Cuarenta y ocho

Babi va subida a la moto detrás de Step. Con la mejilla apoyada sobre su cazadora mientras el viento le arrebata las puntas de sus cabellos.

—¿Cómo ha ido hoy el colegio?

—Estupendo. Hemos tenido dos horas libres. La Giacci no ha venido. Problemas familiares. Si con una como ésa tenemos problemas nosotras imagínate su familia…

—Ya verás cómo de ahora en adelante las cosas irán mejor. Tengo como una especie de presentimiento.

Babi no acaba de entender el significado de aquellas palabras y cambia de tema.

—¿Estás seguro de que no me hará daño?

—¡Segurísimo! Todos se lo han hecho. Ya has visto lo grande que es el mío. Me habría muerto, ¿no? Tú te vas a hacer uno pequeñísimo. Ni siquiera te darás cuenta.

—No he dicho que me lo hago. Sólo he dicho que voy a ver.

—Está bien, como quieras, si no te gusta, no te lo hagas, ¿de acuerdo?

—Bueno, hemos llegado.

Caminan por un sendero. En el suelo hay arena; el viento la ha llevado hasta allí tras habérsela robado a la playa vecina. Están en Fregene, en el pueblo de los pescadores. Babi se pregunta por un momento si no se habrá vuelto loca. «Dios mío, estoy a punto de hacerme un tatuaje, piensa, tengo que hacérmelo en un sitio donde no se vea demasiado». Imagina lo que podría suceder si su madre la descubriera. Se echaría a gritar. Su madre grita siempre.

—¿Estás pensando dónde hacértelo?

—Todavía no sé si me lo voy a hacer o no.

—Venga, el mío te gustó mucho cuando lo viste. Y, además, Pallina también se ha hecho uno, ¿no?

—Sí, lo sé, pero ¿qué tiene que ver eso? Ella se lo hizo sola en casa con las agujas y la tinta.

—Bueno, esto es mucho mejor. Con la maquinita sale también a colores… Es cojonudo.

—Pero ¿estás seguro de que la esterilizan?

—¡Claro, qué cosas se te ocurren!

—Yo no me drogo, no he hecho nunca el amor. Sería el colmo coger el sida haciéndome un tatuaje.

—Es aquí.

Se paran delante de una especie de cabaña. El viento agita las cañas que cubren el tejado como una plancha. La ventana está cubierta por unos cristales de colores. La puerta es de madera marrón oscuro. Casi parece de chocolate.

—¿Se puede, John?

—Vaya, Step, entra.

Babi lo sigue. Le impresiona el fuerte olor a alcohol que hay en su interior. Al menos de eso hay; ahora hay que asegurarse de que lo usen. John está sentado en una especie de taburete ocupado con el hombro de una chica rubia sentada delante de él en un banco. Se oye el ruido de un motor. A Babi le recuerda el del torno del dentista. Confía en que no haga tanto daño. La muchacha mira hacia delante. Si siente dolor, no lo demuestra. Un muchacho, apoyado contra la pared, deja de leer Il Corriere dello Sport.

—¿Te hace daño?

—No.

—Venga, que sí que te hace.

—Te he dicho que no.

El muchacho se concentra de nuevo en el periódico. Casi parece molestarle que su amiga no sienta nada.

—Bueno, esto ya está. —John aparta el aparato y se inclina sobre el hombro para ver mejor su trabajo—. ¡Perfecta!

La chica exhala un suspiro de alivio. Alarga el cuello para ver si el entusiasmo que demuestra John está justificado. Babi y Step se acercan curiosos. El chico deja de leer y se inclina hacia delante. Todos miran en silencio. La muchacha busca a su alrededor un poco de aprobación.

—Es bonita, ¿eh?

Una mariposa multicolor resplandece lívida sobre su hombro. La piel está un poco hinchada. El color todavía fresco, mezclado con el rojo de la sangre, resulta particularmente brillante.

—Preciosa —le responde sonriendo el que, por lo visto, debe de ser su novio.

—Mucho. —También Babi se decide a darle un poco de satisfacción.

—Ten, ponte esto. —John le pone una venda adherente sobre el hombro—. Tienes que lavarlo cada mañana durante algunos días. ¡Verás que así no se infecta!

La chica inspira por la boca con los dientes apretados.

Algo es seguro. Una vez acabado, al menos, John usa el alcohol. El tipo saca cincuenta euros y le paga. Luego sonríe y abraza a su chica recién tatuada.

—¡Ay! Me haces daño.

—Oh, perdona, cariño.

La coge delicadamente algo más abajo y sale con ella de aquella pseudocabaña.

—Bueno, Step, enséñame cómo va tu tatuaje…

Step se sube la manga derecha de su cazadora. Sobre su musculoso antebrazo aparece un águila con una lengua roja llameante. Step mueve la mano como un pianista. Sus tendones se deslizan bajo la piel dando vida a aquellas grandes alas.

—Es precioso. —John mira orgulloso su trabajo—. Habría que repasarla un poco…

—Un día de éstos, tal vez. Hoy hemos venido por ella.

—Ah, ¿por esta señorita tan guapa? Y dime, ¿qué te gustaría hacerte?

—Para empezar, espero que no me haga daño y además… usted esteriliza cada vez el aparato, ¿verdad?

John la tranquiliza. Desmonta las agujas y las limpia con alcohol delante de ella.

—¿Has decidido ya dónde te lo quieres hacer?

—Mmm, preferiría en un sitio donde no se vea. Si mis padres se dan cuenta las pasaré canutas.

Se arrepiente de la frase. Puede que las pase canutas de todos modos.

—Bueno —John le sonríe—, he hecho algunos sobre las nalgas y también en la cabeza. Una vez vino una americana que insistió en hacérselo, sí, vaya, ¿entiendes dónde…? ¡Antes tuve incluso que depilarla!

John suelta una carcajada delante de ella dejando al descubierto unos terribles dientes amarillentos. Babi lo mira preocupada. «Dios mío, es un maníaco».

—John.

Oye el tono un tanto duro de Step a sus espaldas.

John cambia de inmediato de expresión.

—Sí, perdona, Step. Entonces, no sé, podríamos hacerlo sobre el cuello, bajo el pelo, sobre el tobillo o incluso en un costado.

—Vale, en un costado me parece perfecto.

—Ten, elige uno de éstos. —John saca de debajo de una mesa un voluminoso libro. Babi empieza a ojearlo. Hay calaveras, espadas, cruces, revólveres, dibujos espantosos. John se levanta y se enciende un Marlboro. Intuye que va para largo. Step se sienta a su lado—. ¿Éste?

Le indica una esvástica nazi con una bandera de fondo blanco.

—¡Pues sí que…!

—Bueno, no está mal…

—¿Éste?

Le señala una gruesa serpiente en tonos morados y con la boca abierta en ademán de atacar. Babi ni siquiera le responde. Sigue ojeando el grueso libro. Mira rápidamente las figuras que hay en su interior, insatisfecha, como si supiera ya que allí no va a encontrar nada que merezca la pena. Al final, tras pasar la última hoja, la de plástico duro, cierra el libro. Luego mira a John.

—No me gusta nada.

John da una calada a su cigarrillo y expulsa el humo resoplando. Se lo imaginaba.

—Bueno, entonces tendremos que inventarnos algo, ¿una rosa?

Babi niega con la cabeza.

—¿Otra flor?, ¿no?

—No lo sé…

—Bueno, hija mía, o nos echas una mano o podemos estar aquí hasta mañana. Mira que a las siete vienen otros clientes.

—Pero es que no lo sé. Me gustaría hacerme algo fuera de lo común.

John empieza a pasearse por la habitación. Se detiene.

—Una vez tatué sobre el hombro de un tipo una botella de Coca-Cola. Quedó estupenda. ¿Te gustaría?

—La Coca-Cola no me gusta.

—Venga, Babi, dile algo que te guste, ¿no?

—Yo tomo sólo yogur. ¡No querrás que le pida que me tatúe uno en el costado!

Al final encuentran una solución. La propone Step. John se muestra de acuerdo y a Babi le encanta.

Step la distrae contándole la verdadera historia de John, el chino de los ojos verdes. Todos lo llaman así y él se jacta de su aspecto oriental. Se hace pasar por uno de ellos rodeándose de cosas chinas. En realidad es de Centocelle. Vive con una tipa de Ostia con la cual ha tenido incluso un hijo al que ha llamado Bruce, en honor a su ídolo. Lo cierto es que se llama Mario y aprendió a hacer sus primeros tatuajes en el Gabbio. Los ojos rasgados se deben, además, a dos dioptrías de miopía corregidas con gafas de cuatro perras. Mario o, mejor dicho, John, suelta una risotada. Step paga cincuenta euros. Babi controla su tatuaje: perfecto. Poco después, de nuevo sobre la moto, deja el primer botón de sus vaqueros abiertos, abre un poco la venda y lo vuelve a mirar encantada. Step lo nota.

—¿Te gusta?

—Muchísimo.

Sobre su piel delicada, todavía hinchada, un pequeño aguilucho recién nacido, idéntico al de Step, hijo de la misma mano, saborea el viento fresco del atardecer.

Llaman a la puerta. Paolo va a abrir. Delante de él, un señor de aspecto distinguido.

—Buenas noches, busco a Stefano Mancini. Soy Claudio Gervasi.

—Buenas noches, mi hermano no está.

—¿Sabe cuándo volverá?

—No, no lo sé, no ha dicho nada. A veces ni siquiera viene a cenar, vuelve directamente por la noche, tarde. —Paolo observa a aquel señor. A saber qué tendrá que ver con Step. Problema a la vista. Como de costumbre, una nueva historia de peleas—. Mire, si quiere entrar, tal vez vuelva pronto o llame por teléfono.

—Gracias.

Claudio entra en el salón. Paolo cierra la puerta y, acto seguido, no se puede contener.

—Perdone, ¿puedo ayudarle en algo?

—No, sólo quería hablar con Stefano. Soy el padre de Babi.

—Ah, entiendo. —Paolo esboza una sonrisa educada. En realidad, no entiende nada. No tiene ni idea de quién pueda ser esa Babi. Una chica, esta vez no se trata de una paliza. Peor aún—. Perdone un momento.

Paolo sale del salón. Claudio, una vez a solas, curiosea un poco. Se acerca a algunos pósteres colgados de la pared, luego saca la cajetilla de cigarrillos y se enciende uno. Al menos, toda esta historia tiene una ventaja. Puedo fumar tranquilo. Qué extraño, ese es el hermano de Step, del mismo Step que vapuleó a Accado, y, sin embargo, parece una persona como es debido. Puede que entonces la situación no sea tan desesperada. Raffaella, como de costumbre, está exagerando. Tal vez ni siquiera era necesario venir. Esas son cosas de jóvenes. Se arreglan naturalmente por sí solas. Es una historia sin más complicaciones, se han enamorado. Puede que a Babi se le pase enseguida. Mira en derredor buscando un cenicero. Lo ve sobre una mesita que hay detrás del sofá. Se acerca a ella para echar la ceniza.

—Tenga cuidado. —Paolo está en la puerta con un trapo en la mano—. Lo siento. Pero está caminando justo donde ha hecho pipí el perro.

Pepito, el pequeño lulú de abundante pelo blanco, aparece en un rincón del salón. Ladra casi feliz de reivindicar su osadía.

Step y Babi se detienen en el patio que hay bajo la casa de ella. Babi mira su sitio en el garaje. Está vacío.

—Mis padres todavía no han vuelto. ¿Quieres subir un momento?

—Sí, venga. —Luego recuerda que ha dejado al perro en casa con su hermano. Saca el móvil—. Espera, antes voy a llamar a mi hermano, quiero saber si necesita algo.

Paolo va a coger el teléfono.

—¿Sí?

—Hola, Pa’. ¿Cómo va? ¿Ha pasado Pollo a recoger al perro?

—No, ese idiota que tienes por amigo todavía no ha venido. Espero diez minutos más y luego lo echo de casa.

—Venga, no seas así. Ya sabes que no hay que maltratar a los animales. Más bien, habría que sacarlo para que hiciera pipí.

—¡Ya lo ha hecho, gracias!

—Caramba, qué previsor, eres cojonudo, hermano.

—No me has entendido. Lo ha hecho solito y, por si fuera poco, ¡sobre la alfombra turca!

Paolo, a la imagen de mánager eficientísimo, prefiere la de simple gafe con trapo en mano que seca el pipí del perro. Todo con tal de que Step se sienta culpable. En vano. Del otro lado de la línea le llega una estentórea carcajada.

—¡No me lo puedo creer!

—¡Créetelo! Ah, oye. Aquí hay un señor que te está esperando.

Paolo se vuelve hacia la pared tratando de que no se le oiga demasiado:

—Es el padre de Babi. ¿Ha pasado algo?

Step mira sorprendido a Babi.

—¿En serio?

—Sí, imagínate si bromeo contigo sobre estas cosas… Entonces, ¿qué es lo que pasa?

—Nada, luego te lo cuento. Pásamelo, venga.

Paolo tiende el auricular a Claudio.

—Señor Gervasi, tiene suerte. Mi hermano acaba de llamar.

Mientras se dirige hacia el teléfono, Claudio se pregunta si es realmente un hombre afortunado. Puede que hubiera sido mejor no encontrarlo. Trata de hablar en tono seguro y grave.

—¿Sí?

—Buenas noches, ¿cómo está?

—Bien, Stefano. Escuche, me gustaría hablar con usted.

—Está bien, ¿de qué quiere que hablemos?

—¡Es una cuestión delicada!

—¿No podemos hablar por teléfono?

—No. Preferiría verle y decírselo en persona.

—Está bien. Como quiera.

—En ese caso, ¿dónde nos podemos ver?

—No sé, dígamelo usted.

—De cualquier forma, es cuestión de pocos minutos. ¿Dónde está usted en estos momentos?

A Step le entra risa. No le parece oportuno decirle que está en su propia casa.

—Estoy en casa de un amigo. En los alrededores de Ponte Milvio.

—Nos podríamos ver delante de la iglesia de Santa Chiara, ¿sabe dónde es?

—Sí. Yo, sin embargo, lo espero en la encina que hay delante. Lo prefiero. ¿Sabe cuál es? Hay una especie de jardín.

—Sí, sí, la conozco. Entonces quedamos allí dentro de un cuarto de hora.

—Está bien, ¿me vuelve a pasar a mi hermano, por favor?

—Sí, enseguida.

Claudio le entrega de nuevo a Paolo el auricular.

—Quiere que se vuelva a poner.

—Sí, Step, dime.

—Paolo, ¿me has hecho quedar bien? ¿Lo has invitado a sentarse? Por favor, ¿eh?, me interesa. Es una persona importante. Piensa que su hija se ha comido todas tus galletitas de mantequilla…

—Desde luego…

A Paolo no le da tiempo a contestarle, Step cuelga antes.

Claudio se encamina hacia la puerta.

—Disculpe, me tengo que marchar, quisiera despedirme.

—Ah, claro, le acompaño.

—Espero que tengamos ocasión de volvernos a ver con más calma.

—Por supuesto…

Se dan la mano y Paolo abre la puerta. En ese preciso momento llega Pollo.

—Hola, he venido para llevarme al perro.

—Menos mal, ya era hora.

—Bueno, yo me despido.

—Buenas noches.

Pollo mira perplejo a aquel señor que sale por la puerta.

—¿Quién era ése?

—El padre de una cierta Babi. Quería ver a Step. ¿Qué ha pasado? ¿Quién es esa Babi?

—Es la novia actual de tu hermano. ¿Dónde está el perro?

—En la cocina. Pero ¿por qué quiere hablar con Step? ¿Hay algún problema?

—¡Y yo qué sé! —Pollo sonríe al ver al perro—. Venga, Arnold, vamos.

El lulú, recién bautizado, corre a su encuentro ladrando. Entre los dos parece haber una cierta simpatía aunque también puede ser que el perro prefiera su nombre actual al de Pepito. Es posible que la Giacci no haya entendido nunca que él, en realidad, es un duro.

Paolo lo detiene.

—Eh, ¿no será que esa Babi está…?

Hace un arco con la mano, aumentando el volumen de su tripa, ya de por sí bastante echada a perder.

—¿Embarazada? ¡Qué va! Según me ha parecido entender, Step no lo conseguiría ni aun siendo el Espíritu Santo.

—Eh, Babi, me tengo que marchar.

Step la abraza.

—¿Adónde? Quédate un poco más.

—No puedo. Tengo una cita.

Babi lo aparta.

—Sí, ya sé yo con quién has quedado. Con esa tipa terrible, la morena. Pero ¿es que no lo entiende? ¿No le ha bastado la paliza que le di el otro día?

Step se echa a reír y la abraza de nuevo.

—Pero ¿qué dices?

Babi trata de oponer resistencia. Luchan por un momento. Step vence con facilidad y le da un beso. Babi mantiene cerrados los labios. Al final acepta la dulce derrota. Pero le muerde la lengua.

—¡Ay!

—Dime enseguida con quién vas a salir.

—No lo adivinarías nunca.

—No es la que he dicho antes, ¿verdad?

—No.

—¿La conozco?

—Perfectamente. Perdona, antes de nada, pregúntame si es un hombre o una mujer.

Babi resopla.

—¿Hombre o mujer?

—Se trata de un hombre.

—Eso me deja ya más tranquila.

—Voy a ver a tu padre.

—¡¿Mi padre?!

—Ha ido a buscarme a casa. Cuando he llamado estaba allí. Hemos quedado ahora en la plaza Giochi Delfici.

—¿Y se puede saber qué es lo que quiere mi padre de ti?

—¡No lo sé! Cuando me entere te llamo y te lo digo. ¿De acuerdo?

Le da un beso irresistible. Ella lo deja hacer, todavía estupefacta y sorprendida por aquella noticia. Step arranca la moto y se aleja veloz. Babi se lo queda mirando hasta que desaparece por la esquina. Luego sube a su casa. Silenciosa, realmente preocupada. Trata de imaginarse su encuentro. ¿De qué hablarán? ¿Qué pasará? Después, pensando sobre todo en su padre, confía en que no acaben a bofetadas.