Vetrine. Delante de la puerta, un tipo robusto con un diminuto pendiente a la izquierda y la nariz aplastada hace esperar a un grupo de personas. Babi se pone en la fila. Junto a ella, dos chicas demasiado pintadas con una especie de abrigos ligeros de paño y sus acompañantes, con chaquetas imitación de pelo de camello. Uno de ellos lleva en el ojal un broche dorado en forma de saxofón, tan dudoso como la posibilidad de que sepa tocarlo. Al otro lo traicionan los mocasines con una pequeña franja de piel. El Marlboro que llevan en la boca no los salvará. No entrarán.
El gorila ve a Babi.
—Tú.
Babi pasa por delante de las chicas del pelo cardado, de una pareja demasiado como es debido y de dos alelados venidos desde lejos. Alguno protesta, pero lo hace en voz baja. Babi le sonríe al gorila y entra. Éste vuelve a mirar con hosquedad a su pequeño rebaño, con determinación en la cara, con el ceño fruncido, listo para aplastar cualquier posible conato de rebelión. Pero no hace falta. Todos siguen esperando en silencio, mirándose entre ellos, con esa sonrisa a medias que equivale, sin embargo, a una frase completa: «Somos los últimos monos».
Dos enormes altavoces retumban en lo alto lanzando bajos aterradores. En la barra, grupos de chicos y chicas gritan tratando de hablar entre ellos, riéndose. Babi se apoya en el cristal. Mira la gran pista que hay a sus pies. Todos bailan como locos. Incluso en el borde de la misma la gente se deja arrastrar por el house. Vetrine le gusta mucho: nada más entrar puedes ver a través de aquel cristal a la gente que baila en el piso de abajo, luego, si quieres, bajas tú también allí y te mezclas en el bullicio, observada por el resto, pequeño espectáculo multicolor. Algunas muchachas agitan los brazos, una salta divertida bromeando con una amiga. Con sus minúsculos tops elásticos blancos y negros, con sus pantalones ajustados a la cintura y un poco cortos. Y ombligos al aire y vaqueros de colores, con la pernera ligeramente ancha, envueltos por un largo pañuelo atado a la cintura. La solitaria sobre el cubo, la convencida con los ojos cerrados, el atildado que intenta ligar. Un macarra estilo John Travolta con una diadema en la cabeza y una amplia camisa. Una pareja trata de decirse algo. Puede que él le esté proponiendo un baile algo más sensual en casa, a solas, con una música más melodiosa. Ella se ríe. Tal vez acepte.
Nada, ni rastro de Pallina, de Pollo, del resto de sus amigos y, sobre todo, de Step. ¿Y si no hubieran venido? Imposible. Pallina le habría avisado. Inesperadamente, Babi percibe algo: una extraña sensación. Está mirando en la dirección equivocada. Y, como guiada por una mano divina, por el dulce impulso del destino, se vuelve. Ahí están. En la misma sala, en un rincón al fondo de Vetrine, junto al último cristal. El grupo está al completo: Pollo, Pallina, el de la banda, otros muchachos de pelo corto y bíceps abultados acompañados de muchachas más o menos agraciadas. Está también Maddalena con su amiga de la cara redonda. Y él. Step bebe una cerveza y, de vez en cuando, echa un vistazo abajo. Parece estar buscando a algo o a alguien. Babi se sobresalta. ¿La estará buscando a ella? Puede que Pallina le haya dicho que acudiría. Vuelve a mirar abajo. La pista parece desenfocada tras el cristal. No, Pallina no puede habérselo dicho. Poco a poco, lo mira de nuevo. Sonríe para sus adentros. Qué raro. Es tan fuerte, con esa pinta de duro, el pelo al ras por detrás, la cazadora abrochada y ese modo de sentarse tan imponente, tan sereno. Y, sin embargo, algo en él es dulce y bueno. Quizá su mirada. Step se vuelve hacia ella. Babi se da la vuelta asustada. No quiere que la vea, se mezcla entre la gente y se aleja del cristal. Va hasta el fondo del local y le paga a un tipo que le entrega una entrada amarilla y la deja pasar. Desciende veloz por las escaleras. Abajo, la música es mucho más fuerte. Babi pide un Bellini en la barra. Le gusta el melocotón. Step se ha levantado. Se apoya sobre el cristal con ambas manos. Mueve arriba y abajo la cabeza al compás de la música. Babi sonríe. Desde allí no puede verla. Llega el Bellini y se lo bebe en un abrir y cerrar de ojos.
Babi, sin ser vista, da la vuelta por detrás alrededor de la pista, se coloca justo bajo ellos. Se siente extrañamente eufórica. El Bellini le está haciendo efecto. La música se apodera de ella. Se deja llevar. Cierra los ojos y, poco a poco, bailando, atraviesa la pista. Mueve la cabeza siguiendo el ritmo. Feliz y algo borracha, en medio de todos aquellos desconocidos. Su pelo vuela. Sube a un borde algo más alto de la pista. Junta las manos y empieza a bailar balanceando los hombros, con la boca cerrada y transportada por la música abre los ojos y mira hacia arriba. Sus miradas se encuentran a través del cristal. Step la está mirando. Por un instante, no la reconoce. También Pallina la ve. Step se vuelve hacia Pallina y le pregunta algo. Desde abajo, Babi no puede oír lo que dicen pero lo intuye fácilmente. Pallina asiente. Step mira de nuevo hacia abajo. Babi le sonríe antes de bajar los ojos y de ponerse a bailar de nuevo, arrebatada por la música.
Step se aleja rápidamente sin preocuparse de nada y de nadie. Pollo sacude la cabeza. Pallina se arroja sobre él, lo abraza impulsivamente y le da un beso en la boca. El tipo rudo y bajo de la escalera deja pasar a Step sin pagar. Es más, lo saluda con respeto. Step se detiene. Babi está delante de él. Un macarra de melena cuadrada baila en torno a ella interesado en la adquisición. Al ver a Step se aleja del mismo modo que había llegado, como quien no quiere la cosa. Babi sigue bailando mirándole a los ojos y, en ese preciso instante, él se pierde en aquel azul. Mudos y sonrientes bailan el uno junto al otro. Al ritmo de sus miradas, de sus ojos, de sus corazones. Babi se balancea. Step se le acerca. Puede oler su perfume. Ella alza las manos, se las pone delante de la cara y baila tras ellas, sonriente. Se ha rendido. Él la mira encantado. Es guapísima. No ha visto nunca unos ojos tan ingenuos. Esa boca suave, color pastel, esa piel aterciopelada. Todo en ella parece frágil pero perfecto. En sintonía con su sonrisa, el pelo suelto bajo la cinta baila alegremente saltando de un lado a otro. Step le coge la mano, la atrae hacia él. Le acaricia la cara. Están muy próximos. Step se detiene. Tiembla ante la idea. Un leve movimiento quizá podría causar que ella, quebradizo sueño de cristal, se rompiera en mil pedazos. Entonces le sonríe y se la lleva de allí. Arrancándola de toda aquella confusión, de toda aquella gente desenfrenada, de esos tipos que se mueven frenéticos, que parecen enloquecer cuando pasan junto a ellos. Step la conduce a través de aquella maraña de brazos agitados, protegiéndola de cantos humanos, de peligrosos codos afilados de ritmo, de pasos convulsos de inocente alegría. Más arriba, tras el cristal. Alegría y dolor. Pallina mira a Babi desaparecer con él, finalmente inocente y sincera. Maddalena mira a Step desaparecer con ella, culpable únicamente de no haberla amado y de no habérselo hecho creer nunca. Y en tanto que los dos, frescos de amor, salen a la calle, Maddalena se deja caer sobre un sofá. Se desengaña sola, al igual que, sola, se había engañado. Con un vaso vacío entre las manos y algo más difícil de rellenar dentro. Ella, simple abono de esa planta que a menudo florece sobre la tumba de un amor marchito. Esa rara planta llamada felicidad.