Seis

Una muchacha que vive por allí cerca enciende una radio portátil.

—¡Ciento nueve!

Schello, borracho ya, salta sobre la marquesina y, bailando en sus Clark de piel, sudadas y sin lazos, hace un intento de break. No funciona.

—¡Yuhuu! —Palmotea con fuerza—. Ciento diez.

—Atención, a continuación daremos la lista de los más sudados. En primer lugar está el Siciliano. Vistosas manchas bajo los sobacos y sobre la espalda, parece una fuente. Ciento once.

Step, Hook y el Siciliano hacen un esfuerzo increíble. Los tres se alzan de nuevo, extenuados, congestionados y jadeantes.

—En nuestro Hit de sudados, Hook ocupa el segundo lugar. Como podéis apreciar, la espléndida camiseta Ralph Lauren ha cambiado de color. Yo diría que ahora es de un verde más bien descolorido, o quizá sea mejor describirlo como verde sudor.

Schello, agitando los puños junto al pecho, sigue con la cabeza el ritmo de la nueva canción que el disc-jockey ha presentado en la radio como el éxito del año: Sere nere. Hace una pirueta y continúa:

—¡Ciento doce! Y, naturalmente, el último es Step… Casi perfecto, el pelo ligeramente despeinado aunque, al llevarlo tan corto apenas si se le nota…

Schello se inclina para mirarlo mejor, luego se incorpora de golpe, llevándose las manos a la cara.

—¡Increíble, he visto una gota pero os puedo asegurar que era sólo una! ¡Ciento trece!

Step desciende, siente que le escuecen los ojos. Algunas gotas de sudor le resbalan por las sienes y se rompen entre las pestañas, derramándose como un molesto colirio. Cierra los ojos, siente los hombros doloridos, los brazos hinchados, las venas latiendo, empuja hacia delante y, lentamente, asciende de nuevo. «¡Sííí!». Step mira en derredor. El Siciliano también lo está consiguiendo. Extiende completamente los brazos, alcanzándolo. Sólo falta Hook.

Step y el Siciliano miran a su amigo-enemigo subir temblando y resoplando, centímetro a centímetro, un instante tras otro, mientras los gritos arrecian abajo.

—¡Hook, Hook, Hook…!

Hook, como paralizado, se detiene repentinamente; tembloroso, sacude la cabeza.

—Ya no puedo más.

Permanece inmóvil por un momento, y ése es su último pensamiento. Se desploma de golpe, con el tiempo justo de doblar la cabeza. Cae con todo su peso sobre el suelo de mármol.

—¡Ciento catorce!

Step y el Siciliano bajan veloces, frenando sólo al final de la flexión, luego vuelven a subir deprisa, como si hubieran encontrado nuevas fuerzas, nuevas energías. Ser el único en llegar a la meta. O el primero o nada.

—¡Ciento quince!

Vuelven a bajar.

El ritmo aumenta. Como si fuera consciente de ello, Schello se calla.

—¡Ciento dieciséis!

Uno tras otro, se limita a pronunciar sólo los números. Rápido. Esperando a que estén arriba para dar el sucesivo.

—¡Ciento diecisiete!

Y de nuevo abajo.

—¡Ciento dieciocho!

Step aumenta todavía, resoplando.

—¡Ciento diecinueve!

Baja y, de nuevo, sube, sin detenerse. El Siciliano lo sigue, esforzándose, gimiendo, enrojeciendo más y más.

—Ciento veinte, ciento veintiuno. ¡Increíble, tíos!

Todos han dejado de hablar. Abajo reina el silencio de los grandes momentos.

—Ciento veintidós.

Sólo la música como fondo.

—Ciento veintitrés…

Luego el Siciliano se para a mitad, empieza a chillar, como si algo dentro de él lo estuviera desgarrando.

Step, desde lo alto de su flexión, lo mira. El Siciliano se ha quedado como bloqueado. Tiembla y jadea gritando, pero sus brazos hacen caso omiso, han dejado de escucharlo. Entonces grita por última vez, como una bestia herida a la que arrancan un trozo de carne. Su récord. E, inexorablemente, poco a poco, empieza a bajar. Ha perdido. De abajo se eleva un grito. Alguien destapa una cerveza.

—¡Síííí, aquí tenemos al nuevo ganador, Step!

Schello se acerca alegre pero Step sacude la cabeza.

Como obedeciendo a aquel gesto, en la plaza se hace de nuevo el silencio. Desde abajo, en la radio, casi una señal del destino: una canción de Springsteen, I’m going down. Step sonríe para sus adentros, se lleva la mano izquierda a la espalda y acto seguido baja con una mano sola, gritando.

Roza el mármol, lo mira con los ojos abiertos de par en par y luego vuelve a subir, temblando y empujando sólo con la derecha, con toda su fuerza, con toda su rabia. Un rugido de liberación sale de su garganta.

—¡Síííí!

Ahí donde no ha llegado su fuerza, llega su voluntad. Se detiene, tendido hacia delante, con la frente alzada hacia el cielo, como una estatua bramando contra la oscuridad de la noche, la belleza de las estrellas.

—¡Yuhuu!

Schello grita enloquecido. En la plaza se produce un estallido en respuesta a aquel grito: ponen en marcha las motos y las Vespas, tocan las bocinas, chillan. Pollo empieza a dar patadas al cierre metálico del quiosco.

Lucone tira una botella de cerveza contra un escaparate. Las ventanas de los edificios cercanos se abren. Una alarma lejana empieza a sonar. Viejas en camisón salen a los balcones, gritando preocupadas:

—¿Qué pasa?

Alguien les grita que se callen. Una señora amenaza con llamar a la policía. Como por encanto, todas las motos se mueven. Pollo, Lucone y los otros suben a ellas deprisa, saltando sobre los sillines, mientras los silenciadores sueltan un humo blanco. Alguna lata sigue haciendo ruido al rodar, las muchachas se van todas a casa. Maddalena está aún más enamorada.

Hook se acerca a Step.

—Coño, bonito desafío, ¿eh?

—Nada mal.

También el resto de las motos se ponen a su lado, ocupando toda la calle, indiferentes a los coches que pitan mientras pasan junto a ellos veloces. Schello se pone de pie sobre su destartalada Vespa.

—Me han dicho que hay una fiesta en la Cassia. En el 1130. Es uno de esos edificios rodeados de jardín.

—Pero ¿nos dejarán entrar?

—Conozco a una que está invitada —le asegura Schello.

—¿Y quién es?

—Francesca.

—Venga, ¿has salido con ella?

—Sí.

—Entonces no nos dejarán entrar.

Riéndose, reducen casi todos al mismo tiempo. Frenando y haciendo chirriar las ruedas, giran a la izquierda. Alguno hace el caballito, a todos resulta indiferente el rojo. De este modo, embocan la Cassia a toda velocidad.