donde el otro día?

—No. —Y rápidamente añado—: He quedado.

Sorprendido por mi contestación, pregunta:

—¿Con quién has quedado?

Yo lo miro divertida y, dándome media vuelta, susurro:

—A ti te lo voy a decir.

Desaparezco de escena rápidamente. No me apetece quedar con él. Si lo hago sé que será para sexo y hoy no quiero sexo con nadie. Bueno, eso no cierto. Con Dylan sí, pero eso es como pedirle peras al olmo.

Estoy cansada y no tengo adónde ir, por lo que me dirijo hacia la sala de fiestas. La música me animará. Disfruto tarareando las canciones que tocan y me quedo allí más de media hora, hasta que, verde de envidia por no poder ser yo la que canta, me encamino hacia un lugar de la cubierta donde a esas horas en general no suele haber nadie.

Una vez allí, cojo una hamaca, la muevo hasta colocarla en un lugar estratégico donde poca gente me ve y en cambio yo puedo mirar el mar, y me tumbo en ella.

¡Qué relajante es estar así a la luz de la luna!

Estarlo durante el día, al sol, debe de ser la bomba. Pero por desgracia, en este barco estoy para trabajar, no para disfrutar.

Pienso en mi familia. Por la hora que es, estarán aún en la tienda, vendiendo souvenirs a los turistas de Tenerife… Sonrío. Son maravillosos. Tengo la mejor familia del mundo y decido que los voy a llamar por teléfono.

Hay cobertura. ¡Bien!

Tras dos timbrazos, oigo la voz de mamá.

—Cariño, ¿eres tú?

—Mamiiiiiiiiii. ¿Cómo estáis?

—Bien, mi niña, ¿y tú? ¿Se te pasaron los mareos?

—Sí, mami —miento—. Ya estoy mejor.

—¿Tomas leche?

Me río. Mi madre y la leche… Respondo:

—Sí, tranquila. La tomo.

Mentira y gorda. Eso sí, la sustituyo con la nata que mi amiga pone en las tartas. Al fin y al cabo, está hecha con leche, ¿no?

Hablamos durante un rato. Le cuento a mis padres y a mis abuelas que estoy fenomenal, que lo paso bien y los engaño diciendo que el trabajo no es tan duro como ellos creen. Después hablo con mi padre, que me dice que Argen está también allí. Le digo que se ponga.

—¿Cómo está mi hermanita preferida?

—Echándote de menos todos los días.

Estoy segura de que sonríe, Argen tiene una sonrisa estupenda, y me suelta.

—Desembucha, que te conozco.

—Psssss… no le digas a mamá lo que te voy a contar, pero voy dopada todo el día con pastillas antimareo, tengo un gran moratón en la barbilla de un porrazo que me di contra el suelo y mi jefe es un grandísimo idiota con cara de mugroso que me hace la vida imposible todos y cada uno de los días.

Argen vuelve a reír y, bajando la voz, murmura:

—Vamos, Resoplidos, que tú puedes con él.

Ahora la que se ríe soy yo.

—Desde luego que puedo con él. Pero no quiero tirarlo por la borda y acabar en la cárcel. Pero dejemos de hablar de ese amargado. ¿Tú estás bien?

Pensar en la enfermedad de mi hermano siempre me agobia. Pero Argen la lleva como un campeón y responde:

—Perfecto. Todo controlado.

Su positividad me encanta. Eso me alegra y vuelvo a preguntar:

—¿Cómo están Han Solo y el guaperas?

—¿El Maestro Yoda y el maestro del ligoteo? Como siempre. —Ambos nos reímos y Argen continúa—: Garret vio hace unos días que el año que viene, en junio, hay un congreso en Los Ángeles de La guerra de las galaxias y ya están ahorrando para ir. Y Rayco hace dos noches llegó con la ceja rota. Según me ha contado, el novio de una la tomó con él.

Durante un rato hablamos de nuestros dos hermanos, que a ambos nos traen locos, hasta que Argen pregunta:

—¿Qué tal Coral? ¿Está bien tras lo de Toño?

Al pensar en mi amiga, resoplo y digo:

—Más que bien. Ha decidido ser una mujer liberal y no volverse a enamorar.

—Eso que se lleva por delante.

—Ya te digo, hermanito…, ya te digo —contesto divertida.

Argen siempre ha pensado que Coral está como una cabra. Pero que, a su modo, es una buena amiga. Luego me pregunta:

—Y tú, ¿qué tal vas de hombres? ¿Le has echado el ojo a alguno?

—No —respondo sin dudar.

—Mmmm… ¡mientes!

—¿Por quéeeeee? —río, repanchingándome en la hamaca.

—Porque cuando mientes respondes muy rápido. Lo normal sería que hubieras resoplado y dicho «Uff… nada interesante», pero ese «no» tan claro y directo, tan rotundo, me hace saber que es un «¡sí!».

Desde luego, si alguien me conoce, ése es Argen. Mi hermano mayor es la bomba y, divertida, respondo:

—Vale. Sí hay alguien.

—Lo sabía.

—Me has pillado.

—¡Cuenta!

Después de resoplar varias veces, finalmente digo:

—Hay un hombre que me trae por la calle de la amargura.

—¿Hombre?

—Sí… no es un niño. Es un madurito que ¡uff!…

—Bueno, hermanita, te conozco y veo que realmente te interesa.

—¡Es gay!

La carcajada de mi hermano me toca la moral. Vamos, con el disgusto que yo tengo y él partiéndose de risa.

—O paras de reírte o te cuelgo —amenazo.

Una vez se tranquiliza, le contesto a todo lo que me pregunta. Y después de hablar con él durante diez minutos y casi olvidarme de mis penas, cuelgo el móvil y sonrío.

Sin dudarlo, busco en mi iPod la canción que tanto le gusta a mi padre. Sonrío al encontrarla. Que es lo mismo que haría mi padre al escucharla. La cantante se llama Rosa y fue concursante de un programa musical llamado «Operación Triunfo». Según él, si ella consiguió triunfar en la música, ¿por qué yo no? Convencida de que estoy sola, me pongo los auriculares y, dejándome llevar por la dulce melodía, tarareo:

Oye, no ves que por tus ojos es que miro.

Sabes que si respiras tú respiro yo.

Sigue, besándome las veces que me besas,

y dame mil caricias locas de esas

que borran lo que ayer viviste tú.

Nunca, yo ave

Un movimiento a mi derecha me llama la atención y me quedo bloqueada al ver a Dylan sentado en una hamaca a mi lado, escuchándome con las piernas estiradas y las manos en los bolsillos. Rápidamente, me quito los auriculares y preguntó:

—¿Qué haces?

—Escucharte.

Su expresión de guasa me molesta y siseo:

—¿Te he invitado yo a hacerlo?

—No.

—¿Entonces?

Sin moverse de donde está, contesta tranquilamente:

—Cantas muy bien.

La brisa me alborota el pelo y, frustrada por todo lo que me hace sentir, gruño sin un ápice humor:

—El espectáculo es en la sala Capri. Allí podrás oír cantar.

De pronto, me agarra la cabeza y, mirándome de frente, pregunta:

—¿Cómo va ese moratón?

Al encontrarme con sus ojazos frente a los míos, sólo puedo responder:

—Va bien.

Durante unos instantes, veo que me mira la barbilla con curiosidad y luego me suelta. Arrugo el entrecejo y él pregunta:

—¿Qué te ocurre?

—Mira, guapo —respondo, sin ganas de confraternizar—, seamos claritos. A ti no te tiene que importar en absoluto lo que a mí me pase, ¿entendidos?

Veo que se asombra por mi contestación y murmura:

—Lo siento. No pretendía…

—Me importa un pepino lo que tú pretendieras o no.

Me mira con los ojos como platos.

Intuyo que no sabe lo que me pasa. Hasta ahora, nunca me ha visto enfadada.

Debe de pensar que estoy como un cencerro, pero me da igual. Lo fulmino con la mirada. ¡Para chula yo!

Vale que todas le bailan el agua porque tiene un buen culo y está de muy buen ver. Pero todas no saben lo que yo sé, ¡porque si lo supieran, otro gallo cantaría!

Al cabo de un momento, tras un incómodo silencio, arruga el entrecejo y pregunta:

—¿Estás enfadada conmigo?

—¿Tú qué crees?

Mirándome de una manera que me hace cuestionarme eso de no bailarle el agua, murmura:

—Que no.

«Bueeeno… anda que no sabe nada éste…» Replico, intentando no perder el control.

—¿Y por qué crees que no estoy enfadada contigo?

Acercándose un poco más, el muy sinvergüenza dice:

—Porque me lo dicen tus ojos.

Cuando oigo eso, me acuerdo de una cosa que dice siempre mi hermano el friki de las Galaxias y respondo:

—Mis ojos engañarte pueden, no confíes en ellos.

Mi respuesta lo hace sonreír y añade:

—Tus ojos son preciosos.

Bueno… bueno… bueno… esto se pone interesante. ¡Me acaba de echar un piropo!

Tengo que intentar mantener a raya mi ansiedad o, si no, me voy a descontrolar, así que respondo con cautela:

—Yo que tú haría caso a lo que dice mi boca. Mis ojos quizá te engañen.

Lo oigo aspirar con fuerza y con una sonrisa de canalla que no se puede aguantar, susurra, mientras me mira los labios:

—Tu boca dice y sugiere muchas cosas.

Ay, que me da… que me da… ¡Que me lanzo, sea gay, mormón o budista!

Plan A: lo beso.

Plan B: me lo como.

Plan C: me tiro por la borda y me ahogo.

Mi respiración se acelera. ¿Me está tentando?

Respiro hondo o me asfixio e, incapaz de no seguirle el juego, pregunto:

—¿Qué te sugiere mi boca?

Dylan sonríe y se toca la punta de la nariz con un dedo. ¡Oh, Diosssssssss!

Vaya tela… vaya tela… Para ser gay, el morbo que tiene el chicarrón.

Sus ojos brillan, no quiero ni imaginarme cómo tienen que brillar los míos, y, finalmente, con una voz ronca y cara de perdonavidas, contesta:

—Adivina.

Su voz…

Su olor…

Su cercanía…

Todo ello, unido al morbo que me ocasiona ese «Adivina», me hace resoplar.

¿Lo ataco? ¿No lo ataco?

¿Me lanzo? ¿No me lanzo?

Finalmente me contengo. Recuerdo lo que sé y me freno antes de hacer el ridículo. En ese momento, lo oigo decir, mirándome con su cara de sobrado:

—Eres encantadora, pero no me interesas.

¿Cómo?

Joder… joder… joder… ¡Qué bochorno!

¿Cómo le he dejado ver lo que quiero de él?

Soy tonta… soy tonta de remate y, molesta por su observación, replico:

—Mira, mi niño, dejemos las cosas como están.

—¿Mi niño? —pregunta curioso.

—«Mi niño» es una expresión cariñosa que se dice en mi tierra.

No me quita ojo. Estoy nerviosa por lo que ha dicho y él asiente con la cabeza e insiste:

—¿Enfadada?

Intento que no me tiemble la voz. Intento ser la mujer segura que siempre he sido y, con guasa, lo miro y respondo:

—Adivina.

La comisura de sus labios se curva. Aunque lo niegue, sé que entre él y yo hay más química que en la tabla periódica. Tras unos segundos en los que nos miramos en silencio, pregunta:

—¿Por qué me hablas así, bebé?

—¡¿Bebé?!

Con una voz que me hace temblar desde la punta de los pies hasta la punta de las orejas, dice:

—«Bebé» es una palabra cariñosa de mi tierra.

Estoy totalmente desconcertada y no sé qué decir. He de alejarme de él antes de cometer alguna tontería. Me levanto, pero me agarra el brazo y pregunta:

—¿Por qué te vas?

—Porque o me voy o te tiro por la borda.

Sonríe.

Madre mía, ¡esto es pecado puro!

—Siento haberte molestado, no era mi intención. Simplemente, he oído cantar a alguien y… tienes una voz preciosa.

«Y tú tienes un morbo y un control de la situación que me vuelve loca», estoy a punto de gritar.

Pero su tono suave, profundo y tranquilo me indica que no está por la labor de discutir conmigo y finalmente resoplo. Está claro que no puedo discutir con él.

—¿Fumamos la pipa de la paz para que no me tires por la borda? —propone pasados unos segundos, tendiéndome la mano.

Comprendo que debo aceptarla. Debo dejar de ser tan borde y aceptar lo inevitable. No le pongo y ésa es la realidad.

Él siempre ha sido correcto conmigo y no ha hecho nada para que yo lo trate así.

Resoplo de nuevo, agarro su mano, se la estrecho y, en ese instante, él da un paso al frente.

Se acerca a mí y me entran los seiscientos males cuando me pregunta:

—¿Escuchaste al cantante Maxwell?

Niego con la cabeza.

—No.

—Hazlo…

—¿Por qué?

—Porque su música es sensual como tú.

Vuelvo a resoplar. Estoy a punto de decirle cuatro cosas, pero finalmente, al ver su gesto, sé que estoy sacando los pies del tiesto y, mirándolo a los ojos, digo:

—Discúlpame, estoy cansada.

Dylan sonríe. Luego entorna los ojos mientras me mira y, sin soltarme la mano, susurra:

—Sonríe, bebé. Tu sonrisa es preciosa.

Ay, madre. ¡Yo lo beso… lo beso… me lo comooooooooo!

Y cuando me acerco más a él y voy a hacerlo, suelta mi mano y, dejándome con la boca semiabierta, se sienta en la hamaca.

Joder, ¡qué corte!

Ni plan A… ni plan B… ni plan C.

Menuda cobra que me acaba de hacer en toda regla. ¡Qué bochorno!

¡A disimular toca!

Las piernas me tiemblan y me siento yo también en la hamaca.

Durante unos segundos permanecemos callados. Necesito asumir lo que acaba de pasar.

«Vamos a ver, Yanira —me digo—, recuerda que es gay. Que le gustan los hombres. Que le van los peluditos. Recuérdalo y no hagas más el ridículo».

—Era muy bonita esa canción que cantabas —dice, sacándome de mis pensamientos—. ¿Cómo se llama?

No jodas, por favor.

Nada más decir eso, veo que le cambia la expresión y dice, sin entender nada:

—¿Por qué me vuelves a hablar así?

Al ver su cejo fruncido, soy incapaz de reprimir una carcajada que lo desconcierta del todo. Por fin el descolocado es él. Divertida, le aclaro:

—La canción se llama: No jodas, por favor.

—¿Se llama así?

—Te lo prometo.

Ahora los dos nos reímos y nos recostamos en las hamacas. Durante unos instantes, miramos la Luna reflejada en el mar, hasta que pregunta:

—¿Llevas mucho tiempo trabajando en este barco? No recuerdo haberte visto antes.

—Es mi primer viaje y creo que también va a ser el último.

—¿Por qué?

—Porque me mareo y estoy todo el día dopada con las pastillas. Cuando decidí trabajar aquí, no pensé en ello y, la verdad, estar todo el día con el estómago revuelto no es agradable. Y tú, ¿llevas mucho en el buque?

Al mirarlo, veo cómo el aire le da en la cara. ¡Qué guapo es!

—Llevo aquí casi un año.

Sorprendida, lo miro y, cuando voy a decir algo, le suena el móvil. Me hace un gesto con la mano para disculparse y lo oigo hablar.

Mientras, con disimulo le hago un escaneo en profundidad. Está impresionante con esos vaqueros y la camiseta gris. Una vez acaba de hablar, se levanta y dice:

—Me tengo que ir.

Asiento. Estoy a punto de preguntarle si es Tony quien lo ha llamado, pero afortunadamente me callo. Él se agacha junto a mi hamaca y yo me quedo inmóvil. Acerca su cabeza a la mía y, a escasos milímetros de mi boca, murmura:

—Ha sido un placer charlar contigo.

Su voz…

Su aroma…

Dios… estoy a punto de perder de nuevo la cabeza, pero antes de que lo haga, se endereza y se va, dejándome con cara de tonta.

Aún estoy reponiéndome de esa despedida cuando oigo un ruido en la cubierta superior. Al levantar la vista, me encuentro con Tito, el hombre que acompaña a Tony, y él, tras guiñarme un ojo, se va muy sonriente.

¿Por qué me ha guiñado un ojo?

¿Acaso nos ha estado escuchando?

Cuando finalmente me quedo sola, ya no tengo ganas de cantar. Sólo tengo ganas de que se me baje esta fiebre y de que el suelo del barco me trague. Qué manera de hacer el ridículo delante de un hombre.

Pienso… pienso y pienso y cuanto más pienso, más me lío.

Me suena el teléfono y sonrío al ver que se trata de mi buen amigo Luis.

—¿Cómo está mi tulipana de los mares?

Su alegría me hace sonreír y respondo:

—Bien, ¿y vosotros?

—Marco precioso, gordito y esponjoso. Come, duerme, caga y engorda. Vamos, que nuestro bebé es una delicia. —Río al escucharlo y prosigue—: Sus padres hechos una mierda. En especial yo.

—¿Qué te ocurre?

—Ay, mi niña, ando jodido. Me caí hace unos días en una obra cuando un tablón se rebeló contra mí, y me hice un esguince.

—¡Ay, Dios! ¿Y qué te ha dicho el médico?

—De momento, dos semanas de reposo y el pie en alto. Ni te cuento la mala leche que gasto. Arturo me ha dicho que como siga así, pide el divorcio y se lleva al niño. Ay, mi chicarrón, se tiene ganado el cielo por aguantarme.

Eso me hace sonreír. Arturo y él son una pareja fantástica y se quieren tanto que sé que su amor, como poco, será eterno, y más desde que llegó su hijo Marco.

—Pero bueno, dejemos de hablar de mí. He llamado para saber de ti y de Gordicienta, ¿está mejor?

—Sí… —Y al pensar en lo que Coral me dijo añado—: Ahora está en fase Comecienta, y muy feliz.

Luis lo entiende y, soltando un chillido, pregunta asombrado:

—Pero ¿qué me cuentas? ¿Hablas de mi decente Coral?

—De la misma. Ha decidido dejar de ser romántica para ser práctica. A partir de ahora, considera que el sexo y ella son íntimos amigos.

Luis suelta una carcajada.

—Me alegra. Lo que se van a comer los gusanos, que lo disfruten los humanos. Además, se lo merece. Merece disfrutar un poco de locura y pensar sólo en ella. ¿Y tú, cómo estás tú? Cuéntame, ¿algún marinero de buen ver a bordo?

Sus preguntas me hacen reír, mientras pienso que más que marinero he encontrado un impresionante sirenote y decido ir al grano.

—Pues sí, hombre guapo, madurito, alto, moreno, sexy…

—¡Anda, calla, calla que me levanto, lo busco a la pata coja y me lo quedo! —bromea mi amigo—. ¿Y qué haces hablando conmigo pudiendo estar disfrutando de ese bombón?

Desanimada por lo que le tengo que contar, respondo:

—No tengo nada que hacer. Si tú estuvieras aquí, le gustarías más que yo.

—¿Y eso, tulipana?

Convencida de que lo tengo que asumir, le digo:

—Es gay.

—Pero ¿qué me estás contandoooooooooo?

—Lo que oyes.

—¿En serio?

—Sí.

—¡No me lo creo!

—Que sí, Luis. No seas pesadito.

Este cotilleo era lo que necesitaba mi amigo para que se le reactivara la sangre. Insiste:

—Anda, cuéntamelo todo… todo… todo.

—No hay mucho que contar. La cosa es que le eché el ojo nada más llegar al barco. El tío es impresionantemente sexy y tiene unos labios salvajes para mordérselos que ni te cuento. ¡Si lo vieras te daba un yuyu de los graves! Me pone a cien, Luis. Es verlo y me desconcentro. Verlo y me caliento. Es pensar en desnudarlo y…

—Tulipana, por el amor de Dios —me corta—. Que estoy tullido y me estás calentado hasta a mí.

Su tono me hace soltar una carcajada y concluyo:

—Pero el otro día lo pillé desnudo, duchándose en el camarote de un pasajero que es gay y, bueno…, el resto te lo puedes imaginar.

—Vaaaaaya…

—¡Menuda decepción me llevé!

—Cómo lo siento, mi niña.

—Más lo siento yo. Había elaborado ya un plan y nada… todo a la mierda.

—Tranquila, reina mía. Seguro que en ese barco hay otros marineros de lindos cuerpos y caderas demoledoras que pueden volverte loca.

Dispuesta a ver lo positivo donde no existe, sonrío.

—Hay otro. Pero es un jovenzuelo de mi edad. Se llama Tomás y, bueno, ya he tenido algo con él, pero no es lo mismo. No me pone ni la mitad, de la mitad. Tomás me busca, pero yo sólo pienso en Dylan. Vamos, un culebrón en toda regla.

—Pues cariño, un clavo quita otro clavo, ¿no lo has pensado?

—Sí.

—Entonces olvídate del madurito con el jovencito a base de sexo.

—¡Qué guarrón eres, jodío! —replico.

Luis suelta una carcajada y dice:

—Mira, tulipana, estás en un barco en medio del mar, donde tienes dos opciones: seguir colgada de un madurito que es gay y que nunca… nunca… nunca… va a darte lo que quieres, o pasarlo bien con otro marinero, aunque sea jovencito. Piénsalo.

—Lo pensaré.

—No pienses, ¡actúa! ¡Sé egoísta, como Comecienta, y diviértete!

—He dicho que lo pensaré —insisto.

—Oye, ¿y si es bisexual?

—No. No lo es. Le he tirado kilos y kilos de tejos, pero ¡no reacciona! Es inmune a mis supuestos encantos. Es más, media plantilla femenina del barco lo ha intentado también, pero el tío ni se inmuta. Y fíjate si soy tonta, que hace diez minutos casi lo beso, y me ha hecho una cobra que me ha dejado temblando.

—¡Qué bochornoooooooo!

—Sí… ha sido horrible. Una vergüenza.

—Mira, tulipana, lo dicho, ¡creo que necesitas otro marinero inmediatamente!

Su consejo me hace sonreír y voy a decir algo, cuando Luis me interrumpe:

—Yanira Van Der Vall, ni se te ocurra insistir. Si él es de los míos, tienes que respetarlo. No hay nada más desagradable que te acosen, ¿entendido?

Asiento con la voz y con la cabeza. Luis tiene razón. He de pasar página.

Durante un rato, hablamos de todo lo que se nos ocurre y me hace reír. No reírse con él es imposible y cuando cuelgo disfruto de la tranquilidad que hay a mi alrededor. Las luces de aquel puerto son preciosas.

En ese momento me suena el móvil y, al mirarlo, veo un mensaje que dice:

Comecienta acabó su festín. Puedes regresar al camarote.

Me levanto y me voy a dormir.