Apenas dos años antes.
Step, encerrado en su habitación, pasea intentando repasar la lección de química. Se apoya con ambas manos sobre la mesa. Hojea el cuaderno con los apuntes. Es inútil. Esas fórmulas se niegan a entrar en su cabeza.
De repente, oye cantar a Battisti en el último piso del edificio de enfrente «Mi ritorna in mente, bella come sei…».[9] Qué suerte tiene Battisti, yo no me acuerdo de nada y odio la química. Luego, constatando que le quieren proponer todo el disco, se levanta y abre la ventana.
—¡Eh! ¿Queréis apagar la música?
El volumen baja lentamente.
—Menudos imbéciles…
Step vuelve a sentarse y se concentra de nuevo en la química.
—Stefano…
Step se da la vuelta. Su madre está frente a él. Lleva puesto un abrigo de pieles marrón con manchas salvajes, claras y doradas. Debajo, una falda burdeos deja al descubierto sus espléndidas piernas cubiertas por unas medias transparentes que, tirantes y perfectas, desaparecen en un par de elegantes zapatos marrón oscuro.
—Voy a salir, ¿necesitas algo?
—No, gracias, mamá.
—Bueno, en ese caso, nos vemos esta noche. Si llama papá dile que he tenido que salir para llevar las cartas que él ya sabe al asesor fiscal.
—Está bien.
Su madre se acerca a él y le da un suave beso sobre la mejilla. El perfume que emana de los rizos de su melena negra llega hasta él, acariciándolo. Step piensa que se ha puesto demasiado pero prefiere no decírselo. Luego, al verla salir, comprende que ha hecho lo que debía. Es perfecta. Su madre no se puede equivocar. Ni siquiera cuando se perfuma. Lleva bajo el brazo el bolso que le regalaron él y su hermano. Paolo puso casi todo el dinero pero fue él el que lo eligió, en esa tienda de la calle Cola di Rienzo donde había visto a su madre detenerse muchas veces indecisa.
—Tú sí que eres un entendido —le susurró ella al oído colocándoselo bajo el brazo y, moviendo las caderas al andar, simuló una especie de desfile—. Bueno, ¿cómo me queda?
Todos respondieron divertidos. Pero lo que ella quería oír en realidad era la opinión del «verdadero entendido».
—Estás guapísima, mamá.
Step vuelve a su habitación. Oye cerrarse la puerta de la cocina. ¿Cuándo le regalaron aquel bolso? ¿Fue por Navidad o por su cumpleaños? Decide que, en ese momento, es mejor tratar de recordar la fórmula de química.
Más tarde. Son casi las siete. Le faltan tres páginas para acabar el programa. Entonces sucede. Battisti empieza a cantar de nuevo. En la ventana entornada del último piso del edificio de enfrente. Más alto que antes. Insistente. Provocador. Sin respeto por nada ni por nadie. Por él que está estudiando, por él que no puede ir al gimnasio. Se ha pasado.
Step coge las llaves de casa y sale corriendo dando un portazo. Cruza la calle y entra en el portal del edificio de enfrente. El ascensor está ocupado. Sube las escaleras de dos en dos. Basta, es insoportable. No tiene nada contra Battisti, al contrario. Pero oírlo de ese modo. Llega al último piso. Justo en ese momento se abre el ascensor. Sale un empleado con un paquete en la mano. Es más rápido que Step. Controla el apellido sobre la etiqueta de la puerta y llama. Step recupera el aliento a su lado. El empleado lo mira curioso. Step le devuelve la mirada sonriendo, luego observa el paquete que lleva en la mano. Sobre él está escrito: Antonini. Deben de ser los famosos pastelitos. Ellos también los compran todos los domingos. Hay de todas clases: de salmón, caviar, marisco… A su madre le encantan.
—¿Quién es?
—Antonini. Traigo los pastelitos que ha pedido, señor.
Step sonríe para sus adentros. Ha adivinado, puede que ese, para disculparse, le ofrezca uno. La puerta se abre. Aparece un chico de unos treinta años. Tiene la camisa medio desabrochada y debajo sólo lleva puestos los calzoncillos. El empleado hace ademán de entregarle el paquete pero cuando el muchacho ve a Step se tira contra la puerta tratando de cerrarla. Step no lo entiende pero, instintivamente, se arroja hacia delante. Mete el pie en medio de la puerta, bloqueándola. El empleado retrocede para mantener en equilibrio la bandeja de cartón. Al permanecer allí, con la cara apoyada contra la fría madera oscura, lo ve a través de la abertura de la puerta. Está sobre un sillón junto al abrigo de pieles. De repente, se acuerda. Su hermano y él le regalaron aquel bolso por Navidad. Y la rabia, la desesperación, el deseo de no estar allí, de no tener que dar crédito a lo que ve, redoblan sus fuerzas. Abre la puerta de golpe tirándolo al suelo. Entra en el salón furibundo. Preferiría estar ciego para no tener que ver lo que le muestran sus ojos. La puerta del dormitorio está abierta. Allí, entre las sábanas en desorden, con una cara distinta, irreconocible para él que la ha visto tantas veces, está ella. Se está encendiendo un cigarrillo con aire inocente. Sus miradas se encuentran y, en un instante, algo se rompe, se apaga para siempre. Aquel último cordón umbilical de amor que los unía se corta y ambos, sin dejar de mirarse, gritan en silencio, llorando a lágrima viva. Después él se aleja mientras ella permanece inmóvil sobre la cama, muda, consumiéndose como el cigarrillo que acaba de encenderse. Ardiendo de amor por él, de odio hacia sí misma, hacia el otro, hacia aquella situación. Step se encamina lentamente a la puerta, se detiene. Ve al empleado en el rellano, junto al ascensor, con los pastelitos en la mano, mirándolo sin articular palabra. Inesperadamente, unas manos se apoyan sobre sus hombros:
—Escucha…
Es ese tipo. ¿Qué se supone que debería escuchar? Ya no siente nada. Se ríe. El muchacho no lo entiende. Lo mira estupefacto. Step le da un puñetazo en plena cara. Y, en ese preciso momento, las palabras de Battisti, inocente culpable de aquel descubrimiento, se escuchan en el rellano, o puede que sólo sea que Step las recuerda: «Scusami tanto se puoi, signore chiedo scusa anche a lei.»[10]
«Pero ¿de qué tengo que pedir disculpas?».
Giovanni Ambrosini se lleva las manos a la cara, llenándola de sangre. Step lo coge por la camisa y, arrancándosela, lo saca de aquella casa sucia de amor ilegal.
Lo golpea varias veces en la cabeza. El muchacho trata de escapar. Empieza a bajar las escaleras. Step lo alcanza de inmediato. Con una patada precisa lo empuja con fuerza, haciéndole tropezar. Giovanni Ambrosini rueda por las escaleras. Apenas se para, Step se abalanza de nuevo sobre él. Le da patadas en la espalda, en las piernas, mientras él se aferra dolorido a la barandilla, intentando levantarse, huir de él. Lo está destrozando. Step le tira del pelo, intentando que se suelte, pero mientras sus manos se llenan de mechones de pelo, Giovanni Ambrosini sigue allí, aferrado a la barra de hierro, gritando aterrorizado. Las puertas de los otros apartamentos se abren. Step da patadas a las manos de Giovanni y estas empiezan a sangrar. Pero no se suelta, consciente de que aquello es su única salvación. Entonces Step lo hace. Lleva la pierna hacia atrás y, con toda su fuerza, golpea su cabeza por detrás. Una patada violenta y precisa. La cara de Ambrosini se estampa contra la barandilla. Con un ruido sordo. Le destroza los pómulos. Empieza a chorrear sangre. Los huesos de la boca se rompen. Se le cae un diente y rebota en el mármol. La barandilla vibra y aquel ruido de hierro desciende las escaleras acompañado del último grito de Ambrosini que se desmaya. Step escapa, bajando apresuradamente, pasando veloz entre las caras terribles de los inquilinos curiosos, tropezando con aquellos cuerpos fláccidos que tratan en vano de detenerlo.
Vaga por la ciudad. Aquella noche no vuelve a casa. Va a dormir a casa de Pollo. Su amigo no le pregunta nada. Menos mal que su padre está fuera aquella noche, así pueden compartir la cama. Pollo siente a Step agitarse mientras duerme, sufrir incluso durante un sueño. A la mañana siguiente, Pollo hace como si nada, a pesar de que uno de los almohadones está empapado de lágrimas. Desayunan sonriendo, charlando de sus cosas, compartiendo un cigarrillo. Luego Step va al colegio y saca hasta un diez en química. Pero aun así, a partir de aquel día, su vida cambiará. Sin que nadie haya sabido nunca la razón, nada ha vuelto a ser igual.
Algo malévolo anida en él. Una bestia, un terrible animal ha hecho su guarida en lo más profundo de su corazón, listo para salir en cualquier momento, para golpear, con rabia, con maldad, hijo del sufrimiento y de un amor hecho añicos. Desde entonces, la vida en casa dejó de ser posible. Silencios y miradas furtivas. No volvió a dedicar ni siquiera una sonrisa a la persona que antes idolatraba. Luego vino el proceso. La condena. Su madre no testimonió a su favor. Su padre le riñó. Su hermano no se enteró de nada. Y nadie supo nunca lo que había pasado, aparte de ellos dos. Guardianes forzados de aquel terrible secreto. Aquel mismo año, sus padres se separaron. Step se fue a vivir con Paolo. El primer día que entró en aquella casa miró por la ventana de su habitación. Fuera había sólo un prado tranquilo. Empezó a colocar sus cosas. Sacó de la bolsa algunos suéteres y los puso al fondo del armario. De repente, tocó una sudadera. Mientras la sacaba, se le abrió entre las manos. Por un instante tuvo la impresión de que su madre estaba allí. Recordaba cuando se la había prestado, el día en que se fueron a correr juntos por una arboleda. Cuando él había aminorado el paso para estar a su lado. Y ahora, en cambio, se encontraba en aquella casa, tan lejos de ella, en todos los sentidos. Apretando con fuerza la sudadera entre las manos, se la llevó a la cara. Al oler su perfume, se echó a llorar. Luego, estúpidamente, se preguntó si aquel día debería haberle dicho que se había puesto demasiado.