Veintisiete

Las chicas charlan alegres a la entrada del colegio esperando que suene el timbre. Babi y Daniela bajan del coche y se despiden de su padre. El Mercedes se aleja en medio del tráfico de la plaza Euclide. Un grupo de chicas las rodea de inmediato.

—Babi, ¿es verdad que anoche estuviste en el invernadero y que hiciste de camomilla?

—¿Es verdad que escapaste perseguida por la policía?

—¿Un policía te cogió por el pelo, Step lo tiró al suelo y los dos os escapasteis en su moto?

—¿Es verdad que murieron dos chicos?

Daniela escucha asombrada. La Vespa no ha sido sacrificada en vano. Aquello sí que es gloria. Babi está estupefacta. ¿Cómo se pueden haber enterado ya de todo? Bueno, de casi todo. La historia del estiércol, afortunadamente, sigue siendo un secreto. El timbre la salva. Mientras sube las escaleras responde con vaguedad a algunas preguntas de sus amigas más simpáticas. Es un hecho. Aquel día es una celebridad. Daniela se despide de ella con afecto.

—¡Hasta luego, Babi, nos vemos en el recreo!

Increíble. Desde que van juntas al colegio no se lo ha dicho nunca. Mira alejarse a su hermana rodeada de algunas amigas. Todas caminan a su lado haciéndole mil preguntas. También ella está disfrutando de su momento de fama. Es justo, en el fondo ha perdido sus Superga. Sólo espera que no cuente lo del estiércol.

Un joven cura procedente de una parroquia cercana se sienta a la mesa del profesor. Es la primera hora, la de religión. La diversión preferida de todas las alumnas es meterlo en apuros con preguntas sobre el sexo y sobre las relaciones prematrimoniales. Le cuentan desinhibidas ejemplos precisos y hechos acaecidos a amigas tremendas y misteriosas que la mayoría de las veces resultan ser ellas mismas. Prácticamente, aquella hora de religión se ha transformado en una verdadera y auténtica hora de educación sexual, una materia en la que todas habrían sacado un completo aprobado.

El cura trata de eludir una pregunta bien precisa sobre su vida privada antes de hacer sus votos. Abre la Biblia interrumpiendo de ese modo el gran interés que se ha originado alrededor de sus improbables pecados. Babi hojea su cuaderno. Después tienen griego.

La Giacci pregunta. Está a punto de concluir el último trimestre antes de los exámenes de selectividad. Una vez que hayan salido los temas no habrá más interrogatorios. Controla los puntitos. Faltan sólo tres para completar la vuelta. Serían ellas las «afortunadas». Babi lee los nombres. Le toca de nuevo a Festa. Pobre. Menuda semana. Babi se vuelve hacia ella. Está con las manos apoyadas en las mejillas y mira hacia delante. Babi la llama con un susurro. Silvia la oye.

—¿Qué pasa?

—Mira que hoy la Giacci te pregunta en griego.

—Ya lo sé. —Silvia esboza una sonrisa, a continuación coge de la espalda de la compañera que tiene delante el libro que ha apoyado sobre ella. Es el de gramática griega—. Estoy repasando.

Babi le sonríe. Para lo que le va a servir. Tal vez habría sido mejor atender en la clase de religión. De hecho, sólo un milagro podrá salvarla. Suena el timbre. El joven cura se aleja. Lleva con él un maletín de piel lisa y oscura y lo acompañan también sus últimas dudas. Su modo de andar es una sincera confesión. Si de joven ha cometido algún pecado, ellas, las chicas en general, no habrán tenido seguramente nada que ver.

—¡Hola, Babi!

—¡Pallina! ¿Cómo estás?

Pallina pone la bolsa con los libros sobre el pupitre de Babi.

—¡Bien, con un litro menos de sangre!

—Es verdad. ¿Cómo ha ido el análisis?

Pallina se arremanga la camisa azul claro del uniforme enseñando su pálido brazo.

—¡Mira aquí!

Le indica una tirita con la punta ligeramente roja de sangre.

—Esto no es nada. No sabes lo que le ha costado al médico encontrarme la vena. Dos horas. Me ha pinchado por todas partes y no paraba de darme pellizcos en el brazo, según él para encontrarme la vena. Yo creo que sólo quería hacerme daño, me odia. Ese médico me ha odiado siempre. Luego se puso a hablar sin parar. Clásico, para que dejes de pensar en la jeringuilla. ¡Me dice que tengo unas venas reales, la sangre azul, que debo de ser una princesa! ¡Y luego zas! Me mete a traición la aguja en el brazo. Pero se la he hecho yo ver, a la princesa. Le he soltado un «Joder…».

—¡Pallina!

—Tú eres más amable. Mi madre me ha dado una bofetada en la boca… No sé quién me ha hecho más daño, si ella o el médico. Mira que los odio, cuando te asusta el dolor físico, sólo quieres silencio a tu alrededor, pero esos no lo entienden. Imagínate que cuando salíamos se ha hecho el gracioso con mi madre. —Pallina remeda la voz—. «De algo puede estar segura, señora, con esas venas su hija difícilmente conseguirá drogarse». Horrible, hace que a una le entren ganas de vomitar. La única cosa buena de todo esto es que luego mi madre me ha llevado a desayunar al Euclide. ¡Me he comido un buñuelo con nata que estaba para morirse! Por cierto, ¿te han entregado mi paquete?

—¡Sí, gracias!

—No, lo digo porque tu portero tiene la cara de uno que tiene que saber siempre lo que hay en el paquete que le dejas. Es peor que un aparato de rayos X… Se ve que todavía estoy alterada por el análisis, ¿eh?

—Bastante.

—Entonces, ¿no se lo comió él, el cruasán de Lazzareschi?

—No —dice Babi sonriendo.

—¿Me has perdonado?

—Casi.

—¿Cómo que casi? ¿Qué pasa, te tenía que haber dejado dos?

—No, tienes que encontrar mi Vespa antes de las ocho.

—¿Tu Vespa? ¿Y cómo lo hago? A saber dónde ha acabado. ¿Quién la tiene? ¿Quién la ha cogido? ¿Qué puedo saber yo?

—¿Y yo qué sé? Tú sabes siempre todo. Estás bien introducida en el ambiente. Eres la «mujer» de Pollo. Una cosa está clara, cuando mi padre vuelva esta noche a las ocho la Vespa tiene que estar en el garaje…

—¡Lombardi! —La Giacci está en la puerta—. Vaya a su sitio, por favor.

—Sí, disculpe, profesora, estaba preguntando lo que habían hecho durante la hora de religión.

—Lo dudo… En cualquier caso, vaya a sentarse.

La Giacci llega hasta su mesa. Pallina coge la bolsa de los libros.

Babi la detiene.

—Tengo una idea. No es necesario encontrar mi Vespa, al menos no de inmediato.

Pallina sonríe.

—Menos mal. ¡Era imposible! Pero ¿qué vas a hacer? Cuando tu padre llegue y no la encuentre en el garaje, ¿qué le vas a decir?

—Mi padre encontrará la Vespa en el garaje.

—¿Y cómo?

—Fácil, meteremos la tuya.

—¿Mi Vespa?

—Claro, para mi padre son idénticas, no se dará nunca cuenta.

—Sí, pero yo cómo…

—¡Lombardi!

A Pallina no le da tiempo a contestar.

—Esa lección de religión debe de haber sido interesantísima. Venga aquí mientras tanto y enséñeme la justificación.

Pallina se echa la bolsa al hombro y lanza una última mirada a Babi.

—Hablamos luego.

Pallina va hasta la mesa de la profesora. Saca el cuaderno y lo abre en la página de las justificaciones. La Giacci se lo quita de las manos. Lo lee y lo firma.

—Ah, bien, veo que le han hecho unos análisis. A usted lo que le tendrían que hacer es una transfusión de cultura. Nada de extracciones de sangre.

Catinelli, como buena empollona y pelota que es, ríe al oír aquella broma. Pero lo hace tan mal que hasta a la Giacci le molesta aquella fingida alegría.

—Ah, hay otra persona que debería enseñarme el cuaderno firmado. —La Giacci mira con ironía en dirección a Babi—. ¿No es verdad, Gervasi?

Babi le lleva el cuaderno abierto por la comunicación firmada. La Giacci lo controla.

—Bueno, ¿qué ha dicho su madre?

—Me ha castigado.

No es verdad, pero no le importa concederle una victoria redonda.

De hecho, la Giacci pica el anzuelo.

—Ha hecho bien. —Luego, se dirige al resto de la clase—: Es importante que vuestros padres sepan valorar el trabajo que realizamos nosotros, los profesores, y que lo apoyen por completo. —Todas asienten—. Su madre, Gervasi, es una mujer muy comprensiva. Sabe perfectamente que lo que hago, lo hago sólo por su bien. Tenga.

Le entrega de nuevo el cuaderno. Babi vuelve a su sitio. «Extraño modo de quererme, un dos en latín y una comunicación a mis padres. ¿Qué habría hecho si me odiara?». La Giacci saca de su vieja bolsa de piel de gamuza los ejercicios de griego doblados por la mitad. Se abren crujiendo insolentes sobre la mesa, difundiendo por la clase la mágica duda de haber alcanzado por lo menos el aprobado.

—Les anuncio que se ha producido una masacre. Espero por ustedes que no salga el griego en el examen de selectividad.

Todas están tranquilas. Saben ya la materia: latín. Fingen ignorarlo. En realidad, aquélla podría haber sido muy bien una clase de actrices. Papeles dramáticos, a juzgar por el momento.

—Bartoli, tres. Simoni, tres. Mareschi, cuatro.

Una detrás de otra, las muchachas van hasta la mesa para retirar sus ejercicios con silenciosa resignación.

—Alessandri, cuatro. Bandini, cuatro.

Es una especie de procesión fúnebre. Todas vuelven a sus asientos y abren de inmediato su ejercicio tratando de entender la razón de todos aquellos signos en rojo. Tarea completamente inútil, al igual que su fallido intento de traducción.

—Sbardelli, cuatro y medio.

Una muchacha se levanta haciendo el signo de la victoria. De hecho, para ella lo es. Estaba abonada al cuatro. Aquel medio punto de más es un auténtico récord.

—Carli, cinco.

Una muchacha pálida, con gafas gruesas y pelo grasiento, acostumbrada desde siempre al siete, palidece. Se levanta del pupitre y avanza con paso lento hacia la mesa de la profesora preguntándose dónde puede haberse equivocado. Un estremecimiento de alegría recorre el resto de los pupitres. Es una de las empollonas de la clase y jamás deja los deberes.

—¡Venga! —le susurra Pallina cuando aquella desgraciada pasa por su lado. La Giacci le entrega el ejercicio a Carli. Parece lamentarlo sinceramente.

—¿Qué te ha pasado? ¿No te encontrabas bien? ¿O es que esta clase de analfabetas ha conseguido contagiarte también a ti?

La muchacha esboza una sonrisa. Y con un débil «Sí, no me encontraba demasiado bien», vuelve a su sitio. Algo es seguro. Ahora está realmente mal. Ella, la Carli. La misma de las traducciones imposibles, sacar un cinco. Abre el ejercicio. Lo relee rápidamente, enseguida encuentra el trágico error. Da un puñetazo en el pupitre. ¿Cómo ha podido confundirse? Se lleva las manos al pelo sinceramente desesperada. La felicidad de la clase alcanza cotas increíbles.

—Benucci, cinco y medio. Salvetti, seis.

Ya pasó. Las alumnas que todavía no han retirado sus ejercicios exhalan un suspiro. De ahora en adelante, el aprobado es seguro. La Giacci entrega los deberes en orden creciente, primero da las notas peores para, a continuación, ascender progresivamente hasta el aprobado y hasta unos cuantos sietes y ochos. Ahí se detiene. Nunca ha puesto una nota más alta. Incluso el ocho es un acontecimiento nada desdeñable.

—Marini, seis. Ricci, seis y medio.

Algunas chicas esperan tranquilas su nota, acostumbradas a encontrarse en la parte alta de la clasificación. Pero para Pallina eso es un auténtico milagro. Apenas se lo puede creer. ¿Ricci seis y medio? Eso quiere decir que le ha puesto al menos aquella nota, puede que incluso más. Se imagina volviendo a casa a comer y diciéndole a su madre: «Mamá, me han puesto un siete en griego». Se desmayaría. La última vez que sacó un siete fue en historia, con Colón. Cristóbal le gusta muchísimo, desde que vio una foto suya en un libro que lo retrataba con un pañuelo rojo al cuello. Un verdadero líder. Viajero, decidido, un hombre de pocas palabras. Y además, mal que bien, el primero en haber ido a América. Fue él el que puso de moda Estados Unidos. Pensándolo bien, entre él y Pollo hay un ligero parecido.

—Gervasi, siete. —Pallina sonríe contenta por su amiga.

—Venga, Babi.

Babi se vuelve hacia ella y la saluda. Por una vez no tiene que lamentar haber sacado mejor nota que Pallina.

—Lombardi. —Pallina salta fuera del pupitre y se dirige con paso rápido hacia la mesa. Está eufórica. A esas alturas, tiene que haber sacado por lo menos un siete.

—Lombardi, cuatro. —Pallina se queda sin habla.

—Su ejercicio debe de haber acabado por error entre éstos —se disculpa la Giacci sonriendo.

Pallina lo recoge y regresa a su asiento. Por un momento, se lo había creído. Habría sido estupendo sacar un siete. Se sienta. La Giacci la mira sonriendo, luego se pone a leer de nuevo las notas de los últimos ejercicios. Lo ha hecho adrede, la muy cabrona. Pallina está segura. Los ojos se le anegan de lágrimas a causa de la rabia. Caramba, ¿cómo ha podido tragárselo? Siete en una traducción de griego, es imposible. Tendría que haberse imaginado que allí había gato encerrado. Oye un susurro a su derecha. Se vuelve. Es Babi. Pallina intenta sonreír con escasos resultados. Luego sorbe por la nariz. Babi le enseña un pañuelo. Pallina asiente. Babi lo anuda y se lo tira. Pallina lo coge al vuelo. Babi se inclina hacia ella.

—¡Llorona! Tendrías que hacer la camomilla. Después de eso, el resto te parece una tontería.

Pallina se echa a reír bien a gusto. La Giacci la mira enojada. Pallina levanta la mano para disculparse, luego se suena y, aprovechando que tiene el pañuelo delante de la cara levanta el dedo del medio. Algunas compañeras que hay a su lado la ven y se echan a reír divertidas.

La Giacci da un puñetazo a la mesa.

—¡Silencio! Ahora pasaré a las preguntas.

Abre la lista.

—Salvetti y Ricci.

Las dos alumnas van hasta su mesa, entregan los cuadernos y esperan en la pared listas para ser fusiladas a preguntas. La Giacci mira de nuevo la lista.

—Servanti.

Francesca Servanti se levanta de su pupitre aturdida. Ese día no le tocaba a ella. Tenía que preguntar a Salvetti, Ricci y Festa. Todas lo saben. Va en silencio hasta la mesa y entrega su cuaderno tratando de disimular su desesperación. En realidad, resulta bastante evidente. No se ha preparado mínimamente. La Giacci recoge los cuadernos y hace una pila con ellos, alineando sus bordes con ambas manos.

—Bien, con vosotras acabo la ronda de preguntas, luego espero poder dar por concluido el griego. Estudiaremos más latín. Bueno, os lo quería decir… Lo más probable es que sea esa la materia que salga…

«Menudo descubrimiento», piensa para sus adentros la mayoría de la clase. Sólo una de las alumnas sigue dándole vueltas a otra cosa. Silvia Festa. «¿Por qué la Giacci no la ha llamado?». ¿Por qué no le ha preguntado a ella en lugar de a Servanti, como habría sido lo justo? ¿Es posible que la Giacci esté planeando algo para ella? Y eso que su situación no es de las mejores. Tiene dos cincos y no es realmente el caso de empeorarla. Por otra parte, la profesora no se puede haber equivocado. La Giacci no se equivoca nunca. Ésa es una de las reglas de oro del Falconieri.

Silvia Festa necesita su tercera interrogación que, además, le corresponde. Procurando que no la vean, trata de llamar la atención de Babi.

—Lo siento, no sé qué decirte. Yo también creo que debería preguntarte a ti.

—¿Qué quieres decir? ¿Que la Giacci se ha equivocado?

—Puede. Pero ya sabes cómo es. Mejor no decírselo.

—Sí, pero si no se lo decimos no me admitirán en los exámenes.

Babi abre los brazos.

—No sé qué hacer.

Lo siente de veras. Empieza el interrogatorio. Silvia se agita nerviosa en su pupitre. No sabe cómo comportarse. Al final, se decide a intervenir. La Giacci la ve.

—Sí, Festa, ¿qué pasa?

—Disculpe, profesora. No quiero molestarla. Pero creo que a mí me falta la tercera interrogación.

Festa sonríe intentando que pase inadvertido el hecho de que, de ese modo, la está acusando de haberse equivocado. La Giacci resopla.

—Veamos.

Coge dos cuadernos para comprobarlo. Casi parece que esté jugando a las batallas navales, sólo que sobre su lista.

—Festa… Festa… Aquí está: le pregunté el dieciocho de marzo y, naturalmente, tiene una nota negativa. ¿Satisfecha? Es más —controla las otras notas—, no sé si será admitida a los exámenes.

Un triste «gracias» sale de la boca de Silvia. Prácticamente, la han hundido. La Giacci retoma su interrogatorio con aire altanero. Babi controla su cuaderno. Dieciocho de marzo. De hecho, la fecha en la que interrogó a Servanti. No hay duda. La Giacci se debe de haber equivocado. Pero ¿cómo puede probarlo? Es su palabra contra la de la profesora. Significaría otra comunicación. Pobre Festa, qué mala suerte. De este modo se juega realmente el año. Abre las hojas de las otras materias. Dieciocho de marzo. Es un jueves. Controla también el resto de las lecciones. Qué extraño, aquel día a Festa no le preguntaron en las otras asignaturas. Puede que sea una casualidad, pero también es posible que no. Se inclina sobre el pupitre.

—Silvia.

—¿Qué pasa?

Festa parece destrozada. No es para menos, pobrecita.

—¿Me pasas tu cuaderno?

—¿Por qué?

—Quiero ver una cosa.

—¿El qué?

—Luego te lo digo… Pásamelo, venga.

Por un momento, una triste luz de esperanza se enciende en los ojos de Silvia. Le pasa el cuaderno. Babi lo abre. Va hasta las últimas páginas. Silvia la mira esperanzada. Babi sonríe. Se gira hacia ella y le devuelve el cuaderno.

—¡Tienes suerte!

Silvia esboza una sonrisa. No parece muy convencida.

Babi levanta repentinamente la mano.

—Perdone, profesora…

La Giacci se vuelve hacia ella.

—¿Qué pasa, Gervasi? ¿A ti tampoco te he preguntado? ¡Hoy estáis realmente pesadas, eh, muchachas…! Venga, ¿qué pasa?

Babi se levanta. Permanece por un instante en silencio. Los ojos de la clase están clavados en ella. Sobre todo los de Silvia. Babi mira a Pallina. También ella, como las otras, espera curiosa. Le sonríe. En el fondo, es justo hacerlo. La Giacci ha puesto adrede el ejercicio de Pallina entre aquellos que habían recibido un siete.

—Le quería decir, profesora, que se ha equivocado.

Un murmullo general recorre la clase. Las alumnas se revuelven. Babi mantiene la calma.

La Giacci enrojece de rabia pero no pierde el control.

—¡Silencio! ¿Ah, sí, Gervasi, y se puede saber en qué?

—Usted no puede haberle preguntado a Silvia Festa el dieciocho de marzo.

—¿Cómo que no? Está escrito aquí, en mi lista. ¿Lo quiere ver? Aquí está, dieciocho de marzo, un menos para Silvia Festa. Empiezo a pensar que a usted le gustan las comunicaciones.

—Esa nota es de Francesca Servanti. Se equivocó usted al escribirla y se la puso a Festa.

La Giacci parece explotar de rabia.

—¿Ah, sí? Bueno, ya sé que usted lo marca todo en su diario. Pero es su palabra contra la mía. Y si yo digo que ese día le pregunté a Festa, eso quiere decir que es así y basta.

—Yo, en cambio, le digo que no. Se ha equivocado usted. El dieciocho de marzo no puede haber interrogado a Silvia Festa.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—Porque ese día Silvia Festa estaba ausente.

La Giacci palidece. Coge la lista general y empieza a hojearla hacia atrás, fuera de sí. Veinte, diecinueve, dieciocho de marzo. Controla frenética las ausencias. Benucci, Marini, ahí está. La Giacci se encoge en su silla. Apenas puede creer lo que ve. Festa. Ese apellido escrito por su propia mano, impreso con letras de fuego. Su vergüenza. Su error. Es suficiente. La Giacci mira a Babi. Está destrozada. Babi se sienta lentamente. El resto de sus compañeras se vuelve a turnos hacia ella. Un susurro general se va alzando poco a poco en la clase.

—¡Bien hecho, Babi, bien hecho!

Babi finge no oírlas. Pero aquel gradual murmullo llega a oídos de la Giacci; esas palabras se clavan en ella como terribles agujas de hielo, frías, punzantes, como el peso de aquella derrota. Hacer el ridículo de esa manera delante de la clase. Y, por si fuera poco, aquellas frases graves que apenas alcanza a pronunciar, que no hacen sino recalcar el error.

—Servanti vaya a su sitio. Venga aquí, Festa.

Babi baja la mirada sobre el pupitre. Se ha hecho justicia. Luego levanta la cara poco a poco. Mira a Pallina. Sus miradas se cruzan y mil palabras vuelan silenciosas entre aquellos dos pupitres. A partir de hoy la Giacci se puede equivocar. La legendaria regla de oro hecha añicos. Cae, resquebrajándose en mil pedazos como un frágil cristal que se ha deslizado de las manos de una criada joven e inexperta. Pero Babi no ve a ninguna patrona enojada. Dondequiera que mire, sólo ve los ojos felices de sus compañeras, orgullosas y divertidas por su valentía. Acto seguido mira más lejos. La Giacci no le quita ojo. Su mirada, carente de expresión, tiene la dureza de una piedra gris sobre la cual han esculpido con dificultad la palabra odio. Por un momento, Babi lamenta no haberse equivocado.