10

El temido encuentro que había estado esperando ocurrió al día siguiente, cuando salía de la biblioteca con retraso. Eché a correr por el pasillo cuando su voz me detuvo.

—Qué prisa tiene, señorita Olivier. —La señora Bethany me escrutó de arriba abajo con su penetrante mirada. Llevaba un sobrio vestido de lana marrón oscuro que la hacía parecer como si estuviera cincelada en la mismísima madera de Medianoche—. Actúa como si hubiera visto un fantasma.

¿Tenía que reírme? Me limité a mirarla.

Por suerte, no parecía esperar una respuesta.

—En algún momento deberíamos hablar de lo que vio arriba.

—Se lo he contado todo a Balthazar. Si ha hablado con usted, ya sabe tanto como yo.

—¿Ha mencionado este asunto a sus otros compañeros? ¿A sus padres?

—No. —Aquello no era del todo cierto. Se podía decir que se lo había mencionado a Raquel, o al menos lo había intentado, pero, dado que ella se había negado a escucharme, suponía que había guardado el secreto bastante bien.

—Bien. Asegúrese de no hacerlo. Estoy segura de que ha sido un acontecimiento aislado. La gente se comporta de un modo muy irracional cuando se le menciona lo sobrenatural.

Por una vez, estaba de acuerdo con la señora Bethany. Una simple pregunta sobre un fantasma había puesto de los nervios a Raquel. Lo último que necesitaba era que a mis padres les diera por sobreprotegerme.

—Sí, señora. No diré ni una palabra.

La señora Bethany me sonrió con complicidad.

—En reconocimiento a su discreción, no la castigaremos por haber infringido las reglas del internado colándose en los dormitorios de los chicos durante la noche. Pese a su falta de control, este me parece que va progresando. Al menos, esta vez sus inclinaciones amorosas han recaído en un candidato más merecedor.

Aquello era un ataque a Lucas, pero mantuve la calma.

—Balthazar es genial. De hecho, tengo que reunirme con él en unos minutos para ir a cenar con mis padres.

—No quiero entretenerla más. Y salude a sus padres de mi parte.

Asentí y me alejé a toda prisa. Aunque probablemente solo fueran imaginaciones mías, habría jurado que noté sus ojos clavados en la nuca hasta llegar a mi habitación.

Raquel no dijo nada cuando entré. Se limitó a volverse hacia la pared y siguió leyendo una de sus revistas. No me molesté en intentar darle conversación. Si quería comportarse como una imbécil conmigo por una sola pregunta estúpida, allá ella.

Me puse a rebuscar en el cajón de mi cómoda donde guardaba los jerséis. «El jersey de cuello alto morado. No, lo llevé con Lucas el año pasado y no me parece bien llevarlo con Balthazar. La rebeca verde. Demasiado fina, porque a estas alturas del año allí arriba hace mucho frío. El jersey negro de cuello de pico. Es aburridísimo, y al menos tiene que parecer que me he puesto guapa para Balthazar».

—Normalmente, no te molestas en cambiarte de ropa para cenar con tus padres —dijo Raquel. Por el eco, supe que seguía de cara a la pared.

Dejé de rebuscar en el cajón, no sabiendo cómo reaccionar. Era la primera vez que Raquel me daba conversación desde la mención de los fantasmas. Me sentí aliviada, pero también enfadada conmigo misma por estarlo, porque Raquel era la que se había estado portando mal. ¿Por qué me sentía como si fuera yo la que debía estarle agradecida?

—Hoy voy a ir con Balthazar. —No miré hacia ella mientras cogía el jersey morado de cachemir.

—Os vi juntos el otro día. Pensé que a lo mejor había algo.

—Hay algo —dije parcamente. Al no añadir nada más, Raquel pareció volver a concentrarse en su revista. Me afané en arreglarme, poniéndome el jersey, unos pendientes colgantes e incluso unas gotitas del fragante perfume a gardenias que mis padres me habían regalado para mi cumpleaños.

Al meter el frasco de perfume en el cajón de mi cómoda, rocé con los dedos la bufanda de pana donde estaba envuelto el broche que me había regalado Lucas. No lo recordé comprándomelo; recordé, en cambio, la vez en que nos habíamos visto obligados a empeñarlo, cuando nos habíamos fugado juntos, desesperados por estar unidos y sin un céntimo en el bolsillo. Cuánto peligro me había parecido que corríamos, pero si hubiera podido cambiarme por entonces y regresar a aquel momento, donde solo estábamos Lucas y yo frente al mundo, lo habría hecho. Fue como si no pudiera entender por qué no se partía el universo por la mitad, por qué no reventaba por las costuras, para volver a unirnos.

—Me alegro de que los amores te vayan bien. —Raquel se volvió por fin, e incluso tenía una sonrisa en los labios, tímida y vacilante—. Aunque no era difícil que te fueran mejor que la última vez, ¿no?

Lucas nunca le había caído bien, y oírla menospreciarlo como había hecho la señora Bethany fue la gota que colmó el vaso.

—No es asunto tuyo —espeté—. No puedes pasarte varios días sin dirigirme la palabra y ponerte luego a opinar sobre mis amoríos. Solo actúas como mi amiga cuando te apetece, y ya estoy harta.

—Perdóname por existir. —Raquel arrojó la revista al suelo y salió de la habitación enfurruñada. No pude imaginarme dónde se creía que iba en camiseta y pantalón corto, pero fingí que me daba igual.

Además, no tenía tiempo para preocuparme de eso. Tenía que llevar a mi nuevo «novio» a cenar a casa de mis padres.

—¿Así que vais a ir otra vez juntos al Baile de Otoño de este año? —dijo mi madre mientras me servía un buen cucharón de puré de patata.

Balthazar y yo nos miramos. Ni siquiera habíamos pensado aún en el Baile de Otoño, pero la pregunta de mi madre era lógica.

—Por supuesto —se apresuró a decir él—. No me había dado cuenta de que estaba tan cerca.

—El tiempo vuela. —Mi padre movió melancólicamente la cabeza antes de tomar un sorbo de sangre—. Parece que, cuanto mayor te haces, más rápido pasa.

—Dígamelo a mí —dijo Balthazar. Momentos como aquellos me recordaban que, aunque parecía tener unos dieciocho o diecinueve años, de hecho tenía más de trescientos y era un vampiro tan experimentado y poderoso como mis padres.

Naturalmente, yo ya sabía que era la excepción en la mesa. No es difícil no saberlo, cuando todos los demás están bebiendo sangre y tú eres la única con pavo y puré de patata en el plato.

—Tendremos que darnos prisa para elegir el vestido, si voy a tener que arreglártelo.

Mi madre me sonrió radiante, como si yo le hubiera llevado un número de lotería en vez de un chico.

—Desde luego —dije—. Será genial.

Ella me dio un apretón en el hombro, ilusionada por mí, y yo volví a sentirme culpable. Eché de menos la época en que les podía explicar todo a mis padres.

El resto de la cena fue ligeramente menos embarazoso y, después, mi padre puso un disco de Dinah Washington, una de mis cantantes favoritas. Parecía que él y mi madre estuvieran haciendo todo lo posible para asegurarse de que me lo pasaba estupendamente. Cuando dije que quería acompañar a Balthazar abajo, se mostraron casi impacientes por dejarnos solos.

De camino a las escaleras de piedra, dije:

—Dentro de una semana, ya nos habrán encargado la tarta de boda.

—Solo quieren que seas feliz.

En el tono de voz de Balthazar percibí cuánto seguía deseando ser la persona que me hiciera feliz.

—Balthazar, sé que es divertido pasar tiempo juntos, y eres genial, pero tú y yo no… —Incómoda, le di la vuelta a la tortilla—. ¿Qué puedes ver en alguien de mi edad?

—Yo no soy tan distinto a ti. Sé que debería serlo, pero no lo soy. —Me escrutó con curiosidad—. ¿No te has dado cuenta de que aquí todos los alumnos actuamos como adolescentes? ¿Incluso los que son mayores que yo?

—Bueno, sí. Pensaba que era solo… por inseguridad. Por no tener un lugar en el mundo.

—En parte sí. Pero la madurez no es algo puramente emocional, Bianca. También es física. Los que morimos jóvenes, jamás nos haremos adultos del todo. Por muchos siglos de experiencia que acumulemos, por muchas cosas que vivamos. No podemos cambiar. —Balthazar parecía distraído, casi melancólico, pero entonces se irguió y me sonrió afablemente—. Pero no te preocupes. Por nosotros, quiero decir. No estoy confundido.

—Bien —dije, pero no me quedé del todo convencida.

Cuando regresé a mi habitación era bastante tarde, pero Raquel no estaba. Al parecer, había encontrado un lugar estupendo donde esconderse. Me puse el pijama y aproveché la intimidad para beberme un termo entero de sangre antes de acostarme. Ya había bebido más que suficiente en casa de mis padres, pero estaba harta de despertarme con hambre a las tres de la madrugada. Al menos dormiría de un tirón por una vez, pensé.

No lo hice, pero por un motivo enteramente distinto. Un par de horas después de acostarme, me desperté cuando Raquel me tocó en el hombro y me susurró:

—¿Bianca?

—¿Hummm? —Me di la vuelta y la miré en la oscuridad. Al principio, estaba tan dormida que no me acordé de mi enfado con ella—. ¿Qué pasa?

—Tenemos que hablar.

—Oh, vale. —Entonces recordé que estaba enfadada, pero no me pareció importante. Raquel estaba pálida y en sus ojos vi el mismo miedo intangible que recordaba del año anterior, cuando Erich había estado acechándola. Me senté en la cama y me aparté el pelo de la cara—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué te asustaste tanto cuando te hablé de fantasmas?

—Primero tienes que decirme la verdad. —Raquel inspiró tan fuerte que las ventanas de la nariz se le ensancharon—. ¿Has visto un fantasma aquí?

—No en nuestra habitación, pero vi uno arriba en la torre. Creo que era un fantasma. —No podía decirle que estaba segura sin desvelarle el porqué, lo cual me pareció una mala idea. Raquel estaba tan aterrorizada por los fantasmas que no creí que fuera a gustarle saber que también estaba rodeada de vampiros.

Para mi sorpresa, ella pareció aliviada.

—Pero ¿no fue aquí? ¿No se acercó a mí?

—No. En absoluto.

—¿Cómo era?

Pensé que, si se lo describía todo, volvería a asustarla, de manera que no entré en detalles.

—Era un hombre. De unos cincuenta años, diría yo. Tenía el pelo y la barba oscuros y muy largos, como en un cuadro antiguo. Tuve la impresión de que era de hace siglos. Y sé que no me lo imaginé. Era real.

—Estás segura de que no era viejo. ¿Seguro que no era un viejo, un poco cheposo? —Cuando asentí, ella se puso el puño en la boca mordiéndoselo. Me di cuenta de que estaba intentando contener las lágrimas.

—¿De qué va esto? —Al principio, Raquel no dijo nada, quizá porque no podía—. Raquel, me da la impresión de que sabes más de fantasmas de lo que dices.

Ella dejó caer la mano. Había una pequeña medialuna de sangre en la piel de su dedo pulgar.

—Hay algo en casa de mis padres.

—Algo… ¿Te refieres a un fantasma?

—El viejo —dijo—. Delgado y huesudo. Calvo. Lo veo desde que era pequeña. Entonces no lo veía con mucha frecuencia, y casi siempre se me aparecía en sueños, por lo que a veces creía que me lo estaba imaginando.

Raquel parecía razonable, incluso calmada, pero empezó a temblar de la cabeza a los pies.

—Hace un par de años, cuando me hice mayor, empecé a verlo más a menudo, y entonces supe que no me lo había imaginado. Me esperaba por la noche, cuando podía asustarme. Le gustaba asustarme. Si es que es un hombre. A lo mejor tiene ese aspecto, pero puede que no sea un hombre. A lo mejor solo es una cosa. Una cosa vieja y cruel cargada de odio. Porque me odia. Siempre me ha odiado.

—¿Qué dijeron tus padres? —Nada más decir aquellas palabras, quise retirarlas. Desde que la conocía, Raquel siempre me repetía que sus padres nunca hacían caso de sus miedos. Aquella era una de las cosas que habían ignorado, dejándola sola—. No te creyeron.

—Ni tampoco lo hizo mi confesor. Ni mi profesor. Tuve que… cerrar la boca, sabiendo que estaba ahí. Que siempre iba a estarlo, esperándome. Mirándome. Tiene… unos ojos que se te comen. Hasta este verano, eso era todo lo que hacía. Mirar. Yo pensaba que eso sería lo más que haría nunca, y ya estaba acostumbrada a que me mirara, pero entonces… —Se estremeció con tanta violencia que le puse una mano en el hombro para tranquilizarla—. Este verano… por las noches, a veces soñaba que… que estaba encima de mí, forzándome sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Me hacía daño, porque yo siempre me resistía, pero no me podía mover. A veces ocurría todas las noches.

—Oh, Dios mío.

Raquel me miró por fin a los ojos y una lágrima le rodó por la mejilla.

—Bianca, no sé si eran sueños. Llevo toda la vida diciéndome que solo son imaginaciones mías. El año pasado, los ruidos del tejado, la misma maldad que yo percibía con esa cosa en mi casa, la percibo aquí. Siempre la he percibido aquí. Ahora tú también la ves, y sé que es real.

—Es real, de eso no te quepa duda. —No estuve segura de cuánto podía reconfortarla eso—. Pero no es lo mismo que en tu casa. Lo que yo vi no se parecía en nada a eso. —Lo que había visto había sido aterrador, pero parecía ser algo completamente distinto.

—Quizá no. Pero me asusté muchísimo. Aun así, no tendría que haberla pagado contigo. —Raquel bajó la cabeza—. Lo siento.

—Soy yo quien debería disculparse. —Me sentí como una idiota. Raquel no se había comportado de un modo extraño únicamente durante aquella última semana; estaba nerviosa y deprimida desde el principio de curso. Yo me había precipitado dando por sentado que solo era su personalidad enojadiza sin plantearme nunca si el problema podía ser algo más hondo. Vale, era imposible que hubiera podido adivinar que lo que la angustiaba era aquello, pero debería haber sabido que le ocurría algo grave. Había estado tan absorta en mis preocupaciones que me había olvidado de ser su amiga—. Debería haberme esforzado más por hablar contigo. No debería haber pasado de ti como lo he hecho. Lo siento mucho.

—Tranquila. —Raquel sorbió por la nariz. Luego se río a medias, no queriendo, como de costumbre, manifestar sus emociones—. Yo no quería ponerme borde contigo.

—Me lo puedes contar todo. Cuando quieras. Lo digo en serio.

—Lo mismo te digo, ¿vale?

Había tantas cosas que jamás podría contarle, pero asentí de todas formas.

Cuando Raquel se hubo acostado, me quedé despierta pensando en la terrorífica historia que me había contado. No dudé ni un momento de que hubiera dicho la verdad. Balthazar me había tranquilizado diciéndome que la mayoría de los fantasmas rehuían a los vampiros, pero ahora que sabía de lo que eran capaces, no me servía de mucho consuelo.

Lo que había arriba, fuera lo que fuese, era peligroso, al menos para los humanos y quizá para todos nosotros.