Los recuerdos…
De repente, se produce un extraño silencio. La clase está como paralizada, suspendida en el aire. Babi mira a las chicas que tiene a su alrededor, sus amigas. Simpáticas, antipáticas, delgadas, gordas, guapas, feas, monas… Pallina. Alguna hojea apresurada un libro, otras releen preocupadas la lección. Una, particularmente nerviosa, se restriega los ojos y la frente. Otra se agacha a un lado tratando de esconderse. Ha llegado el momento de la interrogación. La Giacci pasa su índice punitivo sobre la lista. Puro teatro. Sabe ya dónde pararse.
—¡Gianetti!
Una muchacha se alza dejando en el banco sus esperanzas y algo de color.
—Festa.
También Silvia coge su cuaderno. Ha conseguido copiar la traducción por un pelo. Avanza entre dos filas de pupitres, se dirige a la mesa de la profesora y le entrega el cuaderno. También ella se coloca junto a la puerta, al lado de Gianetti. Las dos se miran desconsoladas, tratando de darse ánimos en aquella dramática suerte común. La Giacci levanta la cabeza de la lista y mira en derredor. Algunas alumnas le sostienen la mirada para demostrar que están tranquilas y seguras. Una falsamente preparada fanfarronea vistosamente, casi ofreciéndose. Todos los corazones aprietan un poco sobre el acelerador.
—Lombardi.
Pallina se levanta. Mira a Babi. Como si se estuviera despidiendo de ella para siempre. Luego se dirige hacia la mesa, condenada ya al suspenso. Pallina se coloca entre Gianetti y Silvia Festa, que le sonríe. Después le susurra un «Tratemos de ayudarnos», que hace aumentar al máximo la ansiedad de Pallina.
La primera en ser interrogada es Gianetti. Traduce un trozo del texto tropezando con algún acento. Busca desesperadamente las palabras más apropiadas en italiano. No encuentra nunca de qué verbo viene un difícil pasado remoto. Adivina casi por casualidad el participio futuro pero no recuerda nunca el gerundio. Silvia Festa prueba con la primera parte de la traducción, la más fácil. No acierta un verbo, ni siquiera se aproxima. Admite prácticamente haber copiado la traducción. Cuenta acto seguido una extraña historia sobre su madre que, por lo visto, no se encuentra demasiado bien al igual que ella, por otra parte, en aquel momento. Sin saber cómo, declina perfectamente un nombre de la tercera. Pallina hace mutis. Le ha tocado la tercera parte del texto, la más difícil. La lee rápidamente, sin errar un sólo acento. Pero se detiene ahí. Aventura una posible traducción de la primera frase. Pero un acusativo en el lugar equivocado produce una interpretación quizá excesivamente fantasiosa. Babi mira preocupada a su amiga. Pallina no sabe qué hacer. En su sitio, Babi abre el libro. Lee el fragmento. Controla la frase traducida correctamente en el cuaderno de la compañera empollona. A continuación, con un leve susurro, llama la atención de Pallina. La Giacci, con aire de desdén mira por la ventana, esperando unas respuestas que no llegan.
Babi se extiende sobre el banco y, ocultándose tras la compañera que se sienta delante, sopla a su amiga del alma la perfecta traducción del texto. Pallina le manda un beso con la mano, luego repite en voz alta, en el orden exacto, todo aquello que Babi le acaba de indicar. La Giacci, al oír repentinamente una serie de palabras justas y en el lugar justo, se vuelve hacia la clase. Es demasiado perfecto como para que sea sólo una casualidad. En el aula todo ha vuelto a la normalidad. Todas las alumnas están en su sitio, inmóviles. Babi, correctamente sentada, mira a la maestra con ojos ingenuos e inocentes. Pallina, casi desafiando a la suerte, sonríe.
—Disculpe, maestra, me he confundido un poco, me he atascado, pero eso les pasa incluso a los mejores, ¿no?
Después de la traducción, generalmente vienen las preguntas sobre los verbos y sobre eso Pallina se siente más segura. Lo peor ha pasado. La Giacci sonríe.
—Muy bien, Lombardi. Escuche, tradúzcame todavía un trozo, hasta habendam.
Pallina vuelve a caer en el más absoluto desaliento. Lo peor está todavía por llegar. Afortunadamente, la Giacci vuelve a mirar fuera. Babi lee la traducción de la nueva frase, luego espera algunos segundos. Todo está tranquilo. Se tumba sobre el pupitre para soplarle de nuevo a su amiga. Pallina controla una última vez a la Giacci. Acto seguido, mira hacia Babi lista para repetir el juego. Pero justo en ese momento la profesora se da lentamente la vuelta. Se inclina hacia delante sobre la mesa y pilla a Babi en el preciso momento en el que le sopla a su amiga. Con la mano alrededor de la boca. Babi, como si sintiera que la han descubierto, se vuelve de golpe. La ve. Sus miradas se cruzan a través de los hombros de algunas compañeras inmóviles. La Giacci sonríe satisfecha.
—Ah, muy bien. Tenemos una alumna verdaderamente preparada en esta clase. Gervasi, visto que lo sabe tan bien, venga usted a traducir el resto del texto.
Pallina, sintiéndose culpable, interrumpe a la Giacci.
—Profesora, disculpe, es culpa mía, soy yo la que le ha pedido que me lo dijera.
—Muy bien, Lombardi, lo aprecio. Es muy noble por su parte. Nadie pone en duda, de hecho, que usted no sepa absolutamente nada. Pero ahora me gustaría oír a Gervasi. Venga, venga, por favor.
Babi se levanta pero permanece en su sitio.
—Profesora, no estoy preparada.
—Está bien, pero venga usted de todos modos, venga.
—No veo por qué tengo que ir hasta ahí para decirle la misma cosa. No estoy preparada. Perdone pero no he podido estudiar. Póngame una mala nota.
—Perfectamente de acuerdo, entonces le pongo un dos, ¿está contenta?
—¡Casi tanto como Catinelli cuando no pasa sus traducciones!
Toda la clase se echa a reír. La Giacci da un golpe con la mano sobre la lista.
—¡Silencio! Gervasi, tráigame el cuaderno: quiero ver si también se pone contenta con la comunicación que tendrá que hacer firmar en casa. Y sobre todo, cuénteme lo contenta que se pone su madre.
Babi le lleva el cuaderno a la profesora quien escribe algo apresuradamente y con rabia. Luego lo cierra y se lo devuelve.
—Mañana lo quiero ver firmado.
Babi piensa que hay cosas peores en la vida, pero tal vez sea mejor no dar demasiada publicidad a este pensamiento. Vuelve en silencio a su sitio. Silvia Festa consigue un cinco. Es hasta demasiado para lo escueto de sus respuestas. Aunque tal vez aquel sea el premio a sus excusas. También en éstas, sin embargo, tienen que mejorar. Con todas aquellas desgracias, su madre va a acabar por morirse un día de verdad.
Pallina vuelve a su asiento con un bonito cuatro que de noble tiene bien poco. Gianetti consigue arrancar por un pelo el aprobado. La Giacci, al ponerle la nota, le dedica incluso un proverbio latino. Gianetti hace una extraña mueca disculpándose por no saber bien qué decir. En realidad no entiende una palabra. Más tarde, su compañera de pupitre, Catinelli, se lo traduce. Es la macabra historia de un tuerto que vive feliz en un lugar lleno de ciegos. Babi abre el diario. Va hasta el final, a las últimas páginas. Junto a la lista alfabética de sus compañeras ha metido las hojas donde marca todas aquellas que son interrogadas. Mete los últimos puntos en la hoja de latín a Gianetti, Lombardi y Festa. Con la de Silvia termina la segunda vuelta de interrogaciones. Babi pone también un punto junto a su nombre. La primera interrogada de la nueva vuelta. Nada mal empezar con un dos. Menos mal que las otras notas son altas. La media matemática debe darle todavía un seis. Cierra el cuaderno. Una compañera de la fila de al lado le lanza un mensaje sobre el pupitre. Babi lo esconde de inmediato. La Giacci está eligiendo el nuevo texto para la semana siguiente. Babi lo lee: «¡Muy bien! Estoy orgullosa, de tener una amiga como tú. Eres una jefa. P». Babi sonríe, entiende enseguida a quién corresponde aquella P. Se vuelve hacia Pallina y la mira. Es demasiado simpática. Mete el mensaje dentro del diario. Luego, repentinamente, recuerda la comunicación. Se apresura a leerla:
Querida señora Gervasi:
Su hija ha venido a la lección de latín sin haberla preparado en lo más mínimo. Como si esto no bastase, al ser interrogada me ha contestado en modo impertinente. Deseo que usted esté al corriente de semejante comportamiento. Reciba un cordial saludo,
Profesora A. Giacci.
Babi cierra el cuaderno. Mira a la maestra. Es realmente una gilipollas. Acto seguido piensa en su madre. ¡Una nota así! Probablemente la castigará. Organizará una historia inacabable. Y quién sabe qué otra cosa más. Una cosa es segura. Su madre no le dirá nunca: «Muy bien, Babi, eres una jefa».