Cuarenta y cuatro

—¿Alessandri?

—Presente.

—¿Bandini?

—Presente.

La Boi está pasando lista. Babi, sentada en su pupitre, controla preocupada su justificación. Ya no le parece tan perfecta. La Boi se salta un apellido. Una alumna que está en el aula y que tiene a gala su propia identidad se lo hace notar. La Boi se disculpa y después inicia de nuevo a pasar lista desde donde se ha equivocado. Babi se tranquiliza un poco. Con una maestra así es probable que su justificación pase inobservada. Cuando llega el momento, lleva el diario a la mesa junto a las otras dos alumnas que han faltado el día anterior. Se queda allí, de pie, con el corazón a mil por hora. Pero todo sale a pedir de boca.

Babi vuelve a su asiento y sigue el resto de la lección relajada. Le llega una nota. Pallina le sonríe desde su pupitre. La ha lanzado ella. Es un dibujo. Una muchacha tirada en el suelo y otra en pose de boxear. Arriba del dibujo, un gran título: «Babi III». Es la parodia de Rocky. Arriba está también el nombre de Maddalena con la palabra hortera entre paréntesis. Junto a la otra muchacha, en cambio, figura una frase: «Babi, sus puños son de granito, sus músculos de acero. Cuando llega ella toda la plaza Euclide tiembla y las horteras, finalmente, ponen pies en polvorosa». Babi no puede por menos que echarse a reír.

Justo en ese momento suena el timbre. La Boi, después de haber recogido sus cosas con cierta dificultad, sale de la clase. La Giacci entra en ella antes de que a sus alumnas les dé tiempo a salir. Todas vuelven silenciosas a sus asientos. La profesora se dirige a su mesa. Babi tiene la sensación de que la Giacci, al entrar, mira a su alrededor como si estuviera buscando algo. Luego, al verla a ella, parece aliviada y esboza una sonrisa. Mientras se sienta, Babi piensa que se trata sólo de una sensación. Tiene que dejar de pensar en ello, se está obsesionando. En el fondo, la Giacci no tiene nada contra ella.

—¡Gervasi! —Babi se levanta. La Giacci la mira risueña—. Venga, venga, Gervasi. —Babi abandona su pupitre. Por lo visto era algo más que una mera sensación. En historia ya le han preguntado. La Giacci tiene algo contra ella—. Traiga también su cuaderno.

Al oír esa frase, el corazón le da un vuelco. Cree que se va a desmayar. La clase parece empezar a dar vueltas a su alrededor. Mira a Pallina. También ella ha palidecido. Babi, con el cuaderno en las manos, terriblemente pesado, insostenible casi, se acerca a la mesa. ¿Por qué quiere su libreta? Su mala conciencia parece no tener nada que sugerirle. De repente se enciende una pequeña luz. Puede que sólo quiera volver a controlar la nota firmada. Se aferra a esa esperanza, a esa improbable ilusión. Pone el cuaderno sobre la mesa.

La Giacci lo abre, sin quitarle ojo.

—Ayer no vino al colegio, ¿verdad?

Aquel pequeño hilo de esperanza se desvanece también.

—¿Puedo saber por qué?

—No me encontraba bien.

En ese momento se encuentra fatal. La Giacci se aproxima peligrosamente a la página de las justificaciones. Encuentra la última, la culpable.

—Imagino que ésta es la firma de su madre, ¿verdad?

La profesora le pone el cuaderno bajo los ojos. Babi mira su intento de imitación. Repentinamente, le parece terriblemente falso, increíblemente tembloroso, manifiestamente artificial. Un «sí» sale de sus labios, tan débil que apenas se puede oír.

—Qué extraño. Acabo de hablar con su madre por teléfono y no estaba al corriente de su ausencia. Menos aún de haber firmado algo. En estos momentos, viene hacia aquí. No parecía muy contenta. Usted ha acabado con este colegio, Gervasi. Será expulsada. Una firma falsa, en caso de ser denunciada a quien corresponde como tengo la intención de hacer, supone la expulsión definitiva. Qué lástima, Gervasi, podría haber sacado una buena nota en la selectividad. Tendrá que esperar al año que viene. Tenga.

Babi coge de nuevo el cuaderno. Ahora lo encuentra increíblemente ligero. De repente, todo le parece diferente, sus movimientos, sus pasos. Tiene la impresión de estar flotando en el aire. Al volver a su sitio advierte las miradas de sus compañeras, aquel extraño silencio.

—¡Esta vez, Gervasi, es usted la que se ha equivocado!

No consigue entender muy bien lo que sucede a continuación. Se encuentra en una habitación con unos bancos de madera. Su madre chilla. Llega la Giacci con la directora. Le hacen salir. Discuten un buen rato mientras ella las espera en el pasillo. Una monja pasa por allí. Se intercambian una mirada que no va aparejada a ningún tipo de sonrisa o saludo. Finalmente, sale su madre. Se la lleva de allí tirándole del brazo. Está furibunda.

—¿Me expulsan, mamá?

—No, mañana por la mañana vuelves al colegio. Puede que haya una solución pero antes quiero saber lo que piensa tu padre, si también él está de acuerdo.

¿Qué solución será, que requiere el consentimiento de su padre? Después de comer, se entera. Es sólo cuestión de dinero. Tendrán que pagar. Lo bueno de los colegios privados es que todo se puede resolver fácilmente. El único gran problema es «cuánto» fácilmente.

Daniela entra en la habitación de su hermana con el móvil en la mano.

—Ten, es para ti.

Babi, cansada de tanto acontecimiento, se ha quedado dormida.

—¿Sí?

—Hola, ¿salimos?

Es Step. Babi se incorpora en la cama. Completamente despierta.

—Me encantaría, pero no puedo.

—Venga, vamos al Parnaso, o al Pantheon si prefieres. Te invito a un granizado de café con nata en la Tazza d´ Oro. ¿Lo has probado ya? Está buenísimo.

—Estoy castigada.

—¿Otra vez? ¿No se había acabado?

—Sí, pero hoy la maestra ha pillado la firma falsa y se ha organizado un buen lío. Esa no me puede ver. Ha informado a la directora. Por poco repito todo el año. Pero mi madre, al final, lo ha resuelto.

—¡Bien por ella! Tiene un carácter tremendo… pero consigue siempre lo que quiere.

—Bueno, la cosa no se ha resuelto precisamente así. Ha tenido que pagar.

—¿Cuánto?

—Cinco mil euros. Para obras de caridad…

Step silba.

—¡Joder! Menuda demostración de bondad. —Sigue un silencio embarazoso—. ¿Babi?

—Sí, estoy aquí.

—Pensaba que se había cortado la línea.

—No, estaba pensando en la Giacci, mi profesora. Tengo miedo de que la historia no se acabe aquí. La puse en evidencia delante de toda la clase y me la quiere hacer pagar como sea.

—¿Más de cinco mil euros?

—Ésos los ha desembolsado mi madre, claro… son algo así como una especie de donación. Ahora arremeterá contra mí. ¡Menudo coñazo! Con las buenas notas que tengo la selectividad habría sido pan comido.

—¿Entonces no puedes venir?

—No, ¿estás loco?, si llama mi madre y no me encuentra sucede una catástrofe.

—En ese caso, voy yo a tu casa.

Babi mira el reloj. Son casi las cinco. Raffaella no volverá hasta mucho más tarde.

—Está bien, ven. Te invito a un té.

—¿No podría ser una cerveza?

—¿A las cinco?

—No hay nada mejor que una cerveza a las cinco y, además, hay otra cosa: odio a los ingleses.

Cuelga.

—Dani, voy un momento a la tienda, ¿necesitas algo?

—No, nada, ¿quién viene? ¿Step?

—Vuelvo enseguida.

Compra dos tipos de cerveza, una lata de Heineken y otra de Peroni. Si se hubiera tratado de vino habría entendido algo más. De cerveza no tiene ni idea. Vuelve a subir a casa rápidamente y las mete en la nevera. Poco después suena el telefonillo.

—¿Sí?

—Soy yo, Babi.

—Primer piso.

Aprieta dos veces el botón y se encamina hacia la puerta. No puede evitar mirarse en el reflejo de un cuadro. Todo está bien. Abre la puerta. Lo ve subir corriendo por las escaleras. Se detiene sólo en el último momento, justo para dedicarle esa sonrisa que a ella le gusta tanto.

—Hola.

Babi se aparta para dejarlo pasar. Él entra y a continuación saca de debajo de la cazadora una caja.

—Ten, son galletitas inglesas de mantequilla. Las he comprado aquí cerca, son estupendas.

—Galletitas inglesas de mantequilla… Entonces sí que hay algo que te gusta de los ingleses…

—La verdad es que no las he probado nunca. Pero a mi hermano le privan. Y él está obsesionado con tartas de manzana y cosas por el estilo así que tienen que estar buenísimas. A mí me gustan sólo las cosas saladas. Hasta para desayunar como siempre un sándwich o un bocadillo. Dulces casi nunca.

Babi sonríe. Ligeramente preocupada por lo distintos que son, incluso en las cosas más insignificantes.

—Gracias, me las comeré enseguida.

En realidad, está a dieta y esos pequeños rectángulos de mantequilla desmenuzables deben de tener unas cien calorías cada uno. Step va tras ella, él también ligeramente preocupado. Las galletas no las ha comprado, las ha cogido en su casa. Pero luego lo piensa mejor y se tranquiliza. En el fondo, le está haciendo un favor a Paolo. Un poco de dieta no le vendrá mal. Daniela sale adrede de su habitación para verlo.

—Hola, Step.

—Hola.

Él le da la mano sonriente, parece no haber prestado demasiada importancia al hecho de que ella sepa su apodo. Babi fulmina con la mirada a su hermana. Daniela, pillando al vuelo sus intenciones, finge coger algo y regresa de inmediato a su habitación. Poco después, el agua empieza a hervir. Babi coge una caja de color rosa. Con una cucharita vierte diminutas hojas de té en el cacito. Lentamente, un perfume ligero inunda la cocina.

Luego van al salón. Ella con una taza de té a la cereza humeante entre las manos, él con las dos cervezas, resolviendo de este modo cualquier posible duda. Babi coge un álbum de fotografías de la librería y se las enseña. Puede que sea la Heineken, o también la Peroni, pero el caso es que se está divirtiendo. Escucha las historias entusiastas que vienen a continuación de cada fotografía, un viaje, un recuerdo, una fiesta.

Esta vez no se duerme. Foto a foto, la ve crecer, ojeando aquellas páginas con celofán. La contempla cuando le salen los primeros dientes, cuando apaga una velita, cuando va en bicicleta y luego, un poco más mayor, en el tiovivo con su hermana. Sobre el trineo con Papá Noel, en el zoo con un cachorro de león entre los brazos. Poco a poco, su rostro adelgaza, su pelo se aclara, su pequeño pecho aumenta de tamaño y, de repente, tras aquella página, se ha convertido ya en una mujer. Atrás queda el chicote enfurruñado en bañador con las manos sobre las caderas. Un pequeño bikini cubre el cuerpo moreno de una bonita muchacha, de piernas lisas, ahora delgadas y más largas. Sus ojos claros son ya capaces de entender, su inocencia una elección. Sentada sobre un patín, unos hombros delgados, puede que demasiado angulosos, se asoman dorados por entre los últimos mechones de pelo aclarado por el mar. Al fondo, unos bañistas desenfocados ignoran que han sido inmortalizados.

A medida que pasan las páginas, ella se va pareciendo cada vez más al original que está sentado a su lado. Step, interesado en aquellas historias, observa aquellas fotos, se bebe la segunda cerveza, hace de tanto en tanto alguna pregunta. Babi, de repente, sabiendo ya lo que viene a continuación, trata de saltar una página.

Step, divertido por aquel millar de pequeñas versiones suyas, se le adelanta.

—Eh, no, quiero verlo.

Simulan una lucha, sólo para abrazarse un poco y sentirse más cerca. Luego él, después de haber ganado, suelta una carcajada. Ahí está, cómica y haciendo una mueca con los ojos torcidos, en medio de la página. A Babi nunca le ha gustado aquella foto.

—Extraño, es la que más se parece a ti.

Ella, fingiendo ofenderse, le pega. Luego pone el álbum en su sitio, coge su taza, las dos latas de cerveza ya vacías y va hasta la cocina. Step, a solas, da vueltas por el salón. Se para delante de algunos cuadros de autores que desconoce. Sobre una mesa ancha de patas cortas hay toda una serie de cajitas y ceniceros de plata, colocados al azar, que habrían hecho las delicias de sus amigos.

Babi lava su taza y tira las dos latas de cerveza vacías en la basura que hay bajo la pila, cubriéndolas con un brik de leche vacío y con unos pañuelos de papel arrugados. No debe dejar ningún rastro. Al volver al salón, Step ha desaparecido de verdad.

—¿Step? —No hay respuesta. Se dirige a su habitación—. ¿Step?

Lo ve. Está de pie junto a su escritorio ojeando su diario.

—No está bien leer las cosas de los demás sin su permiso.

Babi le arranca el diario de las manos. Él la deja hacer. De todos modos, ya ha leído lo que le interesa. Lo memoriza.

—¿Por qué, acaso hay algo escrito que podría hacerme enfadar?

—Son cosas mías.

—Espero que no haya mensajes o partes dedicadas a ese memo del BMW.

—No, esa fue una historia un poco así, un pequeño flirt.

Se divierte pronunciando exageradamente la palabra extranjera.

—Un pequeño flirt —la imita Step.

—Por supuesto, nada que ver con la historia que hubo entre tú y esa loca furiosa.

—¿A quién te refieres?

Step finge no entenderla.

—¡Venga, sabes de sobra a quién me refiero! A esa morena, la bravucona que ayer puse en su sitio. No me digas que ésa se me tiró encima sólo para divertirse. Entre vosotros hay algo más que un flirt

Step se ríe y se acerca a ella, la besa, arrastrándola hasta la cama. Luego empieza a subirle la camiseta.

—Quieto, venga. Si llegan mis padres y nos pillan se enfadarán, y si, además, nos encuentran en mi habitación, se organizará una buena.

—Tienes razón. —Step la coge y la levanta con facilidad, acostumbrado a barras mucho más pesadas que aquel delicado cuerpo—. Es mejor que vayamos allí.

Sin darle tiempo a responder, se mete en la habitación de los padres de Babi y cierra la puerta. Luego la coloca suavemente sobre la cama y, besándola en la penumbra del dormitorio, se extiende junto a ella.

—Estás loco, lo sabes, ¿verdad? —le susurra al oído.

Él no responde. Un pequeño rayo del último sol se filtra a través de la persiana bajada e ilumina su boca. Puede ver aquellos dientes blancos y perfectos sonreírle y entreabrirse antes de perderse en un beso. Luego, sin saber cómo, se encuentra entre sus brazos desnuda de cintura para arriba. Siente su piel acariciarle, sus manos apoderarse dulcemente de su pequeño seno. Babi tiene los ojos cerrados, sus labios suaves se abren y se cierran con un ritmo constante, cambiando un poco de cuando en cuando, pequeña fantasía del beso. Inesperadamente, se siente más tranquila, más libre. La mano de Step se adueña en silencio de su cinturón.

Desabrocha el cierre. En la oscuridad de la habitación, Babi oye el crujido del cuero, el ruido de la hebilla metálica. Con los cinco sentidos puestos en ello, sin dejar de besarlo. La habitación parece suspendida en el vacío. Sólo el lento tictac de un despertador lejano, su respiración cercana, ahora entrecortada por el amor. Un ligero apretón. El cinturón se cierra un poco más y el clavo abandona el tercer agujero de bordes oscuros, el más estropeado, el más gastado, fruto de su estricta dieta. En un abrir y cerrar de ojos, sus Levi’s se abren. Los botones de plata, antes aprisionados, se ven liberados por el toque mágico de sus dedos. Uno tras otro, cada vez más abajo, mientras aumenta el peligro. Babi contiene la respiración y algo sucede de repente en medio del encanto de aquellos besos. Un leve cambio, casi imperceptible. Aquel suave hechizo parece desvanecerse. A pesar de que siguen besándose, entre ellos se produce algo parecido a una silenciosa espera. Step trata de percibir algo, una señal, una muestra de su deseo. Pero Babi permanece inmóvil, sin dejar traslucir nada. De hecho, todavía no ha tomado ninguna decisión. Nadie había llegado antes hasta aquel punto. Siente sus vaqueros abiertos y la mano de él sobre el borde de la pierna. Sigue besándolo, sin querer pensar, sin saber muy bien qué hacer. En ese momento, la mano de Step decide correr el riesgo. Se mueve lentamente, con delicadeza pero, a pesar de ello, ella puede sentirla de todos modos. Entorna los ojos exhalando un suspiro. Los dedos de Step sobre su piel, sobre aquel borde rosa fruncido, sus bragas. El elástico se aleja un poco de su vientre y casi de inmediato resbala de su mano para volver veloz a su sitio. Un segundo intento más decidido. Bajo sus vaqueros, la mano de Step aprisiona su cadera y allí, insolente y resuelta, pasa por debajo del elástico. Se desliza hacia abajo, hacia el centro, acariciándole la tripa, más y más abajo, hasta aquel contorno rizado, frontera aún inexplorada.

Pero entonces sucede algo. Babi le sujeta la mano. Step la mira en la penumbra.

—¿Qué pasa?

—Chss. —Babi se incorpora sobre un lado, aguzando los oídos para tratar de oír lo que pasa más allá de la habitación, del cierre metálico, abajo, en el patio. Un ruido repentino, una aceleración familiar. Esa marcha atrás—. ¡Mi madre! Rápido, tenemos que darnos prisa.

Se visten en menos que canta un gallo. Babi tira de la colcha. Step acaba de meterse la camisa en los pantalones. Alguien llama a la puerta de la habitación. Se quedan paralizados por un momento. Es Daniela.

—Babi, mira que mamá ha vuelto. —No le da tiempo a acabar la frase. La puerta se abre.

—Gracias, Dani, lo sé.

Babi sale arrastrando a sus espaldas a Step. Él se resiste un poco.

—No, quiero hablar, ¡quiero aclarar de una vez por todas esta situación!

De nuevo, en su cara, esa sonrisa insolente.

—Déjate de bromas. No sabes lo que mi madre sería capaz de hacerte si te encontrara aquí. —Se dirigen al salón—. Rápido, sal por ahí, así no te cruzarás con ellos.

Babi abre la cerradura de la puerta principal. Sale al rellano. El ascensor da directamente al patio. Lo llama. Se intercambian un beso apresurado.

—Quiero una cita con Raffaella.

Ella lo empuja dentro del ascensor.

—¡Desaparece!

Step aprieta el botón de la planta baja y, con una sonrisa, sigue el consejo de Babi. Justo en ese momento, la otra puerta, la de servicio, se abre. Entra Raffaella. Apoya algunas bolsas sobre la mesa de la cocina. Entonces tiene como una especie de presentimiento, siente que algo flota en el aire, puede que el golpe que da la otra puerta al cerrarse.

—¿Eres tú, Babi?

Va de inmediato al salón. Babi ha encendido la televisión.

—Sí, mamá, estoy mirando la televisión.

Pero un leve enrojecimiento la traiciona. A Raffaella le basta simplemente eso. Se asoma sin perder tiempo a la ventana que da al patio. El ruido de una moto que se aleja, unas hojas de yedra que todavía se mueven en una esquina. Demasiado tarde. Cierra la ventana. Se cruza con Daniela en el pasillo.

—¿Ha venido alguien a casa?

—No sé, mamá, yo he estado todo el tiempo estudiando en mi habitación.

Raffaella decide dejarlo estar. Con Daniela no sirve de nada insistir. Va a la habitación de Babi, la recorre con la vista. Todo parece estar en su sitio. No hay nada extraño. Incluso la colcha está perfecta. Entonces, procurando que nadie la vea, pasa la mano por encima de ella. Está fría. Nadie se ha tumbado encima. Exhala un suspiro de alivio y va a su habitación. Se quita el traje de chaqueta, lo cuelga de una percha. Luego coge un suéter de angora y una cómoda falda. Se sienta en la cama y se la pone. Ignorante y tranquila, sin que ni siquiera se le pase por la cabeza que, justo allí, poco antes, estaba su hija. Abrazada a ese chico que ella no soporta. Ahí, donde ahora está sentada ella, sobre aquella colcha que aún conserva el calor de tempranas e inocentes emociones.

Claudio llega algo más tarde. Habla largo y tendido con Babi, sobre la firma falsa, los cinco mil euros que ha tenido que pagar, sobre su comportamiento de los últimos días. Luego se sienta delante del televisor, finalmente tranquilo, esperando a que la cena esté lista. Pero justo en ese momento Raffaella lo llama desde la cocina. Claudio se dirige allí sin perder tiempo.

—¿Qué pasa ahora?

—Mira…

Raffaella le señala las dos latas de cerveza que se ha bebido Step.

—Cerveza, ¿qué pasa?

—Estaba escondida en el cubo de la basura debajo de unos Scottex.

—¿Y qué?, habrán bebido un poco de cerveza. ¿Qué hay de malo?

—Ese chico ha estado aquí esta tarde. Estoy segura…

—¿Qué chico?

—El que pegó a Accado, el mismo con el que tu hija se escapó del colegio. Stefano Mancini, Step, el novio de Babi.

—¿El novio de Babi?

—¿No ves cómo ha cambiado? ¿Es posible que no te des cuenta de nada…? Y todo por culpa suya. Va a hacer carreras de motos, firma justificaciones falsas… Y, además, ¿has visto el morado que tiene bajo el ojo? Yo creo que incluso le pega.

Claudio se queda sin saber qué decir. Nuevos problemas. ¿Será posible que haya pegado a Babi? Tiene que hacer algo, intervenir. Se enfrentará a él, sí, lo hará.

—Ten. —Raffaella le tiende un trozo de papel.

—¿Qué es?

—La matrícula de ese chico. Llama a nuestro amigo Davoni, se la dices, consigues su dirección y vas a hablar con él.

Ahora sí que no le queda más remedio que hacerlo. Se agarra a un clavo ardiendo.

—¿Estás segura de que es la suya?

—La leí el otro día delante del colegio de Babi. La recuerdo perfectamente.

Claudio se mete el trozo de papel en la cartera.

—¡No la pierdas!

Aquellas palabras de Raffaella son más una amenaza que un consejo. Claudio vuelve al salón y se deja caer sobre el sofá delante de la tele. Una pareja habla de sus asuntos delante de una mujer de maneras quizá demasiado masculinas. ¿Cómo pueden tener ganas de ir a discutir delante de todos en televisión? Él apenas si puede soportarlo en su casa, entre las cuatro paredes de su cocina. Y ahora le toca ir a hablar con ese muchacho. Le atizará también a él. Piensa en Accado. Puede que acabe en la misma habitación de hospital. Se harán compañía. Tampoco eso lo anima. Accado no le cae demasiado bien. Claudio saca la cartera y se dirige al teléfono. Stefano Mancini, Step. Ese chico le ha costado ya cinco mil euros y dos cervezas. Coge la nota con la matrícula de la moto y marca el número de su amigo Davoni. Luego, mientras espera a que alguien le conteste al otro lado de la línea, piensa en su mujer. Raffaella es increíble. Apenas ha visto una o dos veces la moto de ese chico y recuerda perfectamente la matrícula. Él hace un año que tiene el Mercedes y todavía no se sabe de memoria la suya.

—¿Sí, Enrico?

—Sí.

—Hola, soy Claudio Gervasi.

—¿Cómo estás?

—Bien, ¿y tú?

—Estupendamente… me alegro de oírte.

—Oye, perdona que te moleste, pero necesito un favor.

Por un momento, Claudio espera que Enrico no sea excesivamente amable.

—¡Claro! Cuéntamelo todo.

No hay duda, cuando menos necesitas un favor, más gente encuentras dispuesta a hacértelo.