Babi sale de su habitación. Lleva puesta una bata rosa suave y acolchada sobre un pijama de felpa azul claro, y en los pies unas cálidas zapatillas. La ducha le ha ayudado a recuperarse del cansancio del footing, pero no está nada contenta. Aquella noche la dieta sólo le permite una miserable manzana verde. Cruza el pasillo. Justo en ese momento siente girar la llave en la cerradura de la puerta. Su padre.
—¡Papá!
Babi corre a su encuentro.
—Babi.
Su padre está furioso. Babi se detiene.
—¿Qué ha pasado? No me digas que no he puesto bien la Vespa, que no has conseguido entrar en el garaje…
—¡Qué narices me importa a mí la Vespa! Hoy han venido a verme los Accado.
Al oír aquellas palabras, Babi palidece. ¿Cómo no se le ha ocurrido antes? Debería haberles contado a sus padres todo lo que pasó.
Raffaella, que ha acabado de lavar las dos manzanas verdes preparando de ese modo la cena, entra en el salón.
—¿Qué querían de ti los Accado? ¿Qué ha pasado? ¿Qué tiene que ver Babi?
Claudio mira a su hija.
—No lo sé. Dínoslo tú, Babi, ¿qué tienes que ver?
—¿Yo? ¡Yo no tengo nada que ver!
Daniela se asoma a la puerta.
—¡Es verdad, ella no tiene nada que ver!
Raffaella se vuelve hacia Daniela.
—Tú calla, nadie te ha preguntado.
Claudio coge a Babi por un brazo.
—Puede que no sea culpa tuya, ¡pero ese que estaba contigo tiene que ver y cómo! Accado ha tenido que ir al hospital. Tiene el tabique nasal fracturado en dos puntos. El hueso se ha hundido y el médico ha dicho que medio centímetro más y le agujereaba el cerebro.
Babi permanece en silencio.
Claudio la mira. Su hija está descompuesta. Le suelta el brazo.
—Puede que no me hayas entendido, Babi, medio centímetro más y Accado habría muerto…
Babi traga saliva. Se le ha pasado el hambre. Ahora ni siquiera le apetece la manzana. Raffaella mira preocupada a su hija, luego, al verla tan alterada, adopta un tono sereno y tranquilo.
—Babi, por favor, ¿puedes contarme esa historia?
Babi alza los ojos. Son claros y están asustados. Es como si la viera por primera vez aquella noche. Empieza con un «Nada, mamá» y prosigue contándoselo todo. La fiesta, los que se colaron, Chicco, que llamó a la policía, esos que hicieron como que se marchaban y, en cambio, los esperaron debajo de casa. La persecución, el BMW destrozado. Chicco que se para, el chico de la moto azul le pega, Accado interviene y el chico le pega también a él.
—Pero cómo, ¿Accado te dejó sola con ese gamberro? ¿Con ese violento, no te llevó con él?
Raffaella está conmocionada. Babi no sabe qué contestarle.
—Puede que pensase que se trataba de un amigo mío, yo qué sé. Lo único que te puedo decir es que, después de los golpes, todos escaparon de allí y yo me quedé a solas con él.
Claudio sacude la cabeza.
—Es cierto que Accado escapó. Se arriesgaba a morir desangrado con esa nariz rota. En cualquier caso, se ha acabado para ese muchacho. Filippo lo ha denunciado. Hoy vinieron a mi despacho a contarme toda la historia por corrección. Me dijeron que procederán por vía legal. Quieren saber el nombre y los apellidos de ese chico. ¿Cómo se llama?
—Step.
Claudio mira perplejo a Babi.
—¿Cómo Step?
—Step. Se llama así. Yo, al menos, lo he oído nombrar siempre así.
—¿Y eso por qué, es americano?
Daniela interviene:
—¡Qué va a ser americano, papá! Es un apodo.
Claudio mira a sus hijas.
—Pero digo yo que ese chico tendrá un nombre, ¿o no?
Babi le sonríe.
—Claro que lo tiene, pero yo no lo sé.
Claudio pierde de nuevo la paciencia.
—Pero ¿cómo les puedo decir yo a los Accado que mi hija va por ahí con uno que ni siquiera sabe cómo se llama?
—Yo no voy por ahí con él. Estaba con Chicco… ya te lo he dicho.
Raffaella interviene:
—Sí, pero luego volviste a casa en moto con él.
—Pero, mamá, si Chicco y los Accado se habían marchado, ¿de qué otro modo podía volver? ¿Me quedaba ahí en la calle, de noche? ¿Qué hacía, volver a casa sola? Lo intenté. Pero pasados unos minutos se paró uno tremendo con un Golf y empezó a molestarme. Entonces hice que me acompañara.
Claudio apenas puede creer lo que oye.
—¡No, si ahora resulta que tendremos que darle las gracias a ese Step!
Raffaella mira enfadada a sus hijas.
—No podemos hacer un papelón semejante. ¿Lo habéis entendido? Quiero saber de inmediato el nombre de ese chico. ¿Está claro?
En ese momento, Babi recuerda lo que le dijo Daniela esa misma mañana. Todavía era pronto, ella estaba medio dormida, pero está segura.
—Dani, tú sabes cómo se llama. ¡Díselo!
Daniela mira a Babi sorprendida. ¿Qué le pasa, se ha vuelto loca? ¿Decirlo? ¿Denunciar a Step? Recuerda lo que le hicieron a Brandelli y muchas otras historias más que le han contado. Le destrozarían la Vespa, le pegarían, la violarían. Escribirían cosas terribles sobre las paredes del colegio con su nombre, cosas indecentes que, desgraciadamente, todavía no ha hecho. ¿Denunciarlo? Pierde la memoria en un abrir y cerrar de ojos.
—Mamá, sólo sé que se llama Step.
Babi arremete contra su hermana.
—¡Mentirosa! ¡Eres una mentirosa! Yo no me acuerdo, pero esta mañana me has dicho su nombre. Tú y tus amigas lo conocéis de sobra.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—¡Eres sólo una cobarde, no lo quieres decir porque tienes miedo! Tú sabes cómo se llama.
—No, no lo sé.
—¡Sí que lo sabes!
Babi se interrumpe repentinamente. Como si algo se hubiera abierto, desatado, aclarado en su mente. Ahora recuerda.
—Stefano Mancini. Se llama así. Lo llaman Step.
A continuación, mira a su hermana y cita sus palabras:
—Yo y mis amigas lo llamamos 10 y Matrícula de Honor.
—Muy bien, Babi.
Claudio saca del bolsillo una hoja sobre la que anota todo. Escribe el nombre antes de olvidarlo. Mientras escribe se pone nervioso. Ha leído algo que tendría que haber hecho, pero ya es demasiado tarde.
Daniela mira a su hermana.
—Te sientes fuerte, ¿eh? ¿No entiendes lo que te van a hacer? Te destrozarán la Vespa, te pegarán, escribirán sobre ti en las paredes del colegio.
—Pues vaya, la Vespa está ya destrozada. Dudo que escriban algo sobre las paredes, entre otras cosas, porque no creo que ninguno de ellos sepa escribir. Y si me quieren hacer daño papá me protegerá, ¿verdad?
Babi se vuelve hacia él. Claudio piensa en Accado, imagina el dolor que se debe sentir cuando a uno le rompen la nariz.
—Claro, Babi, puedes contar conmigo.
Se pregunta hasta qué punto es cierta aquella afirmación. Puede que no demasiado. Pero, al menos, ha conseguido lo que pretendía. Babi, ya más tranquila, va a la cocina. Coge su manzana verde y la lava de nuevo. Acto seguido, manteniéndola alzada en el vacío por el rabito, empieza a girarla. Cada vuelta, una letra. Cuando el rabito se rompe, la inicial donde se ha detenido corresponde a la de la persona que piensa en ti. A, B, C, D. El rabito se rompe con un ruido seco.
Ha salido la D. ¿A quién conoce que empiece por la D? A nadie, no se le ocurre nadie. Menos mal que no ha salido la S. Es difícil que un rabito resista tanto. Pero, aun en el caso de que hubiera salido esa letra, no se habría preocupado demasiado. No tiene miedo. Babi pasa por delante de su madre. Le sonríe. Raffaella la contempla alejarse. Está orgullosa de su hija. Babi sí que se le parece. No como Daniela. Su miedo, en el fondo, está justificado. Daniela es igual que su padre. Claudio pone el traje gris sobre la cama.
—Ah, cariño, ¿has comprado la cafetera grande?
—No, me he olvidado.
Raffaella se encierra en el baño. «Pero ¿cómo es posible? —piensa Claudio—, lo he escrito incluso en la lista de la compra». Decide no decir nada justificando de este modo aún más el carácter de Daniela. Claudio, elegida una camisa, la arroja sobre la cama. Luego pone encima su corbata preferida. Quién sabe, tal vez esa noche consiga ponérsela.
Sus padres salen rogándoles, como todas las noches, que no le abran a nadie. Inmediatamente después, Babi baja corriendo en batín y, sin que nadie la vea, esconde las llaves de casa bajo la alfombrilla del portal. A saber dónde estará Pallina en ese momento. En las carreras de motos de la Olimpica. Contenta ella…
Daniela está en el pasillo. Habla con Andrea Palombi por teléfono mientras garabatea con un bolígrafo sus nombres y algunos corazoncitos sobre un folio. Andrea, al oír que Daniela no le contesta, siente curiosidad.
—Dani, ¿qué estás haciendo?
—Nada.
—¿Cómo nada? Oigo ruidos.
—Estoy escribiendo.
—Ah, ¿y qué escribes?
—Nada… —miente—. Estoy dibujando.
—Ah, entiendo. ¿Así que dibujas mientras hablas conmigo?
—Eh, no, te escucho. He entendido todo.
—Entonces repítelo.
Daniela resopla.
—Lunes, miércoles y viernes vas al gimnasio, martes y jueves a inglés.
—¿A qué hora?
Daniela piensa por un momento.
—A las cinco.
—A las seis. ¿Lo ves como no me estabas escuchando?
—Claro que sí, sólo que no me acuerdo. ¿Has entendido en cambio por qué antes no podía hablar?
—Sí, porque estaban tus padres y se estaban despidiendo.
—Exacto. Te hacía sí, «ejem». Y tú no me entendías.
—¿Cómo puedo entenderlo si tú no me lo dices?
—¿Cómo puedo decírtelo si mis padres estaban delante? ¡Mira que eres listo! Tengo una idea: tenemos que ponernos de acuerdo sobre una palabra para cuando no podamos hablar.
—¿Tipo?
—No sé, pensemos…
—Podremos decir el nombre de mi academia de inglés.
—¿Cuál es?
—¡Ves cómo no me escuchas! British.
—Sí, British me gusta.
Babi pasa en ese momento por el pasillo y se detiene delante de su hermana.
—¿Es posible que te pases la vida al teléfono?
Daniela no le contesta. Decide recurrir de inmediato a la nueva palabra.
—British.
Andrea se queda perplejo por un momento.
—¿Qué pasa, no puedes hablar?
—¡Claro! ¿Por qué digo British si no? Así, sin ton ni son. Entonces, ¿para qué hemos decido usarla?
—Está bien, pero ¿yo cómo puedo saber que ahora no puedes hablar?
—Ah, no, lo tienes que saber. He dicho British.
—Sí, pero pensaba que tal vez estuvieras probando para ver qué tal suena.
Esta conversación, no precisamente metafísica, se ve interrumpida repentinamente por la voz inflexible de una señorita de la Telecom.
—Atención. Llamada urbana urgente para el número… —Daniela y Andrea se callan. Esperan la primera cifra para saber a cuál de los dos buscan.
—3… 2…
Daniela habla por encima de la voz de la señorita.
—Es para mí. ¡Será Giulia!
—¿Hablamos más tarde?
—Sí, te llamo en cuanto acabe. ¡British!
Andrea se ríe. En ese caso quiere decir algo así como: «Te quiero mucho».
—Yo también.
Cuelgan. Babi mira a su hermana. Qué extraño que haya obedecido tan pronto.
—Nos han hecho una llamada urbana urgente.
—¡Ya me parecía a mí! Era demasiado extraño que colgaras sólo porque te lo hubiera dicho yo. Serán papá y mamá enojados porque tienen que decirnos algo y la línea está siempre ocupada.
—¡Qué va! Ésta es sin duda Giulia, quedamos en volvernos a llamar.
Esperan en silencio junto al teléfono. Listas para levantar el auricular a la primera llamada. Como dos participantes en un concurso televisivo donde hay que ser el primero en apretar el botón y dar la respuesta exacta. El teléfono suena. Daniela es la más rápida.
—¿Giulia? —Respuesta equivocada—. Ah, perdone, sí, ahora se la paso. Es para ti.
Babi arranca el auricular de las manos de Daniela.
—¿Sí?
Aquel sentimiento de satisfacción se convierte de inmediato en una grave desazón. Es la madre de Pallina. Daniela sonríe.
—No estés mucho, ¿eh?
Babi prueba a darle una patada. Daniela la esquiva.
Babi se concentra en la llamada.
—Ah, sí, señora, buenas noches. —Escucha a la madre de Pallina. Naturalmente, quiere hablar con su hija—. La verdad es que está durmiendo. —Acto seguido, arriesgándose como nunca—: ¿Quiere que la despierte?
Babi entorna los ojos y aprieta los dientes esperando a que se produzca la respuesta.
—No, no te preocupes. Puedo decírtelo a ti.
Ha salido bien.
—Mañana por la mañana tenemos una cita para hacer los análisis de sangre. De modo que tienes que decirle que no coma cuando se levante y que iré a recogerla hacia las siete. Entrará a segunda hora, si no nos retrasamos mucho.
Babi se ha relajado ya.
—Sí, de todos modos, a primera hora tenemos religión… —Babi piensa que aquella materia no le sirve de nada a su amiga. El alma de Pallina, entre mentiras y novios violentos, se ha perdido ya irremediablemente.
—Recuerda, Babi, no le dejes comer.
—No, señora. No se preocupe.
Babi cuelga. Daniela pasa junto a ella lista para apoderarse de nuevo del teléfono.
—Te ha ido bien, ¿eh?
—Le ha ido bien a Pallina. Si la pilla es asunto suyo. ¿Qué tengo que ver yo?
Babi se apresura a llamar al móvil de Pallina. «Nada que hacer: está apagado. Claro. Está durmiendo en mi casa y en mi casa no tiene cobertura. ¿Para qué la llamo? ¿De qué me preocupo? Al límite, la que se arriesga es ella. Es más, ni siquiera me tengo que poner nerviosa».
Babi se prepara una camomila. Dos rodajas de limón, un sobrecito de Dietor y se echa sobre el sofá. Las piernas dobladas hacia atrás, los pies metidos en el pliegue de un almohadón, justo en el sitio más caliente. Se pone a mirar la televisión. Daniela, por supuesto, vuelve a llamar a Andrea. Le cuenta la historia de Pallina, la llamada de su madre, la mentira de Babi y muchas otras cosas más que ellos encuentran divertidísimas. En la tele del salón un poco de zapping. Una retransmisión sobre las civilizaciones antiguas, una historia de amor más contemporánea, un concurso demasiado difícil. Babi piensa un momento, sentada en el sofá. No. Esa respuesta no la sabe. La voz de Daniela llega desde el pasillo alegre y divertida. Dulces palabras de amor se confunden entre frescas risas. Babi apaga la tele. Pallina llegará antes de las siete.
—Buenas noches, Dani.
Daniela le sonríe a su hermana.
—Buenas noches.
Babi ni siquiera prueba a repetirle de nuevo que no tenga ocupado el teléfono. ¿Para qué? Se lava los dientes. Coloca sobre la silla el uniforme para el día siguiente, prepara la bolsa y se mete en la cama. Recita una oración mirando el techo. Se siente un poco distraída. Luego apaga la luz. Da vueltas en la cama tratando de conciliar el sueño. En vano. ¿Y si Pallina decidiera ir directamente al colegio? Ésa es capaz de todo. A lo mejor pasa toda la noche fuera y hace que Pollo la acompañe al Falconieri mientras su madre viene a recogerla a su casa. ¡Maldita Pallina! ¿Por qué no puede ser una enamorada como las demás? Se pasa dos horas al teléfono como su hermana y ya está. No causa tantos daños, sólo una factura un poco más sustanciosa. No, ella tiene que ir a las carreras. Tiene que ser la novia del duro. ¡Maldita Pallina! Baja de la cama y se viste apresuradamente. Se pone sólo un suéter y unos vaqueros, luego va hasta la habitación de Daniela y coge sus Superga azules. Pasa por delante de su hermana. Como no podía ser de otro modo, sigue colgada del teléfono.
—Voy a avisar a Pallina.
Daniela la mira asombrada.
—¿Vas al invernadero? Yo también quiero ir.
—¿Al invernadero? Voy a la Olimpica. Donde hacen las carreras.
—¡Eh! Se llama el invernadero.
—¿Y por qué?
—¡Por todas las flores que hay a lo largo del camino! En recuerdo de todos los que han muerto.
Babi se pasa la mano por la frente.
—Sólo me faltaba eso… ¡el invernadero!
Coge la cazadora colgada en el pasillo y hace ademán de salir. Daniela la detiene.
—¡Te lo suplico, Babi, llévame contigo!
—Pero bueno, ¿acaso os habéis vuelto todas locas? Pallina, tú y yo frecuentando ese invernadero. Podríamos incluso hacer una carrera en moto, ¿eh?
—Si te pones el cinturón de Camomilla te eligen ellos y te llevan detrás, coge el mío, venga, piensa qué guay, hacer la camomilla.
Babi piensa en la que se ha bebido antes de ir a la cama. Todo inútil. Se levanta el cuello de la cazadora. Se siente como si estuviera sentada frente al presentador de un concurso en el que ella es la única participante. ¿Qué vas a hacer allí? ¿Por qué vas al invernadero, entre ramos de flores en honor de aquellos que han muerto? ¿A esa carretera donde unos grupos de exaltados en moto se arriesgan a acabar del mismo modo? La respuesta le parece fácil. Va a avisar a Pallina de que vuelva antes de la siete. A esa misma Pallina a la que le gusta ir a lugares absurdos, esa Pallina que no sabe nada de latín. La Pallina a la que a ella le gusta soplar aunque eso suponga recibir una mala nota. Sí, ella va allí sobre todo por su amiga Pallina. O al menos eso es lo que quisiera creer.
—No te lo repito más, Daniela: cuelga el teléfono.
Luego sale corriendo con la peineta de los brillantitos en el pelo y el corazón, curiosamente, a mil por hora.