Cuarenta y siete

Aquella tarde, Paolo acaba de trabajar temprano. Entra en casa muy contento. De repente, oye un ladrido. En el salón, un perro lulú de pelo blanco mueve la cola sobre su alfombra turca. Pollo está delante de él con una cuchara de madera en la mano.

—¿Listo? ¡Venga!

Pollo tira la cuchara sobre el sofá que tiene delante. El lulú ni siquiera se gira, no parece importarle lo más mínimo adónde pueda haber ido a parar el trozo de madera. Al contrario, empieza a ladrar.

—Coño, pero ¿por qué no va? ¡Este perro no funciona! ¡Nos hemos llevado un perro idiota! Sólo sabe ladrar.

En una butaca, Step deja el cómic que está leyendo y levanta la vista.

—Mira que no es un perdiguero. No está predispuesto, ¿no lo ves? ¿Qué pretendes?

Step ve a su hermano. Paolo está de pie en el umbral de la puerta con el sombrero todavía en la mano.

—Vaya, Pa’, ¿cómo estás? No te he oído entrar. ¿Cómo es que llegas hoy tan temprano?

—He acabado antes. ¿Qué hace este perro en mi casa?

—Es nuevo. Pollo y yo lo hemos cogido a medias. ¿Te gusta?

—En absoluto. No lo quiero ver por aquí. Mira. —Va hasta el sofá—. Está todo lleno de pelos blancos, aquí.

—Venga, Pa’, no seas tan dominante. Estará en mi parte de la casa.

—¿Qué?

El perro mueve la cola y empieza a ladrar.

—¿Lo ves? ¡Él está de acuerdo!

—Si ya me despiertas tú cuando vuelves a casa imagínate con este perro ladrando sin parar. Ni hablar.

Paolo se marcha furioso.

—Coño, se ha enfadado.

A Pollo se le ocurre algo, grita para que lo pueda oír desde la otra habitación.

—¡Paolo, por los doscientos euros que te debo… me lo llevo yo!

Step se echa a reír y empieza a leer Dago. Paolo aparece en la puerta.

—Hecho. En cualquier caso, había ya dado por perdido ese dinero, al menos así me quito de encima al perro. Por cierto, Step, ¿se puede saber adónde han ido a parar mis galletas de mantequilla? Las compré el otro día para desayunar y ya han desaparecido.

—Bah, se las habrá comido Maria. Yo no las he cogido, ya sabes que a mí no me gustan.

—No sé por qué, pero todo lo que sucede acaba siendo siempre culpa de Maria. Despidámosla, ¿no? Sólo nos causa problemas…

—¿Estás loco? Maria es un mito. Hace unas tartas de manzana… La del otro día, por ejemplo… —interviene Pollo.

—¡Así que os la comisteis vosotros, estaba seguro!

Step mira el reloj.

—Coño, es tardísimo. Tengo que salir.

Pollo también se levanta.

—Yo también.

Paolo se queda solo en el salón.

—¿Y el perro?

A Pollo le da tiempo a contestarle antes de salir:

—Paso después por aquí.

—¡Mira que si no te lo llevas tendrás que devolverme los doscientos euros!

Paolo mira al lulú. Está en medio del salón, moviendo la cola. Qué extraño que todavía no se haya hecho pipí sobre su alfombra. Abre su maletín de piel y saca una nueva caja de galletas inglesas de mantequilla. ¿Dónde puede esconderla? Elige el armarito que hay allí abajo, el de los sobres y las cartas. En esa casa no escribe nadie. Será difícil que las encuentren allí. Las esconde bajo un paquete aún cerrado de sobres.

Al incorporarse, advierte que el lulú lo está mirando. Ambos se observan por un instante. «Puede que me lo hayan dejado adrede. Hay perros capaces de encontrar las trufas. Puede que éste sea un perro galletero». Por un momento, estúpidamente, Paolo deja de estar tan seguro sobre su escondite.