Entre tú y mil mares
Pasan los días y estoy como una rosa.
Una vez más, la regla desaparece, dándome un margen de veintiocho o veintinueve días de felicidad, hasta que de nuevo regrese para martirizarme.
Tras servir y recoger mesas durante horas, salgo a tomar el aire a cubierta para despejarme unos minutos. Mi turno de cenas casi ha terminado y apenas quedan clientes en el comedor. Estoy apoyada en una barandilla, pensando, cómo no, en Dylan, cuando noto unas manos en la cintura y alguien me susurra al oído:
—¿Qué haces aquí sola?
Al volverme, veo a Tomás y, deseosa de un poco de mimos, murmuro:
—Relajándome.
Tomás no se mueve. Se ha percatado de que no le he dicho que me quite las manos de la cintura y, apretándome contra él, me sugiere en voz baja:
—¿Quieres que te relaje yo?
Plan A: lo mando a freír espárragos.
Plan B: lo tiro por la borda.
Plan C: me dejo llevar por la lujuria del momento y tengo sexo con él.
Elijo el plan C. Hoy estoy débil y necesitada de sexo. Su voz cargada de erotismo en mi oído me excita a pesar de su juventud y pregunto:
—¿Y cómo lo harías?
—De mil formas, preciosa —dice, apretándose más contra mí.
Vale. Lo acepto. Me he animado rápidamente.
Tomás no es mi tipo de hombre. Es demasiado joven y nunca me ha excitado pensar en él, pero en este momento, como dice Coral, ¡voy a pescar! Estoy sola, soltera y, como siempre ha dicho mi abuela Ankie, ¡con su cuerpo, uno hace lo que le viene en gana!
Al ver mi sonrisa de aceptación, él no pierde el tiempo. Me coge de la mano y tira de mí. Yo no me resisto, sino que lo sigo. Caminamos a grandes zancadas hasta llegar a una puerta cerrada en un lado de cubierta. Creo que ahí es donde se guardan los balones para jugar en la piscina. Tomás abre con una llave que coge de un lateral de la puerta, nos metemos dentro y luego cierra y enciende una pequeña luz. Murmura cerca de mi boca mientras, dispuesto a todo, me sienta sobre una desvencijada caja:
—Aquí no entrará nadie.
Asiento con la cabeza y cierro los ojos disfrutando del instante.
Pensar en Dylan me perturba, pero éste ni me mira, ¡y me hace sentir como Gordicienta! Yo lo que necesito es sexo. Y como mujer soltera e independiente que soy, decido darme un lujo para el cuerpo y un descanso para la mente y permito que Tomás acerque su boca a la mía.
No besa mal, pero tampoco es como para tirar cohetes.
Enreda su lengua con la mía y soy consciente de cómo se le acelera la respiración y también de cómo mi propia sangre se revoluciona, pidiéndome que continúe.
Estamos muy excitados y cuando él percibe que le he dado el visto bueno, lo oigo murmurar:
—Vamos a pasarlo bien.
—Calla y no pares —digo, mientras la salvaje que hay en mí se desata.
Sin duda, soy demasiada carne para tan poco arroz.
Si hemos llegado hasta este momento es porque yo he querido. Si sigo el juego es porque yo lo estoy convirtiendo en mío. Un juego muy criticado por muchas mujeres a las que, en el fondo, les gustaría jugar a lo mismo, pero no se atreven, no se lanzan. La diferencia entre ellas y yo es que yo soy dueña de mi vida. Hago lo que quiero y lo que deseo en todo momento, sin pensar en el qué dirán y sin dejarme engañar por idioteces moralistas y puritanas.
Tras varios besos y toqueteos por encima de la ropa, decido que se acabaron las contemplaciones. Entro en acción y, sin palabras romanticonas, voy a lo que voy y me desabrocho la camisa del uniforme.
Con una sonrisa, Tomás me mira cuando lo animo diciendo:
—Vamos, juega conmigo.
Coge uno de mis pechos con una mano y lo estruja, lo masajea y yo, encantada, permito que lo haga, mientras que con mis jadeos y mi entrega lo empujo a continuar.
Instantes después, llevo una mano a su entrepierna y sonrío. Está duro. ¡Bien!
Mi vagina se contrae al entender lo que eso significa y rápidamente me lubrico.
—¿Tienes un preservativo? —pregunto.
Tomás asiente sin decir nada. Creo que aún no se cree lo que está pasando. Se saca un preservativo del bolsillo y yo le digo:
—Póntelo.
Sonriendo como un tonto, se quita a toda prisa el pantalón y el calzoncillo. Vaya con Tomás, está mejor equipado de lo que yo creía. Eso me gusta. Cuando termina de colocárselo, se toca el pene y murmura deseoso:
—Todo para ti.
Esa frase me hace reír. Efectivamente, va a ser todo para mí. Le toco el duro pene y digo en voz baja, sentada aún sobre la caja:
—Si es todo para mí, haz lo que mis ojos te piden.
Dicho y hecho.
Sin hablar, me quita las bragas, se mete entre mis piernas y yo le facilito la penetración abriéndome para él. Eso lo provoca, lo excita, lo pone a cien.
Entra en mí lentamente y siento cómo mi cuerpo reacciona deseoso de más profundidad.
Ay, Dios, ¡qué placer!
Me aprisiona contra la caja y la penetración se hace más profunda.
Sí, ¡qué gustazo!
Agarrada a su cuello, permito que me penetre una y otra vez. Mientras él me da todo lo que le estoy pidiendo sin palabras, pienso que es Dylan quien está ahí.
Cómo me gustaría que fuera él.
Mataría por sentir sus carnosos labios sobre los míos. Por exigirle que me penetrara una y otra vez. Pero al abrir los ojos veo que no es Dylan y la rabia me hace ser más bruta, más brusca.
Así estamos varios minutos, con nuestros jadeos llenando la pequeña estancia, hasta que, finalmente, antes de lo que a ambos nos hubiera gustado, Tomás llega al clímax y, tras un último empellón, llego yo también.
Joder, ¡yo quiero más!
Esto no me ha llenado por completo, ni física ni sexualmente hablando.
Nos miramos con la respiración entrecortada cuando me deja en el suelo. Nos hemos cargado la caja y nuestro juego se ha acabado. Tomás me mira encantado. Está orgulloso de lo que ha hecho y yo sonrío. No quiero decepcionarlo. Pobre, se cree un bombón y no llega a Lacasito.
Nos vestimos en silencio y, una vez estamos los dos presentables para continuar trabajando, me mira y pregunta:
—¿Qué te parece si esto lo repetimos en otro sitio y con más tiempo?
El sexo no ha estado mal, pero yo contesto con distanciamiento:
—Quizá.
Al llegar a la puerta, me mira y veo en sus ojos que me quiere besar. Niego con la cabeza y me voy a trabajar.
Horas después, sigo trabajando. Esta noche me toca retén en la cocina. ¿No quieres caldo?… Pues ¡toma dos tazas!
No puedo dejar de pensar en lo que he hecho.
¿Por qué he accedido?
Tomás no me gusta, pero me he acostado con él. Está claro que el calentón que me provoca Dylan lo estoy solucionando con otro. Y eso no me gusta. Más bien me disgusta. Pero no puedo hacer otra cosa. Dylan ni me mira.
El barco tiene servicio veinticuatro horas para los clientes de la zona vip. El teléfono suena varias veces para hacer pedidos. Por lo general, piden champán o bebidas e incluso algo de comida rápida. Una de las llamadas proviene de la habitación 21. Sé que es la habitación de Tony y, por lo que parece, ¡ha ligado!
Ha pedido tres sándwiches de pollo con patatas fritas, tres CocaColas y tres whiskies con hielo.
¡Vaya con Tony, tiene fiestecita!
¿Con quién estará?
Cuando el cocinero prepara los sándwiches, yo lo coloco todo en una mesita con ruedas muy mona y me encamino hacia la habitación. Cuando llamo, Tony abre a los dos segundos sin camisa y yo, muy profesional, le digo:
—Su pedido, señor.
Él sonríe y contesta:
—Joder, Yanira, que soy yo… No me llames señor.
—Lo sé. Sólo hago mi trabajo.
Ambos sonreímos y digo:
—Venga va, ¿dónde te dejo todo esto?
Tony se hace a un lado y contesta:
—Déjalo delante de la cama.
Empujo la mesita y miro con curiosidad, pero no veo a nadie. Sin embargo, oigo el sonido del agua en el cuarto de baño. Vaya… vaya… así que una duchita.
—¿Todo bien, Yanira? —me pregunta Tony con una sonrisa.
Le devuelvo la sonrisa y, con complicidad, respondo, incorporándome:
—Sí, pero estoy segura de que no tan bien como tú.
Ambos sonreímos. A buen entendedor, pocas palabras bastan.
Una vez dejamos de sonreír como tontos, le entrego la hoja del pedido para que la firme.
—Dame un segundo. Voy a buscar un bolígrafo.
Tony se acerca a una chaqueta y mete la mano en un bolsillo. En ese momento, algo me llama la atención. En una de las mesillas veo una chapa identificativa.
¿Vayaaaaaaaaaaaaaa, le está poniendo los cuernos a su novio? ¿Quién será su ligue?
La curiosidad me corroe.
Con disimulo, doy un paso hacia la mesilla, pero la chapa está boca abajo. ¡Mierda!
De reojo veo que Tony acaba de encontrar el bolígrafo y se dirige hacia una mesa para apoyarse y firmar. Sin dudarlo, cojo la chapa y le doy la vuelta: «Dylan Ferrasa».
¡¿Cómo?!
Estoy a punto de gritar.
¡No puede ser! ¡¡No puede ser!!
Pero de pronto, miro hacia el cuarto de baño y en el suelo veo asomar un trozo del mono de faena azul que Dylan suele llevar.
Ay, Dios. Ay, Dios.
Oh no… no… no… no.
¡No puede ser cierto lo que estoy pensando!
Con los ojos como platos, vuelvo a leer lo que pone en la chapa: «Dylan Ferrasa». No cabe duda, y el aire deja de entrar en mis pulmones.
¡Me ahogo! ¡Me pongo verde!
Mi morenazo, mi boricua, mi Dylan ¿es gay?
Plan A: me tiro de los pelos.
Plan B: le arranco a Tony los ojos.
Plan C: vuelvo a leer la chapa por si me he equivocado.
Elijo el plan C. Leo de nuevo la chapa lentamente para no equivocarme: «Dy-lan Fe-rra-sa».
Noooooooooooooooooooooooooo.
Joder… joder… joderrrrrrrrrr.
Se acabaron los planes. Ya no existen ni plan A, ni B ni C, ni posibles seis fases del orgasmo.
Se me acaba de caer el mito.
¿Dylan es gay?
Cuando se lo diga a Coral, se va a quedar tan petrificada como yo.
Pero ¿por qué?
¿Por qué a un pibonazo como Dylan tienen que gustarle los hombres? ¿Por qué, Dios míoooooooooo, por qué?
Tony termina de firmar y, volviéndose hacia mí, me entrega la hoja firmada y me pregunta:
—¿Estarás toda la noche de guardia en la cocina?
Estoy a punto de arañarlo de abajo a arriba, que duele más, por esa pregunta. ¡Estoy furiosa!
Él va a pasar una noche de pasión con el hombre que yo deseo y no puedo hacer nada.
Absolutamente nada.
¡Mierda!
Asiento como puedo y él dice:
—Quizá te vuelva a llamar, creo que tengo por delante una noche larga.
«Eso… encima restriégamelo por la cara, ¡asqueroso!»
En ese instante, se abre la puerta que comunica con el otro camarote y veo aparecer a Tito en camiseta y calzoncillos. Al verme, él da un paso atrás y vuelve a cerrar la puerta despavorido. ¡Los he pillado con las manos en la masa!
Menuda orgía se van a montar los tres.
Echo a andar hacia la puerta, porque si no salgo de ahí, exploto. Me vuelvo al notar una mano en el codo y Tony me pregunta:
—¿Te ocurre algo?
¿Algo? ¡Algo te haría yo a ti por lo que vas a hacer!
Intento recomponerme, esbozo una de las sonrisas más falsas del mundo y respondo:
—No nada, es sólo que tengo mucho trabajo.
Una vez fuera de la habitación, cierro la puerta y me apoyo en la pared.
Tengo ganas de llorar.
Tengo ganas de gritar.
Tengo ganas de matar a alguien.
Ahora entiendo por qué ninguna mujer consigue nada de Dylan.
Ahora entiendo que ni mis cruces de piernas a lo Instinto básico, ni mis aleteos de pestañas, ni las tetorras talla XXL de Lola lo hagan reaccionar. Por Dios, ¿es gay?
Jorobada por mi descubrimiento, me encamino hacia la cocina mientras me pregunto por qué últimamente los hombres más guapos y atractivos son todos gais.
¿Qué estamos haciendo mal las mujeres?
Adoro a los gais. Por ejemplo a mis amigos Luis y Arturo, pero ¿por qué Dylan tiene que serlo?
Desesperada, entro en la cocina y, tras clavar mi pedido firmado en el pincho, abro una de las neveras, saco un enorme tarro de helado y comienzo a comérmelo a cucharadas mientras rumio mi pena.
Definitivamente, ¡me siento como Gordi-idiota-cienta!