19

—¡Bianca, venga!

Balthazar me levantó del sofá de un tirón, agarrándome firmemente por el antebrazo. Yo lo seguí tropezándome, pero me volví para ver la alarmante transformación. La escarcha y el hielo habían dejado el aula completamente blanca y hacía más frío que en ningún lugar donde yo hubiera estado jamás, más incluso que en el Baile de Otoño. Estábamos resbalando en el hielo, a punto de caernos con cada paso que dábamos, y Balthazar se dio fuertemente de bruces contra una pared, manchándola con la sangre que le había dejado mi mordedura. Hizo una mueca de dolor, pero había que seguir: a cada segundo, aquello se volvía más extraño y peligroso.

Llegamos a la puerta y Balthazar intentó abrirla, pero no pudo. La cerradura estaba congelada y se había trabado. Tiró con fuerza, maldijo y luego embistió la puerta con el hombro. La madera crujió y, juntos, le dimos patadas hasta que comenzó a ceder. Se me clavaron numerosas astillas en piernas y manos mientras destrozábamos la puerta, mientras el aula se enfriaba cada vez más. A nuestro alrededor, se estaban formando cristales de hielo en el aire, espesándolo tanto que costaba respirar.

Y yo seguía notando aquella ira honda e implacable, arremolinándose a nuestro alrededor, tan real como el frío.

Por fin, Balthazar reventó la puerta. Tenía trozos de hielo en el pecho desnudo.

—¡Id a buscar a la señora Bethany! —gritó al pasillo mientras regresaba para sacarme—. ¡Que alguien nos ayude!

Yo saqué un pie del aula… y me quedé congelada.

Literalmente, quiero decir. El otro pie se me había congelado, quedándoseme pegado al suelo. Tiré para despegarlo, pero, mientras lo hacía, la capa de hielo se volvió más gruesa, cubriéndome el zapato. Me agaché, intentando despegarme, pero, de pronto, me costaba incluso moverme.

—¡Que alguien nos ayude! —gritó Balthazar. Estaba tirando de mi otro brazo con tanta fuerza que el hombro me dolía, pero yo no me movía ni un ápice. Ni siquiera oscilaba hacia atrás cuando él tiraba de mí. Estaba completamente paralizada, completamente atrapada. Por dentro, tenía la sensación de estar gritando, pero no habría podido emitir ni un solo sonido.

Dentro del aula de Tecnología Moderna, las leyes de la gravedad habían dejado de aplicarse. Mis cabellos flotaban a mi alrededor, como si estuviera bajo el agua, y todos los libros y pupitres se estaban desplazando lentamente, como si los arrastraran corrientes invisibles. Todo tenía la misma brillante tonalidad verde mar. Yo reconocía que hacía frío, pero estaba tan fría como el aula, con lo que ya no me dolía. Los gritos de Balthazar parecían venir de muy lejos.

Los relucientes copos de nieve que llenaban el aula se combinaron tomando forma. Para mi sorpresa, reconocí el rostro de la chica que se había aparecido en mi habitación. En vez de ser una persona de carne y hueso, solo era una imagen hecha de nieve.

«Tienes que quedarte». Era mi propia voz, dentro de mi cabeza, diciendo palabras que no eran mías. Aquello era lo que debías de sentir cuando te volvías loco, pero yo sabía que no estaba hablando sola: era ella, la fantasma, hablando a través de mí. «Corres peligro».

«¡Sí, contigo! —Al menos, podía seguir pensando—. ¡Déjame ir!».

Sus sobrenaturales ojos verde mar se agrandaron. «Pronto morirás congelada. Es la única forma de salvarte».

¿Iban a matarme para salvarme? ¿Se habían vuelto locos los fantasmas? ¿Era aquella su forma de pensar? Yo no podía pactar con ellos, no podía hacerles razonar. Estaba atrapada allí, con ella en mi cabeza.

La nieve se arremolinó a nuestro alrededor, formando manos de color verde azulado que me tocaron las mejillas. Todo su cuerpo se solidificó y se tornó tangible: sus uñas me arañaron ligeramente la piel. Yo no podía apartarme. Sus pensamientos volvieron a penetrarme la mente: «Esto fue lo prometido».

«¿Prometido? ¿Qué promesa?».

Instantáneamente, el aula cambió, crujiendo con el sonido del hielo resquebrajándose, parecido al metal partiéndose en dos. La chica gritó, un sonido agudo y metálico que pareció atravesar el aire. Los colores cambiaron, el verde mar transformándose súbitamente en añil, mientras la chica se agarraba el vientre, por el cual sobresalía un pincho de hierro. Se lo habían lanzado como un puñal de caza. En un instante, la chica se disolvió y desapareció. El pincho de hierro cayó al suelo.

—¡Bianca! —Balthazar me sacó del aula mientras el hielo crujía bajo mis pies. El sonido y la sensación retornaron y advertí que el pasillo estaba lleno de gente, incluidos alumnos, profesores y mis horrorizados padres. La señora Bethany estaba junto a mí, con la mano que había lanzado el pincho de hierro aún alzada, mirando con amarga satisfacción cómo el hielo del aula comenzaba a derretirse.

Mi madre corrió hasta mí y me abrazó con fuerza. Solo después de sentir su calor advertí cuán fría estaba yo, y empecé a tiritar.

—Usted lo sabía… es de hierro… el hierro los mata… po-por-que el hierro está en la sangre…

—Veo que sabe más del tema de lo que había dado a entender. Con suerte, esta noche también ha aprendido que no debe confiar en los fantasmas —dijo la señora Bethany arreglándose los almidonados puños de encaje de su blusa. Clavó su penetrante mirada en mi padre—. Adrian, basta de fingir. Tu hija no se puede quedar aquí durante mucho más tiempo.

—¿Qué pasa? —dijo una voz en el pasillo. Vi a Raquel mirándome entre el gentío, claramente aterrorizada. Era imposible que no viera que yo estaba medio congelada y tenía manchas de sangre en la garganta y en el brazo. Quise gritarle algo para tranquilizarla, aunque fuera una mentira, pero los dientes me castañeteaban tanto que me costaba hablar.

La señora Bethany dio una palmada.

—Ya es suficiente. Todo el mundo a su habitación.

Los alumnos obedecieron, aunque oí murmullos y susurros sobre «fantasmas» y «otra vez».

—¿Estás bien? —preguntó Balthazar.

—Está bien —dijo tajantemente mi padre. Por primera vez, advertí que Balthazar y yo seguíamos medio desnudos. Aunque mis padres habían sido tremendamente permisivos con los dos, y sin duda habían supuesto que aquello ya lo habíamos hecho hacía mucho tiempo, era evidente que a mi padre no le gustaba tener la prueba delante de sus narices—. Balthazar, gracias por tu ayuda, pero puedes irte.

—Tienen que irse todos —dijo la señora Bethany, evaluando el estado del laboratorio de Tecnología Moderna, que ahora estaba empapado de hielo derritiéndose—. Celia, Adrian, hablaremos de esto mañana. —Dicho aquello, se alejó con paso airado sin decir una palabra más.

—Cariño, ¿seguro que te encuentras bien? —dijo mi padre.

—Estoy bien —mascullé—. Solo quiero irme a mi habitación, ¿vale?

Balthazar me sonrió torciendo la boca. Tenía la piel del pecho enrojecida y cuarteada a causa del frío y advertí que no soltarme lo había lastimado.

—Puedes saltarte las clases de mañana, supongo. El ataque de un fantasma debería servir al menos para eso.

—Quiero ir a clase. Estaré bien. Solo quiero meterme en la cama.

Por fin me creyeron y dejaron que me marchara.

Cuando abrí la puerta de mi habitación, Raquel estaba paseándose de arriba abajo. Abrió la boca para empezar a hacerme preguntas, pero, al parecer, verme la cara le bastó para cambiar de opinión. En vez de hablar, fue a mi cómoda, sacó mi chándal y lo arrojó a mi cama.

Mi sudadera y mis pantalones de judo abrigaban, pero yo seguía congelada hasta los tuétanos. Raquel se metió en la cama conmigo y me abrazó por detrás.

—Duérmete —dijo—. Tú solo duérmete.

Pero fue ella la que primero se durmió. Yo me quedé mucho rato despierta, pensando en todo lo que había sucedido, no solo aquella tarde, o incluso durante aquel curso, sino en muchos otros aspectos a lo largo de toda mi vida. Y lo vi todo de un modo distinto a antes. Por primera vez, creí comprender la horrible verdad.

Al día siguiente, todo el mundo estuvo lanzándome miradas y susurrando a mis espaldas en las clases, pero nadie se atrevió a preguntarme directamente qué sucedía. Los obvié. Los pequeños contratiempos de la Academia Medianoche nunca me habían molestado menos. En las prácticas de coche, el señor Yee vaciló antes de dejarme sentarme al volante, pero me lo permitió; por primera vez aparqué en batería sin ningún problema.

—Bien hecho —dijo Balthazar mientras regresábamos al internado después de clase. Aquellas eran las primeras palabras que habíamos cruzado desde la noche anterior.

—Gracias. —Hasta aquel segundo de silencio se nos hizo largo y tenso. Nuestra incomodidad solo empeoraría si no abordábamos el tema—. Creo que tenemos que hablar.

—Sí.

Los alumnos habían ocupado prácticamente cada rincón de los jardines para disfrutar de la primavera. Hasta los vampiros que rehuían la luz del sol estaban tendidos a la sombra bajo los árboles reverdecidos. Para tener algo de intimidad, Balthazar y yo tuvimos que retirarnos a la biblioteca. Estaba casi desierta. Fuimos al rincón más apartado y nos sentamos juntos en el ancho alféizar de madera de una de las ventanas con vidrieras.

—Vas a decirme que lo de anoche no debería haber pasado —dijo Balthazar.

—No. Me alegro de que pasara. Durante demasiado tiempo, me he estado diciendo que podía pasar todo este tiempo contigo y coquetear contigo sin que significara nada. Pero no ha sido así. Tú significas algo para mí, pero no estoy enamorada de ti.

Esperaba que aquellas palabras le dolieran. En vez de eso, sonrió tristemente.

—Yo he estado intentando convertir esto en algo que no es. Convertirte a ti en alguien que no eres.

Recordé la imagen que había visto de una chica morena de otra época, riéndose en el bosque otoñal y mirando a Balthazar con infinita adoración.

—Charity mencionó a alguien que se llamaba Jane, y me pareció ver…

—No remuevas el pasado. Solo es pasado.

—Si… anoche hubiéramos… no creo que lo hubiera lamentado. —Tenía la noche anterior demasiado fresca para negar mi atracción hacia él—. Pero no puede volver a pasar.

—No. —Balthazar suspiró—. Tú nunca te conformas con menos de lo que realmente quieres, Bianca. Nunca estarás con nadie a quien no ames de verdad.

Ojalá pudiera amarlo a él. Todo en mi vida sería más fácil si lo hiciera. Él siempre me protegería.

Pero había empezado a darme cuenta de que estar protegida tenía un precio.

Cuando me quité el uniforme aquella noche, me puse mis vaqueros más viejos y una de mis camisetas favoritas. Me resultaban tan familiares que eran como una parte de mí, como una armadura en un sentido que no sabía definir. Luego subí a encararme con mis padres y tener una conversación que ya debería haber tenido hacía mucho tiempo.

Mi madre sonrió al abrirme la puerta.

—Aquí estás. Teníamos la esperanza de que te pasaras esta noche, ¿verdad, Adrian? —Cuando entré, murmuró—: Tu padre está raro, y es posible que después tú y yo tengamos que hablar de Balthazar en privado, ¿vale?

Ignorando aquello, me dirigí al centro del salón y pregunté:

—¿Por qué me persiguen los fantasmas?

Mis padres se quedaron mirándome sin decir nada durante varios segundos. Luego mi madre comenzó a decir:

—Cielo, a lo mejor solo están… Este internado es probablemente un objetivo…

—El internado no es el objetivo, soy yo. Yo soy la única que los ha visto todas las veces que se han aparecido, y es a mí a quien quieren. Todas las apariciones han pasado justo después de que bebiera sangre. No creo que eso sea una coincidencia.

—Tú bebes sangre continuamente —dijo mi padre, esforzándose demasiado por parecer razonable—. Has bebido sangre desde el día que naciste.

—Ahora las cosas son distintas. Cada una de esas veces ha sido distinta, porque yo tenía más hambre, o porque la sangre era de un ser vivo o… —Bueno, no iba a entrar en por qué era distinto con Balthazar—. Cada vez tengo más parte de vampiro. Y la fantasma dijo que corría peligro.

—¿Qué? —Aquello había confundido sinceramente a mi madre, me daba cuenta, pero eso solo sirvió para demostrar lo mucho que sabía de aquello pero no decía—. ¡Los fantasmas son los que quieren hacerte daño!

—Creo que se refería a que cada vez estoy más cerca de transformarme en un vampiro. Para los fantasmas, creo, ser un vampiro es incluso peor que estar muerto. —Me crucé de brazos—. Luego dijo que yo no podía romper la promesa. Que lo que hacen los fantasmas es lo que les han prometido. ¿A qué promesa se refieren?

Mis padres se quedaron mudos. Se miraron horrorizados y con cara de culpa, y yo sentí un pavor que casi me dio náuseas. Aunque sabía que tenía que oír aquella respuesta, mi impulso era salir huyendo. La verdad iba a dolerme, lo presentía.

—Lo habéis sabido desde el principio —dije—. ¿No es así? Que los fantasmas venían a por mí, pero no me habéis dicho por qué.

—Lo sabíamos —respondió mi padre—. Y sí, no te lo hemos dicho.

Fue como si algo se me hubiera roto por dentro. Mis padres, las personas que más quería en el mundo, las personas a las que siempre había confiado todos mis secretos, las personas con las que había querido esconderme lejos del resto del mundo, me habían mentido y yo no alcanzaba a imaginar por qué, por muy importante que fuera.

—Cielo… —Mi madre dio unos pasos hacia mí, pero, al verme la cara, se detuvo—. No queríamos asustarte.

—Dime por qué. —La voz me tembló—. Dímelo ahora mismo.

Ella se retorció las manos.

—Tú sabes que creíamos que nunca podríamos tenerte.

—Por favor, ¡no volváis otra vez con el discursito de que mi concepción fue un milagro!

—Creíamos que nunca podríamos tenerte —repitió mi padre—. Los vampiros no pueden tener hijos.

En mi frustración, podría haberle arrojado algo.

—Salvo dos o tres veces en todo un siglo, lo sé. Lo entiendo, ¿vale?

Mi madre estaba muy seria.

—Los vampiros nunca pueden tener hijos solos, Bianca. No tenemos vida que dar. Solo… media vida. La vida del cuerpo.

—¿Qué se supone que significa eso? —Se me ocurrió algo horrible y creí que iba a vomitar—. ¿No soy vuestra?

Mi padre negó con la cabeza.

—Eres totalmente nuestra. Pero, para tenerte, nos hizo falta ayuda.

Confundida, en lo primero que pensé fue en clínicas de fecundación. No creía que admitieran pacientes vampiro. Pero entonces reparé en las últimas palabras de mi madre: «Media vida. La vida del cuerpo». La señora Bethany ya había mencionado aquello, cuando me habló por primera vez de los fantasmas. Los vampiros representaban el cuerpo. Los fantasmas representaban el espíritu.

—Hicisteis un trato con los fantasmas —dije despacio—. Ellos… ellos hicieron posible que vosotros me concibierais.

De hecho, mis padres parecieron aliviados de que lo hubiera dicho, aunque el alivio estaba a mil años luz de cómo me sentía yo.

—Los encontramos —dijo mi madre—. Les pedimos ayuda. No sabíamos lo que nos pedirían. La mayoría de los vampiros no saben esto, y nosotros solo habíamos oído cuchicheos, rumores…

Mi padre la interrumpió.

—Los espíritus… nos poseyeron, supongo. Solo por un instante.

Hice una mueca.

—¿Mientras estabais…?

—¡No, cielo, no! —Mi madre cruzó varias veces las manos delante de ella como si intentara borrar aquellas palabras de la faz de la Tierra—. ¡No fue así! No sé qué hicieron, pero, efectivamente, uno meses después, tú estabas en camino. Volvimos para darles las gracias. —Repitió amargamente—: Para darles las gracias.

—Y ellos dijeron que tú les pertenecías. —Mi padre tenía la expresión grave—. Dijeron que, cuando te hicieras mayor, tendríamos que dejar que te transformaras en fantasma en vez de en vampiro. Ahora están intentando matarte, asesinarte, porque el asesinato crea fantasmas. Están intentando robarte, Bianca. Pero no debes tener miedo, no se lo permitiremos.

Durante toda mi vida me había sentido tremendamente especial y querida, porque mis padres me habían dicho que era su niña milagro. Siempre me había sentido segura con ellos.

Pero yo no era ningún milagro. Yo era fruto de un sucio trato que ninguna de las dos partes había cumplido. Y los padres en quienes yo siempre había confiado con toda mi alma me habían mentido desde que nací.

—Me voy —dije. Mi voz me pareció extraña. Me arranqué el colgante que me habían regalado y lo arrojé al suelo.

—Bianca —dijo mi padre—, necesitas quedarte y asimilar esto. —Me voy y no te atrevas a impedírmelo. Eché a correr, obligándome a no llorar hasta haber bajado al menos las escaleras.