La tormenta se desató a medianoche.
Oscuros nubarrones surcaron el cielo, ocultando las estrellas. Las rachas crecientes de viento congelaban mis sentidos mientras el pelo no dejaba de revolotear en mi frente. Me puse la capucha de la gabardina negra y metí la bandolera debajo.
Pese a la inminente tormenta, la noche aún no se había cernido del todo sobre los jardines de la Academia Medianoche. Mis esfuerzos serían en vano si no había una oscuridad completa. Los profesores del internado podían ver de noche y oír a través del viento; todos los vampiros lo hacían.
Por supuesto, en Medianoche los profesores no eran los únicos vampiros: cuando comenzara el curso al cabo de un par de días, llegarían los alumnos, la mayoría tan poderosos y viejos como los profesores.
Yo no era ni poderosa ni vieja, pero en cierto modo era un vampiro: hija de vampiros, estaba destinada a terminar siendo uno de ellos con sus propias ansias de sangre. Ya había logrado burlar la vigilancia de los profesores en otras ocasiones, confiando en mis poderes y en mi buena suerte. Pero aquella noche necesitaba la más absoluta oscuridad para pasar lo más desapercibida posible.
Supongo que estaba nerviosa por estar a punto de cometer mi primer allanamiento de morada.
La expresión «allanamiento de morada» da una idea equivocada, como si mi única intención fuera colarme en la cochera de la señora Bethany y ponerla patas arriba en busca de dinero, joyas o algo parecido, cuando tenía razones de más peso.
Empezaron a caer las primeras gotas y el cielo se oscureció todavía más. Eché a correr por los jardines, no sin antes lanzar unas cuantas miradas a las torres de piedra del internado. Mientras resbalaba por la hierba mojada en dirección a la cochera con tejado de cobre donde vivía la señora Bethany, las dudas comenzaron a asaltarme. «¿En serio vas a ser capaz de allanar su casa o cualquier otra, si ni siquiera te descargas música que no has pagado?». Me pareció casi surrealista meter la mano en la bandolera y sacar la tarjeta plastificada de la biblioteca para algo que no fuera llevarme libros en préstamo. Pero estaba decidida a hacerlo. La señora Bethany solo dormía fuera del internado dos o tres noches al año, lo cual significaba que no podía dejar escapar mi oportunidad. Inserté la tarjeta entre la puerta y el marco e intenté forzar la cerradura.
Al cabo de cinco minutos, seguía probando en vano con la tarjeta de la biblioteca, con las manos frías de sudor. En la tele aquella parte siempre parecía fácil. Los verdaderos ladrones podían forzar una cerradura en menos de diez segundos. En mi caso, no obstante, cada vez era más obvio que no me ganaría la vida como ladrona.
Renunciando al plan A, me puse a pensar en otro mejor. Al principio, las ventanas no me parecieron mucho más prometedoras que la puerta. Claro que habría podido romper el cristal y abrir cualquiera de ellas al instante, pero eso habría frustrado la parte del plan que consistía en que no me pillaran.
Al doblar la esquina de la casa vi, para mi sorpresa, que la señora Bethany había dejado una rendija abierta. Era todo cuanto necesitaba.
Mientras subía lentamente la ventana, vi una ringlera de macetitas con violetas africanas en el alféizar. La señora Bethany las había dejado allí para que respiraran aire puro y con un poco de suerte algo de lluvia. Era extraño imaginarse a la señora Bethany cuidando de nada que estuviera vivo. Aparté cuidosamente las macetas para entrar sin volcarlas.
¿Entrar por una ventana abierta? También es mucho más difícil de lo que parece en la tele.
Las ventanas de la señora Bethany estaban bastante altas, motivo por el cual tuve que saltar para encaramarme a la mía. Cuando empecé a deslizarme y vi lo fácil que sería estamparme contra el suelo cuan larga era, me entró miedo. Mi intención era poner primero los pies, pero había entrado de cabeza y no podía darme precisamente la vuelta teniendo medio cuerpo dentro y la otra mitad fuera. Golpeé un batiente con una bota embarrada y contuve el aliento, pero el cristal no se rompió. Conseguí deslizar el resto del cuerpo y caer suavemente al suelo.
«Bien —susurré para mis adentros, tendida en la alfombra trenzada de la señora Bethany con las piernas más altas que la cabeza, apoyadas todavía en el alféizar y empapadas de agua—. Y esta ha sido la parte fácil».
La casa de la señora Bethany era como ella, incluso olía como ella: su aroma a lavanda lo impregnaba todo. Pude ver que me encontraba en su dormitorio, lo cual, por algún motivo, me hizo sentirme más intrusa todavía. Aunque sabía que la señora Bethany había viajado a Boston para entrevistar a «posibles alumnos», no podía evitar la sensación de que iba a pillarme en cualquier momento. El miedo a ser descubierta empezaba a hacerme retraer y a encerrarme en mí misma.
Pero entonces pensé en Lucas, el chico al que amaba y había perdido recientemente.
Lucas no querría verme asustada. Habría querido que fuera fuerte. Su recuerdo me infundió valor y me levanté del suelo para ponerme manos a la obra.
Antes que nada, me quité las botas enfangadas para no ensuciar la casa. También colgué la gabardina de un picaporte para no dejar la casa empapada de agua. A continuación me dirigí al baño y cogí un puñado de pañuelos de papel para limpiar lo que había ensuciado, además de mis botas. Me metí los pañuelos en un bolsillo de la gabardina para tirarlos más tarde. Si había alguien lo bastante paranoico como para mirar en su propio cubo de basura para encontrar pruebas de que su casa había sido allanada, esa era la señora Bethany.
Era sorprendente que hubiera elegido vivir allí, pensé. La Academia Medianoche era imponente, incluso ostentosa, con sus torres y gárgolas de piedra, muy acorde con su estilo; mientras que la cochera era una humilde casita, si bien con un mayor grado de intimidad. No me sorprendería que la señora Bethany valorara eso por encima de todo lo demás.
Su escritorio, ubicado en un rincón, me pareció el mejor sitio para empezar. Me senté en la silla de respaldo duro, aparté el retrato-silueta enmarcado en plata de un hombre del siglo XIX y me puse a hojear los documentos que encontré allí.
Estimado señor Reed:
Hemos estudiado la solicitud de su hijo Mitch con gran interés. Aunque obviamente es un estudiante excepcional y un joven muy prometedor, lamentamos informarle…
Un alumno humano que quería entrar en el internado: un candidato que la señora Bethany había rechazado. ¿Por qué permitía que algunos humanos entraran en la Academia Medianoche y otros no? ¿Por qué permitía siquiera la presencia de humanos en uno de los pocos feudos que les quedaban a los vampiros?
Estimados señores Nichols:
Hemos estudiado la solicitud de su hija Clementine con gran interés. Obviamente, es una estudiante excepcional y una joven muy prometedora, por lo que nos congratula…
¿Cuál era la diferencia entre Mitch y Clementine? Por suerte, el organizado sistema de la señora Bethany para archivar sus documentos me condujo directamente a sus respectivas solicitudes, pero no encontré ninguna respuesta. Los dos tenían una calificación media terroríficamente alta y montones de actividades extraescolares. Leer sus listas de logros me hizo sentirme la mayor gandula del mundo. Por sus fotografías, los dos parecían bastante normales: no eran especialmente guapos, ni gordos, ni delgados, sino más bien corrientes. Ambos eran de Virginia —Mitch vivía en un bloque de pisos en Arlington y Clementine en una vieja casa de campo—, pero yo sabía que los dos tenían que ser vergonzosamente ricos para plantearse siquiera estudiar en Medianoche.
En lo que a mí concernía, la única diferencia entre Mitch y Clementine era que Mitch había tenido suerte. Sus padres lo mandarían a un internado pijo de la costa Este, donde se mezclaría con otros chicos megarricos, jugaría al polo, iría en yate o lo que quiera que se hiciera en esos sitios. Clementine, en cambio, estaría rodeada de vampiros en todo momento. Aunque no lo sabría nunca, presentiría que allí ocurría algo siniestro. Jamás se sentiría segura. Ni yo misma había llegado a sentirme segura en la Academia Medianoche, y eso que iba a transformarme en un vampiro algún día.
Un relámpago iluminó las ventanas, seguido del estallido del trueno segundos después. La tormenta pronto arreciaría; era hora de regresar. Sentí el peso de la decepción mientras volvía a doblar las cartas y las dejaba en su sitio. Estaba segurísima de que aquella noche iba a hallar respuestas, y en cambio no había averiguado nada.
«No es cierto —me dije mientras me ponía la gabardina y miraba las macetas—. Has averiguado que a la señora Bethany le gustan las violetas africanas. Eso va a serte UTILÍSIMO».
Volví a colocar las macetas de violetas como las había encontrado y salí por la puerta, que, afortunadamente, se cerró de forma automática. Qué propio de la señora Bethany no dejar ni siquiera ese pequeño detalle al azar.
Cuando eché a correr hacia la Academia Medianoche, la lluvia me azotó las mejillas con tanta fuerza que me dolió. Aún había luz en algunas ventanas de los apartamentos del profesorado, pero era tan tarde que ya no me preocupaba que nadie me viera. Apoyé un hombro en la pesada puerta de roble, que se abrió obedientemente sin el menor crujido. Cuando la cerré a mis espaldas, supuse que estaba fuera de peligro.
Hasta que me di cuenta de que no estaba sola.
Agucé el oído y escruté la oscuridad del gran vestíbulo. Era un espacio enorme, sin ningún recoveco donde esconderse ni columnas tras las cuales ocultarse, por lo que debería haber podido ver quién era, pero no vi a nadie. Me estremecí. De repente sentí un intenso frío, como si en vez de hallarme bajo techo me encontrara en una cueva gélida e inhóspita.
Las clases no iban a empezar hasta al cabo de dos días, de modo que los únicos que estábamos en el internado éramos los profesores y yo. Pero si hubiera sido un profesor me habría regañado de inmediato por haber salido tan tarde en plena tormenta y no me hubiera estado espiando al abrigo de la oscuridad.
¿No?
Con vacilación, di un paso.
—¿Quién hay ahí? —susurré.
Nadie me respondió.
A lo mejor eran imaginaciones mías. Ahora que lo pensaba, lo cierto era que no había oído nada. Solo había sentido esa extraña sensación que a veces se tiene de que hay alguien observando. Llevaba toda la noche preocupándome por si alguien me veía, así que a lo mejor solo era eso.
Entonces vi que algo se movía. Fuera había una chica mirando al interior del gran vestíbulo. Estaba de pie, envuelta en un largo chal, al otro lado de una de las ventanas, la única del vestíbulo que tenía cristales transparentes en vez de vidrieras. Probablemente tenía mi edad. Aunque estaba diluviando, parecía completamente seca.
—¿Quién eres? —Di dos pasos hacia ella—. ¿Eres una alumna? ¿Qué haces…?
De pronto desapareció, sin haber echado a correr, ni haberse escondido, ni tan siquiera haberse movido. Era como si se la hubiera tragado la tierra.
Me quedé unos segundos atónita mirando la ventana, como si la chica fuera a reaparecer por arte de magia en el mismo lugar, pero no lo hizo. Me acerqué más para tener una perspectiva mejor, vi un ligerísimo movimiento y di un respingo asustada, hasta que advertí que era mi propio reflejo en el cristal.
«Bueno, eso ha sido una estupidez. Acabas de darte un susto de muerte al ver tu propia cara».
«Esa no era mi cara».
Pero tenía que serlo. Si hubiera llegado algún alumno nuevo, lo habría sabido, y Medianoche estaba tan aislada que era imposible imaginar a ningún desconocido deambulando por allí. Mi imaginación calenturienta había vuelto a jugarme una mala pasada; debía de haber sido mi reflejo. Si lo pensaba, ni siquiera hacía tanto frío en el vestíbulo.
Cuando dejé de temblar, subí sin hacer ningún ruido al pequeño apartamento que mis padres y yo compartíamos durante el verano en lo alto de la torre sur. Por suerte, estaban profundamente dormidos; oí los ronquidos de mi madre cuando pasé de puntillas por el pasillo. Si mi padre no se despertaba así, no lo haría ni cayéndosele la casa encima.
Yo seguía impresionada por lo que había visto abajo, y estar calada hasta los huesos no mejoró mi humor. Nada de eso me fastidiaba tanto como el hecho de haber fracasado. Mi gran intento de allanamiento de morada no había dado ningún fruto.
No era que yo pudiera hacer algo por los alumnos humanos de Medianoche. La señora Bethany no iba a dejar de aceptarlos solo porque lo dijera yo. Además, debía admitir que los había protegido, vigilando a los alumnos vampiro para asegurarse de que no tomaban ni una gota de sangre.
Pero conocer a Lucas me había hecho consciente de cuán poco sabía sobre la existencia de los vampiros, aunque hubiera nacido en aquel mundo. Él me había hecho verlo todo de otro modo, me había vuelto más proclive a hacer preguntas y necesitar respuestas. Aunque no volviera a verlo nunca más, sabía que me había hecho un regalo abriéndome los ojos a una realidad más grande y siniestra. Ya no iba a dar por hecho nada de lo que me rodeaba.
Cuando me hube quitado la ropa mojada y metido bajo las mantas, cerré los ojos y recordé mi cuadro favorito, El beso de Klimt. Intenté imaginarme que los amantes de la pintura éramos Lucas y yo, que era su rostro el que estaba tan próximo al mío y yo podía notar su aliento en mi mejilla. Lucas y yo no nos veíamos desde hacía casi seis meses.
Eso fue cuando él se había visto obligado a huir de Medianoche porque su verdadera identidad —como cazador de vampiros de la Cruz Negra— había salido a la luz.
Yo aún no sabía cómo encajar el hecho de que Lucas perteneciera a un grupo de personas dedicadas a destruir a los que eran como yo. Ni tampoco estaba segura de qué le parecía que yo fuera un vampiro, algo que solo había sabido después de enamorarse de mí. Ninguno de los dos había elegido ser lo que era. Retrospectivamente, parecía inevitable que tuviéramos que separarnos. Y, no obstante, yo seguía creyendo, en lo más profundo de mi ser, que nuestro destino era estar juntos.
Abrazándome a la almohada, me dije: «Al menos, pronto no tendrás tanto tiempo para añorarlo. Las clases volverán a empezar dentro de nada y tendrás más cosas que hacer».
«Un momento. ¿He llegado al punto de tener ganas de que empiecen las clases?».
«Estoy de un patético que da miedo».