Esa noche perpetré mi segundo allanamiento de morada.
Tras salir la primera vez de la casa de la señora Bethany con las manos vacías, mi intención había sido seguir fisgando. Pero la directora no había vuelto a pasar ninguna noche fuera del internado, lo cual me había impedido volver a colarme en la cochera. ¿En qué otro lugar podía hallar respuestas?
Solo había un lugar posible: los archivos ubicados en la torre norte, pero, en un primer momento, los había descartado como posibilidad. Si la señora Bethany tenía algo allí que pareciera indicar la verdadera razón de que hubiera admitido alumnos humanos en la Academia Medianoche, seguro que Lucas lo habría encontrado durante el curso pasado. Había tenido mucho tiempo para buscar.
Pero, mientras estaba en la cama esa noche, incapaz de conciliar el sueño y ávida de sangre, no pude dejar de pensar en cómo iba a explicar a Lucas mi acuerdo con Balthazar. Probé con varias versiones —la cómica, la seductora, la breve y la extensa—, pero ninguna me pareció convincente. Sabía que Lucas terminaría entendiéndolo, pero solo al cabo del tiempo.
Suspirando, me puse boca arriba y me tapé los oídos con la almohada, intentando acallar mi confusa voz interior. El estómago me rugía y me dolía la mandíbula. Quería sangre. Había conseguido beberme un vaso a la hora de comer y eso debería haberme bastado para el resto del día; al menos, así ocurría antes. Mi apetito voraz no cesaba de aumentar.
Tenía la cabeza llena de incertidumbres y supe que no iba a poder dormirme. Mientras me ponía las zapatillas y la bata, lancé una mirada a Raquel, que estaba acostada boca abajo. Dormía profundamente. Frunciendo el entrecejo, recordé los somníferos que le había aconsejado que tomara el curso pasado. Confiaba en que no continuara utilizándolos y me dije que luego se lo preguntaría.
La sangre de mi termo estaba tibia, pero me sentó igual de bien. Bebí mientras bajaba las escaleras de la torre sur. Normalmente, llevaba el piloto automático puesto, andando como una autómata, pero, cuando llegué a la zona de las aulas —la planta que comunicaba con los dormitorios de los chicos ubicados en la torre norte—, recordé ver a Lucas en aquellos pasillos. Aquella había sido la única época en que me había sentido como en casa en Medianoche.
Si pudiera obtener respuestas para Lucas, si pudiera contarle lo que me había visto obligada a hacer para que pudiéramos estar juntos —después de decirle que por fin conocía el secreto que la Cruz Negra estaba tan desesperada por saber—, todo sería mucho más fácil. Él podría restregar por la cara a Eduardo nuestro éxito y eso le encantaría. Después, contarle lo de Balthazar sería facilísimo.
Me metí el termo en el bolsillo de la bata y me dirigí sigilosamente a los dormitorios de los chicos. La nueva sangre que fluía por mis venas me aguzó el sentido del oído y me permitió oír los pasos del monitor —uno de los profesores paseándose, asegurándose de que ningún vampiro decidía hincarle el diente a un alumno humano—. Cerré los ojos y me concentré en el sonido, esperando hasta que dejé de oírlo y el camino estuvo despejado.
Sin hacer ningún ruido, abrí la pesada puerta y la crucé. Era tentador soltarla y echar a correr, pero tuve que ser paciente y acompañarla para que se cerrase silenciosamente. Luego subí, captando cualquier leve sonido: un grifo goteando, alguien roncando, incluso el chasquido de un flexo al apagarse.
Al final de la escalera de caracol estaban los archivos. Abrí la puerta, esquivando una lluvia de telarañas y polvo. Fuera, la gárgola me miró suspicazmente a través de la ventana. Había cajas apiladas y baúles en todos los rincones, muchos de ellos con inscripciones o letras escritas con una caligrafía rígida y extraña que nadie utilizaba ya. Aquellas cajas contenían datos sobre los incontables alumnos que habían pasado por Medianoche, la mayoría vampiros.
«Piensa. Quieren saber por qué están aquí los alumnos humanos, no los vampiros. Pero si descubres algo sobre los vampiros de Medianoche, a lo mejor descubres algo sobre los humanos».
Se me ocurrió una idea: ¿y si los alumnos humanos tenían alguna relación con los vampiros? ¿Y si eran sus parientes, o incluso sus descendientes?
Motivada, fui a abrir el baúl más próximo, pero vacilé. La última vez que había estado en aquella estancia, habíamos encontrado los restos de un vampiro muerto en uno de aquellos baúles. La señora Bethany no podía haber dejado allí el cráneo de Erich para que se pudriera, ¿no?
Abrí cautelosamente la tapa unos pocos centímetros y miré dentro. No había ningún cráneo. Suspirando aliviada, terminé de abrirla y saqué varias hojas de papel al azar. Iba a tener que leer muchísimo material para averiguar si mi teoría era correcta, y lo mismo me daba empezar por un sitio que por otro.
Entonces, en el rincón del baúl, atisbé un movimiento. Vi la oscura y diminuta cola de un ratón escondiéndose.
Sin pensarlo dos veces, lo cogí y lo mordí.
Solo chilló una vez. No supe si se había retorcido. Lo único que supe fue que la sangre me estaba llenando la boca, sangre auténtica, sangre fresca, saliendo a borbotones contra mi lengua. Fue como morder unas jugosas uvas en un sofocante día de estío, salvo que la sangre estaba más caliente y me supo más dulce e incluso mejor. Los últimos latidos del ratón me palpitaron en los labios mientras tomaba un segundo sorbo, un tercero, y finalmente cesaron.
Aparté el ratón, y tras observar su cadáver me entraron arcadas.
«¡Qué asco!». Escupí un par de veces, intentando quitarme de los labios cualquier pelo o bicho del ratón. Arrojé su pequeño cadáver a un rincón, donde cayó inerte. Aunque me limpié varias veces la boca con la manga, no pude olvidar el regusto a sangre…
… que seguía sabiéndome magníficamente bien.
«Al menos, no lo he hecho delante de Lucas —pensé—. De ahora en adelante, voy a tomar mucha más sangre a la hora de comer. Tres litros, si es necesario».
Mi pérdida de control me alteró tanto que tuve ganas de regresar a mi habitación y ocultarme bajo las mantas. Pero no lo hice; subir hasta allí no había sido fácil, y no estaba dispuesta a desperdiciar el viaje. Haciendo todo lo posible por olvidar lo que acababa de ocurrir, comencé a leer: «Maxime O’Connor, fallecido en Filadelfia…».
El vaho de mi aliento era tan denso que por un momento apenas pude ver nada.
«No pensaba que hiciera tanto frío». Tiritando, me abracé el cuerpo, notando el frío incluso a través de la bata. El papel, seco y amarillento, crujió entre mis dedos temblorosos. «No, estoy segura de que hace unos segundos no hacía tanto frío».
Las paredes comenzaron a llenarse de escarcha.
Hipnotizada, vi cómo cubría la piedra de espectrales vetas azules que crepitaron al entrecruzarse y dividirse en un millar de ramificaciones distintas. La escarcha fue trepando hasta el techo como una labor de encaje, recubriéndolo de algo escamoso y blanco. Unos cuantos cristales de nieve plateados se quedaron suspendidos en el aire.
El terror que sentía me impedía reaccionar; era incapaz de gritar, correr ni hacer nada salvo tiritar e intentar creerme lo que estaba sucediendo. Alargué las manos, sin apenas notar que tenía los dedos rojos y entumecidos debido al frío; quería tocar los cristales de nieve que flotaban en el aire para convencerme de que aquello era real.
«Ojalá estuviera aquí Lucas… mamá… Balthazar… alguien, cualquiera. Oh, Dios mío, ¿qué está pasando?». Respiraba entrecortadamente y casi me sentía mareada.
Pese al miedo, no pude evitar reparar en que la escena era hermosa, delicada y etérea, como si me encontrara dentro del palacio de cristal de una de esas bolas transparentes donde nieva cuando las agitan.
El hielo crepitó tan fuerte que di un respingo. Con los ojos abiertos de par en par, vi cómo la escarcha fue avanzando por la ventana hasta cubrirla por completo, tapando la gárgola e incluso impidiendo el paso de la luz de la luna. La estancia poseía ahora su propia luz. En la ventana, las numerosas vetas de escarcha tomaron direcciones distintas siguiendo una misteriosa pauta que dibujaba una forma reconocible.
Un rostro.
El hombre de escarcha estaba tan bien dibujado como cualquier ilustración de un libro. Tenía el pelo largo y oscuro, rodeándole el rostro como una nube. Me recordó a viejos dibujos que había visto de capitanes de barco del siglo XVIII. Su rostro esculpido en el hielo tenía tanto detalle que parecía que me estuviera mirando. Era la imagen más vívida que había visto jamás.
Entonces se me heló el corazón al darme cuenta de que me estaba mirando de verdad.
Sus labios se movieron, las vetas de escarcha redibujaron su boca para pronunciar algo que no pude descifrar. Muda del susto, negué con la cabeza.
Él cerró los ojos. El aire que me rodeaba se volvió más frío aún… tan frío que dolía…
El hielo de la ventana estalló y los fragmentos vinieron hacia mí con la forma de su rostro, esta vez en tres dimensiones, acercándose y gritando con una voz hecha del sonido del cristal al romperse.
—¡Basta!
Luego los fragmentos de hielo cayeron sin apenas hacer ruido al suelo, esparciéndose a mi alrededor como confeti: eran tan diminutos que se derritieron al instante. Cuando la escarcha desapareció de las paredes y las ventanas y la estancia recobró su temperatura normal, comenzaron a caer sobre mí las gotas de agua que el hielo del techo formaba al fundirse.
Me senté en el suelo, tan aturdida que no me podía mover. Había estado demasiado asustada para gritar. Lo único en lo que podía pensar mi mente embotada era: «¿Qué demonios ha sido eso?».
En cuanto pude volver a moverme, salí de los archivos como pude, bajé rápidamente las escaleras y me alejé de la torre norte como una flecha, casi sin que me importara que me pillaran. No dejé de correr hasta entrar en mi habitación y meterme debajo de las mantas. Me quedé acostada, con el pelo húmedo y el corazón palpitándome desbocado, incapaz de dormirme, apretando el edredón contra mi pecho mientras intentaba comprender lo que acababa de ocurrir.
¿Podía haber sido una alucinación? Como nunca había tenido ninguna, no podía estar segura. Pero, dado que no tenía fiebre ni me había tomado nada, dudaba que la explicación fuera tan sencilla.
¿Me había quedado dormida sin darme cuenta y me había puesto a soñar? Imposible. Por muy vívidos que se hubieran vuelto últimamente mis sueños, jamás había soñado nada parecido a lo que había ocurrido en los archivos. Aún me notaba los pies fríos y húmedos debido al hielo que se había derretido a mi alrededor.
Se me ocurrió otra explicación que no quise aceptar. «No puede ser. Solo son viejos cuentos que me contaban mis padres. Ni cuando era pequeña creía que pudieran ser reales».
Esa noche no dormí. En la ventana de nuestro dormitorio, el cielo fue palideciendo lentamente hasta que amaneció un día gris y nublado. No mucho después del alba, Raquel se removió, gruñó y se destapó con irritación.
—¿Raquel? —susurré.
Ella me miró parpadeando. Tenía el pelo negro y corto de punta y su camiseta blanca exageradamente grande le dejaba un hombro al descubierto.
—Te has despertado temprano.
—Sí, supongo. —Hice acopio de valor—. Oye, si te pregunto algo que parece un poco… bueno, un poco loco… me dejarás terminar de hablar, ¿vale?
—Por supuesto. —Bajó las piernas de la cama, como si se estuviera preparando para entrar en acción—. Tú me escuchaste el año pasado cuando estaba convencida de que había algo merodeando por el tejado, ¿te acuerdas?
De hecho, algo había estado merodeando por el tejado —un vampiro decidido a hacerle daño—, pero no me pareció buena idea mencionárselo ahora, ni nunca. Con cuidado, dije:
—¿Crees en… bueno, en…?
—¿Dios? No. —Por su sonrisa, supe que se lo estaba tomando a risa para hacérmelo más fácil—. ¿En Papá Noel? Tampoco.
—Eso ya me lo imaginaba. —Tragué saliva—. Te iba a preguntar si crees en fantasmas.
Estaba preparada para que Raquel se riera de mí. ¿Quién podía culparla? Estaba preparada para que me acribillara a preguntas sobre por qué decía eso. Creía que estaba preparada para cualquier reacción suya. Pero me equivocaba.
—Cállate. —Raquel volvió a tumbarse en la cama, poniendo cierta distancia entre las dos—. Haz el favor de callarte ahora mismo.
—Raquel… solo te he preguntado…
—¡He dicho que te calles! —Tenía los ojos abiertos de par en par y respiraba muy deprisa—. No quiero volver a oírte decir nada sobre eso nunca más. ¿Me entiendes?
Asentí, esperando que eso la tranquilizara. Sin embargo, ella solo pareció más asustada aún. Se levantó de la cama, cogió la toalla de ducha y se dirigió a la puerta con paso airado, aunque todavía faltaban horas para la primera clase. Cerró de un portazo al salir. Desde el fondo del pasillo, oí a Courtney gritar con voz soñolienta:
—¿Qué narices le pasa a la gente?
Ojalá lo supiera. Lo único que sabía era que acababa de ver un hecho inexplicable, y que su sola mención había aterrorizado a Raquel incluso más de lo que la realidad me había asustado a mí.
La adrenalina que había empezado a correr por mis venas en los archivos de la torre norte terminó de hacerlo en mitad de mi clase matinal de Psicología. Estaba tomando notas sobre las teorías de Adler y, un momento después, me sentía como si estuviera a punto de desplomarme sobre el pupitre. Agotada, apoyé la cabeza en una mano e hice lo posible para seguir escribiendo. Cuando terminó la clase, supe que el resto del día se me iba a hacer eterno. Normalmente, habría corrido a mi habitación para dormir un rato, pero podía encontrarme con Raquel y, en ese momento, las cosas entre nosotras eran decididamente extrañas.
Mientras andaba con dificultad por el pasillo, recibiendo empujones por todos los costados de alumnos vestidos de uniforme, vislumbré un rostro amigo.
—Hola, Balthazar. —Mi intención era simplemente saludarlo sin detenerme.
Él me sonrió más afablemente que nunca.
—Hola —murmuró mientras se giraba hacia mí y me pasaba posesivamente un brazo por la espalda. Solo entonces recordé que Balthazar y yo estábamos fingiendo que salíamos juntos. Pegando los labios a mi oído, me susurró—: Al menos, intenta parecer contenta.
—De hecho, me alegro de verte. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?
—Claro. Vamos.
Balthazar me condujo a la planta baja del internado. Varias personas se cruzaron con nosotros y me fijé en que algunas enarcaban las cejas y susurraban. Aunque nuestra relación solo era una farsa, no pude evitar sentirme orgullosa de que me vieran con un chico que estaba tan bueno, ni divertirme al imaginar la reacción de Courtney.
Pero, mientras cruzábamos el gran vestíbulo hacia la puerta principal, nos vio otra persona.
A Vic se le borró su perpetua sonrisa cuando me vio cogida de Balthazar, y a mí se me cayó el alma a los pies. Vic y Lucas seguían siendo buenos amigos, y Vic se había arriesgado para hacerme llegar las cartas de Lucas. Viéndome ahora, seguro que pensaba que estaba engañando a Lucas, y yo no podía desmentírselo.
Vic no dijo una palabra. Solo bajó la mirada y fingió estar tremendamente interesado en los cordones de sus zapatos. Yo, por mi parte, actué como si no viera a Vic ni a nadie que no fuera Balthazar.
Juntos, nos dirigimos al final del campus, cerca del bosque. Unas cuantas parejas más estaban sentadas a la sombra no muy lejos de allí. Balthazar se sentó en la gruesa alfombra de tonos rojizos de hojarasca y apoyó su ancha espalda en el tronco de un arce. Yo me senté junto a él y apoyé tímidamente la cabeza en su hombro; pensé que me sentiría incómoda, pero no fue así.
—No deberías tardar mucho en contarles lo nuestro a tus padres. —Balthazar me pasó un brazo por la cintura—. Cuanto antes se convenzan de que estamos juntos, antes podré pedir permiso para sacarte del campus.
—No hay prisa. Veré a Lucas en Riverton el próximo mes y… y entonces podremos aclarar todo esto. Pero me aseguraré de que mis padres se enteren pronto.
Otra mentira. Ya estaba harta de mentiras y la única persona que podía oír toda la verdad estaba demasiado lejos.
—Pareces agotada. ¿Te encuentras bien?
—Anoche no dormí. Vi algo que me asustó, pero no sé ni si yo misma me lo creo, pero aun así tengo que preguntártelo. —Respiré hondo—. ¿Los fantasmas existen?
—Pues claro —respondió él con la misma facilidad que si le hubiera preguntado si había estrellas en el cielo—. ¿No te han hablado tus padres de los espectros?
—Cuando era pequeña, me contaban cuentos de fantasmas y me decían que tuviera cuidado con ellos, pero pensaba que solo eran eso… cuentos de fantasmas.
Balthazar enarcó una ceja.
—¿Sabes?, para ser un vampiro, eres muy escéptica con lo sobrenatural.
—Visto así, me siento como una imbécil.
—Oye, aún eres nueva en esto. Espera a que pasen un par de siglos y serás una experta como yo.
Me asaltaron nuevas preguntas.
—¿Qué más existe? ¿Los hombres lobo? ¿Las brujas? ¿Las momias?
—Los hombre lobo, no. Las brujas, tampoco. Las momias solo están en los museos, al menos que yo sepa. Hay otras fuerzas, pero no estoy seguro de que tengan nombre o cara. Quizá tampoco cuerpo. Son más siniestras y más profundas que eso. —Balthazar guardó silencio un momento y frunció el entrecejo—. Espera. Has dicho que anoche viste algo que te asustó.
—Un fantasma. Un espectro, supongo —dije probando la palabra que solo había oído decir a mis padres en contadas ocasiones.
—Eso no es posible. En la Academia Medianoche no puede haber espectros.
—¿Por qué no? Es lo bastante tétrica.
—El tipo de construcción del internado los mantiene alejados. Hay metales y minerales que repelen a los fantasmas de forma natural; los que contiene la sangre humana, como el hierro y el cobre, son los más eficaces, y están todas las piedras de los cimientos. —Me pasó la yema del dedo por el nacimiento del pelo, una caricia tan íntima que me ruboricé. Al parecer, Balthazar podía concentrarse en nuestra conversación y fingir romanticismo al mismo tiempo—. Además, los fantasmas nos tienen miedo, al menos tanto como nosotros se lo tenemos a ellos. Sé de algunos que han dado problemas a los vampiros, encantando casas y cosas por el estilo, pero es poco frecuente. Normalmente, los fantasmas huyen de los vampiros.
—¿Por qué nos tienen miedo los fantasmas? Comprendo por qué nos temen los humanos, pero los vampiros no podemos beber la sangre de un fantasma. Los fantasmas ni siquiera tienen sangre, ¿no?
—La tienen cuando se manifiestan físicamente, pero, en su mayoría, existen como vapores, escarcha, puntos de frío, una imagen o sombra, quizá, pero no más.
La palabra «escarcha» me evocó tan vívidamente la aparición de la noche anterior que me estremecí. Balthazar me abrazó más fuerte, como si me estuviera protegiendo de la brisa otoñal.
—Vale, si los fantasmas nos tienen miedo, probablemente no se acercarían al internado. Y dices que las piedras y metales del edificio deberían mantenerlos alejados. Pero, si eso es así, dime entonces qué fue lo que vi anoche.
Se lo conté todo: los crujidos del hielo, el irreal resplandor verde azulado, el rostro del hombre de escarcha y su advertencia final cuando estalló en un sinfín de fragmentos de hielo. Balthazar me estuvo observando con los ojos abiertos de par en par, olvidándose por completo de fingir cualquier gesto romántico. Cuando hube terminado, me miró unos momentos antes de poder decir:
—Eso solo ha podido ser un espectro.
—Ya te lo decía yo.
—Pero es la manifestación más espectacular de la que tengo noticia hasta ahora. ¿Y qué podía significar ese «basta»? ¿Basta de qué?
—Sabes tanto como yo. Oye, ¿hay alguna diferencia entre los espectros y los fantasmas? ¿Son los espectros fantasmas supermalos o algo así?
—No. Son dos nombres distintos para la misma cosa. —Balthazar me puso una mano en el brazo—. Se lo tenemos que contar a la señora Bethany.
—¿Qué? ¡No puedo! —Lo cogí por el jersey, y el blasón de Medianoche, formado por dos cuervos flanqueando una espada, se arrugó bajo mis dedos, antes de darme cuenta de la impresión que se llevaría cualquiera que estuviera mirando. Rápidamente apoyé las palmas en su pecho, como haría cualquiera con su pareja—. Balthazar, si se lo decimos, va a preguntarme qué estaba haciendo yo de noche en los archivos.
—¿Y qué estabas haciendo?
—Intentando averiguar por qué admite Medianoche alumnos humanos.
Balthazar consideró esa cuestión. Luego, volvió a centrarse en nuestro asunto más inmediato.
—Podíamos fingir que habíamos quedado allí. Que lo viste justo antes de que yo llegara.
—Supongo que eso funcionaría —admití—. Lucas y yo solíamos… Bueno, fuimos juntos una vez.
Balthazar entornó ligeramente sus ojos castaños ante la mención del nombre de Lucas y supe que podía percibir mi reacción al recordar de las horas que Lucas y yo habíamos pasado en los archivos. Una ola de calor me recorrió el cuerpo por dentro cuando me recordé besándolo, yaciendo en sus brazos, mordiéndolo y bebiendo la sangre que él se prestó a darme. ¿Se me notaba realmente en la cara? Fuera como fuere, Balthazar tenía la voz ronca cuando dijo:
—Bien. Eso hace más creíble la historia. Se lo contaré yo, no hace falta que estés presente. Le diré que estás demasiado avergonzada para ir tú.
—Esa parte es cierta.
—Después de eso, dará caza al fantasma y probablemente contará lo nuestro a tus padres. Así matamos dos pájaros de un tiro.
—Puede funcionar. —Agotada, volví a apoyarme en el hombro de Balthazar—. No he dormido nada, me estoy cayendo de sueño.
—Yo tampoco habría podido dormir. —Me acarició el brazo—. ¿Por qué no duermes un poco?
—Aún falta una hora para la clase de Cálculo, pero… no quiero volver a mi habitación.
Esperé a que me preguntara por qué, pero, en cambio, se dio una palmada en la pierna, ofreciéndomela como almohada. Al principio, me sentí incómoda mientras me tumbaba en el suelo y apoyaba la cabeza en su muslo, pero notar su mano en mi hombro me tranquilizó, y estaba tan cansada que el sueño no tardó en visitarme. Fue la primera vez en las últimas horas que me sentí segura.
Durante los días siguientes, el rumor de mi nuevo «romance» corrió por todo el internado. Balthazar y yo nos reuníamos después de clase y nos íbamos a estudiar juntos a la biblioteca, todo lo cual ya habíamos hecho antes, pero el hecho de que fuéramos cogidos de la mano parecía haber convertido nuestra relación en un apasionado idilio. Yo era consciente de que casi todo el mundo se preguntaba qué hacía un chico maduro y atractivo como Balthazar con la friqui pelirroja obsesionada por la astronomía, pero nadie parecía poner en duda nuestra relación. Courtney incluso intentó menospreciarme otra vez en clase, lo cual era demasiado ridículo para ser molesto.
No sabía si Raquel estaba enterada, pero no se lo podía preguntar. Aunque nos hablábamos con normalidad, desde la noche que vi el fantasma me evitaba siempre que podía. Cuando estaba en la habitación, se iba con alguna excusa, y cuando intentaba darle conversación, solo decía «sí», «no» o «vale», hasta que yo terminaba desistiendo. Era curioso, pero, hasta aquello, no me había dado cuenta de que Raquel llevaba mucho tiempo con esa actitud de enfurruñamiento. Sabía que no estaba bien, y algo de lo que yo había dicho había empeorado todavía más las cosas, pero no parecía que hubiera ningún modo de comunicarme con ella.
La persona que más me había preocupado resultó no ser ningún problema en absoluto. Una noche, cuando entré en el gran vestíbulo, vi el habitual grupillo de gente charlando y pasando el rato. Entre ellos, sentados en una de las mesas más próximas a la puerta, estaban Vic y Ranulf, concentrados en un tablero de ajedrez. Vic estaba más serio de lo que yo le había visto nunca, aunque llevaba una camisa hawaiana. Movió caballo, colocándolo enérgicamente en una nueva casilla.
—Qué, duele, ¿eh? Oh, sí, ya lo creo que duele.
—Cómo va a dolerme con lo mal que juegas. —Aquello era lo más que Ranulf sabía alardear. Cuando se inclinó sobre el tablero para reflexionar sobre su próximo movimiento, Vic se desperezó con relajada satisfacción y me vio. En ese momento me habría ido, pero él se levantó de la mesa y se acercó a mí.
—Hola —dijo cambiando el peso de una pierna a otra—. ¿Cómo va?
—Bastante bien. Supongo… supongo que tenemos que hablar. —Aquello era incluso más difícil de lo que yo había imaginado—. Sobre Balthazar.
—Solo quiero decirte una cosa, ¿vale? —Vic me puso una mano en el hombro—. Tú también eres mi amiga, y quiero que seas feliz.
—Oh, Vic. —Demasiado conmovida para decir nada más, lo abracé con fuerza.
Con la voz amortiguada por mi hombro, Vic dijo:
—Balthazar me cae bien. Es majo.
—Sí que lo es.
—Se lo has dicho a Lucas, ¿no? ¿O se lo vas a decir pronto? Porque no está bien no decírselo.
—Tenemos que vernos dentro de poco. —No le di más detalles sobre nuestro reencuentro en Riverton; hacerlo solo sería involucrarlo demasiado—. He pensado que sería mejor decírselo directamente, no por carta, correo electrónico ni nada de eso.
—Supongo que es duro estar siempre separados.
—Sí que lo es. Si Lucas siguiera aquí, todo sería distinto.
La sonrisa de Vic se volvió presuntuosa.
—Sí, yo tendría un compañero de habitación que podría ganarme al ajedrez y no al revés.
Ranulf no apartó los ojos del tablero.
—Mi victoria acallará tus insultos.
—¡Sigue soñando! —gritó Vic.
Lo que Vic no sabía era que yo iba a contar a Lucas toda la verdad sobre el juego al que estábamos jugando Balthazar y yo. Todo iría bien. Y ahora solo quedaba un obstáculo que superar, el más importante de todos: mis padres.