Babi está en Fregene, en Mastino, con su clase. Celebran los cien días. Hace un rato que han acabado de comer y pasean por la playa. Algunas de sus amigas juegan al pañuelo. Ella se ha sentado en un patín a charlar con Pallina. Entonces lo ve. Se dirige hacia ella con esa sonrisa suya en los labios, con las gafas oscuras y la cazadora. A Babi le da un vuelco el corazón. Pallina lo nota enseguida.
—Eh, no te me mueras, ¿vale?
Babi le sonríe y luego corre hacia Step. Se marcha con él, sin preguntarle cómo la ha encontrado, adónde se la lleva. Se despide de sus compañeras con un «adiós» un tanto distraído. Algunas de ellas dejan de jugar y la siguen con la mirada. Envidiosas y embobadas, deseosas de estar en su lugar, abrazadas a Step, a 10 y Matrícula de Honor. Luego la chica que hay en el centro grita: «Número… siete…». Dos de ellas arrancan en la arena, corriendo hacia ella. Se paran una frente a otra, con los brazos extendidos, mirándose a los ojos, desafiándose risueñas, simulando pequeños movimientos, animadas por sus compañeras. El pañuelo blanco suspendido en el aire es ahora ya lo único que les preocupa.
Cuando llegan junto a la moto, Babi lo mira curiosa.
—¿Adónde vamos?
—Es una sorpresa.
Step se coloca detrás ella, saca del bolsillo la bandana azul que le robó hace tiempo y le tapa los ojos.
—No hagas trampa, ¿eh?… No debes ver nada.
Ella se la coloca mejor, divertida.
—Eh, este pañuelo me resulta familiar…
Después le da un auricular de su Sony y se marchan juntos abrazados, acompañados por las notas de Tiziano Ferro.
Más tarde… Babi sigue abrazada a él con la cabeza apoyada en su espalda y los ojos tapados por la bandana. Le parece estar volando, un viento fresco acaricia su pelo y un olor de gayomba perfuma el aire. ¿Cuánto tiempo hace que se pusieron en marcha? Trata de calcular el tiempo con el CD que está escuchando. Deben de llevar viajando casi una hora. Pero ¿adónde van?
—¿Falta mucho?
—Casi hemos llegado. No estarás mirando, ¿eh?
—No.
Babi sonríe y se apoya de nuevo sobre su espalda, estrechándolo entre sus brazos. Enamorada. Él reduce lentamente y gira a la derecha, sube por la cuesta preguntándose si ella lo habrá adivinado ya.
—Bueno, ya está. No te quites la bandana. Espérame aquí.
Babi trata de adivinar dónde se encuentra. Casi está a punto de anochecer. Oye un ruido a lo lejos, repetitivo y ahogado, pero no consigue entender de qué se trata. De repente, oye algo más fuerte, como si se hubiera roto algo.
—Aquí estoy.
Step la coge de la mano.
—¿Qué ha pasado?
—Nada. Sígueme.
Babi se deja llevar algo asustada. El viento ha cesado, el aire es más frío, casi diría que húmedo. Su pierna tropieza con algo.
—¡Ay!
—No es nada.
—¿Cómo que no es nada? ¡La pierna es mía!
Step se echa a reír.
—Y tú reniegas siempre. No te muevas de aquí.
Step la abandona por un momento. La mano de Babi se queda sola, suspendida en el aire.
—No me dejes…
—Estoy aquí a tu lado.
Acto seguido se produce un fuerte ruido continuado, mecánico, como de madera. Una persiana que se levanta. Step le quita con delicadeza la bandana. Babi abre los ojos e, inesperadamente, aparece todo ante sus ojos.
El mar resplandece ante ella en el atardecer. Un sol cálido y rojo parece sonreírle. Está en una casa. Sale a la terraza. Más abajo, a su derecha, reposa romántica la playa de su primer beso. A lo lejos sus colinas preferidas, su mar, unos escollos familiares: Port’Ercole. Una gaviota pasa cerca de ella saludándola. Babi mira a su alrededor emocionada. Ese mar plateado, las gayombas amarillas, los arbustos verde oscuro, aquella casa solitaria sobre las rocas. Su casa, la casa de sus sueños. Y ella está allí, con él, y no está soñando. Step la abraza.
—¿Eres feliz?
Ella le hace un gesto afirmativo con la cabeza. Luego abre los ojos. Húmedos y arrobados, anegados de minúsculas lágrimas transparentes, brillantes de amor, preciosos. Él la mira.
—¿Qué pasa?
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—De no volver a ser nunca tan feliz…
Luego, embargada de amor, lo besa de nuevo, extasiada en la tibieza de aquel atardecer.
—Ven, vamos dentro.
Recorren aquella casa nueva para ellos, entran en habitaciones desconocidas, inventan la historia de cada una de ellas, imaginan a sus propietarios.
Suben todas las persianas, encuentran un gran estéreo y lo encienden.
—Aquí también se puede sintonizar Tele Radio Stereo.
Se ríen. Abren los cajones, desvelando sus secretos, divirtiéndose juntos. Separados, se llaman de vez en cuando para mostrarse incluso el más pequeño y estúpido hallazgo y todo les parece mágico, importante, increíble.
Step quita el maletín de la moto y entra de nuevo en la casa. Poco después, la llama. Babi entra en la habitación. El ventanal da sobre el mar. El sol parece hacerles guiños. Lentamente, se va hundiendo en silencio por el horizonte lejano. Aquel último gajo considerado tiñe de rosa las nubes esponjosas que hay esparcidas algo más arriba. Su reflejo casi adormecido corre a lo largo de una estela dorada. Atraviesa el mar para apagarse sobre las paredes de aquella habitación, entre su pelo, sobre las sábanas nuevas, recién puestas.
—Las he comprado yo, ¿te gustan? —Babi no contesta. Mira a su alrededor. Un pequeño ramo de rosas rojas reposa en un jarrón que hay junto a la cama. Step trata de quitar hierro a la situación con una broma—. Te juro que no las he comprado en el semáforo…
Abre el maletín.
—¡Voilà!
Dentro el hielo está ya casi medio derretido pero todavía quedan algunos cubitos flotando. Step saca una botella de champán con dos copas envueltas en papel de periódico.
—Para no romperlas —explica.
Luego, del bolsillo de la cazadora, saca una pequeña radio.
—No estaba seguro de que hubiera una.
La enciende, la sintoniza sobre la misma frecuencia del estéreo de la casa y la coloca sobre la mesita.
Un pequeño eco de Certe notti inunda la habitación.
—Casi parece hecho adrede… aunque todavía esté anocheciendo…
Step se acerca a ella, la abraza y le da un beso. Ese instante le parece tan bonito que Babi se olvida de todo, sus propósitos, sus miedos, sus escrúpulos. Poco a poco, ambos se van quitando la ropa el uno al otro. Por primera vez ella se encuentra completamente desnuda entre sus brazos, mientras una luz mágica se va extendiendo por el mar e ilumina tímidamente sus cuerpos. Una joven estrella brilla curiosa y alta en el cielo. Después, en medio de un mar de caricias, del ruido de las olas lejanas, del graznido de alguna gaviota lejana, del aroma de las flores, sucede.
Step se coloca con delicadeza sobre ella. Babi abre los ojos, amenazada por aquella ternura. Step la mira. No parece asustada. Le sonríe, le pasa una mano por el pelo tranquilizándola. En ese momento, de la pequeña radio que hay junto a ellos, extendiéndose por toda la casa, arrecia inocente Beautiful, pero ninguno de los dos lo advierte. No saben que aquella será a partir de entonces «su canción». Ella cierra los ojos conteniendo la respiración, repentinamente arrebatada por aquella emoción increíble, por aquel dolor amoroso, por aquel mágico hacerse suya para siempre. Alza la cara hacia el cielo, suspirando, aferrándose a sus hombros, estrechándolo entre sus brazos. Luego se abandona, delicadamente, más serena. Suya. Abre los ojos. Él está dentro de ella. Aquella dulce sonrisa ondea llena de amor sobre su cara. De cuando en cuando la besa. Pero ella ya no está allí. Aquella muchacha de los ojos azules temerosos, de la infinidad de dudas, de los mil miedos, ha desaparecido. Babi piensa en lo fascinante que le parecía cuando era niña la historia de las mariposas. Aquel capullo, aquella pequeña oruga que se tiñe de mil espléndidos colores y que, sin previo aviso, aprende a volar. Se vuelve a ver de nuevo. Fresca, delicada mariposa recién nacida, entre los brazos de Step. Le sonríe y lo abraza mirándolo a los ojos. Luego le da un beso, tierno, nuevo, apasionado. Su primer beso de mujer.
Más tarde, tumbados entre las sábanas, él le acaricia el pelo, mientras ella lo abraza con la cabeza apoyada contra su pecho.
—No soy muy buena, ¿verdad?
—Eres buenísima.
—No, me siento algo torpe. Me tienes que enseñar.
—Eres perfecta. Ven.
Step le coge la mano y ambos salen juntos de la habitación. Entre las flores de las sábanas, una diminuta flor roja, recién florecida, se distingue de las demás, más pura e inocente que sus compañeras.
De nuevo abrazados en la bañera. Saborean el champán mientras charlan alegres, ligeramente chispeantes de amor. Muy pronto, borrachos de pasión, se aman de nuevo. Esta vez ya sin miedo, con mayor arrebato, mayor deseo. Ahora le parece más bonito, más fácil mover las alas, ahora ya no tiene miedo a volar, entiende la belleza de ser una joven mariposa. Luego se ponen unos albornoces y descienden a la cala privada. Se divierten inventando nombres que puedan corresponder con aquellas dos letras desconocidas bordadas sobre el pecho. Después de haber competido para ver quién se inventaba el más extraño, los abandonan sobre las rocas.
Babi pierde. Entra la segunda en el mar. Nadan en el agua fresca y salada, en la estela que deja la luna, balanceándose con las olas, abrazándose de vez en cuando, salpicándose, alejándose para volverse a unir después, para deleitarse con el sabor a champán marino que tienen sus labios. Más tarde, sentados sobre una roca, envueltos en los albornoces de Amarildo y Sigfrida, miran arrobados el millar de estrellas que hay sobre sus cabezas, la luna, la noche, el mar oscuro y en calma.
—Esto es precioso.
—Es tu casa, ¿no?
—¡Estás loco!
—¡Lo sé!
—Soy feliz. Jamás me he sentido tan bien, ¿y tú?
—¿Yo? —Step la abraza con fuerza—. Estoy de maravilla.
—¿Hasta el punto de llegar a tocar el cielo con un dedo?
—No, así no.
—¿Ah, no?
—Mucho más. Al menos, tres metros sobre el cielo.
Al día siguiente, Babi se despierta y, mientras los últimos rastros de sal abandonan su pelo bajo la ducha, recuerda emocionada la noche anterior.
Desayuna, se despide de su madre y sube al coche con Daniela, lista para ir al colegio como todas las mañanas. Su padre se para en el semáforo que hay bajo el puente de la avenida de Francia. Babi aún está medio dormida y distraída cuando lo ve. Apenas puede creerlo. En lo alto, por encima de los demás, sobre la blanca columna del puente, un grafiti domina al resto, imborrable. Está allí, sobre el frío mármol, azul como sus ojos, tan bonito como siempre lo deseó. Su corazón se acelera. Por un momento, le parece que todos pueden oírla, que todos pueden leer aquella frase, justo como está haciendo ella en ese momento. Está allí, en lo alto, inalcanzable. Allí donde sólo llegan los enamorados: «Tú y yo… Tres metros sobre el cielo».