Guapos y vestidos de vaquero, mejor que una publicidad en vivo. Sobre la moto azul oscura como la noche, se confunden en la ciudad, riéndose. Hablando de esto y lo otro, sonriéndose en los espejitos intencionadamente doblados hacia dentro. Ella se apoya sobre su hombro, se deja llevar así, acariciada por el viento y por aquella nueva fuerza, la rendición. Calle Quattro Fontane. Plaza Santa Maria Maggiore. La esquina de la derecha. Un pequeño pub. Un tipo inglés en la puerta reconoce a Step. Lo deja pasar. Babi sonríe. Con él se entra en todas partes. Es su salvoconducto. El salvoconducto para la felicidad. Se siente tan feliz que ni siquiera se da cuenta de que pide una cerveza roja, ella que odia incluso las claras, tan encantada que comparte con él un plato de pasta olvidando la pesadilla de la dieta. Como un río en crecida se da cuenta de que le habla de todo, de no tener secretos para él. Lo encuentra inteligente y fuerte, guapo y dulce.
Y ella que no se había dado cuenta antes, estúpida y ciega, ella que lo ha ofendido, ruda y malvada. Pero luego se disculpa. Tenía miedo. Juegan a los dardos. Ella da en lo alto de la diana. Se vuelve exultante hacia él.
—No está mal como resultado, ¿no?
Él le sonríe. Hace un gesto afirmativo. Babi lanza divertida otro dardo, sin que sus ojos se hayan dado cuenta de que ya han dado en el blanco.
De nuevo secuestrada. Calle Cavour. La Pirámide. Testaccio. A toda velocidad. Saboreando el viento fresco de aquella noche de finales de abril. Step mete la tercera, luego la cuarta. El semáforo del cruce está en naranja. Step sigue adelante. Repentinamente, oye el chirrido de unos frenos. Neumáticos que queman el asfalto. Grava. Un Jaguar Sovereign viene por su izquierda a toda velocidad, prueba a frenar en seco. Step, cogido por sorpresa, frena quedándose plantado en medio del cruce. La moto se apaga. Babi lo abraza con fuerza. En sus ojos asustados los faros potentes del coche que se acerca.
El morro de la pantera salvaje se rebela ante el brusco frenazo. El coche da un bandazo. Babi cierra los ojos. Oye el rugido del motor al frenar, el perfecto ABS controlar las ruedas, los neumáticos maltratados por los frenos. Eso es todo. Abre los ojos. El Jaguar está allí, a pocos centímetros de la moto, inmóvil. Babi exhala un suspiro de alivio y libera la cazadora de Step de su abrazo aterrorizado.
Step, impasible, mira al conductor del coche.
—¿Adónde crees que vas, gilipollas?
El tipo, un hombre de unos treinta y cinco años, con el pelo bien cortado, abundante y rizado, baja la ventanilla eléctrica.
—Perdona, niño, ¿qué has dicho?
Step sonríe mientras baja de la moto. Conoce a esos tipos. Debe de llevar a una mujer al lado y no quiere hacer el ridículo. Se acerca al coche. En efecto, a través del cristal ve unas piernas femeninas al lado del tipo. Unas bonitas manos cruzadas sobre un bolso de fiesta negro, sobre un vestido elegante. Trata de ver la cara de la mujer, pero la luz de una farola se refleja en el cristal, ocultándola. «Niño. Ahora verás lo que te hace este niño». Step abre la puerta del tipo con educación.
—Sal de ahí, gilipollas, así me oirás mejor.
El hombre de unos treinta y cinco años hace ademán de salir. Step lo agarra de la chaqueta y lo saca violentamente del coche. Lo tira sobre el Jaguar. El puño de Step se alza, listo para golpearlo.
—¡Step, no! —Es Babi. La ve de pie junto a la moto. Su mirada expresa disgusto y preocupación. Los brazos dejados caer a ambos lados de su cuerpo—. ¡No lo hagas!
Step lo suelta ligeramente. El tipo se aprovecha de inmediato. Libre y canalla le da un puñetazo en la cara. Step echa la cabeza hacia atrás. Pero sólo por un instante. Sorprendido, se lleva la mano a la boca. Le sangra el labio.
—Hijo de…
Step se abalanza sobre él. El tipo extiende los brazos, inclina la cabeza tratando de protegerse, asustado. Step lo agarra por los rizos, empuja hacia abajo su cabeza listo para darle con la rodilla cuando, repentinamente, es golpeado de nuevo. Esta vez, sin embargo, de modo distinto, más fuerte, directamente en el corazón. Un golpe seco. Una simple palabra: su nombre.
—Stefano…
La mujer ha bajado del coche. Ha apoyado el bolso sobre el capó y está a su lado de pie. Step la mira. Mira el bolso, no lo reconoce. A saber quién se lo habrá regalado. Qué extraño pensamiento. Lentamente, abre la mano. El tipo de los rizos tiene suerte y se ve liberado. Step la mira en silencio. Sigue siendo tan guapa como siempre. Un débil «Ciao» sale de sus labios. El tipo lo empuja a un lado. Step retrocede abandonando la pelea. El tipo sube al Jaguar y arranca.
—Vámonos, venga.
Step y la mujer se miran por última vez. Entre aquellos ojos tan similares, un extraño hechizo, una larga historia de amor y tristeza, sufrimiento y pasado. Luego ella vuelve a subir al coche, guapa y elegante, igual que ha aparecido. Lo deja allí, en la calle, con el labio sangrando y el corazón destrozado. Babi se acerca a él. Preocupada por la única herida que puede ver, le acaricia delicadamente el labio con la mano. Step se aparta y sube en silencio a la moto. Espera a que ella suba detrás para arrancar con rabia. Avanza, reduce, da gas. La moto se desliza por el asfalto, aumenta de revoluciones. Lungotevere.
Step, sin pensar, empieza a correr. Dejando a sus espaldas viejos recuerdos. Ciento treinta, ciento cuarenta. Cada vez más rápido. El aire frío le pincha en la cara y ese fresco sufrimiento parece aliviarlo. Ciento cincuenta, ciento sesenta. Aún más rápido. Pasa como un rayo entre dos coches muy próximos. Ciento setenta, ciento ochenta. Una suave cuneta y la moto casi vuela atravesando un cruce. Un semáforo que acaba de ponerse rojo. Los coches a su izquierda tocan el claxon, frenando nada más arrancar. Sometidos a esa moto arrogante, a ese bólido nocturno débilmente iluminado, peligroso y raudo como un proyectil esmaltado de azul. Ciento noventa, doscientos. El viento silba. La calle, difuminada a ambos lados, se une en el centro. Otro cruce. Una luz a lo lejos. El verde desaparece. Ahora llega el naranja. Step aprieta el pequeño botón que hay a su izquierda. Su claxon se alza en la noche. Como el aullido de un animal herido que corre a encontrarse con la muerte, como la sirena de una ambulancia, desgarradora como el grito del herido que transporta. El semáforo cambia de nuevo: rojo.
Babi empieza a aporrearle la espalda.
—Párate, párate. —En el cruce, los coches se ponen en marcha. Un muro de metal de ladrillos costosos y multicolores se alza retumbando ante ellos—. ¡Párate!
Aquel último grito, aquella llamada a la vida. Step parece despertarse de golpe. La empuñadura del gas, libre, vuelve rápidamente al cero. El motor reduce bajo su pie arrogante. Cuarta, tercera, segunda. Step aprieta con fuerza el freno de acero, casi doblándolo. La moto tiembla al frenar, mientras que las revoluciones descienden veloces. Las ruedas dejan dos líneas rectas y profundas sobre el asfalto. Un olor a quemado envuelve los pistones humeantes. Los coches avanzan tranquilos a pocos centímetros de la rueda delantera de la moto. No se han dado cuenta de nada. Sólo entonces, Step se acuerda de ella, de Babi. Ha bajado. La ve allí, apoyada contra un muro al borde de la carretera.
Unos sollozos quedos le salen del pecho, incontenibles, al igual que las pequeñas lágrimas que rayan su pálida cara. Step no sabe qué hacer. De pie, frente a ella, con los brazos abiertos, temeroso incluso de acariciarla, asustado ante la idea de que esos leves sollozos nerviosos se transformen en auténtico llanto con sólo tocarla. Lo intenta igualmente. Pero la reacción es inesperada. Babi le aparta con rudeza la mano, sus palabras son más bien gritos, quebrados por el llanto.
—¿Por qué? ¿Por qué eres así? ¿Estás loco? ¿Crees que es normal correr de ese modo?
Step no sabe qué contestarle. Mira aquellos ojos húmedos y grandes, anegados en lágrimas.
¿Cómo puede explicarle? ¿Cómo puede decirle lo que hay detrás? El corazón se le encoge. Babi lo mira. Sus ojos azules sufren e, inquisitivos, buscan en él una respuesta. Step sacude la cabeza. «No puedo, —parece repetir para sus adentros—. No puedo». Babi alza la nariz y casi como si reuniera fuerzas, ataca de nuevo.
—¿Quién era esa mujer? ¿Por qué has cambiado tan repentinamente? Me lo tienes que decir, Step. ¿Qué ha pasado entre vosotros?
Y aquella última frase, aquel gran error, aquel equívoco imposible, parece golpearlo de lleno. En un abrir y cerrar de ojos, todas sus defensas se desvanecen. La guardia que había montado a su alrededor, constante, irreductible, entrenada en silencio un día tras otro, cede inesperadamente. Su corazón se abre, en calma por primera vez. Sonríe a aquella muchacha ingenua.
—¿Quieres saber quién es esa mujer? —Babi asiente—. Es mi madre.