—Este no es lugar para novatos —dijo Eduardo. Las dos cicatrices idénticas que le surcaban la mejilla parecían más hondas bajo la luz mortecina de los faroles.
Pensé deprisa.
—Llevo más de un año yendo a clase con vampiros. —Era verdad, aunque no del todo. La voz me tembló, pero deseé con todas mis fuerzas que Eduardo lo atribuyera a la emoción, no al miedo. Aquel hombre era un cruel asesino de vampiros; costaba mirarle a la cara—. Necesito saber con exactitud a qué me enfrento realmente.
Jamás había visto sonreír a Eduardo hasta entonces, y no fue lo que se dice una expresión atractiva.
—Supuestamente, en la Academia Medianoche se comportan. Solo eres una cría. Deberías seguir con los que también fingen ser unos críos.
—Yo ya estaba luchando con vampiros con muchos menos años de los que Bianca tiene ahora —replicó Lucas—. Creo que puede aguantarlo. —Tras pasarme el brazo por la espalda, el miedo comenzó a remitir. El apoyo de Lucas pareció poner fin a la discusión; fuera como fuese, Eduardo dejó de protestar y, si alguien más tenía alguna objeción, no la expresó en alto.
Lucas pareció preguntarme con la mirada por qué estaba tan decidida a unirme a ellos, pero los dos sabíamos que íbamos a tener que dejar esa conversación para después.
Al principio, la cacería no me pareció tal cosa. Fue como un viaje cualquiera por carretera: la gente murmurando en voz baja mientras se ponía la chaqueta, mirándose con cara de cansancio y subiéndose a la baqueteada furgoneta y a la camioneta verde turquesa de Kate.
Recordé el primer viaje por carretera que había hecho, cuando mis padres me llevaron a la playa un verano. Odiaban el agua —tanto los ríos que tuvimos que cruzar por el camino como el mar que lamía la playa—, pero me llevaron porque yo me moría de ganas de ir. Se pasaron todo el día debajo de una sombrilla. Aunque habían bebido sangre antes de salir, no querían pasar mucho tiempo al sol. Mientras hacía castillos de arena, me bañaba y jugaba con otros niños, ellos estuvieron observándome y haciéndome señas desde lejos. Fue un sacrificio que habían hecho por mí.
Cuando recordaba cosas como aquella, sabía que los cazadores de la Cruz Negra se equivocaban con los vampiros. Si hubieran visto a mis padres en ese momento, habrían sabido que estaba en lo cierto.
En vez de eso, aquella noche iban a intentar matar a una vampira. Aunque ellos no lo sospechaban, yo pretendía impedírselo si podía.
Me subí a la parte trasera de la camioneta junto con Dana, Eduardo, otros dos hombres y Lucas, cuyo pelo despeinado le caía sobre los ojos. Mientras Kate salía del aparcamiento marcha atrás, susurré a Lucas al oído:
—¿Qué hacemos?
—Empezamos donde la hemos visto por última vez y le seguimos el rastro desde ahí.
La ciudad estaba completamente en silencio. Hasta los universitarios más juerguistas se habían ido a dormir o se habían llevado la fiesta a sus dormitorios. Aunque el barrio ya estaba tranquilo cuando Lucas y yo habíamos huido de la vampira, ahora no se veía ni un alma y todas las casas tenían las luces apagadas.
Cuando los vehículos estuvieron aparcados cerca del lugar donde yo había visto a la vampira rubia por última vez, todo el mundo comenzó a desplegarse a pie. Lucas y yo nos quedamos juntos, naturalmente. Kate nos lanzó una mirada al alejarse, pero no puso ninguna objeción.
Lucas no dijo nada hasta tener la certeza de que estábamos solos, caminando por una callejuela a varias manzanas de los vehículos.
—Bueno, imagino que nuestro plan es encontrar a la vampira y avisarla antes de que la cojan. ¿Me equivoco?
Sentí una ternura tan inmensa hacia él que por un segundo olvidé dónde estábamos, el peligro al que nos enfrentábamos y los motivos que nos habían llevado hasta allí. Le cogí una mano con suavidad y él se volvió, primero sorprendido, pero luego con una sonrisita cómplice. Sentí una descarga eléctrica, la fuerza que me atraía hacia él. Lucas me tapó los labios con la mano.
—No podemos distraernos. Tenemos trabajo que hacer.
—Trabajo… —repetí rozándole los dedos con los labios—. Hagámoslo, pues.
Se apartó de mí y echó a andar con decisión.
—Al principio, ha ido hacia el norte —dijo.
—¿Cómo lo sabes?
—Veo lo que otros no ven. —Vaciló—. Mi visión nocturna está mejorando.
No hizo falta que me explicara el motivo. Yo sabía que era porque lo había mordido y había bebido su sangre dos veces. El primer mordisco no había surtido ningún efecto, pero el segundo le había conferido varios poderes vampíricos. Mientras el resto del grupo vagaba sin rumbo fijo, Lucas apartó la rama de un arbusto y me enseñó varias ramas que alguien había quebrado sin querer al pasar. Además, encontró el rastro de una pisada en el suelo embarrado y vislumbró un cabello rubio y rizado caído entre la maleza.
Aquello se lo debía en parte a sus poderes vampíricos, pero también a su destreza como rastreador. Para mí, fue una verdadera revelación. Durante todo aquel tiempo, había creído que la Cruz Negra solo le había enseñado a pelear, pero ellos lo cierto es que le habían dotado de unos conocimientos que yo ni siquiera había imaginado. Eso, sumado a sus poderes vampíricos, era una combinación formidable.
Tampoco le faltaban armas. Cuando vi algo centelleándole en el cinturón, dije:
—¿Qué llevas ahí?
—Mi mejor puñal —respondió él con cariño. Se levantó el faldón de la chaqueta para enseñarme el puñal que llevaba en un costado. El filo era casi tan ancho como un cuchillo de carnicero—. Lo tengo desde los doce años.
—¿De veras que es necesario?
Sus oscuros ojos verdes se encontraron con los míos.
—Prefiero llevarlo y no necesitarlo que no llevarlo y necesitarlo. Esa chica puede no ser un problema, pero recuerda cómo se ha puesto cuando se ha visto acorralada.
Me acordaba. Quizá los vampiros no éramos los criminales asesinos que la Cruz Negra imaginaba, pero podíamos ser mortíferos si nos acorralaban.
Cuando salimos a una calle más comercial, Lucas comenzó a relajarse.
—Es menos probable que haya venido aquí.
—No estoy segura —dije. Él me miró y yo señalé el cartel iluminado que acababa de ver, una insignia de un escudo y una cruz que obviamente pertenecía a un hospital. La cruz me quemó en los ojos—. Los hospitales tienen bancos de sangre.
—Claro. Es como una barra libre. No puedo creer que no se nos haya ocurrido antes. —Lucas me sonrió como si yo hubiera obrado un milagro—. Vamos.
Cuando llegamos al hospital, las puertas de cristal se abrieron automáticamente para dejarnos pasar. Un vigilante nos escrutó —dos adolescentes entrando tranquilamente antes de que amaneciera— y gritó:
—¿Qué estáis haciendo aquí?
—Es nuestra abuela —dijo Lucas tan sincera y trágicamente que tuve que morderme el labio para contener la risa—. No… no le queda mucho tiempo.
El vigilante nos hizo una seña para que pasáramos y nosotros apretamos el paso. Todo estaba bastante tranquilo; los hospitales no cierran nunca, pero a aquellas horas había poca actividad. Unos cuantos enfermeros y celadores vestidos de azul nos adelantaron y algunos nos miraron con recelo, pero, siempre y cuando Lucas y yo anduviéramos con determinación, nadie parecía cuestionarse nuestra presencia allí.
—Banco de sangre —masculló Lucas—. ¿Dónde tendría un hospital un banco de sangre?
—Vamos a mirar en los ascensores. Normalmente, tienen carteles que indican lo que hay en cada planta. —Efectivamente, el panel colocado junto a los botones del ascensor nos informó de que las donaciones de sangre podían hacerse en la planta inferior, que estaba bajo tierra.
La planta subterránea no era muy distinta a la planta baja, pero en ella se respiraba otro ambiente. La iluminación era ligeramente más mortecina, quizá porque había uno o dos fluorescentes que habían empezado a fallar. El aire estaba impregnado de olor a desinfectante, lo bastante fuerte como para obligarme a arrugar la nariz. Y reinaba una calma incluso mayor. Parecía que no hubiera nadie aparte de nosotros dos.
—¿No es en el sótano donde la mayoría de los hospitales tienen el depósito de cadáveres? —susurré.
—No irás a decirme que tienes miedo a los muertos, ¿no? —Lucas se puso a andar por el pasillo, asomándose a todas las habitaciones—. Vas a clase con ellos todos los días.
—No es eso —repliqué mientras reflexionaba.
La sala donde se hacían las donaciones de sangre estaba cerrada, lo cual no era raro a esas horas de la mañana. Habían forzado la puerta contigua.
—Bingo. —Lucas se llevó la mano instintivamente al puñal de su cinturón.
Entramos en el banco de sangre, que era básicamente una sala grande llena de congeladores. Había unos cuantos microscopios y diversos aparatos médicos en un lado, quizá para realizar análisis clínicos, pero estaba claro que aquel lugar era principalmente un almacén. En un rincón había dos grandes congeladores, la puerta de uno de los cuales estaba abierta; dentro vi un montón de bolsas de sangre, listas probablemente para utilizarse de inmediato en las transfusiones urgentes. Las bolsas estaban desordenadas, algunas tiradas en el suelo y varias abiertas y vacías. En el linóleo, había una brillante estela de gotas y manchas de sangre húmeda.
—Aún no está seca —dije—. Hace poco que ha estado aquí.
—Pues ya se ha ido —dijo Lucas—. Maldita sea.
—Quizá no. A lo mejor ha querido descansar después.
—¿Descansar?
—Hasta los humanos disfrutáis echándoos una siesta después de daros un atracón. Además, cuando la he visto, estaba agotada. Como si llevara días huyendo. Si ha tenido ocasión de comer, estará más calmada y podremos hablar con ella.
—Tenemos que estar completamente seguros de que es inofensiva antes de dejar que se vaya —dijo Lucas—. No es que no me fíe de tu criterio, ¿vale? Solo deberíamos… asegurarnos.
—Por eso hablaremos con ella. —Estaba convencida de que Lucas enseguida vería en ella lo que yo había visto: cuán extraviada y sola estaba—. Venga.
—Lo dices como si supiéramos dónde está.
—Creo que lo sabemos. Está en algún sitio donde pueda descansar sin que la molesten, algún sitio donde a nadie le sorprendería verla, si la encontrara. Piénsalo, Lucas.
—Oh, no.
—Oh, sí.
Vale, puede que lleve casi toda la vida rodeada de muertos, incluyendo a mis padres, pero eso no quita que el depósito de cadáveres me pareciera tétrico. No me entró pánico ni nada por el estilo, pero esos sitios tienen algo tremendamente triste: todas esas vidas, emociones y esperanzas reducidas a etiquetas escritas en portezuelas de acero. Lucas y yo nos quedamos unos segundos en el umbral de la puerta antes de entrar.
En tres mesas alargadas que ocupaban el centro del depósito, había tres bolsas para cadáveres. La primera era demasiado grande: la persona que había dentro debía de ser corpulenta. La última parecía demasiado corta. La del centro parecía la más probable.
Con vacilación, cogí la lengüeta de la cremallera, la cual pesaba más y estaba más fría de lo que esperaba: el hospital mantenía el depósito de cadáveres bien fresquito. Lucas se puso a mi lado, puñal en mano. Bajé la cremallera, notando una especie de corriente eléctrica en la muñeca con cada diente que iba separando.
Su mano salió disparada de la bolsa y agarró la mía con fuerza. No pude evitar chillar. Lucas quiso abalanzarse sobre ella, pero yo lo detuve con el brazo.
La vampira se sentó, mirándonos. Estaba menos pálida que antes y la marca de nacimiento del cuello era menos evidente; alimentarse la había rejuvenecido. Se había soltado el pelo rubio para dormir y sus despeinados rizos le enmarcaban el rostro. Sin quitar el ojo de encima a Lucas, se dirigió a mí:
—¿Por qué lo has traído aquí?
—Está conmigo. Solo queríamos encontrarte.
—Para matarme.
Negué con la cabeza.
—Estamos aquí para asegurarnos de que no representas ningún peligro.
—¿Cómo? —Ladeó la cabeza confundida, como si hubiera hablado en otro idioma—. Corres peligro.
—Lucas jamás me haría daño.
—Más peligro del que imaginas —insistió—, y más del que imaginas tú, chico.
—Acabas de alimentarte de sangre —dije más por Lucas que por mí—. Se nota que has comido. Nos cambia el color, y nos hace más fuertes.
—Ahora soy más fuerte —convino la vampira, que seguía fulminando a Lucas con una mirada cargada de odio. Tenía que reducir la tensión. Y pronto.
—Lucas es un amigo. No está aquí para hacerte daño.
—Ya veo —dijo ella mirando el puñal de Lucas.
Incómodo y a disgusto, Lucas volvió a enfundar el puñal. Cuando habló, lo hizo en tono cortante.
—La familia de Albion, ¿no tuviste nada que ver con eso? Nosotros creíamos que sí.
—La gente comete estupideces —dijo la vampira en un tono extrañamente soñador. Despacio, se deshizo de la bolsa apartándola con los pies, como una niña saliendo de un saco de dormir.
—Necesito saber quién lo hizo —dijo Lucas—. Un ser mortífero anda suelto por ahí, haciendo mucho daño. Si sabes quién ha estado merodeando por Albion, si tienes alguna conexión con esa banda, dímelo. Yo puedo ocuparme, y tú puedes, bueno, tú puedes irte a hacer lo que haces.
En lugar de responder a Lucas, me miró con sus grandes ojos castaños:
—¿Sabe lo que eres?
—Lo sabe todo. Dinos lo que necesitamos saber y nos aseguraremos de que no corras peligro.
Los dedos se le relajaron lentamente y me soltó la mano. La lámpara que colgaba del techo estaba casi directamente detrás de ella, convirtiéndole el sedoso cabello trigueño en una especie de aureola. Pensé en los pocos años que debía de tener cuando murió, quizá solo catorce.
Justo cuando la vampira abría la boca para hablar, la puerta del depósito se abrió de golpe. Todos dimos un respingo y a mí se me encogió el corazón al ver a Dana y a Kate en el umbral. Dana tenía su ballesta preparada y Kate sostenía una estaca.
—¡Apartaos! —gritó Dana—. Han llegado los refuerzos.
La vampira chilló, un sonido de otro mundo, como el grito de un halcón abatiéndose sobre su presa. Corrió a esconderse en un rincón, detrás de la mesa de autopsias.
—Una trampa —susurró—. Como siempre.
Yo quise decirle que no habíamos tenido intención de que ocurriera aquello, pero Lucas me agarró por los brazos para que guardara silencio. Empezó a retroceder, poniéndome fuera del alcance de la ballesta de Dana.
Ni Kate ni Dana hablaron con la vampira. Kate permaneció en el umbral de la puerta mientras Dana avanzaba lentamente, con una expresión que ya no tenía nada de dulce. Yo percibía que era buena persona, pero estaba a punto de hacer algo horrible y tenía que detenerla.
Con una rapidez cegadora, la vampira extendió un brazo y yo vi un vertiginoso destello metálico una milésima de segundo antes de que Dana gritara y retrocediera hasta la pared. Mientras Dana se desplomaba, la vampira saltó hacia delante con una fuerza sobrehumana, arremetiendo contra Kate y cayendo al suelo del pasillo encima de ella.
—¡Mamá! —gritó Lucas corriendo hacia Kate. Pero la vampira no tenía intención de matar y menos aún pelear. Salió huyendo y oímos el eco de sus viejos zapatos golpeando el suelo embaldosado.
Madre e hijo corrieron tras ella mientras Lucas gritaba:
—¡Ocúpate de Dana!
Yo sabía que intentaría ayudar a la vampira. Pero ¿qué debía hacer yo por Dana? No sabía nada de medicina. Sin embargo, cuando vi su cara de sufrimiento, fui inmediatamente a su lado.
—¿Es grave?
—Bastante. —Hizo una mueca de dolor—. Debía de ser un cuchillo para hacer autopsias. No creo que… el brazo esté roto… pero… ¿hay mucha sangre?
—Sí, pero no te ha dado en la arteria. —Sabía lo suficiente para darme cuenta de que, si tuviera la arteria seccionada, la sangre le estaría saliendo a borbotones de la herida; en cambio, una espesa sangre roja le estaba calando lentamente la camisa, llegándole ya hasta el codo—. No voy a sacarte el cuchillo. Esto es más de lo que podemos tratar con nuestro botiquín de primeros auxilios. Deberíamos ir al servicio de urgencias.
—¿Y cómo vamos a explicar exactamente esto a los médicos? —Dana gimió apoyando la cabeza contra la pared. Advertí que estaba a punto de desmayarse—. No, tenemos que salir de aquí.
—¡Necesitas atención médica!
—Hay más material en el cuarto de curas. Podemos… podemos resolverlo. Tú solo ayúdame a levantarme, ¿vale?
—Vale. —Le pasé el brazo sano por detrás de mi cuello y la saqué al pasillo. Allí había más luz, y por primera vez vi el rojo intenso de la mancha de sangre, de una belleza indescriptible.
Entonces sentí hambre.
No era la misma hambre que había sentido al besar a Lucas. Era distinta, más básica, pero igual de fuerte. La sangre de Dana olía a filete, a playa, a todas las cosas maravillosas que yo deseaba y llevaba tanto tiempo sin disfrutar. Cuando respiraba por la boca, casi podía notar su sabor a hierro y la mano que tenía en su hombro registraba todos los latidos de su pulso. Me dolía la mandíbula, como si estuvieran a punto de salirme los colmillos. No podía pensar, no podía hablar, no podía hacer nada salvo desear beber.
«Basta».
Volví la cabeza hacia el otro lado cerrando los ojos con fuerza.
—Aguanta. Sé que tiene mal aspecto —masculló Dana.
—No hace falta que me consueles —dije sintiéndome avergonzadísima—. La herida eres tú.
—Pero sé que… asusta, sobre todo si no… estás acostumbrada. —Tragaba saliva entre cada exhalación—. Nunca habías visto… nada… igual.
Recordé el aspecto que tenía Lucas después de la primera vez que lo mordí y cómo se había desplomado como un fardo a mis pies.
—Supongo que tengo que acostumbrarme.
Nos encontramos con el señor Watanabe en el aparcamiento y él nos llevó inmediatamente de regreso. Dana resultó tener únicamente una herida superficial, pero siguió necesitando que le cogiera de la mano mientras el señor Watanabe se la cosía. Lucas y los demás regresaron dos horas después; no tuve que preguntar cómo había ido la cacería, porque Kate parecía abatida. Todo el mundo estaba exhausto y eso que el sol justo acababa de salir.
Cuando Lucas me abrazó, le susurré al oído:
—¿Ha escapado?
Él me rozó la mejilla con el dedo pulgar mientras asentía.
—Siempre preocupándote de todo el mundo. —Me besó dulcemente en la frente delante de todo el grupo, lo cual hizo sonreír a Dana por primera vez desde que salió del hospital.
Después la disciplina del grupo se rompió, o quizá sería más preciso decir que quedó en suspenso. Kate no dio ninguna otra orden y, al parecer, no había nada más que hacer hasta más tarde.
Varios miembros del grupo se dirigieron de forma cansina hasta una hilera de camastros de hierro colado. Kate encendió un hornillo y se dispuso a cocinar el desayuno para unos cuantos, mientras el señor Watanabe comenzó a catalogar metódicamente todas las armas. Lucas y yo acompañamos a Dana hasta el camastro del cuarto de curas.
—Lo siento —dijo cuando la ayudamos a acostarse. Sus trenzas parecían cuerdas oscuras en la blanca funda de almohada.
—¿El qué? —pregunté—. No es culpa tuya.
—Ya, pero ahora estoy ocupando el único sitio donde tú y Lucas podríais haber estado solos. Es un coñazo para vosotros.
—Por esta vez te perdono —dijo Lucas—. ¿Quieres desayunar, Dana?
—Manda a alguien con unas cuantas tortitas. Si no tienen, que se las inventen. —Exagerando el gesto, Dana se puso perezosamente el brazo sano detrás de la cabeza—. ¿De qué sirve que te apuñalen si no puedes utilizarlo para hacer chantaje emocional?
Mientras Lucas iba a informar a Kate de que Dana quería desayunar, intenté adecentarme en lo que pasaba por un baño. Era un cuartito de ladrillo gris próximo al cuarto de curas, más minúsculo y tosco que los aseos de la mayoría de las gasolineras. No había gran cosa que hacer conmigo, pero aun así me prendí el broche en el jersey. Cuando salí, Lucas se alegró tanto de verlo que me sentí como si acabaran de peinarme y maquillarme, o a lo mejor solo se había puesto así de contento por verme.
—Miraos. —El señor Watanabe se rió entre dientes. Afilaba un puñal pequeño con mucho cuidado, escrutando el filo a través de sus gafas bifocales. Era extraño pensar que alguien tan amable pudiera dedicarse a preparar armas para atacar vampiros—. Me alegro de verte con una chica, Lucas. Un joven como tú debe tener novia.
—Eso no voy a discutírselo. —Lucas me abrazó por detrás—, usted debía de tener que quitárselas de encima cuando tenía mi edad, ¿eh?
—Oh, no. Yo no. Ya había conocido a mi Noriko. —Los ojos se le dulcificaron al decir su nombre—. Después de la primera vez que la vi, todas las demás chicas del mundo fue como si no existieran para mí. Quería estar con Noriko a todas horas.
—Eso es muy romántico —dije. Quise preguntarle dónde estaba Noriko, pero entonces reparé en que, si perteneciera a la Cruz Negra, estaría allí. Puede que la razón de que un caballero como él se hubiera unido a un grupo de cazadores de vampiros fuera que su esposa se había topado con uno de esos vampiros criminales y asesinos. Si te pasaba una cosa así, era fácil que eso te cegara y te dejara con el único deseo de vengarte.
—El tiempo que pasas con tus seres queridos no es nunca suficiente —dijo el señor Watanabe mientras probaba el filo del puñal—. Salid a dar una vuelta. Explorad la ciudad. No os preocupéis por nosotros. Deberíais disfrutar el uno del otro.
—Es temprano —dijo Eduardo. Había rodeado la tela alquitranada que teníamos detrás cuando yo no estaba mirando—. No veo qué se puede hacer por ahí a estas horas. Es más seguro si os quedáis aquí.
—Las cafeterías están abiertas. —Lucas me cogió posesivamente de la mano—. No estamos en aislamiento. Puedo ir si quiero. Esa es la regla.
Eduardo parecía querer discutir, pero, en cambio, dijo:
—Marchaos, pues.
Éramos libres, así que salimos afuera sin ningún propósito ni rumbo. Todo indicaba que iba a ser un magnífico día de otoño, la clase de día en que el sol transforma todos los colores de las hojas en distintas tonalidades de dorado. Ahora que por fin volvíamos a estar solos, hubiera sido un buen momento para ponernos a hablar de los asuntos secretos que teníamos pendientes de comentar, pero hablamos de todo un poco menos de eso. Por extrañas que fueran nuestras vidas, lo que compartíamos en aquel momento era lo más parecido a la «normalidad» que podríamos tener jamás. Pasar un día juntos, sin nada de que preocuparnos, era todo lo que podíamos esperar compartir, y yo no tenía ninguna intención de desaprovecharlo.
En la cafetería discutimos sobre si las galletas de chocolate eran mejores que el bizcocho o viceversa, y nos turnamos para mojarlos en el café con leche.
Estuvimos sentados en un banco de la plaza de Amherst durante un par de horas, inventándonos historias sobre las personas que pasaban por delante: la mujer de la chaqueta roja era una agente secreta y el hombre canoso que se estaba subiendo a un coche próximo tenía los documentos confidenciales que ella necesitaba para salvar el mundo. La anciana de la otra acera había sido cabaretera en los años cincuenta y había bailado en Las Vegas con un tocado de plumas y un biquini de lentejuelas. Sabíamos que nuestras vidas eran probablemente más extrañas que nada de lo que pudiéramos inventar sobre cualquier otra persona, pero eso no quitó diversión al juego.
En la librería comparamos notas sobre nuestras novelas de infancia preferidas. Resultó que a los dos nos había encantado Las crónicas de Narnia.
—Nunca me di cuenta de que eran cristianos —confesé—. Ahora me parece tan evidente que me siento estúpida por no haberlo visto. Pero, ya sabes, no creo que mis padres me hablaran mucho de la Iglesia.
Lo había dicho para que Lucas se riera. En cambio, él me miró con expresión seria y a mí me pareció detectar un atisbo de incertidumbre en sus ojos.
—¿Te afectan ahora? Las cosas religiosas, quiero decir.
—¿Si leo sobre ellas? No, ni probablemente lo harán nunca. Recuerdo a mi madre leyéndonos La travesía del Viajero del Alba. El problema son los símbolos visuales.
Estábamos sentados en el suelo en la sección de libros de texto del piso inferior, lejos de casi todos los clientes. Como las clases ya habían empezado, era poco probable que nos interrumpiera algún estudiante, por lo que me arriesgué a preguntarle:
—¿Has notado algún cambio? Ya sabes… ¿poderes?
—Me noto más fuerte y corro más deprisa. Uno o dos compañeros lo han comentado, pero no sospechan nada. Solo creen que estoy entrenando duro. Me refiero a que soy fuerte, pero no es que haga nada fuera de lo normal. La señora Bethany dijo que empezaría a notar algunos inconvenientes además de ventajas, pero de momento nada.
—Quizá de momento no, pero pronto lo harás. —En mi fuero interno se encendió una llama de esperanza—. Ya has dicho que te has planteado dejar la Cruz Negra.
—Sí, pero no sé qué podría hacer después de eso. ¿Podría simplemente… ponerme a trabajar? Esto es lo único que sé hacer, y no creo que lo mío tenga muchas salidas profesionales. —Suspiró—. Bianca, ni siquiera he ido al instituto, a menos que cuentes el año en Medianoche. He leído y estudiado por mi cuenta, pero no es lo mismo. Todos estos manuales universitarios son como un mundo desconocido para mí al que nunca podré acceder.
—Hay formas de hacerlo sin ir al instituto. Podrías presentarte a un examen que equivale al grado de secundaria; es fácil.
—¿Y luego qué? No podría conseguir una beca, y mi madre jamás me pagaría los estudios. Cualquier dinero que tenga es para la Cruz Negra. Ese es el principio y el fin de la historia. Puede que lograra salir adelante, pero… no sé. —Tragó saliva y supe que había reflexionado mucho sobre aquello—. Supongo que no he renunciado a la idea, pero no me parece probable.
Nada de lo que le dijera le ayudaría a sentirse menos atrapado de lo que ya se sentía; no tenía ninguna información que darle, ningún consuelo que brindarle, así que me limité a cogerle de la mano.
—¿Qué te gustaría estudiar en la universidad?
—Derecho, creo.
—¿Derecho? No te veo con un maletín y un traje elegante.
—Me lo pondría si eso me permitiera poner a los malos entre rejas. —Intentó sonreír—. En Medianoche llevé ese uniforme tan absurdo, ¿no?
—No te rías. Yo tengo que seguir llevándolo.
Me apartó un mechón de pelo de la mejilla.
—A mí no me hace falta preguntártelo. Tú estudiarías astronomía. —Asentí—. ¿Qué es lo que te gusta tanto de la astronomía? Me has enseñado todas las constelaciones que hay, pero nunca me has dicho por qué observas las estrellas.
Me abracé las piernas y apoyé la barbilla en las rodillas, reflexionando. Aunque sabía la respuesta, era importante que se la dijera de un modo que él pudiera entender.
—Mis padres, en cuanto creyeron que podía guardar un secreto, me hablaron de cuál era realmente mi condición cuando yo era muy pequeña. Hicieron que pareciera algo especial. Una gran aventura. Yo creí que era como en los cuentos de hadas, cuando la chica que barre su casita descubre que es una princesa y que un día el príncipe va a ir a buscarla. Creí que mi secreto era mágico.
Lucas pareció querer hacerme una pregunta, pero debió de ver que me estaba costando encontrar las palabras justas, porque me observó en silencio.
—La primera vez que me di cuenta de que no era ni mágico ni divertido, la primera vez que supe que había algo malo en ser… —Miré a mi alrededor. Aquella zona de la librería seguía vacía, pero, de todos modos, evité decir la palabra «vampiro»—… algo malo en ser eso, fue la primera vez que supe que yo no me moriría nunca, pero que todos mis amigos de Arrowwood sin excepción sí lo harían. Se harían viejos y se irían, y yo me quedaría sola. Eso me asustó, porque me di cuenta de que, de todas las personas que quería en el mundo, serían poquísimas las que podría conservar.
Dulcemente, Lucas me puso una mano en la mejilla. Tragué saliva para deshacer el nudo que me notaba en la garganta antes de continuar.
—De manera que intenté pensar en lo que sí podría conservar. En si había algo que estaría siempre conmigo.
—Las estrellas —dijo Lucas—. Supiste que siempre te quedarían las estrellas.
Asentí y supe que Lucas lo había entendido todo. Me tomó en sus brazos y me estrechó con tanta fuerza que por un momento creí que él también estaría siempre conmigo.
Esa tarde, Lucas me llevó de regreso a la Academia Medianoche en la vieja camioneta de Kate. Llegamos cuando atardecía, aunque hacía tan mal tiempo que casi parecía de noche. La niebla se había cernido sobre las colinas, impidiendo ver a más de unos metros de distancia y pintando el mundo de un gris blanquecino. No era que Lucas pudiera llevarme hasta la misma puerta, pero paró en una carretera secundaria junto al bosque que bordeaba el internado. Desde allí, era fácil volver andando, a lo sumo un trayecto de diez minutos a pie. Yo sabía que pronto tendría que disimular para evitar que Raquel me hiciera preguntas, pero apuré en los brazos de Lucas el mayor tiempo posible. Nos besamos hasta que las ventanillas de la camioneta se empañaron por dentro y deseé que aquello no se terminara nunca. Pero notaba la proximidad de Medianoche, como si la sombra del edificio estuviera proyectándose sobre nosotros.
—No puedo pasarme otros seis meses sin verte —murmuró Lucas con la boca pegada a mi pelo—. Tenemos que vernos pronto.
—Cuando quieras, ya lo sabes. Envíame un correo electrónico. Puedo darte mi cuenta de Hotmail. No creo que la señora Bethany tenga la contraseña.
—No dará resultado. No nos dejan tener ordenadores portátiles ni nada parecido, no desde hace tres años, cuando nos sorprendieron un par de vampiros que habían aprendido a piratear la red. —Lucas suspiró—. Podría intentar ir a la biblioteca de vez en cuando, pero nunca sé cuándo van a ponernos en aislamiento. Cuando eso ocurre, tenemos que quedarnos en la base y no podemos salir bajo ningún concepto.
—Entonces, ¿cómo se supone que vamos a vernos?
—Concertaremos cada cita sobre la marcha. Esta vez decidimos dónde nos vemos la próxima. La próxima, decidimos la siguiente. Y acudimos a la cita. Pase lo que pase. No podemos fallar.
—Sé que podemos hacerlo. Y el mes próximo nos viene que ni pintado —dije. Cuando Lucas me miró sin comprender, le di un suave puñetazo en el hombro—. Riverton. Medianoche tiene programado un fin de semana en Riverton en noviembre. ¿Te acuerdas?
—Por supuesto; es perfecto. —Lucas sonrió encantado con la idea y luego vaciló—. Va a haber mucha gente que puede reconocerme.
—No si nos citamos en un sitio apartado. ¿Qué te parece en la orilla del río? A nadie se le va a ocurrir pasearse por ahí salvo a Vic, y si Vic te ve, no va a ser el fin del mundo.
—Preferiría mantener a Vic al margen de todo esto por su propio bien, pero, sí, podemos hacerlo. Además, lo más probable es que se quede en el restaurante.
Encantada con nuestra solución, volví a besarlo. Lucas me tuvo abrazada durante varios largos minutos. Ojalá pudiéramos pasar más tiempo a solas… ¿Habría algún sitio en Riverton? Tendría que pensar en algo.
La niebla se había espesado incluso más y supe que la noche estaba al caer.
—Tengo que irme —dije—. Debería haberlo hecho hace un rato.
—Anda, date prisa. Esto no es una despedida, no por mucho tiempo.
Nos besamos una vez más y él me puso una mano en el corazón. Yo me estremecí, pero, no sé cómo, logré apartarme de él, bajar de la camioneta y echar a correr. A mis espaldas, oí el motor poniéndose en marcha, las ruedas alejándose.
«Se ha ido». El corazón me dolía y dejé de correr para mirar atrás mientras las luces traseras de la camioneta se perdían en la niebla.
Detrás de mí, una voz grave dijo:
—Supongo que no tengo que preguntarte quién era.
Di media vuelta y me encontré con Balthazar.