Veintinueve

«Qué cara tan dura, tiene ese muchacho». Raffaella abre aquel extraño tubo. Un póster. Reconoce a Stefano sobre una moto con la rueda levantada. Pero la que va detrás es su hija. Es Babi. ¿Quién habrá hecho esa foto? Está un poco desgranada. Parece la foto de un periódico. Sobre el lado izquierdo, en lo alto, han escrito algo a mano con un rotulador: «¡Pareja mítica!». Lo más probable es que lo haya hecho ese tipo. En cambio, abajo, a la derecha, hay una frase impresa: «La foto de los fugitivos». ¿Qué querrá decir?

—Señora, su marido al teléfono.

—¿Sí, Claudio?

—¡Raffaella! —Parece alteradísimo—. ¿Has visto la foto de Il Messaggero de hoy? En las noticias de Roma está la foto de Babi…

—No, no lo he visto. Voy a comprarlo enseguida.

—¿Sí? ¿Raffaella?

Su mujer le ha colgado ya. Claudio mira el mudo auricular. Su mujer no le deja nunca acabar las frases. Raffaella baja corriendo hasta el quiosco que hay debajo de su casa. Coge Il Messaggero y lo paga. Lo abre sin ni siquiera esperar la vuelta. Lo que quiere decir que está realmente alterada. Va directamente a las noticias de Roma. Ahí está. La misma foto. Lee el titular: «Los piratas de la carretera». Su hija. La redada, la policía municipal, la persecución. Las detenciones de la policía. ¿Qué tendrá que ver Babi con toda esa historia? Las líneas empiezan a bailarle ante los ojos. Cree que se va a desmayar. Respira profundamente. Poco a poco se va recuperando. Poco importa ya que le den las vueltas. El vendedor de periódicos, al ver la palidez de su rostro, se inquieta.

—¿Se siente mal, señora Gervasi? ¿Malas noticias?

Raffaella se vuelve hacia él sacudiendo la cabeza.

—No, no, no es nada.

Sale del quiosco. Por otra parte, ¿qué habría podido decirle? ¿Qué iba a decirles ahora a sus amigas? ¿A los vecinos? ¿A los Accado? ¿Al mundo?

«No es nada, no os preocupéis. Mi hija es uno de los piratas de la carretera».

Iba a ser duro esperar hasta la salida del colegio.

La voz del interfono es cálida y sensual, justo como la del cuerpo al que pertenece.

—Señor Mancini, su padre por la uno.

—Gracias, señorita.

Paolo aprieta el botón.

—¿Sí, papá?

—¿Has visto Il Messaggero?

—Sí, tengo la foto aquí delante.

—¿Has leído el artículo?

—Sí.

—¿Qué piensas?

—Bueno, no hay mucho que pensar. Creo que antes o después acabará mal.

—Sí, estoy de acuerdo. ¿Qué podemos hacer?

—No creo que haya mucho que hacer.

—¿Puedes hablar con él cuando vuelvas a casa?

—Sí, lo haré. Aunque no creo que sirva de mucho. Pero si eso te hace feliz, lo haré.

—Gracias, Paolo.

Su padre cuelga el teléfono. Feliz. «¿Qué puede hacerme feliz? Desde luego no un artículo como aquel sobre mi hijo». Coge el periódico. Mira la foto. Dios mío, qué guapo es, igual que su madre. Una leve sonrisa se dibuja sobre su cara cansada, incapaz de borrar aquel viejo sufrimiento. Por un momento, es sincero consigo mismo. «Sí. Yo sé lo que me podría hacer feliz de nuevo».

La secretaria de Paolo entra en el despacho con algunas hojas.

—Éstas son para firmar, señor.

Las pone sobre el escritorio y se queda allí esperando. Paolo coge la pluma de oro del bolsillo de su chaqueta. Se la ha regalado Manuela, su novia. Pero, en ese momento, advierte el perfume de la secretaria. Es provocativo. Todo en ella lo parece. Paolo escribe su nombre al final de cada folio. Tiene en la mano la pluma de Manuela, pero piensa en su secretaria. En su perfume, en sus caderas inocentes que rozan delicadamente su espalda. ¿O acaso no es así? Puede que, a fin de cuentas, no sean tan inocentes… La idea de aquella proximidad deseada empieza a excitarlo.

—Señor, ¿éste del periódico no es su hermano?

Paolo firma sobre el último folio.

—Sí, es él.

La secretaria mira todavía por un instante la foto.

—¿Y ésa que va detrás es su novia?

—No lo sé. Es posible.

—Su hermano resulta mucho mejor en persona.

Paolo mira salir a la secretaria. Su modo de andar y lo que acaba de decir no deja lugar a dudas. Es una mujer y como tal, piensa, es astuta. Lo ha rozado adrede, está seguro. Al menos tanto cuanto lo está de que, gracias a la estratagema que se le ha ocurrido, el señor Forte se ahorrará varios miles de euros. Mira el periódico. Por un momento se imagina que es él el que va sobre la moto y levanta la rueda con su secretaria detrás. Ella se aferra a él, sus piernas contra las suyas, sus brazos alrededor de su cintura. Sería estupendo. Cierra Il Messaggero. Paolo tiene terror a las motos. ¿Saldrá alguna vez alguna foto suya en el periódico? Por descontado, no lo inmortalizarán mientras hace el caballito. Como mucho, algo que tenga que ver con el mundo de las finanzas. Inesperadamente, tiene un mal presentimiento. Ve una foto suya titulada: «Arrestado el asesor fiscal del conocido financiero». Coge de nuevo el dossier del señor Forte. Tal vez sea mejor controlar de nuevo que todo esté en orden.

A la salida del colegio, Pallina baja los escalones saltando al lado de Babi.

—¡Es genial! Menudo ridículo le has hecho hacer a la Giacci.

—Lo siento…

—¿Lo sientes? Le está bien merecido a esa vieja asquerosa… En serio, ¿crees de verdad que se equivocó al meter ahí mi ejercicio? Ésa lo hizo adrede. Me odia porque estoy siempre contenta, porque tengo siempre ganas de bromear mientras que ella… Madre mía, menudo muermo.

—Ya lo sé, pero lo siento de todos modos. Y, además, ¿has notado cómo me mira? Ahora me odia, hará todo lo posible para que vaya mal.

Pallina le da una palmadita en el hombro.

—Imagínate, no te puede hacer nada. Con lo buena que eres, por mucho que te haga, llegar a los exámenes será un paseo para ti. Si yo tuviera tu media, ¿sabes la que organizaría…?

Pallina saca de la bolsa la cajetilla de Camel. Coge un cigarrillo y se lo mete en la boca. Mira dentro del paquete. Faltan tres para llegar al que está invertido, al del deseo.

—Eh, pero ¿no habías dicho que dejabas de fumar?

—Sí, lo dije. Lo dejo el lunes.

—¿Pero no era el lunes pasado?

—De hecho. El lunes lo dejé, pero volví a empezar ayer.

Babi sacude la cabeza. Luego ve el coche de su madre aparcado al otro lado de la calle.

—¿Qué haces, Pallina, vienes con nosotras?

—No, espero a Pollo, dijo que vendría a recogerme. Tal vez venga con Step. ¿Por qué no te quedas tú también? Venga, dile a tu madre que vienes a comer a mi casa.

Babi no ha vuelto a pensar en Step durante toda la mañana. Han sucedido demasiadas cosas. ¿Cómo se despidieron la noche anterior? Incoherente. Eso le dijo. Qué tontería. Ella no es una incoherente.

—Gracias, Pallina. Voy a casa y, además, ya te he dicho que no quiero ver a Step; no insistas demasiado con esa historia o acabaremos por reñir.

—Como quieras. Entonces a las cinco en el Parnaso… —Babi prueba a replicarle, pero Pallina es más rápida que ella—: Sí, con mi Vespa…

Babi le sonríe y se aleja. ¿Por qué es tan arrogante?, piensa Pallina. Asunto suyo. Puede que sea una especie de táctica. Bueno, en cualquier caso, es demasiado simpática. Y, además, es capaz de poner en su sitio a la Giacci como se debe… Es hora de difundir la noticia. Pallina se acerca a un grupito de chicas más pequeñas. Son de segundo.

—¿Os habéis enterado del ridículo que ha hecho la Giacci?

—No, ¿qué ha pasado?

—Estaba a punto de suspender a Silvia Festa, una de mi clase. Pero luego resultó que se había equivocado y le había puesto la nota de otra.

—¿Lo juras?

—Sí, menos mal que Babi se dio cuenta.

—¿Quién, Gervasi?

—Justo ella.

Una muchacha se le acerca con Il Messaggero en la mano.

—Oye, Pallina, ¿ésta no es Babi?

Pallina le arranca el periódico de las manos. Lee deprisa el artículo. Mira a Babi. A esas alturas está ya a punto de llegar al coche de su madre. Prueba a llamarla. Grita con fuerza pero el ruido del tráfico cubre su voz. Demasiado tarde.

Babi levanta el asiento para entrar detrás en el coche.

—Hola, mamá. —Se inclina hacia delante para besarla. Una bofetada le da de lleno en la cara—. ¡Ay!

Babi cae sobre el asiento posterior. Se acaricia la mejilla dolorida, sin entender.

También Daniela entra en el coche.

—¡Eh, habéis visto qué estupendo! Babi ha salido en el periódico…

Mira a su alrededor. Ese silencio. La cara de Raffaella. La mano de Babi que se acaricia la mejilla dolorida… Lo entiende al vuelo.

—Olvidadlo.

Mientras esperan a Giovanna que, como siempre, se retrasa, Raffaella se pone a gritar como una loca. Babi trata de explicarle toda la historia. Daniela testimonia a su favor. Raffaella se pone aún más nerviosa. Pallina se convierte en la acusada principal. Pero no se la puede perseguir, está al otro lado de la frontera.

Finalmente llega Giovanna y con el acostumbrado «Disculpad» sube detrás. El coche arranca. Hacen todo el trayecto en silencio. Giovanna piensa que aquella se ha convertido ya en una situación insostenible. No es posible que estén siempre tan nerviosas.

—Bueno, perdonad, pero hoy no he llegado tan tarde, ¿no?

Daniela suelta una carcajada. Babi se controla un poco pero no tarda mucho en soltar también el trapo. Hasta Raffaella acaba por echarse a reír.

Giovanna, naturalmente, no entiende nada, es más, se ofende. Piensa que no sólo son unas exageradas sino incluso unas arrogantes por tomarle el pelo de aquel modo. Se lo dirá a su madre. «A partir de mañana», decide Giovanna, «o me viene a recoger ella o vuelvo a casa en autobús».

Al menos toda aquella historia ha servido para algo: ya no tendrán que esperar más a Giovanna.