—¿Estás bien? —dijo Lucas por vigésima vez mientras me llevaba de regreso a Riverton.
—Estoy bien, de veras. —En mi fuero interno, estaba deshecha y confundida, pero no quería admitirlo, ni ante Lucas ni ante mí misma.
Nos habíamos calmado, habíamos observado las estrellas y habíamos hablado, pero ya nada había sido lo mismo. Las únicas palabras que oía eran las de Lucas resonándome en la memoria: «Jamás seré un vampiro».
Ya me lo había dicho antes, y yo le había creído. Pero esta vez comprendí el verdadero significado de aquellas palabras. Sucediera lo que sucediese, por mucho que nos quisiéramos, siempre habría una barrera entre nosotros. Yo había soportado nuestra separación de aquel año porque creía que no sería permanente. ¿Cómo iba a serlo, si nos queríamos tanto?
Pero entonces me descubrí preguntándome si aquello era todo lo que podríamos tener: encuentros furtivos y cartas entregadas a escondidas, unos cuantos momentos robados de pasión entre incontables semanas de soledad.
Y un día Lucas envejecería, incluso moriría, y me dejaría en este mundo, eternamente sola.
Lucas paró delante del cine justo cuando la gente estaba empezando a salir. Entre las parejas mayores y unos cuantos adolescentes que se estaban riendo, una figura destacaba del resto: Balthazar, alto y taciturno, con su largo abrigo negro.
—Debería irme. —Miré a Lucas—. ¿Cuándo y dónde nos vemos la próxima vez?
—En enero, creo. Hay un pueblo, Albion. Charity va mucho allí. Al menos, eso dicen nuestros informadores. Supongo que es donde Balthazar estaría dispuesto a llevarte.
—Lo hará, seguro. ¿El segundo sábado de enero? ¿A las ocho de la tarde? —Él asintió—. ¿Dónde?
—En el centro del pueblo. Créeme, es un pueblo pequeño. Es imposible que no nos veamos. —Me puso una mano en la mejilla—. Te quiero.
Asentí, demasiado compungida para hablar.
Lucas me atrajo hacia sí y me besó en la frente.
—Eh, nada de llantos.
—No voy a llorar. —Inspiré su olor. Ojalá pudiera tenerlo conmigo todo el tiempo, a todas horas así de cerca—. El día de Navidad por la mañana, estés donde estés, piensa en mí. Yo estaré pensando en ti. —Nos besamos tiernamente antes de que yo abriera a regañadientes la puerta de la camioneta y me bajara.
De camino a casa, Balthazar y yo no nos dijimos nada hasta que casi hubimos llegado a la Academia Medianoche. No fue un silencio incómodo, exactamente; yo estaba absorta en mis pensamientos y notaba que él también lo estaba. Por fin aventuré:
—¿Has sacado mucha información? De las notas de Lucas, quiero decir.
—Ni de lejos la suficiente. Pero sé que Charity está volviendo a visitar las poblaciones de esta zona, los lugares que recuerda. Lo hace a veces, pero eso nunca la alegra. Es como si odiara esos sitios por haber cambiado mientras ella sigue igual.
—Entonces puedes encontrarla —comenté. Me froté las manos, que todavía tenía frías—. Puedes deducir adónde irá a continuación.
Balthazar no despegó los ojos de la carretera mientras ponía la calefacción del coche.
—Puedo intentarlo, pero no hay ninguna pauta. Con Charity, no la ha habido nunca.
—Aun así, es un punto de partida.
—Tú siempre viendo el lado bueno. —La comisura de la boca se le torció en una sonrisa involuntaria—. Tienes razón. Es un punto de partida.
Cuando hubimos aparcado al final del campus, abrí la puerta para salir, pero Balthazar no se movió al principio. Vacilé.
—Gracias —le dije— por esta noche. Ha significado mucho para mí.
Balthazar alargó la mano hacia mi cara. No me tocó, pero tenía las yemas de los dedos cerca de mis labios.
—Tienes los labios hinchados.
—¿Qué? —Ahora que lo mencionaba, me notaba la boca hinchada y dolorida. Me di cuenta de que era por los enardecidos besos que nos habíamos dado Lucas y yo—. Oh… ¿Está demasiado…?
—Está bien —dijo Balthazar en tono alegre. Tenía la mirada triste—. Cualquiera que se dé cuenta supondrá que me has estado besando a mí.
Afortunadamente, no tuve mucho tiempo para ponerme melancólica por la separación entre Lucas y yo. La semana de los exámenes trimestrales estaba cerca y había que entregar trabajos y estudiar. En cierto modo, enfrascarme en los estudios fue un consuelo.
Mi humor taciturno persistió, por muchas redacciones que escribiera para la señora Bethany o muchas prácticas de exámenes de cálculo que hiciera. No obstante, nadie se dio cuenta, porque todo el internado seguía con los nervios de punta. Aunque habían reparado la ventana del gran vestíbulo, colocando una vez más cristales transparentes en vez de vidrieras, éste seguía desierto, incluso en los días lluviosos, cuando la única alternativa era encerrarse en la habitación. Comenzaron a correr rumores cada día más absurdos.
—He oído que el fantasma del internado forma parte de una maldición vudú —proclamó Courtney un día desde la ducha. Yo me estaba lavando el pelo dos duchas más allá—. El vudú es una práctica totalmente real y algún pringado del año pasado que ya no ha vuelto decidió maldecir este sitio amargándonos la mejor fiesta del año a toda la gente guay.
Me habría gustado decirle lo estúpida que estaba siendo, pero tampoco tenía una explicación mejor.
Cuando empezó la semana de los exámenes trimestrales, advertí un elemento curioso en las reacciones que el fantasma provocaba en el internado, algo que no habría imaginado: los vampiros eran los que más miedo le tenían. Los alumnos humanos también estaban nerviosos, pero, en su mayoría, parecían tomárselo con bastante calma.
Aquello no me pareció lógico. De acuerdo que era más probable que los vampiros supieran que los fantasmas existían y apreciaran el posible peligro. Pero yo no había oído a ningún alumno humano mofándose de la idea de que los fantasmas existían; aunque, después de lo sucedido en el Baile de Otoño, nadie podía dudar de que estuviera ocurriendo algo sobrenatural.
—¿No es un poco raro —aventuré un día mientras Vic y yo estudiábamos juntos en la biblioteca— que no haya más gente muerta de miedo?
—¿Por los exámenes? Créeme, yo lo estoy.
—No, por los exámenes no. Por… esa cosa. Ya sabes.
—¿El fantasma? —Vic ni siquiera alzó la vista del libro de anatomía.
—Sí, el fantasma. Te tomas con mucha tranquilidad esto de vivir en una casa embrujada.
—Yo siempre he vivido en una casa embrujada. —Vic se encogió de hombros—. Superé el canguelo hace mucho tiempo.
—Un momento, ¿qué? —Jamás se me habría ocurrido que precisamente Vic pudiera saber más de fantasmas que cualquier vampiro de Medianoche—. ¿Tu casa está embrujada?
—Sí, en un punto del desván donde te mueres de frío. Actividad espectral clásica: descenso de la temperatura, sonidos raros y la sensación de que alguien te está observando aunque no haya nadie. En mi familia, siempre lo hemos sabido todos. Mis amigos se quedaban a dormir en casa todas las noches de Halloween y esa fiesta era, modestia aparte, la más sonada del año. Todos los años. —Mientras lo miraba boquiabierta, Vic comenzó a reírse—. Aquí hay muchas personas que han visto lo mismo.
—¿El fantasma de tu casa?
—Los fantasmas de sus casas. O de sus escuelas o… ¿sabes esa chica nueva, Clementine? Jura que su abuela tenía un coche embrujado. Como en Christine de Stephen King, ¿sabes? Me encantaría probar a conducir esa cosa.
—¿Cómo te has enterado de todo esto?
Vic suspiró.
—¿Sabes?, mientras tú te dedicas a hacértelo con Balthazar, y Raquel se queda encerrada con sus proyectos artísticos, y Ranulf está otra vez estudiando sus viejos mitos nórdicos, yo hago otra cosa. Un disparate. Una excentricidad. Yo lo llamo «hablar con otras personas». Mediante ese milagroso proceso, a veces puedo enterarme de cosas sobre otros dos o tres seres humanos en un solo día. Los científicos se han propuesto estudiar mi método.
—Cállate. —Le di juguetonamente un empujón y él se volvió a reír, pero en mi fuero interno estaba intentando asimilar todo aquello. Claro que Vic sabía más que nadie de los alumnos humanos; era el chico más extravertido de todo el internado. Incluso algunos de los vampiros que lo miraban por encima del hombro terminaban hablando con él alguna que otra vez—. ¿Los fantasmas, han… bueno… hecho alguna vez daño a alguien?
—No, que yo sepa. A mí, nuestro fantasma del desván siempre me ha caído bastante bien. De niño solía subir a leerle cuentos. Le enseñaba mis juguetes nuevos. No es más que un viejo espíritu atrapado entre dos mundos, ¿no? ¿De qué hay que tener miedo?
—¿De que te atraviese un carámbano de hielo?
—Nadie resultó herido en el Baile de Otoño. Imagino que el fantasma solo nos estaba asustando, divirtiéndose viéndonos correr y chillar.
—Tal vez.
Podría haberme quedado más tranquila si no hubiera conocido la historia de Raquel.
Casi todas las noches, antes de acostarme, pensaba en Lucas, algunas veces recordando el tiempo que habíamos pasado juntos, otras fantaseando o simplemente preguntándome dónde estaría y esperando que estuviera bien y feliz. La noche después de nuestro último examen trimestral fue diferente. Estaba agotada y deprimida porque aún faltaba un mes entero para nuestra próxima cita.
No, esa noche no quería pensar en Lucas. No quería pensar. Cerré los ojos con fuerza e intenté quedarme dormida lo antes posible.
La tormenta rugía fuera del internado y el viento azotaba las ramas de los árboles. Yo estaba delante de la ventana rota, procurando no pisar cristales rotos. Gotas de lluvia me salpicaban en la piel.
—¿No quieres quedarte? —dijo Charity. Llevaba una vieja tea en la mano sacada de una película de terror. La llama anaranjada vaciló próxima a su rostro, pero Charity no se apartó. Era el único vampiro que yo había visto que no temía el fuego—. Aquí hace calor y no llueve. Puede hacer incluso más calor.
—No puedo quedarme.
—¿No puedes? A lo mejor es que no quieres.
No sabía si Charity tenía o no razón. Solo sabía que tenía que alejarme de ella y de Medianoche.
—¡Bianca! —Era la voz de Lucas. Me esforcé por determinar de dónde venía y descubrí que Lucas estaba fuera, bajo la lluvia—. ¡Bianca, no te muevas!
—Lo siento, Bianca. —Los oscuros ojos de muñeca de Charity eran tan candorosos como los de un niño. Me acercó la tea y yo noté el calor quemándome la piel—. Pero tiene que arder.
Salté por la ventana. Los cristales que aún seguían adheridos al marco me hicieron cortes en las piernas y los brazos antes de que me estampara contra la hierba mojada. Llovía tanto y tan fuerte que tuve la sensación de que me estaban apedreando. Pero eché a correr con todas mis fuerzas, notando la hierba congelada bajo los pies descalzos. ¿Dónde estaba Lucas?
Entonces el seto cambió, espesándose y creciendo de un modo que reconocí, pero ¿cuándo? ¿Cuándo había visto ocurrir aquello? No lo supe hasta ver las extrañas flores rojas comenzando a ennegrecerse.
Mi sueño… esto es un sueño… no es solo un sueño…
—¿Lucas?
Me senté en la cama respirando con dificultad. Raquel estaba apoyada en los codos, mirándome con cara de sueño.
—¿Has dicho algo?
—Estaba soñando. —Me costaba respirar—. Eso es todo.
—¿Estás totalmente segura?
—Sí, te lo prometo. —Tardé otros dos segundos en reponerme lo bastante como para tranquilizarla—. Probablemente solo estoy preocupada por cómo me han ido los exámenes.
Raquel me observó con los ojos abiertos de par en par, recordando viejos terrores nocturnos suyos.
Volví a intentarlo.
—No tiene nada que ver con ningún fantasma. De veras.
—¿Cómo puedes saberlo con absoluta seguridad?
—Tú lo sabías, ¿no?
—Supongo que sí. —Raquel se levantó de la cama y se acercó hasta la mía, sus pies descalzos sin apenas hacer ruido al pisar el rígido suelo de madera. Me apartó de la cara unos cuantos mechones de pelo empapados de sudor—. ¿Quieres que te traiga un poco de agua?
—Eso me vendría bien, la verdad. Gracias.
En cuanto estuve sola, volví a pensar en el sueño y en las flores que ya había visto, las flores con las que había soñado la noche antes de conocer a Lucas. Había pensado que fue una coincidencia cuando encontramos el broche esculpido con la misma forma de aquellas extrañas flores.
O eso había creído siempre. Pero, por primera vez, me pregunté si mis sueños no significarían algo más.
Durante las vacaciones de Navidad, Medianoche estuvo más vacío que el año anterior, cuando se habían quedado algunos vampiros que carecían de hogar al que regresar. Este año casi todos habían huido del internado embrujado y me pregunté cuántos de ellos regresarían.
También fue un invierno desagradable, sin nieve: solo cielos grises, aguanieve y hielo que hizo intransitables las carreteras la mayoría de los días. Las frecuentes salidas de Balthazar para ir en busca de su hermana tuvieron que interrumpirse momentáneamente. Yo me daba cuenta de que lamentaba no haber salido más a menudo de Medianoche mientras aún era posible, de manera que hacía cuanto podía para animarlo. La víspera de Navidad, estuvimos pasando el rato en el aula de Tecnología Moderna mientras intentaba echarle una mano con el trabajo de enero.
—Tienes que hacerlo más deprisa —dije.
—Se tarda tiempo en interpretar el significado de las flechas —protestó Balthazar desde la plataforma de baile, haciendo rígidamente los pasos del nivel para principiantes de un juego de vídeo que enseñaba a bailar.
—Tienes que interiorizarlo para que tu cuerpo sepa qué hacer en cuanto veas la flecha. No tendrías ni que pensarlo. —Yo estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas junto a la plataforma de baile, mirándolo consternada—. Tú bailas bien, Balthazar. ¿Cómo se te puede dar tan mal esto?
—Esto no es bailar. Hoy día… basta con retorcerse espasmódicamente.
—Pues más te vale acostumbrarte, porque este juego no tiene el foxtrot.
Balthazar me fulminó con la mirada, pero había humor en sus ojos. También me dejó jugar, y se tomó con calma mi victoria.
Después subimos al apartamento de mis padres, donde yo estaba pasando aquellos crudos días de invierno. Cuando mi madre abrió la puerta, nos recibió una acogedora fragancia a canela y manzana.
—Ya era hora. —Dio un apretón en el hombro a Balthazar y me besó en la mejilla—. Os estábamos esperando.
—Vaya árbol. —Balthazar sonrió al ver el abeto de más de dos metros que mis padres habían colocado en un rincón. Salpicado de oropeles y decorado con los torpes adornos navideños que había ido confeccionando con el paso de los años, el árbol tenía un aspecto apropiadamente festivo, pero a mí no me pareció distinto al de cualquier otra Navidad. Balthazar estaba más impresionado—. Hace mucho que no abro regalos junto a un árbol.
—¿Desde que estabas vivo? —pregunté.
—En aquella época no teníamos árboles de Navidad —dijo mientras mi madre le ayudaba a quitarse la chaqueta—. Esa fue una tradición alemana que no se difundió por todo el mundo hasta… oh, doscientos años después de que yo muriera. Pero es una buena costumbre. Creo que durará mucho tiempo.
—Yo también. —Mi padre se había asomado a la puerta de la cocina y el delantal que llevaba atado a la cintura estaba prometedoramente manchado de chocolate—. Pero me tranquiliza que la gente ya no lo decore con velas.
—¿Con velas de verdad? ¿Con fuego? —No me lo podía creer.
Mi madre fingió que se estremecía.
—Fuego de verdad, cerca de árboles de verdad que se estaban extinguiendo rápidamente. No te creerías lo peligrosa que era antes la Navidad.
Fue una velada acogedora. El chocolate del delantal de mi padre resultó ser el baño de un pastel que había hecho para mí. Bebimos sidra en jarras y sangre en vasos, un ritual navideño. Por primera vez en mi vida, la yuxtaposición se me antojó extraña, pero, con mis padres y Balthazar pasándoselo tan bien, no le di muchas vueltas. En el tocadiscos de mi padre sonaban villancicos, con ese chasquido peculiarmente agradable que solo hacen los discos de vinilo. Durante un rato me olvidé de mi melancolía.
Más tarde Balthazar se arrodilló para inspeccionar los paquetes que había bajo el árbol. Me había prometido que traería mi regalo al día siguiente. Yo le había comprado un jersey, un regalo no muy inspirado, lo sé, pero él necesitaba modernizar su vestuario y, además, el cálido color marrón de la lana me había recordado a él de un modo que era difícil definir. No obstante, cuando Balthazar cogió el primer regalo que llevaba su nombre, fruncí el entrecejo: no era el mío.
—Un momento —dijo—. Hay unos cuantos para mí. Varios. Bianca, no te habrás gastado todo este dinero, ¿no? —Yo negué con la cabeza.
—Nos confesamos culpables —dijo mi padre, rodeando a mi sonriente madre con el brazo—. Ya eres casi de la familia, Balthazar. Queríamos que te sintieras igual de incluido que el resto de nosotros.
—Gracias. —Balthazar parecía profundamente conmovido, no porque fuera a abrir un montón de regalos el día de Navidad, sino porque mis padres lo hubieran acogido de aquella forma. Viendo lo mucho que significaba para él, quizá yo debería haber sentido lo mismo, pero no lo hice.
En cambio, volví a pensar en que a mis padres Balthazar les gustaba demasiado. Aunque era una bellísima persona, no reaccionaban así por eso. En absoluto. Balthazar les gustaba porque era mi novio vampiro, es decir, la persona que iba a convertir a su hija en el vampiro perfecto que ellos siempre habían querido que fuera.
Yo siempre había querido satisfacerlos. Pero ver cuánto lo deseaban —la desesperación que se atisbaba en sus sonrisas— me hizo preguntarme qué era lo que tanto temían.
Después, cuando empezó a oscurecer, mis padres no solo me permitieron llevarme a Balthazar a mi dormitorio, sino que además mi madre incluso cerró la puerta al salir, algo que ninguno de los dos había hecho en las dos ocasiones en que habían dejado entrar a Lucas.
—Los tienes en el bote —dije—. Tú también lo notas, ¿no?
—No estarían tan entusiasmados si supieran dónde te llevo y por qué. No los desilusionemos todavía. —Balthazar fue hasta la ventana y miró la gárgola. Tenía carámbanos en las alas—. Parece helada de frío.
—Debería tejerle una bufanda o algo así. —Me senté en el banquito que había delante de la ventana y toqué el frío cristal con las yemas de los dedos.
—Hasta las criaturas de piedra te dan lástima. —Balthazar se sentó a mi lado, pasándome un brazo por la espalda y pegando su pierna a la mía.
Lo miré con inseguridad.
—Si tus padres entran… —dijo él.
—Lo sé. Deberíamos parecer… cómodos.
—Exacto. —Balthazar me observó mientras vacilaba con una sonrisa cómplice en los labios—. Te parece que me estoy aprovechando de la situación.
—No es eso. Sé que no lo harías.
—Te equivocas. Lo haría. —Se acercó más a mí hasta que nuestros rostros casi se tocaron—. Estás más enamorada de Lucas Ross que nunca, y yo no puedo hacer nada para cambiarlo. Eso no significa que no disfrute estando tan cerca de ti.
Yo no podía concentrarme. Por alguna razón, no podía despegar los ojos de su boca. Tenía la mandíbula cuadrada y una suave barba incipiente.
—Solo me parece arriesgado, supongo.
—El único que se arriesga aquí soy yo, si me encariño demasiado contigo. Para ti no es arriesgado, siempre y cuando no te confundas.
—No me confundo.
—Por supuesto que no. —Una sonrisita asomó a sus labios.
Me levanté del banquito. Me noté las rodillas flojas. Balthazar se quedó donde estaba, con la sonrisa en los labios.
—Veo que… hum… estás de buen humor últimamente —farfullé—. Haces bromas, no en plan graciosillo ni nada, pero pareces animado.
—Sí, estoy bien.
Me senté en el borde de la cama, a más de un metro de él. Entonces pude concentrarme.
—Lo pasaste mal después de Riverton —dije—. ¿Has hecho más progresos de los que me has contado?
—No. Cuando encuentre a Charity, te lo diré de inmediato. Cuanto antes terminemos con la Cruz Negra, mejor. —Se recostó en el marco de la ventana. La gárgola era visible como una sombra detrás de él, como un diablo posado en su hombro—. Pero estoy aprendiendo a aceptar que no va a pasar de la noche a la mañana. Llevo treinta y cinco años sin ella; podré aguantarlo durante otro par de meses.
—Lo dices como si fueras tú quien la necesitara y no al revés.
Balthazar pensó un momento en aquello.
—Supongo que siempre necesito tener alguien a quien cuidar. La conversación estaba tomando un derrotero peligroso. Zanjé rápidamente el tema planteándole algo que llevaba tiempo considerando si comentarle o no.
—Si te cuento una confidencia que me han hecho, algo muy personal, muy íntimo, porque creo sinceramente que puedes saber algo útil, ¿me prometes que guardarás el secreto? ¿Y que nunca dirás que lo sabes?
—Por supuesto. —Suspiró profundamente—. ¿Es sobre Lucas?
—No. Es sobre Raquel. —Allí, en Nochebuena, susurrando para que mis padres no oyeran ni una palabra, le conté lo que Raquel me había explicado sobre el fantasma que llevaba tanto tiempo aterrorizándola.
Él no se asombró tanto como yo.
—¿Cómo creías que eran los fantasmas, Bianca? ¿Dulces y simpáticos, como Casper y sus amigos? —Frunció el entrecejo—. ¿Aún hacen esos dibujos animados?
—Hicieron una película —dije distraídamente—. Pero no es eso… es decir, ese fantasma no se limita a volver las cosas azules o hacer hielo. Es un… bueno, es un violador.
—Hasta la mitología humana está familiarizada con los íncubos, Bianca. Algunas fantasmas atacan sexualmente a hombres mientras duermen; se llaman súcubos. Los fantasmas no tienen cuerpo, de manera que idean mil formas de violar los cuerpos de otros. Posesión, acoso sexual, visitaciones, todo responde a lo mismo.
Me estremecí.
—Es aterrador. Hay tantos fantasmas en el mundo… Tiene que haberlos a millones, Balthazar. Si son capaces de eso…
—Espera un segundo. No hay millones de fantasmas. Son bastante poco frecuentes. Menos frecuentes que los vampiros, eso seguro.
—No es posible. Casi todos los alumnos humanos de Medianoche se han criado en casas embrujadas.
—¿Qué? No lo dices en serio.
—Vic lo ha averiguado. Hay fantasmas en casi todos sus hogares. Para que eso sea cierto, tendría que haber cientos de miles de casas encantadas… —Me interrumpí al darme cuenta de que aquella no era la única posibilidad.
O había montones de casas embrujadas en el mundo, con lo que cualquier grupo de personas de mi edad podría haberse criado en ellas, o solo era una coincidencia que muchas de ellas hubieran terminado en el internado, o esa era la respuesta que Lucas y yo estábamos buscando. Sí, esa era la razón de que la señora Bethany admitiera alumnos humanos en la Academia Medianoche. No podía venir cualquier alumno humano; solo los que estuvieran vinculados a fantasmas franqueaban sus puertas.
—La señora Bethany está buscando fantasmas —susurré.
—¿Qué?
Me expliqué lo mejor que supe, trabándome de la emoción.
—Tiene que ser eso. Una vez que los alumnos vienen al internado, ella mantiene vínculos con las casas y las familias durante años. De ese modo, si necesitara entrar en alguna de esas casas podría hacerlo.
—Estoy de acuerdo en que esto no puede ser casualidad —dijo Balthazar sonriendo despacio—. Esto no es una coincidencia. Pero ¿por qué iba a buscar fantasmas la señora Bethany? Ellos nos odian; nosotros los odiamos a ellos. Normalmente se mantienen a distancia, y nosotros les devolvemos el favor.
—Últimamente, no. Algo ha cambiado. Esa vieja tregua se ha roto. —Me estremecí y pegué las rodillas al pecho, abrazándomelas al pie de la cama—. Vienen a por nosotros. Los fantasmas se han fijado como objetivo este internado o a los vampiros en general. La señora Bethany debía de saber que iba a pasar esto. Por eso ha permitido que vengan humanos, para… para localizar a los fantasmas o acceder a ellos, quizá.
Balthazar repiqueteó con los dedos en el alféizar de la ventana.
—Has dado con algo. Piénsalo, Bianca. Durante siglos, ni un solo fantasma se atreve a entrar en Medianoche y, luego, ¿se aparecen a montones en cuanto empiezan a venir alumnos humanos?
—¿A montones? —Pensé en la chica que había visto hacía unos meses, después en el hombre de escarcha que se me había aparecido en la torre norte y, por último, en lo que fuera que hubiera interrumpido el Baile de Otoño: no parecía tener ninguna forma física—. Sí, han sido más de uno. Pero no ha sido inmediato. Han tardado un año en empezar a aparecerse.
—Dado que los incidentes han comenzado siendo poco llamativos, es posible que estén aquí desde el año pasado sin que nos hayamos enterado.
Por fin había hecho un avance importante. Por fin lo comprendía. Los fantasmas habían venido a Medianoche y lo que habíamos visto hasta ahora solo era el principio.
—Oh, cariño, me encanta. —Mi madre se puso su nueva pulsera y besó a mi padre en la mejilla. Teniendo en cuenta que mi padre llevaba más de trescientos años haciéndole regalos, me pareció todo un mérito que aún fuera capaz de encontrar cosas que le complacieran. O quizá fuera ese el secreto de su larga relación de pareja, el hecho de que siguiera complaciéndoles prácticamente cualquier regalo, detalle o palabra.
Mi padre me despeinó.
—Guardaremos el resto de tus regalos para que los desenvuelvas cuando venga Balthazar, pero abre solo este, ¿vale?
Yo cogí obedientemente una bolsa en la que había un colgante con forma de lágrima unido a una cadena antigua de cobre viejo.
—Es bonito —dije sopesándolo—. ¿Qué es?
—Obsidiana —dijo mi madre—. Póntelo, a ver cómo te queda.
Me sonrieron satisfechos cuando me lo puse en el cuello. Me extrañó que hubieran elegido la obsidiana, pero el brillo de la piedra negra era precioso.
¿Cómo sería para Lucas el día de Navidad? No me podía imaginar ni a Kate ni a Eduardo explicándole cuentos sobre Papá Noel cuando era pequeño, ni que la Cruz Negra se quedara en el mismo sitio durante el tiempo suficiente para que él hubiera tenido alguna vez un árbol de Navidad. Lo imaginé como el niño que debió de ser, rubio y con los ojos grandes, deseando juguetes pero no teniendo nunca ninguno. Y jamás se habría quejado. En aquel momento, quizá estaba durmiendo en un camastro en algún otro sórdido aparcamiento, sin regalos, ni dulces ni villancicos. La imagen me pareció desoladora y volví a recordar lo que él me había dicho en una ocasión sobre carecer de cualquier clase de vida normal.
Pensar en la solitaria mañana de Navidad de Lucas me dejó vacía por dentro.
Hasta nuestro lamentable desacuerdo en el observatorio, no me había dado cuenta de cuánto contaba con poder cambiar algún día el hecho de que Lucas y yo estuviéramos en mundos distintos. Él necesitaba romper sus ataduras con la Cruz Negra en algún momento. Yo abrigaba la esperanza de que se uniera a mí como vampiro, una posibilidad que él acababa de rechazar para siempre.
Si aquello no estaba en nuestro futuro, ¿cómo podría Lucas ser alguna vez libre? ¿Y cómo podíamos nosotros estar alguna vez juntos?