Sabrás
Pasan los días y voy continuamente dopada con las pastillas contra el mareo.
Ponerme las lentillas estando así empieza a ser una ardua tarea. En un par de ocasiones me he metido el dedo en el ojo y he estado a punto de sacármelo.
Está claro que viajar en barco no es lo mío.
¿Quién me mandaría a mí aceptar este trabajo, con lo bien que estaba cantando en el hotel de Tenerife?
Por las noches, sigo coincidiendo con Dylan en la sala de descanso del personal, pero él sigue sin hacerme caso.
Después del incidente de Nelson no ha vuelto a acercarse a mí ni a dirigirme la palabra. Noche tras noche, despliego mis encantos cada vez que lo veo para intentar llamar su atención, pero él pasa totalmente de mí.
Hay cosas suyas que me resultan curiosas. Por ejemplo, en varias ocasiones lo he visto aplicarse crema en las manos y cuando trabaja siempre lleva guantes de látex. ¿Por qué lo hará?
Habla poco y siempre está con sus compañeros de mantenimiento. Tíos fornidos y rudos y a veces incluso algo salvajes en sus comentarios, pero nunca lo veo con mujeres, ni siquiera en los momentos de descanso. Y no será porque ellas no quieran. Con mis propios ojitos he podido ver cómo muchas féminas del barco babean como los caracoles por él. Pero este hombre pone una barrera ante todas, y cuando digo todas quiero decir todas, ¡yo incluida!
¡Vaya mierda!
Y otra cosa en la que me he fijado es que siempre va limpio. Pulcro. Nunca lo veo dejado, ni sucio por el trabajo. Lleva el mismo uniforme de mantenimiento que todos los demás, pero a él le queda como un traje del mejor diseño italiano. ¡Es increíble el estilazo que tiene!
Una mañana, cuando tras la locura del desayuno tengo un pequeño descanso, salgo a una de las cubiertas y me apoyo en la pared para que me dé el aire. Qué maravillosa es la brisa del mar. Desde donde estoy, veo a la gente divertirse en una de las piscinas con toboganes de colores. Los niños ríen y sus risas me hacen sonreír.
¡Qué felices se los ve!
Me imagino ahí con los frikis de mis hermanos. Sé que nos reiríamos un montón y mi padre sacaría trescientas mil fotos, mientras mi madre nos miraría, como siempre, orgullosa.
Estoy distraída con mis pensamientos cuando unas voces en la cubierta inferior me llaman la atención. Me asomo y veo a Tony hablando con Dylan, que está pintando la barandilla.
¡Anda, Tony, qué listo eres!
¿Intentará ligarse al morenazo?
Los oigo comentar algo del barco y sus escalas. Tony pregunta y Dylan, con sus guantes de látex puestos, responde con educación mientras sigue con su tarea. Así están un buen rato, hasta que, sorprendida, veo que cuando se despiden, Tony pone una mano en el hombro de Dylan, se lo aprieta y éste sonríe.
Está claro que Tony tiene el mismo gusto que yo. Pero ni hablar, guapo, ¡yo lo vi primero!
Cuando acabo mi turno tras la comida, en vez de ir al camarote, donde sé que Coral está con Fredy y seguramente les cortaré el rollo, decido pasar por la sala de fiestas y me siento en una de las sillas, para ver cómo ensayan los músicos, cantantes y bailarines. Entretenerme me hará olvidar mi mareo.
Saludo a mis amigos Richi y Josele y durante una hora me quedo allí, disfrutando. Es una maravilla escuchar a los músicos, a la cantante y a su coro y ver a los bailarines. Son todos unos profesionales. Lo que daría yo por estar cantando allí con ellos en vez de sirviendo comida…
—Sabía que te iba a encontrar aquí. —Veo a Coral, que, sentándose a mi lado, dice—: Que sepas que me acabo de comer una tableta entera de chocolate de la mejor calidad ¡y no engorda! Y, además, acabo de disfrutar de las seis fases del orgasmo. —Ambas nos reímos y añade—: Qué ansiedad me provoca el pelirrojo. Es una máquina en la cama.
Suelto otra carcajada y le pregunto:
—¿Estás segura de lo que estás haciendo?
—Oh, sí, mi niña. Estoy disfrutando como nunca en mi vida.
Vuelvo a reírme y ella añade:
—Lo que no comprendo es cómo he podido estar tan ciega estos años. Ahora entiendo lo que tú siempre me decías, de que tenía que ser la dueña de mi vida. Yo creía que disfrutaba siendo una estupenda novia y amita de mi casa para el idiota de mi ex, pero no era así. Ahora sí que disfruto. La realidad me ha abierto los ojos. Y me ha enseñado que hay muchos peces en el mar. Y yo cuando quiero, pesco, y cuando no, veo la televisión.
—¿Y tus planes de boda?
—Eso lo he pospuesto por unos años. Sigo queriendo casarme y formar una familia, pero ahora mismo, ¡ni loca!
—¿La manchita de Toño está borrada?
Coral asiente con la cabeza y contesta:
—Ese tío ha sido más que una mancha para mí. Yo diría que ha sido el gran chapapote de mi vida. Pero si las costas de Galicia salieron a flote, ¡yo no voy a ser menos!
Durante un rato, ambas miramos los ensayos, hasta que mi amiga dice:
—Tú lo harías de escándalo. Cantas mil veces mejor que ésa.
—Gracias por los ánimos. —Y levantándome pesarosamente, añado—: Anda, venga, vamos a hacer lo que tenemos que hacer.
—Hoy estás muy pálida, Yanira.
Me pellizco las mejillas para darme color, la miro y resoplo:
—Me encuentro fatal. Y encima tengo la regla. No te digo más.
Vuelvo al trabajo y hago lo que se espera de mí. Sonrío y cumplo con mi deber, mientras aguanto el mareo y la puñetera regla me va matando.
Si hay algo que envidio de otras mujeres no es que sean más delgada, guapas o adineradas. Lo que yo envidio es que no tengan dolor de regla. ¡Eso sí que es suerte!
A mí ahora mismo me está partiendo en dos, pero estoy trabajando y no puedo dejar de hacerlo. El Rancio, como hombre que es, no lo entendería.
De pronto, veo aparecer a Dylan por la puerta del fondo, con unas cajas sobre el hombro.
¡Qué monada… qué monada!
Lo observo durante unos segundos y me percato de que una de las pinches de cocina, una tal Lola, intenta llamar su atención poniéndole delante su talla cien de pecho. Pero Dylan ni caso. Ni siquiera la mira. ¡Increíble! Las chicas de la cocina intentan coquetear, cada una a su manera, pero él en su línea. Simplemente correcto y amable y nada más.
Eso me hace sonreír y entonces me fijo en que en un brazo, concretamente en su bíceps izquierdo, lleva un tatuaje que se lo rodea.
Pero ¡qué sexy!
Estoy por unirme al cortejo junto con el resto de las féminas. Yo no tengo una talla cien, pero por intentarlo que no quede. Sin embargo, me contengo, mientras noto cómo Dylan sin hablarme, sin mirarme, me pone cardíaca. Es verlo y sentir que la respiración se me acelera como una locomotora.
¡Lo que me faltaba para rematar lo mal que me encuentro!
Parapetada tras una enorme pila de platos, observo cómo todas babean y le miran el trasero cuando él deja las cajas en el suelo.
Yo no soy menos y durante unos segundos lo contemplo también. Oh sí… sí… sí, nene. Tienes un trasero redondito, durito y respingón.
¡Monísimo!
Pero de pronto, él mira en mi dirección y yo me marcho despavorida.
¡Qué bochorno!
Me ha pillado mirándole el culo como un auténtico camionero.
Una hora más tarde, cuando salgo a tomar el aire, vuelvo a verlo hablando con Tony en la misma cubierta solitaria de la otra vez. En esta ocasión, Dylan no está trabajando y parecen muy enfrascados en su conversación. Hablan bajo, por lo que no puedo oírlos. No me ven y aprovecho para observarlos a gusto. Sonrío al ver que Dylan, tras negar con la cabeza, se da la vuelta y se va dejando a Tony boquiabierto. ¿Se le habrá insinuado?
Tras esa escena, y sin haberme enterado de nada de lo que decían, vuelvo de nuevo a la cocina. Allí la locura continúa. Fogones a tope, pedidos a toda marcha y todos corriendo para elaborar los encargos.
Cojo rápidamente una de las bandejas vacías y la empiezo a llenar de emparedados, pero la regla me está machacando y me llevo la mano al vientre.
—¿Te encuentras bien?
Al levantar la vista, veo al guapo de Dylan junto a mí. Lo de este chico es de escándalo. En ese momento, los ovarios me dan unos pinchazos que son para matarlos y miento:
—Sí.
Sin más, me doy la vuelta. ¡Necesito un calmante ya!
Saco una cajita que llevo en el bolsillo del uniforme, cojo una botella de agua muy bonita que veo sobre la encimera y me trago una pastilla.
—¿Qué te has tomado?
Su voz…
Su sensual tono de voz suena detrás de mí. Me envuelve, me cautiva y, haciendo que me dé la vuelta, él insiste:
—¿Qué te has tomado?
No sé qué decir. No quiero contarle mis intimidades y respondo, con la botella aún en la mano:
—Una pastilla.
Pero mi respuesta, no le parece suficiente y pregunta:
—¿Una pastilla de qué?
—¿Y a ti qué te importa lo que yo me tome?
—Me importa —afirma—. Contéstame.
Sorprendida por su insistencia, estoy a punto de mandarlo a freír espárragos, cuando oigo la voz del rancio de mi jefe, que dice:
—¿Qué hace usted aquí? ¿Usted no trabaja en el almacén?
Dylan asiente, pero sin dejarle decir nada, el encargado continúa:
—Entonces no debe estar en las cocinas. —Y quitándome con enfado la botella de agua que tengo en las manos, me dice—: Esta agua es muy cara para que usted la beba, señorita. Haga el favor de beber del agua que hay para los empleados.
Sin entender nada, miro la botella y respondo:
—Lo siento, señor. No sabía que…
—Preste más atención a lo que hace —grita, avergonzándome.
Dylan no se ha movido, pero me percato de que su respiración cambia. Se acalora e, intentando atraer la atención sobre él, explica:
—Esta botella se la he dado yo. Necesitaba agua para tomarse un medicamento y…
Vaya… vuelve a echarse la culpa, como hizo con Nelson, pero esta vez por mí. ¡Qué monoooo!
—Usted se llama algo así como Ferrasa, ¿verdad? —pregunta ahora el Rancio, con desagrado.
—Dylan Ferrasa —contesta Dylan, muy serio.
Tras mirarlo de arriba abajo, el encargado retoma los reproches.
—Ya le he dicho, señor Ferrasa, que no debe estar en las cocinas. Su trabajo está en otra parte.
—Y en las cocinas también —lo reta mi moreno.
El Rancio maldice, lo mira con mala cara y advierte:
—Cuidado con lo que dice, joven. Hace tiempo que lo estoy viendo merodear por las cocinas más de lo que debería.
—Hago mi trabajo, señor.
—¿Seguro?
Dylan asiente y contesta sin titubear:
—Segurísimo.
Oh… oh… esto no va a terminar bien. Lo intuyo.
Pero Dylan, con un aplomo increíble, se quita los guantes de látex y añade:
—Se lo he dicho en otros viajes, pero se lo repito de nuevo si es necesario, «señor». Soy el encargado de subir del almacén lo que los cocineros necesitan.
—¿Y?
Tras tirar los guantes a un cubo de basura que hay frente a nosotros, responde:
—Pues que, le guste a usted o no, tengo que entrar en cocinas para dejar el género.
El encargado, rojo como un tomate porque el otro lleva razón, pregunta:
—¿Está usted tratando de enmendarme la plana?
Noto que la comisura de los labios de Dylan se curva. Dios, ¡se va a reír! Pero finalmente contesta serio:
—No, señor. Sólo le estaba recordando cuál es mi trabajo.
—¿Y se puede saber qué ha subido usted ahora para que tenga que estar aquí?
Con una tranquilidad que me asombra, él señala unas cajas y contesta:
—Cajas de verduras.
El Rancio mira las cajas que están sobre una mesa de acero y, no dispuesto a dejar de ser desagradable, insiste:
—Señor Ferrasa, esas cajas se dejan en el frigorífico de frutas y verduras. ¿Acaso no lo sabe o debo pensar que es que no sabe hacer bien su trabajo?
Veo cómo a Dylan se le dilatan las aletas de la nariz. Menudo genio tiene que tener éste. Eso me excita, pero aquí se va a armar gorda como no lo pare. Así que, con disimulo, le cojo una mano por detrás para indicarle que se calme y digo:
—Señor Martínez, cuando él iba a meterlas en el frigorífico, yo le he pedido agua. Por eso las ha dejado sobre…
—Entonces, ¿debo pensar que es usted la que no hace bien su trabajo? Señorita Yanira ¿quiere que la despida por meterse en conversaciones ajenas?
Dios… Dios… dame paciencia o juro que tiro a este hombre por la borda.
Voy a responder, cuando Dylan me aprieta la mano, como yo he hecho antes, y dice, para cortar la conversación:
—Dejemos el tema. No volverá a pasar.
El idiota de nuestro jefe ya ha conseguido lo que buscaba: hacernos sentir mal e inferiores, y mirándonos con aires de superioridad, se acerca mucho a Dylan y sisea:
—Se lo he dicho otras veces y se lo repito: no me gusta su actitud. Vuelva ahora mismo al trabajo o me encargaré de que éste sea el último viaje que haga en este barco, o mejor, me encargaré de que los despidan inmediatamente a los dos.
Está claro que, por lo que sea, ninguno de los dos le caemos bien. Maldita sea, no hay nada peor que no caerle en gracia a un jefe. ¡Lo llevamos claro!
Coral, que lo ha oído todo, sale en nuestra ayuda llamando al encargado para quitárnoslo de encima. Él, tras echarnos una última mirada de superioridad, se marcha para atender a mi amiga.
—Menudo idiota es este tío —cuchicheo molesta.
—Lo es. Te lo puedo asegurar —afirma Dylan con el cejo fruncido.
Todavía nos tenemos cogida la mano. Su tacto me gusta, pero soltándome, murmuro:
—Volvamos al trabajo. No sea que el imbécil este vuelva a la carga.
Observo cómo Dylan sigue al encargado con la vista y, cuando éste desaparece, me mira y, olvidándose rápidamente de lo ocurrido, vuelve a la carga:
—¿Qué medicamento te has tomado?
Atónita ante su insistencia y hecha polvo por la menstruación, resoplo y de mal talante por todo lo ocurrido, respondo sin importarme lo que piense:
—¡Tengo la maldita regla, joder! Que todo hay que decirlo.
—Perdón. No pretendía…
—Pues si no pretendías, ¿por qué insistes? —Él no contesta y yo prosigo como una metralleta—: Ojalá los hombres tuvierais la regla alguna vez. Os ibais a enterar de lo que es bueno. Aunque, conociéndoos, seguro que el mundo se paralizaba. —Mi moreno sonríe y yo añado—: No te rías. Me duele horrores y me he tomado un calmante para intentar que se me pase y poder seguir trabajando. ¿Algo más que objetar o preguntar?
—Sí. —Y tocándome el brazo, musita con un profundo tono de voz—. No bebas directamente de la botella. Tiene gérmenes. La próxima vez, coge un vaso, es más higiénico.
¡Flipanteeeeeeeeeee!
No puedo evitar sonreír.
Noto la presión de su mano en mi brazo y el calor que desprende, y veo la tensión que atraviesa su rostro. Entonces, sin decir nada, se da la vuelta y se va, dejándome con la boca abierta.
Pero ¿a este tío qué demonios le pasa? ¿Ahora de repente se va sin decir ni mu?
Poco después, también yo vuelvo a mi trabajo. El dolor va disminuyendo a medida que pasa el rato. ¡Vivan los calmantes! Y con la desaparición del dolor, mi crispación y mala leche se difuminan.