—No creo que tenga mucho sentido el discutir sobre lo que ocurrió en el pasado —dijo Frigate—. Creo que deberíamos hacer algo acerca de nuestra situación actual.
Burton se puso en pie.
—¡Tienes razón, yanki! Necesitamos techo sobre nuestras cabezas, herramientas, ¡y Dios sabe cuántas otras cosas! Pero primero creo que deberíamos dar una buena ojeada a las ciudades de las llanuras y ver lo que están haciendo los ciudadanos.
En aquel momento, Alice salió de entre los árboles de la colina situada sobre ellos. Frigate fue el primero en verla. Se echó a reír.
—¡Lo último en la moda femenina!
Ella había cortado hojas largas de hierba con sus tijeras, entretejiéndolas hasta formar un conjunto de dos piezas. Una era una especie de poncho que le cubría los senos, y la otra una falda que le caía hasta las pantorrillas.
El efecto era extraño, aunque podría haberse esperado. Cuando estaba desnuda, la cabeza sin cabello no le restaba mucho de su feminidad y belleza, pero con la vestimenta verde, abultada e informe, su rostro se había convertido en masculino y feo.
Las otras mujeres se agruparon a su alrededor y examinaron el entretejido de la hierba y el cinturón, también de hierbas, que aseguraba la falda.
—Pica mucho y es muy poco cómodo —dijo Alice—, pero es decente. Es lo único que puedo decir en su favor.
—Aparentemente, no eras sincera cuando hablabas de que no te importaba la desnudez en un lugar en el que todos iban desnudos —indicó Burton.
Alice lo miró fríamente y contestó:
—Espero que todo el mundo use algo así. Es decir, todo hombre y mujer decentes.
—Ya me imaginaba que la señora Grundy sacaría su fea cabeza por aquí —le replicó Burton.
—Fue un shock el encontrarse entre tanta gente desnuda —intervino Frigate—. Eso a pesar de que el ir desnudos por la playa y en la casa de uno se convirtió en cosa común a finales de la década de los ochenta. Pero no pasó mucho antes de que todo el mundo se hubiera acostumbrado a ello. Todo el mundo excepto los incurablemente neuróticos, supongo.
Burton se volvió y habló con las otras mujeres.
—¿Qué es lo que dicen ustedes, señoras? ¿Van a llevar ustedes esos montones de heno feos y picantes solo porque un miembro de su sexo ha decidido repentinamente que vuelve a tener partes íntimas? ¿Puede convertirse en íntimo algo que ya ha sido tan público?
Loghu, Tanya y Alice no le comprendieron porque hablaba en italiano. Lo repitió en inglés, a beneficio de estas dos últimas. Alice se ruborizó y exclamó:
—Lo que lleve puesto es asunto mío. ¡Si alguien desea ir desnudo cuando yo vaya decentemente cubierta, bueno…!
Loghu no había comprendido una sola palabra, pero se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Se echó a reír, y se marchó. Las otras mujeres parecían estar tratando de imaginar lo que harían las demás. La fealdad y lo poco confortable de la ropa no era lo que estaba en juego.
—Mientras ustedes, señoras, están tratando de decidirse —dijo Burton—, sería muy bueno si tomasen un cubo de bambú y vinieran con nosotros al río. Podemos bañarnos, llenar los cubos de agua, averiguar cuál es la situación en las llanuras, y regresar aquí. Quizá podamos construir varias casas, o abrigos temporales, antes de que caiga la noche.
Iniciaron el camino colina abajo, abriéndose paso entre la hierba y llevando con ellos sus cilindros, armas de calcedonia, lanzas de bambú y cubos. No habían ido muy lejos cuando se encontraron con un cierto número de personas. Aparentemente, muchos habitantes de la llanura habían decidido trasladarse. Y no solo esto, sino que algunos habían encontrado también calcedonia y se habían hecho armas y herramientas. Habían aprendido la técnica de trabajar la piedra de alguien, posiblemente otros primitivos de la zona. Hasta el momento, Burton solo había visto a dos especímenes que no fueran homo sapiens, y ambos estaban con él. Pero, fuera donde fuese que se hubiesen aprendido esas técnicas, habían sido bien utilizadas. Pasaron junto a dos cabañas de bambú a medio completar. Eran redondas, de una sola habitación, y tendrían techos cónicos cubiertos con las grandes hojas triangulares de los árboles de hierro y con la alta hierba de las colinas. Un hombre, usando un azadón y un hacha de calcedonia, estaba haciendo una cama de bambú de cortas patas.
Excepto por un cierto número de personas que estaban erigiendo burdas chozas o abrigos sin utilizar herramientas de piedra, al borde de las llanuras, y otras cuantas que nadaban en el río, la llanura estaba desierta. Los cadáveres de la locura de la noche anterior habían sido retirados. Hasta ahora, nadie se había hecho una falda de hierba, y muchos miraron a Alice o incluso se rieron de ella e hicieron comentarios obscenos. Alice se ruborizó, pero no hizo ningún intento de deshacerse de su atavío. No obstante, el sol estaba calentando, y ella se rascaba bajo el cubresenos y la falda. Era buena medida de la intensidad de sus picores el que ella, criada según las estrictas normas de la clase superior victoriana, se rascase en público.
No obstante, cuando llegaron al río, vieron una docena de montones de hierba que resultaron ser vestidos. Habían sido dejados al borde del río por los hombres y mujeres que ahora reían, chapoteaban y nadaban en la corriente.
Era ciertamente un buen contraste con las playas que él conocía. Aquellas eran las mismas gentes que habían aceptado las máquinas de baño, los trajes que cubrían desde el tobillo hasta el cuello, y todos aquellos otros artilugios de la modestia, como absolutamente morales y vitales para la continuidad de la sociedad adecuada: la de ellos. No obstante, tan solo un día después de hallarse allí, ya estaban nadando desnudos, y disfrutando con ello.
Parte de la aceptación de su estado de desnudez surgía del shock de la resurrección. Adicionalmente, no había mucho que pudieran hacer acerca de aquel primer día. Y además, se había sazonado a los civilizados con algunos salvajes, o habitantes de los trópicos, que no se sentían particularmente molestos por la desnudez.
Llamó a una mujer que estaba metida en el agua hasta la cintura. Tenía un rostro vulgar pero hermoso, y ojos azules chisporroteantes.
—Esa es la mujer que atacó a Sir Robert Smithson —dijo Lev Ruach—. Creo que su nombre es Wilfreda Ahport.
Burton la miró con curiosidad, apreciando su espléndido busto. Le preguntó:
—¿Cómo está el agua?
—¡Muy buena! —respondió ella, sonriendo.
Se quitó el cilindro que contenía su hacha de mano y su cuchillo de piedra, lo dejó en el suelo, y se metió en el agua con su pastilla de jabón verde. Parecía como si el agua estuviera a unos diez grados por debajo de la temperatura de su cuerpo. Se enjabonó, mientras iniciaba una conversación con Wilfreda. Si ésta aún tenía algún resentimiento hacia Smithson, no lo demostró. Su acento era muy cerrado y de los condados del norte, probablemente de Cumberland.
—He oído hablar de su pequeña discusión con ese gran hipócrita, el baronet —le dijo Burton—. No obstante, ahora debería estar usted contenta. Está saludable y es joven y hermosa de nuevo, y no tiene que trabajar para ganarse el sustento. Además, puede hacer por amor lo que antes hacía por dinero.
No valía la pena andarse con rodeos con una chica de fábrica.
Wilfreda le lanzó una mirada tan fría como cualquiera que hubiera recibido de Alice Hargreaves.
—¡Menudo cara dura! —dijo—. Inglés, ¿no? Aunque no puedo localizar su acento. Diría que de Londres, con un toque de algo extranjero.
—Se acerca bastante —dijo él, riendo—. Por cierto, soy Richard Burton. ¿Querría unirse a nuestro grupo? Nos hemos reunido para protegernos, y vamos a construir algunas casas esta tarde. Tenemos una piedra de cilindros para nosotros solos allá en las colinas.
Wilfreda miró al taucetano y al neanderthal.
—¿Son parte de su grupo? He oído hablar de ellos; dicen que el monstruo es un hombre de las estrellas, y que llegó hacia el año 2000.
—No le hará ningún daño —dijo Burton—. Ni tampoco el subhumano. ¿Qué es lo que me contesta?
—Soy solo una mujer —dijo ella—. ¿Qué es lo que puedo ofrecer?
—Todo lo que una mujer puede ofrecer —dijo Burton, sonriendo.
Sorprendentemente, ella se echó a reír. Le tocó el pecho y dijo:
—¡Menudo frescales está usted hecho! ¿Qué es lo que pasa, no puede conseguirse una chica?
—Tenía una, y la perdí —dijo Burton. Eso no era totalmente cierto; no estaba seguro de lo que pensaba hacer Alice. No podía comprender por qué continuaba con su grupo si estaba tan horrorizada y disgustada. Quizá porque prefería lo malo conocido a lo bueno por conocer. Por el momento, solo sentía disgusto por su estupidez, pero no deseaba que se fuera. Aquel amor que había experimentado la pasada noche podía haber sido causado por la droga, pero aún seguía sintiendo un residuo del mismo. Entonces, ¿por qué estaba pidiéndole a aquella mujer que se uniese a ellos? Quizá fuera para hacer que Alice se sintiera celosa. Quizá para tener una mujer, si Alice le rehusaba aquella noche. Quizá… No sabía el porqué.
Alice se quedó de pie junto a la orilla, con los dedos de sus pies casi tocando el agua. La hierba corta continuaba desde la llanura para formar una sólida alfombra que seguía en el cauce del río. Burton podía notar la hierba bajo sus pies hasta el punto en donde perdía pie. Tiró su jabón hacia la ribera y nadó unos doce metros, buceando entonces. Allí la corriente se hacía, repentinamente, mucho más fuerte, y la profundidad mucho más grande. Nadó hacia abajo, con los ojos abiertos, hasta que faltó la luz y le hicieron daño los oídos. Continuó descendiendo, y entonces sus dedos tocaron fondo. También había hierba allí.
Cuando nadó de vuelta al lugar en que el agua le llegaba a la cintura, vio que Alice se había quitado la ropa. Estaba más cerca de la orilla que él, pero acurrucada de forma que el agua le llegaba al cuello. Estaba enjabonando su cabeza y su rostro.
—¿Por qué no entras? —le gritó a Frigate.
—Estoy guardando los cilindros —le respondió Frigate.
—¡Muy bien!
Burton maldijo entre dientes. Debería haber pensado en aquello y nombrado un centinela. En realidad, no era un buen líder; tendía a dejar que las cosas se fueran al diablo, a desintegrarse. Admitido. En la Tierra había sido el jefe de muchas expediciones, ninguna de las cuales se había distinguido por su eficiencia o por estar bien dirigida. Sin embargo, durante la guerra de Crimea, cuando era jefe de los Irregulares de Beatson, entrenando a la salvaje caballería turca, los bachi-bazuks, las cosas le habían ido bastante bien, mucho mejor que a la mayoría, así que no debería estar dándose una reprimenda a sí mismo.
Lev Ruach salió del agua y se pasó las manos sobre su delgado cuerpo para secarse las gotas. Burton también salió, y se sentó junto a él. Alice le dio la espalda, aunque naturalmente no pudo saber si lo hacía a propósito o no.
—Lo que me encanta —dijo Lev en su inglés con tanto acento— no es únicamente el ser joven, sino también el volver a tener esta pierna —se palmeaba la rodilla derecha—. La perdí en un accidente de tráfico en el trébol de New Jersey, cuando tenía cincuenta años de edad. —Se echó a reír y añadió—: Había una cierta ironía en la situación, que algunos podrían llamar destino. Dos años antes había sido capturado por los árabes cuando estaba buscando minerales en el desierto, en el estado de Israel…
—¿No querrá decir Palestina? —intervino Burton.
—Los judíos fundaron un estado independiente en 1948 —le explicó Lev—. Naturalmente, usted no sabe nada de eso; ya se lo contaré en algún momento. De cualquier forma, el caso es que fui capturado y torturado por guerrilleros árabes. No entraré en detalles; me pone enfermo el recordarlo. Pero logré escapar por la noche, aunque no sin antes abrirle la cabeza a un par de ellos con una roca y matar a otros dos con un rifle. Los demás huyeron, y escapé. Tuve suerte. Una patrulla del ejército me recogió. No obstante, dos años después, cuando estaba en los Estados Unidos, saliendo del trébol, un camión, un enorme semiremolque, ya le explicaré lo que es eso en otro momento, me cortó el paso, y choqué con él. Quedé malherido, y tuvieron que amputarme la pierna derecha por debajo de la rodilla. Pero lo importante de esta historia es que el camionero había nacido en Siria. Así que, como puede ver, los árabes iban detrás de mí, y me atraparon, aunque no pudieron matarme. Eso lo hizo el amigo de Tau Ceti. Aunque no me atrevería a decir que hiciera más que apresurar el destino marcado para la humanidad.
—¿Qué quiere decir con eso? —le preguntó Burton.
—Había millones de personas muriéndose de hambre, incluso los Estados Unidos tenían una dieta estrictamente racionada, y la polución de nuestra agua, tierra y aire estaba matando a otros millones. Los científicos decían que la mitad del suministro de oxígeno de la Tierra desaparecería en diez años a causa de que el fitoplancton de los océanos, que por si no lo sabe suministraba la mitad del oxígeno de la atmósfera, estaba muriendo. Los océanos estaban polucionados.
—¿Los océanos?
—¿No se lo cree? Bueno, usted murió en 1890, así que le debe resultar difícil creerlo. Pero alguna gente estaba prediciendo ya en 1968 lo que iba a pasar exactamente en el 2008. Yo lo creí, era bioquímico. Pero la mayor parte de la población, especialmente los que contaban, las masas y los políticos, rehusaron creerlo hasta que fue demasiado tarde. Al ir empeorando la situación se tomaron medidas, pero siempre eran demasiado suaves y llegaban demasiado tarde, y eran combatidas por los grupos que perderían dinero si se tomaban medidas efectivas. Pero esa es una historia larga y triste, y, si tenemos que construir casas, será mejor que empecemos inmediatamente después de haber comido.
Alice salió del río y se pasó las manos sobre el cuerpo. El sol y la brisa la secaron rápidamente. Recogió sus ropas de hierba, pero no se las puso. Wilfreda le interrogó acerca de ellas. Alice le replicó que le picaban, pero que las conservaría para usarlas de noche si el tiempo enfriaba mucho.
Alice se comportaba educadamente con Wilfreda, pero evidentemente se sentía superior. Había oído mucho de la conversación, y por consiguiente sabía que Wilfreda había sido obrera de una fábrica, que se había convertido en prostituta y luego había muerto de sífilis. O, al menos, Wilfreda creía que era esa enfermedad la que la había matado. No recordaba su muerte. Indudablemente, había dicho alegremente, debió de enloquecer antes.
Alice, al oír eso, aún se apartó más de ella. Burton sonrió, preguntándose qué haría ella si supiese que también él había sufrido esa misma enfermedad, contagiada de una muchacha esclava en El Cairo cuando iba disfrazado como musulmán durante su viaje a La Meca en 1853. Se había «curado», y su cerebro no había sido afectado físicamente, aunque su sufrimiento mental había sido intenso. Pero lo importante era que la resurrección le había dado a todo el mundo un cuerpo joven, sano y sin enfermedad alguna, y que lo que una persona había sido en la Tierra no debería influir en la actitud de las otras hacia ella.
Sin embargo, el que no debiera no significaba que no fuera.
Realmente, no podía culpar a Alice Hargreaves. Era un producto de su sociedad. Como todas las mujeres, era lo que los hombres la habían hecho, y al menos tenía fuerza de carácter y flexibilidad de mente para alzarse por encima de algunos de los prejuicios de su clase y época. Se había adaptado bastante bien a la desnudez, y no era abiertamente hostil o despectiva con la muchacha. Había realizado con Burton un acto que iba contra toda una vida de indoctrinamiento abierto y encubierto. Y eso en la noche del primer día de su vida tras la muerte, cuando debiera haber estado de rodillas cantando Hossanna, porque había «pecado», y prometiendo que no volvería a «pecar» de nuevo con tal de no ser lanzada al fuego del infierno.
Mientras caminaban a lo ancho de la llanura, pensó en ella, volviendo de vez en cuando la cabeza para mirarla. Su cabeza sin cabello hacía que su rostro pareciera mucho más viejo, pero en cambio la falta de pelo hacía que pareciese infantil por debajo del ombligo. Todos ellos mostraban esa contradicción, viejos sobre el cuello, niños bajo la cintura.
Fue retrasándose hasta estar a su lado. Eso lo colocó tras Frigate y Loghu. La visión de Loghu le sería algo provechosa si su intento de hablar con Alice no daba resultado: Loghu tenía un posterior bellamente redondeado, sus posaderas eran como dos melones. Y se contoneaba tan encantadoramente como Alice.
—Si lo de la noche pasada te molestó tanto —le dijo en voz baja—, ¿por qué te quedas conmigo?
El bello rostro de ella se contorsionó y se tornó feo.
—¡No me estoy quedando contigo! ¡Me estoy quedando con el grupo! Lo que es más, he estado pensando en lo de la noche pasada, aunque me duela hacerlo. Debo ser justa: fue el narcótico en esa repugnante goma de mascar lo que nos hizo a ambos comportarnos en la forma… en que lo hicimos. Al menos sé que fue responsable de mi comportamiento. Y te estoy concediendo el beneficio de la duda.
—Entonces, ¿no hay esperanza alguna de repetirlo?
—¿Cómo puedes preguntar eso? ¡Claro que no! ¿Cómo te atreves?
—No te forcé —le dijo él—. Como te he señalado ya, hiciste lo que hubieras hecho si no estuvieras condicionada por tus inhibiciones. Esas inhibiciones eran buenas, bajo ciertas circunstancias, tales como el ser la esposa casada según la ley con un hombre al que amabas en la Inglaterra de la Tierra. Pero la Tierra ya no existe, al menos como la conocimos, ni tampoco Inglaterra. Ni siquiera la sociedad inglesa. Y, aunque toda la humanidad haya sido resucitada y esté desparramada a lo largo de este río, quizá nunca vuelvas a ver a tu esposo. Ya no estás casada. ¿Recuerdas… hasta que la muerte os separe? Has muerto, y por consiguiente has sido separada. Además, en el cielo no se casa nadie.
—Eres un blasfemo, señor Burton. Leí acerca de ti en los periódicos, y leí alguno de tus libros sobre África y la India, y ese sobre los mormones en los Estados Unidos. También oí hablar de ti, aunque me costó creer algunas de las historias, por lo malvado que te presentaban. Reginald se sintió muy indignado cuando leyó tu Kasidah. Dijo que no iba a tener una literatura atea tan sucia en la casa, y tiró todos tus libros a la chimenea.
—Si soy tan malvado, y te sientes como una perdida, ¿por qué no te vas?
—¿Tengo que repetirlo todo? El siguiente grupo en el que caiga puede contener hombres aún peores y, como muy bien has señalado, no me forzaste. De todos modos, estoy segura de que tienes algún tipo de corazón bajo ese aire cínico y burlón. Te vi llorar cuando llevabas en brazos a Gwenafra.
—Así que me has atrapado —le dijo, sonriendo—. Muy bien. Así sea. Seré caballeroso, no intentaré seducirte o molestarte en forma alguna. Pero la próxima vez que me veas mascar goma, será mejor que te ocultes. Mientras tanto, te doy mi palabra de honor: no tienes nada que temer de mí mientras no esté bajo la influencia de la droga.
Los ojos de ella se agrandaron, y se detuvo.
—¿Planeas usarla de nuevo?
—¿Por qué no? Aparentemente, convirtió a algunas personas en bestias violentas, pero no tuvo tal efecto en mí. No siento una necesidad irresistible de usarla, así que dudo que cree hábito. ¿Sabes?, de vez en cuando me fumaba una pipa de opio, y no me habitué a él, así que no creo tener una debilidad psicológica por las drogas.
—Tengo entendido que a menudo te emborrachabas hasta el límite, señor Burton. Tú y esa otra persona repugnante, el señor Swinburne…
Dejó de hablar. Un hombre le había gritado algo. Y, aunque no entendía italiano, comprendió su gesto obsceno. Se ruborizó totalmente y siguió caminando con rapidez. Burton lanzó una mirada fulminante al hombre. Era un joven de buen aspecto, tez morena y una gran nariz, una barbilla débil y ojos muy juntos. Su forma de hablar era la de los criminales de la ciudad de Bolonia, en donde Burton había pasado mucho tiempo estudiando enterramientos y reliquias etruscos. Tras él había diez hombres, muchos de ellos de un aspecto tan malvado pero tan poco formidable como su líder, y cinco mujeres. Era evidente que los hombres deseaban añadir más mujeres a su grupo. También era evidente que les hubiera gustado hacerse con las armas de piedra del grupo de Burton. Únicamente iban armados con sus cilindros y con cañas de bambú.