Cuatro

Dos años antes. Zona Fleming.

Una tarde cualquiera, si no fuera por su Vespa recién estrenada, en rodaje, todavía sin trucar. Step la está probando. Al pasar por delante del café Fleming oye que lo llaman.

—¡Hola, Stefano!

Annalisa, una guapa rubia que ha conocido en el Piper, le sale al encuentro. Stefano se para.

—¿Qué haces por aquí?

—Nada, he ido a estudiar con un amigo y ahora voy hacia casa.

Apenas un segundo. Alguien a sus espaldas le quita el gorro.

—Te doy diez segundos para que te vayas de aquí.

Un cierto Poppy, un tipo grueso más grande que él, se planta delante. Lleva su gorro entre las manos. Aquel gorro está de moda. En Villa Flamina lo tienen todos. De colores, hecho a mano por las agujas de alguna chica. Aquel se lo había regalado su madre, en lugar de la amiga que todavía no tiene.

—¿Me has oído? Vete.

Annalisa mira a su alrededor y, al comprender, se aleja. Stefano baja de la Vespa. El grupo de amigos lo rodea. Se pasan el gorro unos a otros, riéndose, hasta que acaba en manos de Poppy.

—¡Devuélvemelo!

—¿Habéis oído? Es un duro. ¡Devuélvemelo! —lo imita provocando las carcajadas del grupo—. Y si no qué haces, ¿eh? ¿Me das una leche? Venga, ¿me la das? Venga.

Poppy se acerca con los brazos colgando, echando la cabeza hacia atrás. Con la mano que no tiene el gorro le indica la barbilla.

—Venga, dame aquí.

Stefano lo mira. La rabia lo ciega. Hace ademán de golpearlo pero apenas mueve el brazo lo sujetan por detrás. Poppy pasa el gorro al vuelo a uno que está allí cerca y le da un puñetazo sobre el ojo derecho partiéndole la ceja. A continuación, el bastardo que lo tiene sujeto por detrás lo empuja hacia delante, hacia el cierre metálico del café Fleming que, vista la situación, ha cerrado antes de lo previsto. El pecho de Stefano cae contra el cierre con un fuerte golpe. Casi de inmediato descargan sobre su espalda un sinfín de puñetazos; luego alguien le da la vuelta. Se encuentra, aturdido, de espaldas contra el cierre. Prueba a cubrirse sin conseguirlo. Poppy le mete las manos detrás del cuello y, aferrándose a las barras del cierre metálico, lo inmoviliza. Empieza a darle cabezazos. Stefano intenta protegerse como puede pero aquellas manos lo tienen inmovilizado, no consigue quitárselo de encima. Siente cómo empieza a salirle sangre de la nariz y oye una voz de mujer que grita:

—¡Basta, basta, dejadlo estar ya o lo mataréis!

«Debe de ser Annalisa», piensa. Stefano prueba a dar una patada pero no logra mover las piernas. Oye sólo el ruido de los golpes. Casi han dejado de hacerle daño. Luego llegan unos adultos, algunos transeúntes, la propietaria del bar.

—¡Marchaos, fuera de aquí!

Alejan a aquellos matones a empujones, tirando de sus camisetas, de sus cazadoras, quitándoselos de encima. Stefano se agacha lentamente, apoya la espalda contra el cierre metálico, acaba sentado sobre un escalón. Su Vespa está ahí delante, en el suelo, como él. Tal vez el cofre lateral se haya abollado. ¡Qué lástima! Siempre procuraba tener cuidado cuando salía por la puerta.

—¿Estás mal, muchacho?

Una atractiva señora se acerca a su cara. Stefano niega con la cabeza. El gorro de su madre está tirado en el suelo. Annalisa se ha marchado con los otros. «Pero yo sigo teniendo tu gorro, mamá».

—Ten, bebe. —Alguien llega con un vaso de agua—. Traga lentamente. Qué desgraciados, qué gentuza, pero yo sé quién ha sido, son siempre los mismos. Esos vagos que se pasan el día aquí, en el bar.

Stefano bebe el último sorbo, da las gracias con una sonrisa a un señor que está junto a él y que vuelve a coger el vaso vacío. Desconocidos. Intenta levantarse pero las piernas parecen cederle por un momento. Alguien se da cuenta y se adelanta de inmediato para sostenerlo.

—¿Estás seguro que te encuentras bien, muchacho?

—Estoy bien, gracias. De verdad.

Stefano se sacude las perneras. De ellas sale volando un poco de polvo. Se seca la nariz con el suéter hecho jirones y exhala un profundo suspiro. Se coloca de nuevo el gorro y sube a la Vespa.

Un humo blanco y denso sale con un enorme ruido del silenciador. Se ha calado. La portezuela lateral derecha vibra más de lo habitual. Está abollada. Mete la primera y, mientras los últimos señores se alejan, suelta lentamente el freno. Sin volverse, parte con la moto.

Recuerdos.

Algo después, en casa. Stefano abre silenciosamente la puerta e intenta llegar hasta su habitación sin que lo oigan, pasando por el salón. Pero el parquet le traiciona: cruje.

—¿Eres tú, Stefano?

La silueta de su madre se dibuja en la puerta del estudio.

—Sí, mamá, me voy a la cama.

Su madre se adelanta un poco.

—¿Seguro que te encuentras bien?

—Que sí, mamá, estoy perfectamente.

Stefano trata de alcanzar el pasillo, pero su madre es más rápida que él. El interruptor del salón salta, iluminándolo. Stefano se detiene, como inmortalizado en una fotografía.

—¡Dios mío! ¡Giorgio, ven enseguida!

Su padre acude de inmediato en tanto que la mano de su madre se acerca temerosa al ojo de Stefano.

—¿Qué te ha pasado?

—Nada, me he caído de la Vespa.

Stefano retrocede.

—¡Ay, mamá, me haces daño!

Su padre mira las otras heridas sobre los brazos, la ropa desgarrada, el gorro sucio.

—Di la verdad, ¿te han pegado?

Su padre siempre ha sido un tipo atento a los detalles. Stefano cuenta poco más o menos lo que ha pasado y, naturalmente, su madre, sin entender que a los dieciséis años existen ya ciertas reglas.

—Pero ¿por qué no les diste el gorro? Te habría hecho otro…

Su padre va al grano, saltando directamente a cuestiones de mayor importancia.

—Stefano, sé sincero, la política no tiene nada que ver, ¿verdad?

Llaman al médico de la familia, quien le da la clásica aspirina y lo manda a la cama. Antes de dormirse, Stefano decide: nadie le volverá a poner jamás las manos encima. Jamás, sin salir por ello malparado.

En el mostrador de la secretaría hay una mujer con el pelo de un color rojo intenso, la nariz un poco larga y los ojos saltones. No es, desde luego, lo que se dice una belleza.

—Hola, ¿te quieres inscribir?

—Sí.

—Bueno, sí, la verdad es que te puede venir bien —dice, indicando su ojo aún magullado y sacando un formulario de debajo de la mesa. Ni siquiera es simpática—. ¿Nombre?

—Stefano Mancini.

—¿Edad?

—Diecisiete, en julio, el 21.

—¿Calle?

—Francesco Benziacci, 39 —luego añade—: 3-2-9-27-14 —adelantándose de este modo a la pregunta siguiente.

La mujer levanta la cara.

—El teléfono, ¿no? Sólo para la ficha…

—Para ir a jugar a videopóquer no, desde luego.

Los ojos saltones se posan en él por un instante, luego acaban de completar la ficha.

—Son 145 euros, 100 por la inscripción y 45 por la mensualidad.

Stefano pone el dinero sobre el mostrador.

La mujer los introduce en una bolsa con cierre de cremallera, los mete en el primer cajón y después, tras haber apoyado un sello en un mojador embebido de tinta, da un golpe decidido sobre el carnet. Gimnasio Budokan.

—Se paga al principio de cada mes. Los vestuarios están en el piso de abajo. Por la noche cerramos a las nueve.

Stefano se vuelve a meter la cartera en el bolsillo, con el nuevo carnet en el compartimiento lateral y 145 euros menos.

—Toca, toca aquí, puro hierro. Pero qué hierro, ¡acero!

Lucone, un tipo macizo y bajo con la cara simpática, le enseña un bíceps grueso aunque poco definido.

—¿Todavía con esas historias? Pero si basta pincharte con una aguja para hacerte desaparecer.

Pollo se da una sonora palmada en el hombro.

—Esto sí que es real: sudor, dificultades, filetes, lo tuyo no es más que agua.

—Pero si eres un niño, un liliputiense.

—Para empezar me hago ya ciento veinte en el banco. ¿Cuándo cojones los harás tú?

—Ahora mismo. ¿Estás bromeando? Hago dos de esas como si nada, mira, ¿eh?

Lucone se coloca bajo la barra. Extiende los brazos, aferra el largo palo y lo alza decidido. Desciende lentamente y, mirando la barra que le queda a pocos centímetros del mentón, le da un fuerte empujón, haciendo fuerza con los pectorales.

—¡Uno! —Luego, sin perder el control, baja la barra, la apoya sobre el pecho y, a renglón seguido, la empuja de nuevo hacia arriba—. ¡Dos! Y si quiero puedo hacerlo aún con más peso.

Pollo no se lo hace repetir dos veces.

—¿De verdad? Entonces prueba con ésta.

Antes de que Lucone pueda apoyar la barra sobre el soporte, Pollo introduce un pequeño disco lateral de dos kilos y medio. La barra empieza a doblarse hacia la derecha.

—Eh, ¿qué cojones haces? ¿Eres idiota…?

Lucone trata de sostenerlo pero, poco a poco, la barra comienza a descender. Los músculos lo abandonan. La barra le cae de golpe sobre el pecho, pesadamente.

—Coño, quítamela de encima, me estoy ahogando.

Pollo se ríe como un loco.

—Yo puedo hacerlo hasta con dos discos más. ¿Qué dices ahora? ¿Te pongo uno sólo y ya estás así? Hecho polvo, ¿eh? Empuja, venga, empuja… —le grita casi rozándole la cara—. ¡Empuja! —Más risas.

—¡Me lo quieres quitar de encima!

Lucone está completamente morado, un poco a causa de la rabia, pero también porque se está ahogando de verdad.

Dos muchachos más jóvenes, ocupados con un aparato cercano, se miran, sin saber muy bien qué hacer. Viendo que Lucone empieza a toser y que incluso haciendo unos esfuerzos bestiales no consigue quitarse la barra de encima, se deciden a ayudarlo.

Pollo está tumbado en el suelo, boca abajo. Ríe como un loco mientras aporrea el suelo de madera. Cuando se vuelve de nuevo hacia Lucone, con los ojos llenos de lágrimas, lo ve de pie delante de él. Los dos muchachos lo han liberado.

—¡Vaya! ¿Cómo cojones lo has hecho?

Pollo se apresura a poner pies en polvorosa, sin dejar de reírse y tropezando con una barra. Lucone lo sigue tosiendo.

—Para, que te mato. Te doy con un disco en la cabeza y te dejo aún más enano de lo que ya eres.

Se persiguen furiosamente por todo el gimnasio. Dan vueltas alrededor de los aparatos, se paran detrás de las columnas, echan a correr de nuevo. Pollo, tratando de detener a su amigo, le tira encima algunas barras. Algunos discos de goma rebotan pesadamente en el suelo. Lucone los esquiva, no se detiene ante nada. Pollo emboca la escalera que conduce a los vestuarios femeninos. Al pasar corriendo tropieza con una muchacha que acaba cayendo contra la puerta con un fuerte golpe. El resto de ellas se están cambiando para la lección de aeróbic; desnudas, chillan como enloquecidas. Lucone se para en los últimos escalones, extasiado ante aquel panorama de mórbidas colinas, humanas y rosadas. Pollo se apresura a volver sobre sus pasos.

—Coño, apenas me lo puedo creer, esto es el paraíso.

—¡Idos al infierno!

Una muchacha con algo más de ropa encima que sus compañeras corre hacia la puerta cerrándola en sus propias narices. Los dos amigos permanecen en silencio por un instante.

—¿Has visto las tetas de la que estaba al fondo a la derecha?

—Porque de la primera a la izquierda… ¿Harías ascos a un culo como ése?

Pollo coge del brazo a su amigo, sacudiendo la cabeza.

—Increíble, ¿eh? Qué voy a hacerle ascos… ¡No soy un mariquita como tú!

De este modo, después de aquella breve pausa erótica, vuelven a perseguirse.

Stefano abre el folio de su ficha, se la ha dado Francesco, el entrenador del gimnasio.

—Empieza con cuatro series de aberturas, sobre aquel banco. Coge pesas de cinco kilos, te tienes que ensanchar un poco, muchacho. Cuanto más gruesa sea la base, más podrás construir encima. —Stefano no se lo hace repetir dos veces.

Se extiende sobre el banco arqueado y empieza. Los hombros le hacen daño, esos pesos parecen enormes; hace algunos ejercicios laterales, desciende hasta tocar el suelo, luego vuelve a subir. Después, detrás de la cabeza. De nuevo. Cuatro series de diez, todos los días, todas las semanas. Pasadas las primeras, se siente ya mejor, los hombros dejan de hacerle daño, los brazos han aumentado ligeramente de volumen. Cambia la alimentación. Por la mañana un batido con proteínas en polvo, un huevo, leche, hígado de merluza. Para comer poca pasta, un filete casi crudo, levadura de cerveza y germen de trigo. Por la tarde al gimnasio. Siempre. Alternando los ejercicios, trabajando un día la parte de arriba y el otro la de abajo. Los músculos parecen enloquecidos. Descansan sólo el domingo, como buenos cristianos. El lunes se empieza de nuevo. Engorda algún kilo, semana a semana, paso a paso, por eso lo han llamado Step. Se ha hecho amigo de Pollo y de Lucone, y de todos los demás que acuden al gimnasio.

Un día, dos meses después, entra el Siciliano.

—¿Quién hace algunas flexiones conmigo?

El Siciliano es uno de los primeros socios de Budokan. De complexión fuerte, nadie quiere competir con él.

—Coño, que no os he dicho que robéis un banco, sólo quiero hacer unas cuantas flexiones.

Pollo y Lucone siguen con el entrenamiento en silencio. Con el Siciliano se acaba siempre por pelear. Si pierdes no se cansa de tomarte el pelo, si ganas, bueno, cualquiera sabe lo que te puede suceder. Nadie ha ganado nunca al Siciliano.

—Pero bueno, ¿es que no hay nadie en este gimnasio de mierda que quiera hacer flexiones conmigo?

El Siciliano mira en derredor.

—Yo.

Se da la vuelta. Step está frente a él, el Siciliano lo mira de arriba abajo.

—OK, vamos allí.

Entran en una pequeña habitación. El Siciliano se quita la sudadera desenfundando unos pectorales enormes y unos brazos bien proporcionados.

—¿Estás listo?

—Cuando quieras.

El Siciliano se extiende en el suelo. Step delante de él. Empiezan a hacer flexiones. Step resiste todo lo que puede. Al final, destrozado, se derrumba en el suelo. El Siciliano hace otras cinco a gran velocidad, luego se levanta y da una palmadita a Step.

—Estupendo, muchacho, no vas mal. Las últimas las has hecho todas con esta. —Y le da amistoso una ligera palmada en la frente.

Step sonríe, no se ha burlado de él. Todos vuelven a sus ejercicios. Step se masajea los músculos doloridos de los brazos. No ha ocurrido nada de especial: el Siciliano es mucho más fuerte que él, todavía es demasiado pronto.