Cincuenta y tres

24 de diciembre.

Está despierto. En realidad, no ha dormido en absoluto. La radio está encendida. Ram Power. Uno lo vive uno lo recuerda. ¿Qué hay que recordar? Le duelen la cabeza y los ojos. Se da la vuelta en la cama.

De la cocina llegan algunos ruidos. Su hermano está desayunando. Mira el reloj: Son las nueve. A saber adónde va Paolo a esa hora, la víspera de Navidad. «Hay personas que siempre tienen cosas que hacer —piensa— incluso los días festivos». Oye un portazo. Ha salido. Siente un cierto alivio. Necesita estar solo. Luego se apodera de él un extraño sufrimiento. No lo necesita. Está solo. Aquella idea le hace sentirse aún peor. No tiene hambre, ni sueño, no siente nada. Permanece así boca abajo. Sin saber por cuánto tiempo. Paulatinamente, vuelve a ver aquella habitación en días más felices. Cuántas veces, por la mañana, al despertarse, ha encontrado los pendientes de Babi sobre su mesita; cuántas veces su reloj; cuántas veces han estado juntos en aquella cama, abrazados, enamorados, deseándose. Sonríe. Recuerda sus pies fríos, aquellos diminutos dedos helados que ella apoyaba sobre sus piernas, más calientes. Después de haber hecho el amor, cuando se quedaban allí, charlando, mirando la luna por la ventana, la lluvia o las estrellas, igualmente felices, ya hiciera frío o calor. Acariciándole el pelo sin importarle lo que sucediese fuera, a pesar de las guerras, los problemas del mundo, las calles nuevas, la gente. Después la ve encaminarse hacia el baño, admira de nuevo enamorado aquellas marcas más claras sobre su piel, la sombra del traje del que se acaba de desprender, un sostén desabrochado. La oye reír a través de aquella puerta cerrada, la ve caminar con aquel aire cómico, con el pelo suelto, correr con timidez hacia la cama, tirarse sobre él, todavía fresca de agua, de lavados temerosos, todavía perfumada de amor y de pasión. Cuántas veces, muy a su pesar, ha llegado la hora de vestirse, de acompañarla hasta su casa. Entonces, juntos, en silencio, sentados sobre aquella cama, habían empezado a ponerse la ropa, sin prisas, pasándose de vez en cuando alguna prenda que pertenecía al otro. Intercambiando sonrisas y besos, poniéndose una falda, hablando agachados, mientras se ataban los zapatos, dejando la radio encendida, por poco tiempo, antes de volver. Dónde estará en este momento. Y por qué. El corazón le da un vuelco.

Durante los días de fiesta uno ordena la habitación, uno se siente más alegre, o más triste. No se sabe muy bien qué hacer con ciertos pensamientos.

—Dani, ¿quieres ésta? Si no, la tiro.

Daniela mira a su hermana. Babi está en la puerta de la habitación con la chaqueta azul en la mano.

—No, déjala, me la pondré yo.

—Pero está toda descosida.

—Haré que la arreglen.

—Como quieras.

Babi la deja sobre la cama. Daniela la mira salir de la habitación. La de veces que ella y Babi habrán reñido por aquella chaqueta. Jamás se habría imaginado que un día querría deshacerse de ella. Su hermana está muy cambiada. No parece, sin embargo, preocuparle demasiado ya que, acto seguido, se pone a envolver los últimos regalos. Babi está acabando de liberar el armario cuando entra su madre.

—Así me gusta. Has sacado un montón de cosas.

—Sí, ten, todo esto es para tirar. Ni siquiera la quiere Dani.

Raffaella coge algunos vestidos que hay apoyados sobre la mesa.

—Haré un paquete para los pobres. Deberían pasar hoy a recogerlo. ¿Salimos juntas más tarde?

—No lo sé, mamá.

Babi se sonroja ligeramente.

—Como quieras, no te preocupes.

Raffaella sonríe y sale de la habitación. Babi abre algunos cajones. Está feliz. Últimamente, ella y su madre se llevan realmente bien. Qué extraño. Hace sólo seis meses se pasaban el día riñendo. Recuerda el final del proceso, cuando su madre le dio alcance corriendo a la salida del tribunal.

—¿Estás loca? ¿Por qué no has dicho lo que pasó realmente? ¿Por qué no has dicho que ese delincuente le pegó a Accado sin motivo?

—Para mí, las cosas pasaron como te he dicho. Step es inocente. No tiene nada que ver. ¿Qué sabéis vosotros de lo que sucedió? ¿O de lo que sintió en ese momento? Vosotros no sabéis justificar las cosas, no sabéis perdonar. La única cosa que sabéis hacer es juzgar. Decidís sobre la vida de vuestros hijos de acuerdo con vuestros propios deseos, con vuestras propias ideas. Sin saber mínimamente lo que pensamos nosotros. Para vosotros la vida es como jugar a gin, todo lo que desconocéis es una carta incómoda que preferiríais no haber pescado nunca. No sabéis qué hacer con ella, os quema en las manos. Pero no os preguntáis por qué uno es violento, por qué uno se droga, qué más os da, no se trata de vuestro hijo, no os afecta. En cambio esta vez sí que te interesa, mamá, esta vez tu hija sale con uno que tiene problemas, que no piensa sólo en tener el GTI 16 válvulas, la Daytona o en ir a Cerdeña. Es violento, es cierto, pero puede que lo sea porque no se sabe explicar muchas cosas, porque le han contado muchas mentiras, porque el suyo es el único modo de reaccionar.

—Pero ¿qué estás diciendo? Una sarta de tonterías… Y, además, ¿no has pensado en ello? ¿Qué imagen das? Eres una mentirosa. Has mentido delante de todos.

—Me importan un comino esos amigos tuyos, lo que piensan, cómo me juzgan. Siempre estáis diciendo que es gente que se ha hecho a sí misma, que ha llegado. Pero ¿adónde ha llegado? ¿Qué ha hecho? Sólo dinero. No hablan con sus hijos. No les interesa en absoluto lo que hacen, lo que puedan sufrir. Nosotros os importamos un huevo.

Raffaella le da entonces una bofetada en la cara. Babi se pasa la mano por la mejilla, luego sonríe.

—Lo he dicho adrede, ¿qué crees? Ahora que me has pegado tu conciencia está tranquila. Ahora puedes volver a parlotear con tus amigas y sentarte a la mesa de juego. Tu hija está bien educada. Ha entendido lo que es justo y lo que no lo es… Ha entendido que no hay que soltar tacos y que hay que comportarse como es debido. Pero ¿no ves que eres ridícula, que haces reír? Me mandas a misa el domingo pero si escucho demasiado el evangelio entonces no va bien. Si amo demasiado a mis semejantes, si traigo a casa a uno que no se levanta cuando tú entras o que no sabe comportarse a la mesa, entonces tuerces el morro. Tendríais que inventar iglesias a vuestra medida, un evangelio sólo para vosotros donde no resucitan todos, sino sólo aquellos que no comen en camiseta interior, que no firman escribiendo primero el apellido, aquellos que sabéis de quién son hijos, que están siempre morenos y son atractivos, que se visten como queréis vosotros. Sois unos payasos.

Babi se va. Raffaella se la queda mirando hasta que la ve subir a la moto de Step y alejarse con él.

Cuánto tiempo ha pasado desde entonces. Cuántas cosas han cambiado. Suspira, abriendo el segundo cajón. «Pobre mamá, cuántas cosas le he hecho pasar. En el fondo, tiene razón ella. Tal vez lo haya entendido sólo ahora. Pero hay cosas más importantes en la vida». Sigue ordenando. Sólo que ni siquiera se le ocurre una, puede que porque no quiere pensar más en ellas, porque es más cómodo así. O también porque, en realidad, no son tantas. Puede que sea un remordimiento, o un sostén sobre el que se burló él.

—Qué sexy estás esta noche.

Llegan uno tras otro los recuerdos, implacables, melancólicos y tristes, remotos. La fiesta de sus dieciocho años en Ansedonia. A las diez de la noche, repentinamente, un ruido de motos. Todos los invitados se asoman a la terraza. Finalmente algo de que hablar. Acaban de llegar Step, Pollo y el resto de sus amigos. Bajan de las motos y entran en la fiesta riéndose, insolentes y seguros de sí mismos, mirando en derredor, sus amigos en busca de alguna tía buena, Step, de ella.

Babi se arroja en sus brazos, entre un dulce «felicidades, cariño» y un descarado beso en la boca.

—Venga, que están mis padres…

—¡Lo sé, por eso lo he hecho! Ven, escapémonos juntos…

Después de la tarta con las velitas y el Rolex que le regalan sus padres, huyen de allí. Se deja secuestrar por sus ojos alegres, por sus divertidas ocurrencias, por su moto veloz. Se marchan de allí, bajan por la cuesta, se dirigen hacia el mar nocturno, entre las gayombas, lejos de invitados inútiles, de la mirada de desprecio de Raffaella, de la apenada de Claudio a quien le habría gustado poder bailar un vals con su hija como hacen todos los padres.

Pero ella ya se ha ido, está lejos. Mayor de edad, se pierde bailando entre sus besos, al ritmo que marcan unas olas espumosas y saladas, una luna romántica, su joven amor.

—Ten, es para ti. —Sobre su cuello brilla una cadena de oro con piedras turquesa del mismo color de sus ojos felices. Babi le sonríe y él, entre un beso y otro, consigue incluso convencerla—. Te juro que no la he robado.

Y la noche de la selectividad. Qué risa aquella vez, en casa hasta bien tarde para repasar. Hipótesis continuas, murmuradas clandestinamente. Todos creen saber cuál será el tema. Se llaman unos a otros seguros, cada uno de ellos convencido de tener razón.

—Es el cincuenta de la televisión, ha sido descubierto un nuevo texto de Manzoni, es sobre la Revolución francesa, seguro.

Algunos dicen que les llegó la noticia desde Australia, donde salió el día anterior, otros de un amigo que es profesor, de uno que está en la comisión, alguno incluso gracias a un médium. Cuando, el día después, el futuro se convierte en presente, se descubre que aquel profesor no es, a fin de cuentas, tan amigo, que aquel médium era un simple estafador y Australia una tierra demasiado remota como para tomarla con alguien. En cambio, cuando salieron las notas, la gran sorpresa.

Babi sacó un diez. Corrió a casa de Step completamente feliz, entusiasmada con el resultado. Él se echó a reír y le tomó el pelo.

—Ahora sí que eres toda una mujer… una mujer madura…

Y la desnudó sin dejar de reírse, bromeando, como si supiera, como si se esperara aquella nota. Hicieron el amor. Luego ella se vengó riéndose a su vez de él.

—¿Quién te lo iba a decir? Tú, un vulgar siete que tiene el honor de besar a una que ha sacado diez… ¿Te das cuenta de la suerte que tienes?

Él le sonrió.

—Sí, claro que me doy cuenta.

Y la abrazó en silencio.

Algún tiempo después, Babi fue a visitar a la Giacci. En el fondo, después de todas sus discusiones, la maestra había acabado por demostrarle una cierta simpatía. Había empezado a tratarla bien, con consideración, hasta con excesivo respeto. Aquel día, al llegar a su casa, supo por qué.

Aquel respeto no era sino miedo. Miedo a quedarse sola, a no volver a tener consigo a su único amigo y compañero. Miedo a no volver a ver a su perro. Babi se quedó sin palabras. Escuchó a la iracunda profesora, su rabia, sus palabras malévolas. La Giacci estaba frente a ella, de nuevo con su Pepito en brazos. Aquella mujer anciana parecía aún más cansada, más amarga, más desilusionada del mundo, de aquellos jóvenes. Babi escapó de allí disculpándose, sin saber qué decir, sin saber ya muy bien quién era y a quién tenía a su lado, cuál habría sido su nota, la verdadera, aquello que se habría merecido.

Babi va hasta la ventana y mira fuera. Algunos árboles de Navidad se encienden y se apagan en las terrazas de las casas, en los salones elegantes de los edificios de enfrente. Es Navidad. Hay que ser buenos. Tal vez debería llamarlo. «Cuántas veces, sin embargo, fue buena. Cuántas veces lo perdonó. Incluida la Giacci». Recuerda las mil discusiones que tuvieron, su modo tan diferente de ver las cosas, las peleas, el dulce hacer las paces confiando en que todo pudiese mejorar. Pero no fue así. Una discusión tras otra, todos los días, con sus padres que le habían declarado la guerra, llamadas a escondidas, nocturnas. Su madre que responde, Step que cuelga. Y su móvil, desgraciadamente, en casa no tenía cobertura… Y ella castigada, siempre más a menudo. Aquella vez que Raffaella organizó una cena en su casa y la obligó a asistir. Había invitado a gente de lo mejorcito, el hijo de un amigo suyo, muy rico. Un buen partido, le había dicho. Step llegó más tarde. Daniela le abrió sin pensar, sin preguntar quién era. Step abrió de par en par la puerta dándole un golpe en la cabeza.

—Perdona, Dani, no tengo nada contra ti, ya lo sabes.

Cogiendo a Babi del brazo, la arrastró fuera de allí entre los gritos inútiles de Raffaella y el intento del buen partido de detenerlo. El tipo en cuestión acabó en el suelo con un labio roto y lleno de sangre. Ella se durmió entre los brazos de Step, llorando.

—Las cosas se han puesto muy difíciles para nosotros. Me encantaría estar muy lejos contigo, sin que hubiera más problemas, sin mis padres, sin todos estos líos, en un lugar tranquilo, fuera del tiempo.

Él le sonrió.

—No te preocupes. Yo sé adónde podemos ir, nadie nos molestará. Hemos estado ya muchas veces, basta quererlo.

Babi lo miró con ojos esperanzados.

—¿Adónde?

—Tres metros sobre el cielo, donde viven los enamorados.

Pero, al día siguiente, ella volvió a su casa y a partir de ese momento empezó o, tal vez, se acabó todo.

Babi se matriculó en la universidad, empezó a asistir a las clases de economía y comercio, pasaba las tardes estudiando. Se veían menos. Una tarde, con él. Habían ido al bar de Giovanni a tomarse un refresco. Mientras estaba hablando fuera del local llegaron de repente dos tipos tremendos. Pillaron por sorpresa a Step. Se abalanzaron sobre él sin mediar palabra. Abrazándose entre ellos se pusieron a darle cabezazos, golpeándole a turnos, en un espantoso balanceo sangriento. Babi empezó a chillar. Step, al final, consiguió liberarse. Los dos tipos huyeron a bordo de una Vespa trucada perdiéndose en el tráfico. Step quedó en el suelo, atontado. Luego, ayudado por ella, se puso de nuevo en pie. Con pañuelos de papel, trataron de detener la sangre que le salía a chorros de la nariz, manchándole la Fruit.[14] Después la acompañó a casa, en silencio, sin saber muy bien qué decir. Le contó algo sobre una antigua pelea, cuando todavía no salían juntos. Ella le creyó, aunque también es posible que sólo deseara hacerlo. Raffaella se llevó un buen susto cuando la vio entrar en casa con la camiseta llena de sangre.

—¿Qué te has hecho? Babi, ¿estás herida? ¿Qué te ha pasado? Es culpa de ese delincuente, ¿verdad? ¿No entiendes que acabará mal?

Ella fue hasta su habitación, se cambió en silencio. Se quedó a solas en ella, tumbada en la cama. Consciente de que algo no iba bien. Era otra cosa la que tenía que cambiar. No iba a ser tan fácil, no como quitarse una camiseta y tirarla en el cesto de la ropa sucia. Volvió a ver a Step algunos días más tarde. Tenía un corte en la cara. Llevaba unos puntos en la ceja.

—Pero ¿qué te has hecho?

—¿Sabes?, para no despertar a Paolo entré en casa sin encender la luz del pasillo. Me di contra una esquina. No te puedes imaginar qué daño, una cosa espantosa.

Como lo que había hecho él. Se enteró de la verdad por casualidad, mientras hablaba con Pallina por teléfono. Habían ido a Talenti, al Zio d’America, con bastones y cadenas, capitaneados por Step. Una pelea impresionante, una auténtica venganza. Incluso salió en un suelto del periódico. Babi colgó el teléfono. Era inútil discutir con Step, hacía siempre lo que le venía en gana, a su modo. Era un cabezota. Se lo había repetido ya hasta cansarse, que ella odiaba la violencia, los golpes, los matones.

Ordena los estantes, saca algunos cuadernos y los arroja al suelo. Cuadernos de los años pasados, apuntes del bachillerato, libros viejos.

—¿Qué hacemos esta noche? ¿Vamos a las carreras de motos? Venga, todos van a ir.

—Imagino que lo dirás de broma, ¡ni lo sueñes! Yo no vuelvo a meter los pies en ese sitio. Igual me encuentro con esa chula medio loca y llegamos otra vez a las manos. Si quieres, yo he quedado con mis amigos después de cenar.

Step se puso una chaqueta azul. Permaneció todo el tiempo sentado en el sofá, mirando a su alrededor, tratando de encontrar algo divertido en aquellas conversaciones sin conseguirlo. Siempre había odiado a aquella gente. Se había colado en aquellas fiestas, había destrozado todo, se había divertido muchísimo robando con sus amigos en los dormitorios, tirando las cosas por las ventanas. Sus amigos. A saber dónde estarían en ese momento. En el invernadero, haciendo el caballito a ciento cuarenta, sobre la moto, mientras el público los animaba y Siga anotaba las apuestas, con las camomillas, Ciccio y el resto. Menudo coñazo de fiesta. Su mirada se cruza con la de Babi. Le sonríe. Ella está molesta, sabe de sobra lo que está pensando.

Babi consigue alcanzar el libro que está sobre los demás. Luego lo recuerda como si estuviera pasando en ese mismo momento.

El telefonillo suena enloquecido. La dueña de la casa atraviesa corriendo el salón, la puerta se abre y Pallina aparece en el umbral, pálida, tan descompuesta que acto seguido estalla en sollozos.

Fue una noche terrible. Trata de olvidarla. Recoge los libros que hay esparcidos por el suelo. Los apila y los coloca sobre la mesa. Al inclinarse de nuevo, la ve. Clara, seca, amarilla, tan descolorida como el pasado. Rota, sobre la moqueta oscura, sin vida ya desde hace mucho tiempo. La pequeña espiga que metió en su diario la primera vez que hizo novillos con Step. Aquella mañana en la que el viento anunciaba ya el verano, aquellos besos con sabor a piel perfumada por el sol. Su primer amor. Recuerda cuando estaba convencida de que jamás podría tener otro. La recoge. La espiga se deshace entre sus dedos, como los viejos pensamientos, como los sueños ligeros y las frágiles promesas.

Step mira la cafetera apoyada sobre el hornillo. Todavía no sale el café. Aumenta un poco el fuego. Junto a él todavía hay restos de ceniza, un último trozo de papel amarillento. Sus queridos dibujos, las ilustraciones de Andrea Pazienza. Eran originales. Los robó en la redacción de un nuevo periódico, Zut, cuando Andrea estaba todavía vivo y colaboraba con ellos. Una noche rompió el cristal de la ventana con el codo y entró por arriba. Fue fácil, sólo se llevó las ilustraciones del mítico Paz y luego salió a toda prisa por la puerta, desvaneciéndose en la noche, feliz, con los dibujos de su ídolo entre las manos. Andrea murió poco tiempo después.

Junio. Una fotografía suya en un periódico. Alrededor de Andrea está toda la redacción. Debieron de hacer aquella foto pocos días después del robo. Step saca de entre los hierros del hornillo aquel trozo de papel. ¿Qué ilustración era? Debía de ser la de la cara de Zanardi. Poco importa ya. Las quemó todas aquella noche después de hablar por teléfono. Se quedó allí contemplando cómo ardían los colores, cómo se acartonaban las caras de sus héroes al ser abrazadas por la llama, cómo desaparecían en fundidos de humo las míticas frases de poetas desconocidos. Su hermano entró en ese momento.

—Pero ¿qué estás haciendo? ¿Qué pasa, has perdido la cabeza? Mira, estás quemando la campana de la cocina…

Paolo trató de apagar aquella llama demasiado alta pero él se lo impidió.

—Step, ¿te has vuelto loco? Luego me tocará a mí pagarla, ¿no? Estas gilipolleces las haces fuera.

Step perdió entonces el control. Lo tiró contra la pared, junto a la ventana. Le puso una mano alrededor del cuello, hasta casi llegar a estrangularlo. Paolo perdió las gafas. Volaron por los aires, fueron a parar al suelo, rompiéndose. Luego, Step se calmó. Lo soltó. Paolo recogió del suelo sus gafas rotas y salió en silencio, sin decir nada. Step se sintió entonces aún peor. Oyó cómo se cerraba de golpe la puerta de casa. Inmóvil, siguió contemplando cómo se quemaban sus dibujos, estropeando la campana de la cocina, sufriendo como nunca había sufrido antes. Sólo como jamás lo había estado. Recuerda a Battisti. «Prendere a pugni a un uomo solo perché è stato un pò scortese, sapendo che quel che brucia non son le offese.»[15] Es verdad, tiene razón. Y a él le duele todavía más. Aquel hombre es su hermano. El café sale de repente, balbuceando, como si tuviera algo que decir. Step se sirve una taza y luego se lo bebe. En su boca queda un sabor caliente y amargo, el mismo gusto de los recuerdos abandonados en su corazón.

Septiembre. Los padres de Babi le compraron un billete para Londres. Se habían puesto de acuerdo con la madre de Pallina. Querían alejarlas de las malas compañías.

Bastó poco. Un plan bien pensado. Corrieron a ver a un amigo en la jefatura de policía. Pasaportes nuevos. A aquel chárter para Inglaterra subieron finalmente dos, sólo que los nombres que figuraban en los billetes, cambiados apenas unos días antes, eran distintos. Pollo y Pallina.

Fueron quince días inolvidables para todos. Para los padres de Babi, ilusos y contentos, finalmente tranquilos. Para Pollo y Pallina, que se los pasaron dando vueltas por Londres, entrando en bares y discotecas, mandando a todos postales compradas en Roma en la Lyon Book, postales inglesas, firmadas de antemano por Babi. Y para Step y ella, lejos de todos, en aquella isla griega, Astipaleia. Un viaje épico. Con la moto hasta Brindisi, luego en ferry, abrazados bajo las estrellas, tumbados en el puente, en sacos de dormir de colores, cantando con los extranjeros canciones inglesas, mejorando así la pronunciación, aunque no fuese precisamente en el modo en el que habrían querido sus padres. Una vez llegados, los molinos blancos, las cabras, las rocas, una pequeña casa frente al mar. La pesca al amanecer, dormir por la tarde, salir por la noche, pasear por la playa. Amos de aquel lugar, del tiempo, solos, contando las estrellas, olvidando los días, mintiendo por teléfono.

Step da un sorbo a su café. Lo encuentra aún más amargo. Se echa a reír. La vez que Babi invitó a todos sus amigos a cenar. Intento de socializar. Se sentaron todos a la mesa y se comportaron bastante bien, justo como Step les había dicho que tenían que hacer. Pero no resistieron mucho. Uno tras otro se fueron levantando de las sillas, se apoderaron de los platos y, con la cerveza en la mano, fueron hasta el salón. No hay que invitar nunca los miércoles. Sobre todo si hay copa. Como no podía ser menos, la cosa acabó en modo trágico. La Roma perdió, alguno del Lazio empezó a burlarse y se produjo un conato de pelea. Step tuvo que echarlos a todos. Divergencias, diferencias, dificultades. Trató de darle gusto.

Fiesta de disfraces. Se vistieron de Tom y Jerry pero Pollo y el resto acudieron justo a la misma fiesta. ¿Una simple broma del destino? ¿O, más probablemente, un soplo de Pallina? Todos simularon no reconocerlo. Saludaron a Babi, aquel pequeño Jerry de los ojos azules, ignorando a Tom, riéndose cada vez que pasaba por delante de ellos aquel gato enorme de abultada musculatura.

Al día siguiente, en la plaza, Pollo, Schello, Hook y alguno que otro más se acercaron a él con aire serio.

—Tenemos que decirte algo, Step. ¿Sabes?, ayer fuimos a una fiesta y vimos a Babi.

Step los mira como si con él no fuera la cosa.

—¿Y qué?

—Bueno, vaya, iba vestida de ratón y había un gato muy grande que lo intentaba con ella… Como un cerdo. Parecía uno grande, uno que se sabe defender. Si quieres que te echemos una mano para ponerlo en su sitio, sólo tienes que decírnoslo. Es un problema, ¿sabes? Hay algunos gatos que tienen ciertos…

A Pollo no le dio tiempo a acabar la frase. Step se abalanzó sobre él, le sujetó la cabeza con el brazo y le restregó la nuca con su puño duro. En medio de las carcajadas de todos, las de Pollo, y también las suyas. ¡Qué amigos! Repentinamente, se siente triste. Aquella noche. ¿Por qué fue a aquella fiesta, por qué allí y no a las carreras? Babi había insistido mucho. Cuántas cosas hizo por ella. Tal vez no habría pasado. Tal vez.

El telefonillo suena enloquecido. La dueña de la casa atraviesa corriendo el salón, la puerta se abre. Pallina, con la cara blanca como la pared, pálida, temblorosa, está en el umbral. Sus ojos tristes, brillantes de lágrimas, de sufrimiento. Step se acerca a ella. Ella lo mira sin apenas poder contener el primer sollozo.

—Pollo ha muerto.

Acto seguido lo abraza buscando en él aquello que ya no podrá encontrar en ninguna parte. Su amigo, su novio, sus risotadas fuertes y sonoras. Fueron corriendo hasta el invernadero acompañados de Babi. Con el Lancia Y10 que sus padres le acababan de regalar. Los tres en aquel coche recién estrenado, con olor a nuevo, teñido ahora de sufrimiento y silencio. No tardaron en verlo. Luces resplandecientes alrededor de aquel único punto. La moto de su amigo. Uniformes odiados y coches de la policía alrededor de Pollo, que yace en el suelo, sin fuerza ya para reír, bromear, tomarle el pelo, decir tonterías. Alguien mide algo extendiendo un metro. Algún que otro muchacho contempla la escena. Pero nadie puede ver o medir todo aquello que se ha ido. Step se inclina sobre él en silencio, acaricia la cara del amigo. Un gesto de amor que no se hicieron nunca en todos aquellos años de amistad, que no les estuvo permitido nunca. Luego, le susurra llorando: «Te echaré de menos». Sólo Dios sabe hasta qué punto fue sincero.

Se ha acabado el café. De repente le entran ganas de que alguien le lea las noticias de Il Corriere dello Sport, de ver a aquel tipo molesto que aterrorizaba a la criada, que entraba en su casa y lo despertaba por la mañana, que pasaba por su vida bullicioso, risueño. Se pregunta cuánto tiempo hace que no se come un sándwich al salmón. Mucho, desde entonces. Pero, extrañamente, en aquel momento no le apetece. Puede que porque, si sólo quisiera un sándwich, podría tenerlo.

Babi mira el regalo que ha comprado para Pallina. Está sobre la mesa, envuelto en papel rojo y atado con un lazo dorado. Le llevó tiempo elegirlo, está convencida de que le va a gustar, pagó mucho por él. Y, sin embargo, sigue allí. No la ha llamado, no ha hablado con ella. Cuántas cosas han cambiado entre ambas. Ya no es la misma, no se ven, no consiguen hablar. Puede que también sea porque después del bachiller ambas emprendieron caminos diferentes. Ella economía y comercio, Pallina el Instituto de Gráfica. Siempre le gustó dibujar. Recuerda todos los mensajes que le mandaba durante las lecciones. Caricaturas, frases burlonas, comentarios, las caras de sus amigos. «¿A ver si adivinas quién es ésta?». Era tan buena que Babi acertaba casi a la primera. Miraba el dibujo, levantaba la cabeza y la encontraba de inmediato. Aquella compañera de barbilla prominente, con las orejas de soplillo, la sonrisa exagerada. Y se reían desde lejos, simples compañeras, grandes amigas. Cada pretexto era bueno para dejarse arrastrar, casi orgullosas de aquella alegría, por aquellas sonrisas no tan disimuladas.

Luego llegó aquella noche, los días que vinieron a continuación, el mes siguiente. Silencios prolongados, llantos. Pollo ya no está y ella no consigue aceptarlo. Hasta que un día la llamó la madre de Pallina. Corrió a su casa. La encontró tumbada en la cama, vomitando. Se había bebido media botella de whisky y se había tragado un frasco de valeriana. «El suicidio de los pobres», le dijo Babi cuando la vio capaz de entender algo. Pallina se echó a reír y a renglón seguido estalló en sollozos entre sus brazos. Su madre las dejó a solas, no sabiendo muy bien qué hacer. Babi le acarició la cabeza.

—Venga, Pallina, no hagas eso, todos pasamos por malos momentos, todos hemos pensado al menos una vez en acabar con todo, que la vida no vale la pena. Pero puede que te estés olvidando de los cruasanes de Mondi, de la pizza de Baffetto o de los helados de Giovanni.

Pallina sonríe, se enjuga las lágrimas con la muñeca, sorbiendo por la nariz.

—Yo también, hace ya mucho tiempo, cuando dejé a ese gilipollas de Marco, creí que me iba a morir, que no lo podría superar nunca, que no existía ninguna buena razón para vivir. Pero luego se me pasó, tú me ayudaste, me sacaste de casa, conocí a Step. Bueno, ahora me gustaría acabar con él, que se comportara mejor, pero aun así ha valido la pena, ¿no?

Sueltan una carcajada. Pallina sin dejar de sollozar del todo, mientras Babi le pasa un pañuelo de papel para que se seque las lágrimas. Pero, aun así, todo empezó a cambiar a partir de aquel día, algo se enfrió entre ellas. Se llamaban siempre menos y, las veces que lo hacían, ya no tenían tantas cosas que decirse.

Tal vez porque el hecho de que un amigo nos vea demasiado débiles nos hace sentir mal. Tal vez porque siempre pensamos que nuestro dolor es único, excepcional, como todo aquello que nos afecta.

Nadie puede amar como amamos nosotros, nadie sufre como sufrimos nosotros. Ese dolor de tripa, precisamente, «lo tengo yo, y no tú». Puede que Pallina no le perdonara que hubiera ido a la fiesta con Step. Si Step hubiera ido aquella noche a las carreras no habría consentido que Pollo participara en ellas. Step lo habría salvado, no le habría permitido que se muriera. Step era su ángel de la guarda. Babi no aparta la vista del regalo. Es posible que haya también otras razones, más ocultas, más difíciles de entender. Debería llamarla. En Navidad todos son más buenos.

—¡Babi!

Es la voz de Raffaella. Decide dejar la llamada para más tarde.

—¿Sí, mamá?

—¿Puedes venir un momento…? Mira quién ha venido.

Alfredo está en la puerta.

—Hola.

Babi se sonroja ligeramente. En esto no ha cambiado. Mientras se dispone a devolverle el saludo ella también se da cuenta. Puede que en esto no cambie nunca. Alfredo trata de romper el hielo.

—Qué calor hace aquí dentro.

—Sí —dice Babi sonriendo.

Su madre los deja solos.

—¿Te apetece venir a una exposición de nacimientos en la plaza del Popolo?

—Sí, espera que me pongo algo. Aquí hace calor pero fuera tiene que hacer un frío…

Se sonríen. Él le aprieta la mano. Ella lo mira con complicidad. Luego se encamina a su habitación. Qué extraño, todos aquellos años viviendo en el mismo edificio y nunca se habían visto.

—¿Sabes?, he estudiado mucho últimamente, estoy preparando la tesis y, además, he roto con mi novia.

—Yo también.

—¿Estás preparando la tesis? —le preguntó él risueño.

—No, he roto con mi novio.

La verdad es que Step, por aquel entonces, todavía no lo sabía pero ella lo había decidido ya. Una decisión difícil, causada por las peleas, las discusiones, los problemas con sus padres y, en el fondo, ¿por qué no?, también por Alfredo. Babi se pone el abrigo. Cruza el pasillo. Justo en ese momento, suena el teléfono. Babi lo mira por un instante. Una llamada, dos. Raffaella responde.

—¿Sí?

Babi permanece a su lado, la mira interrogativa, preocupada, preguntándole con la mirada si es para ella. Raffaella niega dulcemente con la cabeza, cubre el auricular con la mano.

—Es para mí… Vete, vete…

Babi se despide de ella tranquila, palabras tenues como su abrazo.

—Vuelvo más tarde.

Raffaella la ve salir, responde al saludo educado de Alfredo con una sonrisa. La puerta se cierra.

—¿Sí? No, lo siento, Babi ha salido. No, no sé cuándo volverá.

Step cuelga el teléfono. Se pregunta si será verdad que ha salido. Si se lo habría dicho. Solo en aquel sofá, recordando, junto a un teléfono mudo, sin esperanza. Días felices ya pasados, sonrisas, días de amor y de sol. Poco a poco, se la va imaginando a su lado, entre sus brazos, en ese mismo sofá, tal y como fue.

Ilusión de un momento, violentos instantes de pasión, ahora solitaria. Después se siente aún más solo, privado incluso del orgullo. Más tarde, mientras camina entre la gente, ve los coches con parejas felices en su interior, sumergidos en el tráfico festivo, con los asientos llenos de regalos. Sonríe. Es difícil conducir cuando ella se abraza a ti, cuando quiere meter por fuerza las marchas y no es capaz, cuando tienes una mano sola para llevar el volante y, a la vez, amar.

Sigue caminando entre falsos Papá Noel y olor de castañas cocidas, entre guardias con el silbato y gente cargada de paquetes, buscando su pelo, su perfume, la confunde con otra que camina apresuradamente y se ve obligado a frenar a su corazón decepcionado.

Calle de Vigna Stelluti, un día risueño. Step la lleva en brazos como a una niña, besándola a la vista de todos, admirados por aquella diferencia. Luego entra en el Euclide, la apoya delicadamente sobre la barra y la gente que los mira le oye pedir: «Una cerveza y un trozo de tarta de crema para mi pequeña». Salen poco después, de nuevo a la calle, ella en brazos de él, entre la gente normal, distinta. Una pareja los mira. La chica sonríe para sus adentros deseando uno así para ella, exagerado y loco. Acto seguido piensa en el débil de su novio, en la dieta que todavía no ha empezado, en el lunes que está por venir.

Los padres de Babi, al ver a su hija en brazos de Step, se acercan corriendo a ellos preocupados.

—¿Qué te ha pasado? ¿Te has caído de la moto? ¿Te has hecho daño?

—No, mamá, estoy de maravilla.

Los ven alejarse, preguntándose el porqué. Gente que busca siempre un motivo y que, ese día, vuelve a casa con las manos vacías.

Alguien tropieza con él, ni siquiera se da cuenta que es una chica atractiva. Mire donde mire, sólo ve recuerdos. Las camisetas idénticas que se compraron, él una talla grande, ella una conmovedora mediana.

Verano. El concurso de las misses en el Argentario. Babi participó por broma, él se tomó demasiado a pecho un comentario sincero, por otra parte, de uno de los del público: «Eh, mira qué maravilla de culo». Se produjo de inmediato una pelea. Sonríe. Lo tiraron de la discoteca, no pudo ver cómo ganaba. Cuántas veces hizo el amor con miss Argentario. De noche, en villa Glori, bajo la cruz a los caídos, en el banco oculto detrás de un arbusto, sobre la ciudad. La luna besaba sus suspiros. En el coche, aquella vez que la policía interrumpió sus besos furtivos y ella, muerta de vergüenza, tuvo que mostrarles la documentación. Cuando estaban ya lejos, Step se despidió de los policías con un burlón: «¡Envidiosos!».

Aquella red agujereada. Ayudarla a saltar por la noche, abrazarla junto a las jaulas, amarse temerosos sobre aquel banco, entre rugidos de bestias feroces y graznidos de pájaros invisibles. Ellos, tan libres, en aquel zoo lleno de prisioneros.

Se dice que, cuando uno muere, ve pasar ante sus ojos los momentos más significativos de su vida. De modo que Step trata de alejar todos aquellos recuerdos, aquellos pensamientos, aquel dulce sufrimiento. Pero, de golpe, lo entiende. Todo es inútil. Todo se ha acabado.

Sigue caminando todavía durante un rato. Casi sin querer, se encuentra delante de la moto. Decide ir a casa de Schello. Sus amigos están allí celebrando la Navidad.

Sus amigos. Cuando se abre la puerta experimenta una extraña sensación.

—¡Eh, hola, Step! Coño, hace una eternidad que no te veía. Feliz Navidad. Estamos jugando a cavallini. ¿Sabes cómo se juega?

—Sí, pero prefiero mirar. ¿Tienes una cerveza?

El Siciliano le pasa una ya abierta.

Se sonríen. Es agua pasada. Da un sorbo. Luego se sienta en un escalón. La televisión está encendida. En un escenario navideño unos concursantes con escarapelas de colores participan en un estúpido juego. Un presentador aún más estúpido se demora demasiado explicando el sucesivo. Deja de interesarle. De un estéreo escondido en alguna parte llega algo de música. La cerveza está fría y no tarda en calentarlo. Sus amigos van todos bien vestidos o, al menos, lo intentan. Chaquetas azules un poco anchas sobre un par de vaqueros.

Ésa es su elegancia. Alguno lleva hasta un traje, otro un par de pantalones de pana excesivamente ajustados. Inesperadamente, recuerda el funeral de Pollo. Estaban todos, y no solo ellos. Mejor vestidos, con un aire más serio. Ahora se ríen, bromean, se tiran unos a otros fichas y cartas de colores, eructan, engullen trozos enormes de panettone. Aquel día tenían los ojos arrasados de lágrimas. El adiós a un amigo verdadero, un adiós sincero, conmovido, desde lo más profundo del corazón. Los vuelve a ver en aquella iglesia, con los músculos torturados, embutidos en aquellas camisas demasiado estrechas, con el semblante serio, atentos al sermón del cura, saliendo en silencio. Al fondo, chicas que se han escapado del colegio y que lloran. Amigas de Pallina, compañeras de tantas veladas, de salidas nocturnas, de cervezas en el bar. Aquel día todos sufrieron de verdad. Escondidos detrás de sus Ray-Ban, Web, gafas de espejo u oscuras Persol, mirando con ojos brillantes aquel «Adiós Pollo» hecho de crisantemos rosados. Firmado «Tus amigos». Dios mío, cuánto lo echo de menos. Su mirada se vuelve a empañar por un momento. Se encuentra con una sonrisa. Es Madda. Está en un rincón abrazada a un tipo que Step ha visto a menudo en el gimnasio. Desvía la mirada.

Step bebe un poco más de cerveza. Añora infinitamente a Pollo. Aquella vez, cuando fingían ser aparcacoches y se pulieron un Ferrari con teléfono incorporado. Se pasaron toda la noche dando vueltas con él, llamando a todos, a sus amigos en América, a mujeres que acababan de conocer, insultando a padres todavía medio dormidos. Cuando fueron a devolverle el perro a la Giacci. Y Pollo, que no quería desprenderse de él.

—Coño, le he cogido demasiado cariño a Arnold. Es un mito, este perro. ¿Por qué se lo tengo que devolver a esa vieja bruja? Estoy seguro de que, si pudiera elegir, Arnold preferiría quedarse conmigo. Jamás se había divertido tanto, le dejo follar todos los días, duerme conmigo, come de maravilla, ¿qué más puede pedir?

—De acuerdo, pero no has conseguido que te devuelva las cosas cuando se las tiras…

—Una semana más y lo habría logrado, estoy seguro.

Step se echó a reír y luego llamó por el telefonillo a la Giacci. Le dejan el perro atado a la verja con una cuerda al cuello. Se esconden por allí cerca, detrás de un coche. Ven a la Giacci salir corriendo del portal, liberar al perro y abrazarlo. Se echa a llorar mientras lo estrecha contra su pecho.

—Caramba, vaya melodrama —comenta Pollo desde lejos.

A continuación, algo increíble.

La Giacci quita al perro aquella especie de cuerda y la arroja todo lo lejos que puede. Arnold salta al suelo y se pone a correr deprisa, ladrando como un loco. Poco después, vuelve junto a la Giacci con la cuerda en la boca, moviendo el rabo, orgulloso de aquella perfecta prestación. Pollo no se puede contener más. Sale eufórico de detrás del coche.

—¡Lo sabía! ¡Coño, lo sabía! ¡Lo ha conseguido!

Pollo quiere volverse a llevar a Arnold. La Giacci chilla como una loca corriendo hacia ellos, el perro contempla a sus dos dueños sin dar muestras de dudarlo demasiado. Step obliga a montar a Pollo sobre la moto tirándole de un brazo. Y luego a correr, huyendo veloces, dando alaridos como tantas otras veces. De día, de noche sin faros, gritando con alevosía, insolentes, amos de todo, dueños de la vida. La conciencia de esto le hace aún más daño. Se sentían inmortales, y no lo eran.

—¿Cómo estás?

Step se da la vuelta. Es Madda. Su sonrisa oculta tras el borde de un vaso lleno de burbujas, su pelo tan chispeante como su mirada.

—¿Quieres?

—Step le tiende su cerveza.

—Ah. —Madda se siente casi decepcionada pero trata de ocultarlo—. ¿Qué haces esta noche? ¿Dónde cenas? —Se acerca un poco más a él.

—Todavía no lo sé, no lo he decidido.

—¿Por qué no te quedas aquí? Estaremos todos juntos. Como en los viejos tiempos. ¡Venga!

Step posa su mirada sobre ella por un momento. Cuántas noches, cuánta pasión. Las carreras que corrieron juntos, su jardín, la ventana, su cuerpo cálido, fresco, las canciones de Eros. Aquella mirada provocativa, la misma que tiene ahora. Ve un chico al fondo que lo mira con curiosidad, molesto, preguntándose si no será el caso de intervenir. Ve una muchacha aún más lejos, en algún lugar, en aquella ciudad, en un coche, en una fiesta, junto a otro. «Y, sin embargo, sigue todavía aquí, en mi corazón». Step acaricia el pelo de Madda. Hace un gesto negativo con la cabeza, sonriéndole. Ella se encoge de hombros.

—Lástima.

Madda se reúne de nuevo con el tipo de mirada dura. Cuando se da la vuelta, Step ha desaparecido. Sobre el escalón ya sólo queda la lata de cerveza vacía. El ruido del estéreo ahoga el de la puerta al cerrarse. Fuera ahora hace frío. Step se cierra bien la cazadora de piel. Se levanta el cuello de la cazadora y se abriga. Luego, distraído, enciende la moto. Cuando la apaga se encuentra frente a la casa de Babi. Se queda sentado sobre la Honda, mirando pasar a la gente, apresurada, cargada de paquetes. Una pareja joven finge interés por algo que hay en un escaparate. Sus regalos estarán ya en casa, bien envueltos. Ríen seguros de haber elegido bien y se marchan dejando el sitio a una madre con una hija, idéntica nariz pero de diferente edad. Fiore sale de la garita, da algunos pasos en dirección a la verja y saluda a Step con un gesto. Luego, sin añadir palabra, entra de nuevo en su caldeado refugio. Step se pregunta si sabrá algo. «Qué tonto. Los porteros saben siempre todo. Seguro que lo habrá visto. Conocerá a la persona de cuya existencia él se enteró sólo por teléfono».

—¿Sí?

—Hola.

Permanece por un momento en silencio, sin saber qué decir, dejando que su corazón corra desatado. Hacía ya más de dos meses que no latía así. Luego viene la pregunta banal:

—¿Cómo estás?

Le siguen muchas más, llenas de entusiasmo. Poco a poco, lo va perdiendo, al oír sus palabras inútiles, llenas de noticias urbanas, de novedades de interés ya caduco, al menos para él. ¿Por qué habrá llamado? Escucha aquella vana cháchara sin dejar de hacerse ni por un momento la misma pregunta. ¿Por qué habrá llamado? Se entera de golpe.

—Step… estoy saliendo con otro.

Enmudece, sintiéndose golpeado como no lo ha sido nunca, aquello hace más daño que los mil puñetazos, heridas, caídas, más que los cabezazos en la cara, los mordiscos, los tirones de pelo. Entonces, haciendo un esfuerzo, busca su voz, la encuentra allí, en el fondo de su corazón, y la obliga a salir, a controlarse.

—Espero que seas feliz.

Después, nada más, el silencio. Aquel teléfono mudo. No puede ser. Es una pesadilla. Desearía poder dar marcha atrás en el tiempo y detenerse en vilo en aquel momento, justo antes de saberlo, y ahí dejar de vivir, de ir hacia delante. En un mágico y terrible equilibrio. Solo en la cama, víctima de sus pensamientos, de hipótesis, de ideas vagas e imprecisas. Caras de personas apenas vislumbradas, de posibles amantes, aparecen y se entremezclan prestándose unas a otras narices, ojos, bocas, cuerpos. Se la imagina en brazos de otro. Su cara junto a la de aquel hombre imaginario pero que, desgraciadamente, existe. Entonces la ve sonreír. Cómo habrá sido su primer abrazo, su primer beso. La imagina en casa arreglándose nerviosa antes de salir, probándose vestidos, combinando colores, llena de entusiasmo, de novedad. Oye su corazón latir feliz al oír el telefonillo. La ve salir guapísima del portal, tan guapa como lo estuvo muchas de las veces que salió con él, aún más ahora que lo ha dejado. La ve subir en un coche que, con toda seguridad, será caro, saludar a un tipo, divertida con un beso en la mejilla y alejarse charlando con él. Frescos y chispeantes, rebosantes de cosas fáciles que decirse, saboreando el perfume del otro y las fantasías comunes. Después, una cena de miradas y de atenciones, de sonrisas, educación, una cena con el escenario adecuado. Más tarde, la ve pasear por algún otro lugar de la ciudad, lejos de él, de su vida, de la infinidad de recuerdos. La ve apartarse el pelo como hacía siempre cuando salían juntos, sólo que ahora lo hace para otro, la ve sonreír y, lentamente, ve también cómo sus labios se acercan. Entonces sufre como nunca antes lo había hecho. «¿Por qué, si hay un Dios, lo ha permitido? ¿Por qué no la ha detenido? ¿Por qué no le ha hecho ver en ese momento algo mío, algo espléndido, el más hermoso de los recuerdos, todo el amor que hemos compartido?». Lo que fuera con tal de impedir que cobrara vida un extraño futuro, que aquel beso viera la luz. Demasiado tarde.

Step siente un estremecimiento de calor por todo el cuerpo, tiembla ligeramente. Luego baja de la moto y se pone a pasear. Le gusta algo que ve en una tienda. Entra a comprarlo. Cuando sale, tiene la sensación de que se va a morir. Un Thema pasa veloz por delante de él. Pero no lo suficiente como para impedir que sus miradas se crucen. En ese fugaz instante que los une de nuevo, se lo cuentan todo, sufren juntos por una infinidad de cosas. Babi está detrás de aquella ventanilla eléctrica. Se persiguen todavía por un momento con sus viejos recuerdos, con una nueva tristeza. Luego ella desaparece en el interior de la urbanización. ¿Por qué? ¿Adónde han ido a parar todas aquellas tardes, aquellas noches que pasaron juntos aprovechando que sus padres habían salido? Ahora ella sale con ése. «¿Quién coño es? ¿Qué tiene que ver con su vida? ¿Con nuestra vida? ¿Por qué?». Se sienta sobre la moto. Con intención de esperarla. Entonces recuerda las cosas que Babi le repetía siempre.

—Yo odio a los violentos, si sigues haciendo lo que te viene en gana romperemos, te lo juro.

—Está bien, cambiaré —le respondía vagamente él.

Pero ¿y ahora? Ahora son las cosas las que han cambiado. Ya no están juntos. Ya no necesitan esconderse más. Ya no tiene que ser otro. Puede ser él mismo, cómo y cuándo quiera. Ahora está libre. Violento y solo. De nuevo. El Thema se para delante de la barra. Espera a que se levante lentamente y luego cruza la verja. Step enciende la moto y mete la primera. Baja rápidamente de la acera y sigue al coche. El tipo ahora está solo y conduce veloz. Step da gas. Tendrá que pararse en el stop. Bajo la calle Jacini hay tráfico, coches en fila. Como siempre. El Thema se detiene. Step sonríe, se acerca a él. Cuando está a punto de bajar de la moto lo entiende. ¿De qué serviría atizarle en la cara, ver su sangre, oír sus gemidos? ¿De qué serviría darle patadas, destrozarle el coche, romperle las ventanillas con la cabeza? ¿Acaso eso le devolvería los días felices pasados junto a ella, sus ojos enamorados, su entusiasmo? Sólo le habría ayudado a dormir satisfecho aquella noche. Puede que ni siquiera eso… Le parece oír sus palabras. «¿Has visto? ¡Tenía razón, eres un violento! ¡No cambiarás nunca!».

Entonces, sin ni siquiera mirar al coche, acelera. Lo adelanta tranquilo, libre, sobre su moto, ágil en el tráfico de aquel día de fiesta. Solo, sin curiosidad, sin rabia.

Sigue acelerando mientras siente el viento frío sobre la cara, el aire de la noche meterse por su cazadora.

«¿Ves, Babi?, no es verdad lo que piensas. He cambiado. Y, además, ya se sabe, en Navidad todos son más buenos».