El joven se llamaba Floyd Wells, era bajo y casi no tenía barbilla. Había intentado seguir varias carreras: soldado, bracero, mecánico y ladrón. Esta última le había valido una sentencia de tres a cinco años en la Penitenciaria del Estado de Kansas. La noche del martes 17 de noviembre de 1959 estaba tumbado en su celda con un par de auriculares de radio pegados a las orejas. Escuchaba las noticias, pero la voz del locutor y la falta de interés de los acontecimientos de aquel día («El canciller Konrad Adenauer llegó a Londres ayer para entrevistarse con el primer ministro Harold McMillan… El presidente Eisenhower ha tenido una conferencia que ha durando setenta minutos, sobre problemas espaciales y el presupuesto financiero de los mismos con el doctor T. Keith Gennan»), le estaban provocando sueño. Su somnolencia se desvaneció al instante cuando de pronto oyó: «Los funcionarios encargados de la investigación del trágico asesinato de los cuatro miembros de la familia Herbert Clutter han dirigido al público la petición de que facilite cualquier información que pueda contribuir al esclarecimiento del desconcertante crimen. Clutter, su mujer y sus dos hijos adolescentes fueron hallados asesinados en su finca cerca de Garden City, el pasado domingo por la mañana. Cada uno de ellos apareció atado, amordazado y con un tiro en la cabeza disparado con una escopeta del calibre 12. Los investigadores admiten que les es imposible dar con el motivo del crimen, definido por Logan Sanford, director de la Oficina de Investigación de Kansas, como el más atroz de la historia de Kansas. Clutter, un destacado hacendado, delegado electo de Eisenhower en la Comisión Federal de Crédito Agrícola…».
Wells se quedó atónito. Con el tiempo describiría su reacción diciendo que «no podía creerlo». Sin embargo, tenía buenas razones para creerlo porque no sólo conocía perfectamente a la familia asesinada, sino también a quien había cometido el crimen.
El comienzo había que buscarlo mucho tiempo atrás, once años atrás, en aquel otoño de 1948 cuando Wells tenía diecinueve años. Por entonces, como decía, «iba de un lado a otro del país cogiendo los empleos que le salían al paso».
—Sea como fuere, fui a parar allá a Kansas occidental. Muy cerca de la frontera con Colorado. Iba en busca de trabajo y oí decir que en la hacienda River Valley, nombre que puso a su finca el señor Clutter, necesitaban un bracero. Y efectivamente, me aceptó. Trabajé allí cosa de un año, por lo menos todo el invierno, y me fui sólo porque no podía tener quietos los pies en ninguna parte. Necesitaba moverme. No es que tuviera nada contra el señor Clutter. Me trataba muy bien, como trataba a todos los que trabajaban para él. Por ejemplo, si andabas corto un poco antes del día de pago te soltaba siempre cinco o diez dólares. Pagaba buenos salarios, y si te lo merecías te daba una prima. De veras, de todas las personas que he conocido, me quedo con Clutter. Con toda la familia. La señora Clutter y los cuatro hijos. Cuando los conocí, los dos eran pequeños, los que han matado. Nancy y el chaval que llevaba gafas tendrían cinco o seis años. Las otras dos hijas, una se llamaba Beverly y la otra no recuerdo. Iban ya a bachillerato. Buena familia, buena de verdad. Me marché de allá por el 49. Luego me casé, me divorcié, después me llamaron a filas, pasaron los años, como se dice, y en junio del 59, diez años después de haber visto al señor Clutter por última vez, me mandaron a Lansing. Por forzar aquella tienda de aparatos. De aparatos eléctricos. Lo que yo pretendía era… pues quería hacerme con alguna que otra cortacésped eléctrica. No para venderlas. Iba a organizar un servicio de alquiler de cortacésped eléctricas. Así, ¿sabe?, podría tener un pequeño negocio propio. Claro, que no conseguí nada… nada más que una condena de tres a cinco años. De no ser así nunca hubiera conocido a Dick y quizás entonces el señor Clutter no estaría en la tumba. Pero así fue. Así es. En Lansing conocí a Dick.
»Fue mi primer compañero de celda. Estuvimos en la misma celda creo que un mes. Junio y parte de julio. Él, por entonces, acababa su condena de tres a cinco años, pues lo iban a soltar bajo palabra en agosto. Siempre estaba hablando de lo que planeaba hacer cuando lo soltaran. Decía que pensaba irse a Nevada, a una de las bases de lanzamiento de proyectiles, que se compraría un uniforme y que se haría pasar por oficial de la fuerza aérea. Así podría despachar una buena sarta de papel mojado. Este era uno de los proyectos que me contó. (A mí él, personalmente, nunca me pareció gran cosa. Era listo, no lo niego, pero el papel no le iba. No se parecía en nada a un oficial de la fuerza aérea.) En otras ocasiones mencionaba a un amigo suyo, Perry. Un tipo indio, con quien compartió celda. Y de los grandes golpes que él y Perry darían cuando se juntaran otra vez. Yo no conocí nunca a Perry. Nunca le he visto. Ya lo habían soltado de Lansing, libertad bajo palabra. Pero Dick repetía siempre que si se presentaba la oportunidad de un golpe grande, sabía que podía contar con Perry Smith verdaderamente.
»No puedo recordar exactamente cómo fue que hablamos sobre el señor Clutter. Debió de ser cuando recordamos los empleos, los distintos trabajos que habíamos hecho. Dick era un experimentado mecánico de coches y casi siempre había trabajado como tal. Sólo una vez tuvo un empleo diferente, como conductor de ambulancia. En un hospital. Se ponía muy petulante hablando de aquello. De las enfermeras, de todo lo que hacía con ellas dentro de la ambulancia. Bueno, al grano. Le conté que yo había trabajado durante un año en un importante campo triguero, en el oeste de Kansas. Para el señor Clutter. Quiso saber si el señor Clutter era un hombre muy rico. Le dije que sí. Que sí lo era. El mismo señor Clutter, le dije yo, me confesó una vez que se le iban diez mil dólares a la semana. Es decir, a veces le costaba diez mil dólares semanales mantener la hacienda en marcha. Y desde entonces nunca jamás dejó Dick de preguntarme cosas de aquella familia. ¿Cuántos eran? ¿Qué edad tendrían los niños ahora? ¿Cómo se llegaba a la casa exactamente? ¿Cómo estaban dispuestas las habitaciones? ¿Tenía el señor Clutter caja fuerte? No voy a negarlo, le dije que sí que la tenía. Porque me parecía recordar que tenía una especie de armarito o caja fuerte o algo así, detrás de la mesa del cuarto que le servía de despacho. Y a partir de entonces, Dick empezó a hablarme de matar al señor Clutter. Decía que él y Perry se irían para allá a robar y matarían a todos los testigos, a los Clutter y a quien quiera que anduviera por allá. Me describió docenas de veces cómo iban a hacerlo, cómo él y Perry iban a atarlos y después a pegarles un tiro. Yo le dije: “Dick, no conseguirás una cosa así sin que te descubran.” Pero no puedo, sin faltar a la verdad, decir que traté de persuadirle de que no lo hiciera. Porque nunca, ni por un instante, creí que fuera a hacer semejante cosa. Imaginé que serían sólo palabras, como tantas de las que se oyen en Lansing. Prácticamente no se habla de otra cosa: lo que uno hará cuando salga, los atracos, los robos y vaya a usted a saber. Casi siempre no son más que fanfarronadas. Nadie se lo toma en serio. Por eso, cuando yo oí lo que oí en mis auriculares… bueno… pues no podía creerlo. Pero aun así, había ocurrido. Tal como lo había dicho Dick.
Esta era la historia de Floyd Wells, si bien, por el momento estaba muy lejos de contarla. Tenía miedo de hacerlo porque si los demás presos se enteraban de que le llevaba el soplo al alcaide, según sus mismas palabras, «su vida tendría menos valor que un coyote muerto». Transcurrió una semana. Vivía pendiente de la radio, de las noticias del periódico y así se enteró de que un diario de Kansas, el News de Hutchinson, ofrecía una recompensa de mil dólares por cualquier información que ayudara a la captura y condena del culpable o culpables del asesinato de los Clutter. Noticia interesante que casi impulsó a Wells a hablar. Pero tenía demasiado miedo aún y no sólo de los demás presos. Había, además, el peligro de que la autoridad lo acusara de complicidad en el delito. Al fin y al cabo, era él quien había guiado a Dick hasta la puerta de los Clutter. Se podía afirmar que él estaba perfectamente al corriente de las intenciones de Dick. Según romo se mirase, su situación era ambigua, sus excusas y justificaciones discutibles. Así que no abrió la boca y transcurrieron otros diez días más. Diciembre sucedió a noviembre y los que indagaron el caso seguían, según los artículos de la prensa cada vez más breves (las estaciones de radio habían dejado de mencionar el suceso), tan perplejos, tan faltos de indicios como aquella mañana del trágico descubrimiento.
Pero él lo sabía. Al cabo de unos días, torturado por la necesidad de «decirlo a alguien», se confió a otro preso.
—A un amigo íntimo. Un católico. De esos tan religiosos. Él me preguntó: «Bueno, ¿y qué piensas hacer, Floyd?» Y yo le contesté que bueno, que no sabía exactamente si… ¿Qué le parecía a él que yo tenía que hacer? Bueno, pues él estaba en todo conmigo en que debía contárselo a la persona indicada. Dijo que no veía por qué tenía yo que vivir con una cosa así en el alma. Y me dijo que podía hacerlo sin que nadie de allá dentro sospechara que había sido yo quien había hablado. Dijo que él lo arreglaría. Así, al día siguiente, le habló al teniente alcaide… Le dijo que yo quería «que me mandara llamar». Le dijo que si me llamaba con cualquier pretexto, quizá yo podría decirle quién había matado a los Clutter. Por supuesto, el teniente alcaide me mandó llamar. Yo me moría de miedo pero me acordé del señor Clutter, de que no me había hecho nunca ningún daño y de que por Navidades me había regalado una pequeña bolsa con cincuenta dólares dentro. Hablé con el teniente. Luego se lo conté todo al alcaide en persona. Y aún estaba yo allí mismo en el despacho del alcaide Hand, cuando tomó el teléfono y…
La persona a quien el alcaide Hand llamó por teléfono era Logan Sanford. Sanford prestó atención, colgó, dio varias órdenes. Luego él a su vez llamó a Alvin Dewey.
Aquella noche, cuando Dewey salió de su despacho de la Casa de Justicia de Garden City, se llevaba a casa un sobre amarillento.
Cuando llegó a casa, Marie estaba en la cocina preparando la cena. En cuanto le vio, se lanzó a relatarle una sarta de desgracias familiares. El gato había atacado a un cocker spaniel que vivía al otro lado de la calle y ahora resultaba que el perro estaba a punto de perder uno de los ojos. Y además, Paul, el que tenía nueve años, se había caído de un árbol. Era un milagro que no se hubiera matado. Y para colmo, el que tenía doce y se llamaba como Dewey, se fue al patio a quemar unas basuras y provocó una hoguera que había alarmado a la vecindad. Alguien, la verdad es no se sabía quién, incluso había llamado a los bomberos para que apagaran el fuego.
Mientras su esposa le describía todos aquellos infaustos episodios, Dewey sirvió dos tazas de café. De repente, Marie se interrumpió en medio de una frase y se le quedó mirando. Tenía el rostro rebosante y ella pudo ver que rezumaba contento.
—¡Alvin! —exclamó— ¡Cariño mío! ¿Es que tienes buenas noticias?
Sin hacer ningún comentario, le entregó el sobre de papel amarillo. Marie tenía las manos húmedas, se las secó, se sentó a la mesa de la cocina, bebió un sorbo de café, abrió el sobre y sacó las fotografías de un muchacho rubio y de otro de pelo y piel morenos: fotos de archivo de la policía. Dos fichas, escritas en clave, acompañaban a las fotografías. La del muchacho rubio decía:
Hickock, Richard Eugene (WM) 28. KBI 97 093; FBI 859 273 A. Domicilio: Edgerton, Kansas. Fecha de nacimiento: 6-6-31. Lugar de nacimiento: KC., Kans. Altura: 175. Peso: 87. Pelo: rubio. Ojos: azules. Complexión: robusta. Color de la piel: blanca. Profesión: pintor de coches. Delito: Timo y Fraude y Cheques sin fondos. En libertad bajo palabra: 13-8-59. Por So. K.C.K.
La segunda descripción decía:
Smith, Perry Edward (WM) 27-59. Lugar de nacimiento: Nevada. Altura: 160. Peso: 77. Pelo: negro. Delito: Robo con escalo. Arrestado: (en blanco). Por: (en blanco). A disposición: Enviado a Penitenciaria Estado de Kansas 13-3-56 desde Phillips Co. 5-10 años. Ingresado: 14-3-56. En libertad bajo palabra: 6-7-59.
Marie examinó las fotos de frente y de perfil de Smith: una cara arrogante, dura, pero no del todo, porque dejaba adivinar una singular delicadeza. Los labios y la nariz parecían finamente dibujados y consideró aquellos ojos con su apariencia húmeda y soñadora, más bien bonitos, con algo de esa sensibilidad propia de actor. Sensibilidad y algo más: «malignos». Pero no tan malignos, tan sobriamente «criminales» como los ojos de Hickock, Richard Eugene. A Marie, fascinada por los ojos de Hickock, le vino a la memoria un incidente de su infancia: un gato salvaje que vio una vez cogido en una trampa. Ella hubiera querido liberarlo, pero los ojos del animal, llenos de odio y dolor, pusieron fin a la piedad que le había inspirado y la colmaron de terror.
—¿Quiénes son? —preguntó Marie.
Dewey le contó la historia de Floyd Wells y terminó diciendo:
—Tiene gracia. Hace tres semanas que nos concentramos en esa posibilidad. Que investigamos a fondo sobre todos los hombres que en algún momento trabajaron en la hacienda de Clutter. Ahora, por la forma en que se dieron las cosas, parece obra de la suerte. Pero unos pocos días más y hubiéramos llegado a ese Wells. Habríamos descubierto que estaba en la cárcel. Y entonces hubiéramos sabido la verdad. Claro que sí.
—Quizá no sea la verdad —observó Marie.
Dewey y los dieciocho hombres que con él colaboraban habían seguido centenares de pistas que llevaban a callejones sin salida y ella quería prevenirlo contra otra posible desilusión, porque su salud le tenía preocupadísima. Su moral era de lo más baja, había enflaquecido y fumaba sesenta cigarrillos al día.
—No. Quizá no —murmuró Dewey—. Pero tengo una corazonada.
El tono en que lo dijo, le impresionó. Volvió a mirar los rostros que tenía sobre la mesa de la cocina.
—Fíjate en él —dijo poniendo un dedo sobre el retrato del muchacho rubio—. Fíjate en estos ojos. Que se te vienen encima. —Volvió a poner las fotografías en el sobre y añadió—: Preferiría no haberlas visto.
Aquella misma tarde, un poco después, otra mujer en otra cocina, dejó a un lado el calcetín que estaba zurciendo, se quitó las gafas de la montura de plástico y alzándolas hacia sus visitantes les dijo:
—Espero que dé con él, señor Nye. Por su propio bien. Tenemos dos hijos y él es el mayor. Lo queremos mucho, pero… Oh, lo comprendí. Comprendí que no hubiera hecho las maletas. Se largó sin decir una palabra a nadie… ni a su papá ni a su hermano. A no ser que estuviera otra vez en un lío. ¿Qué le hace actuar así? ¿Por qué?
Echó una ojeada a la otra punta de aquella habitación, que tenía por toda calefacción un estufa, hacia una figura descarnada que se balanceaba en una mecedora: Walter Hickock, su marido y padre de Richard Eugene. Era un hombre de ojos desvaídos, derrotados y de manos callosas. Cuando hablaba, su voz sonaba como si se sirviera muy pocas veces de ella.
—Mi hijo no tenía nada anormal, señor Nye —dijo Hickock—. Un atleta magnífico, siempre formando parte del mejor equipo de la escuela. ¡Basket! ¡Baseball! ¡Rugby! Siempre Dick era la estrella. Y también un muy buen estudiante, con dieces en varias materias: historia, dibujo técnico. Al terminar la segunda enseñanza en 1949, quería continuar, pasar a la universidad. Estudiar para ingeniero. Pero nosotros no podíamos. No teníamos medios, francamente. Nunca tuvimos dinero. Esta granja nuestra tiene solamente veinte hectáreas y apenas nos da para ir viviendo. Imagino que a Dick le dolió no poder ir a la universidad. El primer empleo que tuvo fue en el ferrocarril de Santa Fe, en Kansas City. Ganaba setenta y cinco dólares a la semana. Le pareció que tenía bastante para casarse, así que él y Carol se casaron. Ella tenía dieciséis años y él sólo diecinueve. Nunca creí que saldría bien. Ni que saldría nada.
La señora Hickock, una mujer regordeta con cara redonda y afable, que toda una vida de fatiga y esfuerzo de la mañana a la noche no había logrado desfigurar, le reprochó:
—Tres maravillosos pequeñuelos, nuestros nietos. Eso es lo que salió. Y Carol es una persona estupenda. No se la puede culpar.
El señor Hickock prosiguió:
—Él y Carol alquilaron una casa bastante grande, se compraron un coche de lujo y estaban siempre hasta el cuello de deudas. A pesar de que, poco después, Dick ganaba más dinero conduciendo una ambulancia del hospital. Y luego, la Markl Buick Company, una gran empresa de allí de Kansas City, le dio empleo como mecánico y pintor de coches. Pero él y Carol vivían a lo grande y seguían comprando más de lo que podían pagar. Entonces Dick empezó a firmar cheques. Yo continúo creyendo que la razón por la que se dedicó a hacer maniobras de ese género, tiene relación con el accidente. Sufrió una conmoción cerebral en un accidente de coche. Desde entonces no volvió a ser el mismo. Jugaba, firmaba talones sin fondos. Esas cosas no las hacía antes, que yo sepa. Y fue por entonces también cuando empezó a enredarse con aquella otra. Aquella por la que se divorció de Carol y fue su segunda mujer.
La señora Hickock intervino:
—Dick no pudo evitarlo. Recuerda cómo Margaret Edna le iba detrás.
—¿Es que porque una mujer te vaya detrás vas tú a dejarte atrapar? —replicó Hickock—. Pues bien, señor Nye. Supongo que usted lo sabe tan bien como nosotros. El porqué estuvo nuestro hijo en la cárcel. Encerrado diecisiete meses, y todo lo que había hecho fue tomar prestada una escopeta de caza. De casa de un vecino nuestro. No tenía intención de robarla y me importa un carajo lo que digan los demás. Y fue eso lo que le perdió. Cuando salió de Lansing, me encontré frente a un extraño. No se le podía hablar. El mundo entero se había confabulado contra Dick Hickock. Eso es lo que se figuraba él. Hasta su segunda mujer le plantó: había pedido el divorcio mientras él estaba allá dentro. A pesar de todo, últimamente parecía estar más asentado. Trabajaba en Garaje y Carrocerías Bob Sands allá en Olathe. Vivía aquí con nosotros, se acostaba temprano, sin violar su palabra en ningún sentido. Y voy a decirle una cosa, señor Nye, yo no voy a durar mucho. Tengo un cáncer y Dick lo sabía o al menos sabía que yo estaba malo… Y no hace ni un mes, justo antes de que se largara, me dijo: «Papá has sido un padre muy bueno para mí. Nunca más voy a hacer nada que te pueda disgustar». Y era sincero. Ese muchacho tiene mucho de bueno dentro. Si usted lo viera en un campo de rugby, si lo viera usted jugar con sus hijos, no dudaría de lo que le digo. ¡Señor, señor! Yo quisiera que el Señor me lo explicase, porque lo que es yo no puedo comprender lo que le ha pasado.
Su mujer dijo:
—Pues yo sí lo sé. —Volvió a coger lo que estaba zurciendo, pero las lágrimas se lo hicieron dejar—. Fue ese amigo suyo. Eso es lo que ha pasado.
El visitante, el agente del KBI, Harold Nye, se puso a escribir en un cuadernito taquigráfico, cuaderno ya casi lleno con los resultados de una larga jornada dedicada a verificar las acusaciones de Floyd Wells. Hasta el momento, todos los hechos corroboraban del modo más contundente la versión de Wells. El 20 de noviembre, el presunto Richard Eugene Hickock había ido de compras en Kansas City pasando nada menos que «siete cheques sin fondos». Nye se había puesto en contacto con todas las víctimas que habían presentado denuncia, vendedores de máquinas fotográficas, radios, aparatos de televisión, el propietario de una joyería, el dependiente de una casa de confecciones y en cada caso, cuando el testigo veía las fotografías de Hickock y Perry Edward Smith, identificaba inmediatamente al primero como el autor de la firma de los cheques y al segundo como a su «silencioso» cómplice. Uno de los vendedores timados declaró:
—El (Hickock) hacía el trabajo. Un charlatán de primera, muy convincente. El otro, que pensé que quizás fuera un forastero, un mexicano, nunca abrió la boca.
A continuación Nye se dirigió al suburbio de Olathe, donde habló con el último de los patrones de Hickock, el propietario del Garaje y Carrocerías Bob Sands.
—Sí, trabajó aquí —dijo Sands—. Desde agosto hasta… bueno, no le volví a ver más desde el diecinueve de noviembre o quizás fuera el veinte. Se marchó sin avisarme. Simplemente se largó… yo no sé adonde ni tampoco lo sabe su padre. ¿Si me sorprendió? Bien, pues sí. Sí que me sorprendió. Estábamos en muy buenas relaciones amistosas. Dick tiene un modo muy suyo de actuar. Sabe hacerse muy simpático. De vez en cuando solía venir por casa. Precisamente una semana antes de que se marchara, tuvimos gente en casa, una pequeña fiesta, y Dick nos trajo a un amigo suyo recién llegado de Nevada, se llamaba Perry Smith. Tocaba la guitarra de veras bien. Tocaba la guitarra y cantaba algunas canciones y luego, junto con Dick, hicieron algo así como una demostración de levantamiento de pesos. Ese Perry Smith es un tipo pequeño, no pasará del metro cincuenta, pero es capaz de levantar un caballo. No, no parecían nerviosos, ni el uno ni el otro. Yo diría que se estaban divirtiendo. ¿La fecha exacta? Claro que la recuerdo. Era trece. Viernes trece de noviembre.
De allí, Nye se fue en su coche rumbo al norte, siguiendo malas carreteras de campaña. Cuando estuvo cerca de la granja de los Hickock, fue parando en otras granjas, con el pretexto de preguntar el camino, pero en realidad para inquirir sobre el sospechoso. La mujer de un granjero exclamó:
—¡Dick Hickock! ¡No me hable de Dick Hickock! Si he conocido al diablo, es él. ¿Robar? ¡Sería capaz de robarle los ojos a un muerto! Pero su madre, en cambio, Eunice, es una bellísima persona. Un corazón grande como una casa. Y su padre lo mismo. Los dos gente sencilla y buena. Dick hubiera ido a la cárcel infinidad de veces pero nadie de por acá quería denunciarlo. Por respeto a los suyos.
Había oscurecido cuando Nye llamó a la puerta de la casa de Walter Hickock, una casa de cuatro habitaciones, descolorida por el sol y la lluvia. Parecía como si estuvieran esperando una visita de aquella índole. El señor Hickock invitó al detective a pasar a la cocina y la señora Hickock le ofreció un café. Quizá si hubieran sabido el verdadero significado de su presencia allí, el recibimiento hubiera sido menos afable, más reservado. Pero no lo sabían y durante las horas que los tres pasaron charlando, el nombre de Clutter no se mencionó nunca ni tampoco la palabra asesinato. Los padres admitían lo que la presencia de Nye implicaba: que reclamaban a su hijo por violación de la palabra dada y fraude.
—Dick lo trajo aquí una noche (Perry) y nos dijo que era un amigo suyo que acababa de llegar en el autobús de Las Vegas, y que si podía quedarse a dormir en casa, a pasar aquí unos días —contó la señora Hickock—. No, señor. Yo no lo quise en casa. No había más que mirarle para saber qué clase de tipo era. Con aquel perfume. Y el pelo gomoso de brillantina. Era claro como el día dónde lo había conocido Dick. Según las condiciones de su libertad bajo palabra, no podía frecuentar la compañía de ningún individuo que hubiera estado con él allí (Lansing). Se lo advertí a Dick, pero no me quiso escuchar. Le encontró habitación a su amigo en el Hotel Olathe, de Olathe, y desde entonces, Dick pasaba con él todos los momentos que tenía libres. Una vez se fueron de viaje, un fin de semana. Señor Nye, tan cierto como que estoy aquí sentada, de que fue Perry Smith quien le hizo firmar los cheques.
Nye cerró su cuaderno, se metió la pluma en el bolsillo y también las dos manos porque le temblaban de emoción.
—Y en ese viaje de fin de semana, ¿adónde fueron?
—A Fort Scott —contestó Hickock, aludiendo a la ciudad de Kansas de glorioso pasado militar—. Según tengo entendido, Perry tiene una hermana que vive en Fort Scott y al parecer ella le guardaba cierta suma de dinero. Mil quinientos dólares fue la suma mencionada. Por esa razón se había venido hasta Kansas, por el dinero que su hermana le guardaba. Y Dick le llevó en coche hasta allí a recogerlo. Pasaron sólo una noche fuera. El domingo ya estaban en casa un poco antes del mediodía. A tiempo para comer.
—Ya —dijo Nye—. Una noche de viaje. Eso quiere decir que se fueron de aquí el sábado. ¿El sábado catorce de noviembre?
El anciano asintió:
—¿Y de regreso el domingo, quince de noviembre?
—El domingo a mediodía.
Nye calculó matemáticamente con sumo cuidado y la conclusión a que llegó no era desalentadora: en aquellas veinte o veinticuatro horas, los sospechosos podían haber hecho un viaje de ida y vuelta de cerca de mil doscientos kilómetros y en su transcurso haber asesinado a cuatro personas.
—Dígame, señor Hickock —prosiguió Nye—. El domingo, cuando su hijo volvió, ¿volvió sólo? ¿O venía Perry con él?
—No. Venía solo. Dijo que había dejado a Perry en el Hotel Olathe.
Nye, cuya voz normal es marcadamente nasal e intimidadora por naturaleza, se esforzaba en adoptar un timbre más suave, que desarmara, que pareciera casual.
—¿Y recuerda usted… hubo algo en sus maneras que le sorprendiera a usted como desacostumbrado? ¿Diferente?
—¿En quién?
—En su hijo.
—¿Cuándo?
—Cuando regresó de Fort Scott.
Hickock se quedó rumiando. Luego dijo:
—Tenía el aspecto de siempre. Tan pronto como llegó, nos sentamos a comer, estaba muy hambriento. Empezó a llenarse el plato antes de que yo acabara de bendecir la mesa. Se lo hice notar diciéndole: «Dick, vas tan aprisa como tu brazo puede, ¿es que no piensas dejar nada para los demás?» Desde luego, ha sido siempre un comilón. Pepinillos. Sería capaz de comerse un barril de pepinillos.
—Y después de comer, ¿qué hizo?
—Caerse dormido —respondió Hickock y pareció sorprendido de su propia respuesta—. Caerse dormido. Y eso sí que no era lo normal. Estábamos viendo un partido de basket. En la tele. Yo, Dick y nuestro hijo David. Casi en seguida, Dick roncaba como una sierra circular y yo le dije a su hermano: «Señor, nunca creí que viviría para ver a Dick dormido en un partido de basket». De veras que dormía. Se pasó todo el rato durmiendo. Sólo se desveló un poco para comer algo de cena fría y se fue directo a la cama.
La señora Hickock enhebró otra aguja de zurcir. Su marido se mecía en la mecedora y daba chupadas a la pipa apagada. Los duchos ojos del detective examinaron la estancia humilde y limpísima. En un rincón, una escopeta seguía apoyada contra la pared. Ya la había visto antes. Se levantó y fue a cogerla diciendo:
—¿Va usted mucho de caza, señor Hickock?
—Ese fusil es suyo. Él y David van a cazar de vez en cuando. Conejos, más que otra cosa.
Era un «Savage» calibre 12, modelo 300. En la culata había un adorno: una escena de faisanes volando, delicadamente grabada.
—¿Cuánto tiempo hace que Dick lo tiene?
La pregunta provocó una gran reacción en la señora Hickock.
—Ese fusil vale más de cien dólares. Dick lo compró a plazos y ahora la tienda no quiere quedárselo, a pesar de que no hará ni un mes que lo compró y sólo se usó una vez, a principios de noviembre cuando él y David se fueron a cazar faisanes a Grinnell. Lo compró a nuestro nombre, su papá le dio permiso y así, aquí estamos nosotros, responsables de los pagos, y cuando pienso en Walter, enfermo como está y en todas las cosas que necesitamos, todo lo que hicimos sin… —contuvo la respiración impidiendo que la dominaran los sollozos—. ¿De veras que no quiere una taza de café, señor Nye? No es molestia alguna.
El detective apoyó el arma contra la pared renunciando a ella a pesar de estar convencido de que se trataba del arma que había causado la muerte a la familia Clutter.
—Gracias, pero se me hace tarde porque tengo que llegarme hasta Topeka —contestó y consultando el cuaderno añadió—: Voy a leer mi resumen para ver si comprendí bien. Perry Smith llegó a Kansas el jueves doce de noviembre. El hijo de ustedes anunció que vino a recoger cierta cantidad de dinero que su hermana de Fort Scott le guardaba. Aquel sábado los dos se fueron en coche a Fort Scott donde pasaron la noche, entiendo que en casa de la hermana, ¿verdad?
—No —contestó Hickock—. No pudieron dar con ella. Parece que se había mudado.
Nye sonrío:
—Pero, sin embargo, pasaron la noche fuera de casa. Y la semana siguiente, es decir, del quince al veintiuno, Dick siguió viendo a su amigo Perry Smith pero, por lo demás, por lo que ustedes saben, mantuvo la rutina normal: siguió viviendo en esta casa y acudiendo al trabajo cada día. El veintiuno desapareció y también Perry Smith. Y desde entonces, ¿han sabido ustedes algo de él? ¿No les ha escrito?
—Le da miedo hacerlo —dijo la señora Hickock—. Tiene miedo y vergüenza.
—¿Vergüenza?
—De lo que ha hecho. De habernos causado un nuevo disgusto. Y tiene miedo porque cree que esta vez no vamos a perdonarle. Como siempre hemos venido haciendo. Y como haremos. ¿Tiene usted hijos, señor Nye?
Afirmó con la cabeza.
—Entonces ya sabe lo que es eso.
—Otra cosa. ¿Tiene alguna idea, aunque sea remota, de dónde puede estar su hijo ahora?
—Abra el mapa —contestó Hickock—. Señale un punto con el dedo: puede que ahí sea.
La tarde tocaba a su fin y el conductor del coche, un viajante de comercio de mediana edad que aquí llamaremos señor Bell, estaba cansado. Suspiraba por poder pararse y hacer una siesta. Pero sólo le faltaban unos ciento sesenta kilómetros para llegar a destino: Omaha, Nebraska, sede de la gran industria de conservas de carne para la que trabajaba. El reglamento de la empresa prohibía a los viajantes llevar en el coche a autostopistas, pero Bell muchas veces no lo tenía en cuenta, sobre todo si estaba aburrido y le entraba sueño. Así que cuando vio a los dos muchachos que aguardaban al borde de la carretera, frenó inmediatamente.
Parecían buenos chicos. El más alto, un tipo delgado pero fuerte, de pelo rubio pardusco, cortado a cepillo, tenía una sonrisa atractiva y muy buenos modales. Su compañero, el «enano», que llevaba en la mano derecha una armónica y con la izquierda sostenía una maleta de paja llena hasta reventar, parecía «bastante simpático», tímido pero agradable. El señor Bell, totalmente ignorante de las intenciones de sus invitados (que incluían estrangularlo con un cinturón y abandonarlo, tras robarle coche y dinero, en la inmensa fosa de la pradera), se alegraba de tener compañía, alguien con quien hablar y que le mantuviera despierto hasta llegar a Omaha.
En seguida se presentó él mismo y luego les preguntó sus nombres. El afable joven con el que compartía el asiento delantero le dijo que se llamaba Dick:
—Y éste es Perry —añadió guiñándole un ojo al que iba sentado inmediatamente detrás del conductor.
—Chicos, yo os podré llevar hasta Omaha.
—Muchas gracias, señor —contestó Dick—. Precisamente es a Omaha adonde nos dirigimos. Esperamos encontrar trabajo allí.
¿Qué clase de trabajo andaban buscando? El viajante de comercio pensó que quizás él pudiera ayudarles.
Dick le dijo:
—Soy pintor de coches de primera. Y mecánico además. Estoy acostumbrado a ganar dinero a lo grande. Mi amigo y yo hemos estado por allá, por México. Llevábamos la idea de quedarnos a vivir allí. Pero, carajo, no se gana nada. No se ganan sueldos que le permitan a un blanco salir adelante.
¡Ah, México! El señor Bell dijo que había pasado su luna de miel en Cuernavaca:
—Siempre hemos querido volver, pero es muy difícil hacer un viaje cuando se tienen cinco críos.
Perry, como comentó más tarde, pensó: «Cinco hijos ¡Bueno, mala suerte!» Y mientras escuchaba la pedante cháchara de Dick que comenzaba a describir sus «conquistas mexicanas» pensó también que era un «botarate», un «ególatra». No había más que ver, tomarse tanto empeño en impresionar al tipo que vas a matar, un hombre que no va a estar con vida ni diez minutos más, por lo menos, si el plan que habían dispuesto él y Dick no tenía tropiezos. ¿Y por qué iba a tenerlos? Las condiciones eran ideales, exactamente lo que los tres días que tardaron en ir de California a Nevada, atravesando Nevada y el Wyoming, hasta Nebraska en autostop, buscaban. Sin embargo, hasta entonces no habían logrado dar con la víctima apropiada. El señor Bell era el primer viajero solitario de aspecto próspero que se había ofrecido a llevarlos. Los demás habían sido o conductores de camión o soldados, amén de un par de boxeadores profesionales negros que llevaban un Cadillac color malva. Pero el señor Bell era perfecto. Perry hurgó en un abultado bolsillo de su guerrera de piel hasta palpar un tubo de aspirina Bayer y una piedra afilada del tamaño de un puño, envuelta en un pañuelo amarillo de cow-boy. Se aflojó el cinturón, un cinturón navajo de hebilla de plata y adornos de turquesa. Se lo sacó, lo dobló y se lo puso sobre las rodillas. Aguardaba. Observaba la pradera de Nebraska, que pasaba velozmente. Hizo sonar la armónica: empezó una melodía y siguió tocándola mientras esperaba a que Dick pronunciara la señal acordada: «Eh, Perry pásame una cerilla». A ella, Dick debía hacerse con el volante mientras Perry, con la piedra envuelta en el pañuelo, golpearía la cabeza del viajante de comercio hasta «abrírsela». Más tarde, en cualquier carretera solitaria, el cinturón de las cuentas azules entraría en juego.
Mientras tanto, Dick y el condenado se contaban chistes sucios. Su risa irritaba a Perry. Le repugnaban especialmente las carcajadas del señor Bell, aquellas risotadas que le recordaban otras, las de Tex John Smith, su padre. El recuerdo de la risa de su padre aumentó su nerviosismo: le dolía la cabeza, las rodillas le daban punzadas. Masticó tres aspirinas y se las tragó en seco. ¡Jesús! Creyó que iba a vomitar o a desmayarse. Estaba seguro de que iba a ser así si Dick prolongaba mucho más «la fiesta». Estaba oscureciendo, la carretera seguía recta, sin una sola casa ni un solo ser humano a la vista, nada más que tierra desnuda de invierno y sombría como una plancha de hierro. Ahora era el momento: ahora. Se quedó mirando a Dick, como para transmitirle el pensamiento y ciertos signos (cierto parpadeo, una especie de bigote que el sudor formaba sobre su labio) le dijeron que Dick había llegado a la misma conclusión.
Sin embargo, cuando Dick abrió la boca, fue para soltar otro chiste.
—Un acertijo. Fíjese: ¿En qué se parecen ir al retrete e ir al cementerio? —hizo un guiño—. ¿Se da por vencido?
—Me doy.
—En que cuando tienes que ir, tienes que ir.
Bell soltó una ruidosa carcajada.
—¡Eh, Perry! Pásame una cerilla.
Pero en el instante en que Perry alzaba la mano y la piedra iba a caer, algo extraordinario ocurrió, lo que Perry más tarde calificaría de «puñetero milagro».
El milagro consistió en la súbita aparición de un tercer autostopista, un soldado negro, por quien el caritativo viajante se detuvo.
—Sí, es muy bueno —dijo mientras su salvador subía al coche—. Cuando tienes que ir, tienes que ir.
Día 16 de diciembre de 1959. Las Vegas, Nevada. Tiempo e intemperie habían borrado la primera y la última letra (una R y una S), convirtiendo la palabra en un agorero OOM, apenas visible en el letrero descolorido por el sol. El letrero parecía muy apropiado para el lugar que anunciaba, que era, según escribió Harold Nye en su informe oficial para el KBI, «miserable y destartalado, un albergue o pensión de ínfimo orden». El informe proseguía: «Hasta hace unos pocos años (según informes suministrados por la policía de Las Vegas) era uno de los mayores burdeles de todo el Oeste. Pero el fuego destruyó el edificio central y el resto quedó convertido en una pensión de baratillo». El «vestíbulo» no tenía mobiliario, sólo un cacto de metro ochenta y una mesa que hacía las veces de recepción desierta. El detective dio una palmada. Al cabo de un rato, una voz de mujer muy poco femenina, gritó:
—¡Ya va!
Pero transcurrieron otros cinco minutos antes de que la mujer apareciese. Llevaba una bata llena de lamparones, y sandalias de tacón alto, doradas. Unos cuantos rulos aprisionaban su ralo pelo amarillo. Tenía la cara ancha, maciza, llena de colorete y labios muy pintados. Llevaba en la mano una lata de cerveza Miller High Life. Olía a cerveza, a tabaco, y a esmalte de uñas recién aplicado. Tenía setenta y cuatro años, pero opinión de Nye, «parecía más joven… quizás diez minutos más joven». Se quedó mirando su impecable traje pardo, su sombrero pardo de ala corta. Cuando Nye le mostró el distintivo, la mujer pareció divertida, sus labios se abrieron y Nye descubrió dos hileras de dientes postizos.
—¡Uh-jú! Es lo que me figuraba —dijo—. Muy bien. Veamos.
Le alargó una fotografía de Richard Hickock:
—¿Le conoce?
Un gruñido negativo.
—¿Y a éste?
—¡Uh-jú! Se quedó aquí un par de veces. Pero ahora no está. Se largó hará un mes. ¿Quiere ver el registro?
Nye se apoyó en la mesa y observó cómo las largas y lacadas uñas de la propietaria buscaban en una página llena de nombres escritos a lápiz. Las Vegas era la primera localidad que sus superiores le indicaron visitase. Cada una de ellas había sido elegida por la relación que tenía con la de Perry Smith. Las otras dos eran Reno, donde se creía que vivía el padre de Smith y San Francisco, residencia de la hermana de Smith que llamaremos aquí señora de Frederic Johnson. Si bien Nye tenía planeado entrevistarse con ambos familiares, y con cualquiera que pudiera tener conocimiento de las idas y venidas del sospechoso, su objetivo principal era obtener la colaboración de la policía local. Al llegar a Las Vegas, por ejemplo, discutió el caso Clutter con el teniente B. J. Handlon, jefe de la Oficina de Investigación del Departamento de Policía de Las Vegas. El teniente redactó un aviso en el que se pedía a todo el personal de policía que tuviera los ojos bien abiertos en caso de que se tropezaran con Hickock y Smith: «Reclamados en Kansas por violación de palabra y se les supone en posesión de un Chevrolet 1949 con matrícula de Kansas JO-58269. Van probablemente armados y se consideran peligrosos». Además, Handlon había destacado un agente para acompañar a Nye a «investigar prestamistas» porque como dijo, «hay siempre un enjambre de ellos en todas las ciudades de juego». Juntos, el detective de Las Vegas y Nye, verificaron todas las papeletas de empeños libradas durante el mes anterior. Nye esperaba, concretamente, encontrar una radio portátil de marca Zenith que se suponía robada de la casa de Clutter la noche del crimen, pero en esto no tuvo suerte. Uno de los prestamistas se acordaba de Smith («Hace sus buenos diez años que entra y sale de aquí») y pudo mostrarles el resguardo de una piel de oso, empeñada en la primera semana de noviembre. De este resguardo sacó Nye la dirección de la pensión.
—Llegado el trece de octubre —dijo la patrona—. Salido el once de noviembre.
Nye contempló la firma de Smith. Las fiorituras, lo rebuscado del trazo, le llamaron la atención, cosa que al parecer la patrona adivinó porque exclamó:
—¡Uh-jú! ¡Y tendría que oírlo hablar! Palabras importantes, ampulosas, viniendo de esa especie de sibilante cuchicheo. Todo un personaje. ¿Qué tienen contra él? Contra ese granujilla…
—Violación de palabra.
—¡Uh-jú! Venir desde Kansas por una cosilla así. Bueno, yo sólo soy una rubia un poco estúpida y le creo. Pero no le vaya con ese cuento a ninguna morena —alzó el bote de cerveza y bebió de un trago hasta dejarlo vacío; luego, pensativa, lo hizo girar entre las manos pecosas y de venas abultadas—. Sea lo que fuese, no será nada gordo. No puede serlo. Todavía ha de nacer el hombre del que yo no sepa decir de qué pie cojea. Ese no es más que un granujilla. Un granujilla que estuvo intentando camelarme para no pagar la última semana.
Soltó una risita ahogada, por lo absurdo de la ambición, seguramente.
El detective preguntó cuánto había pagado Smith por su habitación.
—Tarifa normal. Nueve dólares a la semana. Más medio dólar como depósito por la llave. Rigurosamente al contado. Rigurosamente por anticipado.
—Mientras vivía aquí ¿qué solía hacer? —preguntó Nye—. ¿Tiene algún amigo?
—¿Es que se cree que tengo los ojos puestos en todas las buenas piezas que vienen por aquí? —replicó la patraña—. Vagabundos. Granujas. No me interesan. Tengo una hija muy bien casada. —Luego añadió—: No, no tiene amigos. Por lo menos yo nunca le vi andar con nadie en especial. Esta última vez que estuvo aquí, se pasaba el tiempo hurgando en su coche. Lo tenía aparcado ahí afuera. Un Ford viejo. Parecía de cuando él todavía no había nacido. Le dio una mano de pintura. La parte de arriba negra y el resto plateado. Luego escribió, «En venta» en el parabrisas. Un día oí que un primo se paró y le ofreció cuarenta dólares, cuarenta más que lo que valía. Pero él le contestó que no podía venderlo por menos de noventa. Le dijo que necesitaba el dinero para un billete de autobús. Poco antes de que se fuera me enteré que un tipo negro se lo había comprado.
—Dijo que lo quería para un billete de autobús, ¿no sabe adónde quería ir?
Frunció los labios, dejó colgar el cigarrillo de ellos y se quedó mirando fijamente a Nye:
—Hablemos claro. ¿Hay dinero de por medio? ¿Alguna recompensa?
Quedó esperando contestación. Como no obtuvo ninguna, pareció sospechar todas las posibilidades y decidirse por la de hablar:
—Porque me dio la impresión de que allí, dondequiera que planeara irse, no pensaba quedarse mucho tiempo. Que tenía intención de volverse. En cierto modo espero verle aparecer por acá el día menos pensado —indicó con la cabeza el interior de la pensión—. Venga y le enseño por qué.
Escaleras. Corredores grises. Nye captó los olores, distinguiéndolos unos de otros: desinfectante de retretes, alcohol, colillas. Dentro de una de las habitaciones, un inquilino borracho gemía y cantaba en esa confusión de alegría y dolor.
—¡Amaina, holandés! Acaba ya o te echo a la calle —le gritó la mujer—. Ahí —le dijo a Nye, precediéndole en una especie de cuarto oscurecido de almacenaje. Encendió la luz—. Eso, esa caja. Me dijo que se la guardara hasta que estuviera de vuelta.
Se trataba de una caja de cartón, sin envolver pero atada con un cordel. Una advertencia, un aviso que tenía algo de maldición egipcia, estaba escrito a lápiz sobre la cubierta: ¡Cuidado! Propiedad de Perry E. Smith. ¡Cuidado!
Nye desató la cuerda. Tuvo la triste ocasión de comprobar que el nudo no era de media vuelta como el que los asesinos usaran para atar a la familia Clutter. Levantó las solapas de la caja. Salió una cucaracha y la patrona la pisó, aplastándola con el tacón de su sandalia dorada.
—¡Eh! —exclamó mientras Nye sacaba y examinaba detenidamente las posesiones de Perry—. ¡El ratero! ¡Esa toalla es mía!
Además de la toalla el meticuloso Nye anotó en su cuaderno: «Un cojín sucio “Souvenir de Honolulu”, una manta rosa de niño, un par de pantalones caqui, un cazo de aluminio con espátula para fritos». Entre otras curiosidades había un álbum de recortes lleno de fotografías sacadas de revistas de cultura física (estudios de levantadores de pesas relucientes de sudor) y, dentro de una caja de zapatos, una colección de medicamentos: enjuagues y polvos para combatir las infecciones bucales y también una cantidad increíble de aspirinas (por lo menos una docena de frascos, varios de ellos vacíos).
—Porquería —dijo la patrona—. Sólo basura.
Cierto. Carecía de valor incluso para un detective hambriento de indicios. De todos modos, Nye estaba contento de haberlo visto. Cada uno de aquellos detalles, los calmantes para las encías infectadas, el grasiento cojín de Honolulu, le daba una imagen clara de su propietario y de su vida solitaria y mezquina.
Al día siguiente, en Reno, preparando su informe oficial escribió: «A las 9 de la mañana, el agente que informa se puso en contacto con Bill Discroll, jefe de investigación criminal de la Oficina del sheriff de Washoe County, Nevada. Después de ser brevemente informado de las circunstancias del caso, a Driscoll se le entregaron fotografías, huellas digitales y órdenes de detención de Hickock y Smith. Fueron puestos avisos en las fichas de ambos individuos y también en las de los automóviles. A las 10.30, el agente que informa se puso en contacto con el sargento Abe Feroah, División Investigadora, Departamento de Policía, Reno, Nevada. El sargento Feroah y el agente que informa estuvieron revisando los ficheros de la policía. Ni el nombre de Hickock ni el de Smith figuraban en los archivos criminales. La verificación de las papeletas de las casas de empeños, no dio como resultado información alguna sobre la radio que se buscaba. Se ha puesto una señal permanente en esos archivos para el caso de que la radio sea empeñada en Reno. El detective encargado de recorrer las casas de empeños ha mostrado las fotografías de Smith y Hickock a todos los prestamistas de la ciudad y ha hecho verificaciones en todas las casas de préstamos, buscando la radio. Los prestamistas han identificado a Smith como una fisonomía familiar, pero no han podido suministrar ulteriores datos.”
Eso por la mañana. Por la tarde Nye partió en busca de Tex John Smith. Pero, en el primer lugar, Correos, el empleado de la ventanilla de entregas le dijo que no siguiera buscando, por lo menos en Nevada, porque el «individuo en cuestión» se había marchado el pasado agosto y vivía ahora en Circle City, Alaska. Allí, por lo menos, era donde le enviaba la correspondencia.
—¡Caramba! No sabe lo que me pide —dijo el empleado en respuesta a la petición de Nye de que le describiera al mayor de los Smith—. Es un tipo que ni sacado de un libro. Se hace llamar él mismo el Lobo Solitario. Gran parte de su correo viene dirigido así. No recibe muchas cartas, no. Pero sí montones de catálogos y folletos de propaganda. Le sorprendería ver la cantidad de personas que piden que les envíen esa clase de cosas. Para recibir correspondencia, será. ¿Edad? Yo diría que tendrá unos setenta. Se viste a la moda Far West: botas de cow-boy y un sombrero enorme. Me contó que en otro tiempo anduvo metido en el rodeo. He charlado no poco con él. En los últimos años ha estado viniendo aquí casi todos los días. De vez en cuando desaparecía, no venía en un mes y luego decía que había estado buscando oro. Un día, el pasado agosto, se me presentó aquí un joven. Andaba buscando a su padre Tex John Smith y me preguntó si yo sabría dónde podría encontrarlo. No se parecía mucho a su padre. El Lobo tiene los labios muy delgados, irlandeses. Y aquel muchacho parecía indio puro, pelo negro, brillante como las botas, con los ojos igual. Pero al día siguiente, va y viene el Lobo y lo confirma: me dijo que su hijo había acabado el servicio militar y que se iban los dos a Alaska. El viejo es un entusiasta de Alaska. Hasta creo que una vez fue dueño allí de un hotel o algo así, o un albergue de caza. Me dijo que pensaba ir a pasarse allí unos dos años. No, no le he vuelto a ver, ni a él ni a su hijo.
La familia Johnson acababa de llegar e instalarse en el barrio aquel de San Francisco, un barrio moderno de clase media, de ingresos medios, allí en lo alto de las colinas del norte de la ciudad. En la tarde del 18 de diciembre, la joven señora Johnson esperaba invitados: tres señoras de la vecindad irían a tomar café con pastelillos y quizás a jugar una partida a cartas. La anfitriona estaba nerviosa, era la primera vez que recibía en su nuevo hogar. Mientras esperaba oír el timbre de un momento a otro, dio una vuelta por la casa deteniéndose a coger un hilo que pendía o a modificar la posición de alguna de las poinsetias del ramo de Navidad. La casa, como las otras de aquella calle en la ladera de la colina, era un convencional chalet, suburbano, agradable y corriente. A la señora Johnson le encantaba. Estaba encantada con el artesonado de sacoya, el alfombrado de pared a pared, las ventanas como de película a ambos lados de la casa, la vista que ofrecía la ventana posterior: las colinas, el valle, el cielo y el océano. Y se sentía orgullosa del pequeño jardín del fondo. Su marido, agente de seguros por profesión, carpintero por vocación, había construido una cerca de estacas blancas y dentro de ella una caseta para el perro de la familia y un hoyo de arena y columpios para los niños. En aquel momento, los cuatro (perro, dos niños pequeños y una niña) jugaban allí bajo un plácido cielo. Ella esperaba que estuvieran contentos hasta que sus invitadas se hubieran marchado. Cuando sonó el timbre y la señora Johnson fue a abrir, llevaba puesto el que a sus ojos era el vestido que le sentaba mejor: un vestido de punto amarillo que le marcaba el tipo y hacía resaltar el espléndido color té claro de su tez, de cherokee, y la negrura de su pelo corto. Abrió la puerta dispuesta a recibir a sus tres vecinas pero se encontró, en cambio, con dos desconocidos: dos hombres que se llevaron la mano al sombrero y le mostraron, abiertas, sendas carteras de bolsillo con un distintivo.
—¿La señora Johnson? —preguntó uno de ellos—. Me llamo Nye. Le presento al inspector Guthrie. Pertenecemos a la policía de San Francisco y acabamos de recibir orden de Kansas de abrir una investigación sobre el hermano de usted. Perry Edward Smith. Al parecer, ha dejado de presentarse al oficial correspondiente como se comprometió en su solicitud de libertad bajo palabra y quisiéramos saber si usted puede decirnos algo sobre su paradero.
La señora Johnson no pareció turbada y, desde luego, en absoluto sorprendida, al ver que la policía se preocupaba de las andanzas de su hermano. Lo que la inquietaba era la perspectiva de que sus invitadas la encontraran allí contestando a las preguntas de dos policías.
—No. Yo no sé nada. Hace cuatro años que no veo a mi hermano Perry.
—Se trata de algo serio, señora Johnson —insistió Nye—. Nos gustaría hablar sobre ello.
La señora Johnson no tuvo más remedio que ceder, hacer entrar a los policías y ofrecerles café (que aceptaron).
—Hace cuatro años que yo no veo a Perry. Ni he sabido nada de él desde que le concedieron la libertad bajo palabra. El verano pasado, cuando salió de la cárcel fue a ver a mi padre que estaba en Reno. En una carta, mi padre me decía que pensaba volverse a Alaska y que Perry se iba con él. Luego volvió a escribirme, creo que en septiembre. Estaba furioso. Él y Perry se habían peleado y se separaron antes de cruzar la frontera. Perry se volvió atrás y mi padre se fue a Alaska solo.
—¿Desde entonces no le ha vuelto a escribir?
—No.
—Entonces ¿cree usted posible que últimamente su hermano haya vuelto con él? ¿En este último mes?
—No lo sé. Ni me importa.
—¿Están ustedes en malas relaciones?
—¿Yo con Perry? Sí, le tengo miedo.
—Sin embargo, mientras estaba en Lansing usted le escribía con frecuencia o por lo menos eso es lo que nos han dicho las autoridades de Kansas —dijo Nye.
El otro hombre, el inspector Guthrie, parecía concentrado en su papel secundario.
—Yo pretendía ayudarle. Esperaba poder hacer que cambiar algunas de sus ideas. Ahora lo conozco mejor. Los derechos del prójimo no significan nada para Perry. No respeta a nadie.
—Y de sus amigos. ¿Conoce alguno con quien pudiera estar ahora?
—Joe James —contestó.
Y explicó que era un leñador y pescador indio que vivía en el bosque cerca de Bellingham, Washington. No, ella no le conocía pero tenía entendido que él y su familia eran personas generosas que habían dado albergue a Perry en más de una ocasión. La única amistad que ella le conocía era una joven que se había presentado a la puerta de los Johnson, en junio de 1955, con una carta de Perry en la que él la presentaba como su mujer.
—Decía en la carta que estaba en un aprieto y que si podía ocuparme de su mujer hasta que él pudiera mandar por ella. La chica aparentaba tener veinte años. Resultó que tenía catorce y, desde luego, no era la mujer de nadie. Pero en aquella época, me dejé cazar. Tuve lástima de ella y le dije que podía quedarse con nosotros. Se quedó, pero no por mucho tiempo. Menos de una semana. Y cuando se marchó, se llevó nuestras maletas y todo lo que pudo meter dentro: casi todas mis ropas y las de mi marido, la plata y hasta el reloj de la cocina.
—Cuando ocurrió, ¿dónde vivían ustedes?
—En Denver.
—¿Han vivido alguna vez en Fort Scott, Kansas?
—Nunca. No he estado nunca en Kansas.
—¿Tiene alguna hermana que viva en Fort Scott?
—Mi hermana ha muerto. Mi única hermana.
Nye sonrió.
—Comprenda, señora Johnson —le dijo—. Nos basamos en el supuesto de que su hermano se pondrá en contacto con usted. Por correo o por teléfono. O que venga a verla.
—Espero que no. La verdad es que él no sabe que nos hemos mudado. Todavía cree que vivimos en Denver. Por favor, si lo encuentran, no le den mi domicilio. Le tengo miedo.
—Cuando dice eso, ¿es porque teme que pueda hacerle algún daño? ¿Algún daño físico?
Sopesó la pregunta con incertidumbre e incapaz de definirse dijo que no lo sabía.
—Pero le tengo miedo. Siempre se lo he tenido. ¡Puede parecer tan simpático y afectuoso cuando quiere! Amable. Llora con tanta facilidad. A veces la música lo conmueve y de niño solía llorar simplemente porque el ocaso le parecía hermoso. O la luna. ¡Oh, engañaría a cualquiera! Sabe muy bien cómo componérselas para que le compadezcan…
El timbre sonó. La renuncia a abrir la puerta transmitió su dilema y Nye (que escribiría de ella «Durante toda la entrevista guardó su compostura y se mostró extremadamente cortés. Persona de excepcional carácter») tomó su sombrero pardo.
—Sentimos haberla molestado, señora Johnson. Pero si sabe algo de Perry, le ruego tenga el buen sentido de llamarnos. Pregunte por el inspector Guthrie.
Tras la partida de los inspectores, la compostura que tanto había admirado Nye, se derrumbó. Una familiar desesperación pendía sobre ella. Luchó contra ella, retrasó su impacto hasta que la reunión hubo acabado y sus invitadas se marcharon, hasta después de alimentar a los niños y luego bañarlos y ayudarles a rezar sus oraciones. Pero después, como la niebla del océano que por la noche empaña los faroles de la calle, le envolvió el más profundo desaliento. Había dicho que tenía miedo a Perry, pero ¿era solamente a Perry? ¿O tenía además miedo de un destino del que ella también formaba parte? ¿De un terrible destino que parecía aguardar a los cuatro hijos de Florence Buckskin y Tex John Smith? El mayor, el hermano que ella adoraba, se había pegado un tiro. Fern había caído de una ventana o saltado por ella y Perry se había entregado a la violencia y convertido en un criminal. De modo que, en cierto sentido, era ella el único superviviente. Y lo que la atormentaba era el pensamiento de que con el tiempo también ella podía verse arrollada: volverse loca, o contraer una enfermedad incurable, o perder en un incendio todo lo que más quería, hogar, esposo, hijos.
Su marido estaba ausente, en viaje de negocios, y estando sola, nunca se le ocurría beber nada. Pero aquella noche se sirvió algo fuerte y se echó en el diván del cuarto de estar, con un álbum de fotografías en las rodillas.
Una fotografía de su padre dominaba la primera página, una foto de estudio hecha en 1922, el año de su boda con la joven india, amazona del rodeo, señorita Florence Buckskin. Era una foto que invariablemente conmovía a la señora Johnson. Porque gracias a ella podía comprender por qué, a pesar de ser tan poco el uno para el otro, su madre pudo casarse con su padre. El joven de la fotografía rebosaba viril fascinación. Todo en él, la gallarda altivez de su cabeza pelirroja, el guiño del ojo izquierdo (como si estuviera apuntando a un blanco), el diminuto pañuelo de cow-boy alrededor del cuello, era enormemente atractivo. En conjunto, la actitud de la señora Johnson para su padre era ambivalente. Pero un aspecto de él había contado siempre con una admiración suya sin reservas: su valor. Sabía muy bien cuan excéntrico resultaba para muchos y en algún aspecto también para ella. Pero era «un verdadero hombre». Sabía hacer muchas cosas y las hacía sin darse importancia, con facilidad. Sabía hacer caer un árbol, precisamente donde él quería. Sabía despellejar a un oso, reparar un reloj, construir una casa, hacer un pastel, zurcir un calcetín o pescar una trucha con una aguja retorcida y un pedazo de cuerda. En una ocasión, se había pasado un invierno solo en la desolada Alaska.
Solo. Según la señora Johnson, los hombres igual que él tenían que vivir solos. Una mujer, unos hijos, no eran para ellos.
Pasó algunas páginas de instantáneas de su infancia, fotos tomadas en Utah, en Nevada, en Idaho, en Oregón. La carrera de «Tex y Flo» en el rodeo había terminado y la familia, alojada en un camión viejo, recorría el país a la caza de empleo, algo muy difícil de conseguir en 1933. «La familia de Tex John Smith recolectando fresas en Oregón, 1933» se leía al pie de una foto de cuatro chiquillos descalzos, todos sin otra ropa que un pantalón y todos con la misma expresión hosca y fatigada. Fresas y pan duro untado con leche condensada dulce era todo lo que tenían para comer. Bárbara Johnson recordaba que, en una ocasión, toda la familia se había pasado varios días alimentándose a base de plátanos podridos y, como consecuencia, Perry pilló un cólico. Pasó toda la noche gritando mientras ella, Bobo, como la llamaban, lloraba de miedo de que se estuviera muriendo.
Bobo tenía tres años más que Perry y le adoraba. Era su único juguete, la muñeca que lavaba, peinaba, besaba y, a veces, daba de cachetes. Había una foto de los dos juntos, bañándose desnudos en un arroyuelo del Colorado de agua diamantina: el hermanito, un cupido barrigudo, negro del sol, agarrado a la mano de la hermana y riéndose como si aquellas aguas contuvieran dedos que le hicieran cosquillas. En otra instantánea (la señora Johnson no estaba segura, pero creía que había sido tomada en un lejano rancho de Nevada, donde la familia estaba viviendo cuando la batalla última de los padres, un encuentro aterrador en el que látigos, agua hirviendo y lámparas de petróleo se habían usado como armas, había puesto fin al matrimonio), ella y Perry montaban un poney y al fondo las montañas áridas.
Más tarde, cuando la madre con sus hijos se trasladó a vivir a San Francisco, el amor de Bobo por el pequeño disminuyó hasta desaparecer del todo. Ya no era su pequeño, sino que se había convertido en un salvaje, en un golfillo y un ladrón. Su primer arresto registrado databa del 27 de octubre de 1936, el día en que cumplía exactamente ocho años. A partir de entonces, después de estar encerrado en diversas instituciones y reformatorios infantiles, le fue entregado a su padre en custodia y habían de transcurrir muchos años antes de que Bobo volviera a verlos, a no ser en las fotografías que de vez en cuando Tex les enviaba a sus otros hijos, fotografías que, pegadas encima de sus respectivos epígrafes escritos con tinta blanca, formaban parte del contenido de aquel álbum. Allí figuraban: «Perry, papá y su perro Husky». «Perry y papá buscando oro». «Perry cazando osos en Alaska». En esta última se veía un muchacho de quince años, con gorro de piel y raquetas de nieve en los pies, entre árboles cargados de nieve, con un fusil bajo el brazo. Tenía las cejas fruncidas y ojos tristes y cansados. La señora Johnson, al verla recordó una «escena» que Perry le hizo una vez que fue a visitarla en Denver.
—Yo era su esclavo —gritó Perry—. Y basta. Alguien a quien podía sacar las entrañas trabajando sin tener que pagarle un céntimo. No, Bobo, soy yo quien va a hablar. Cállate o te tiro de cabeza al río. Como una vez en el Japón. En un puente había un tipo. Era la primera vez que lo veía. Lo cogí y lo eché al río sin más.
»Por favor, Bobo. Escúchame, por favor. ¿Crees que me gusta ser como soy? ¡Lo que yo habría podido ser! Pero el mal nacido aquel nunca me dio oportunidad. No me dejaba ir a la escuela. Ya lo sé. Ya lo sé. Yo era un niño malo, díscolo. Pero hubo un tiempo en que le supliqué que me dejase ir a la escuela. Tengo buena inteligencia. Por si no lo sabes. Inteligencia y talento. Pero nada de cultura porque no me dejó aprender nada, no quiso que aprendiera más que a correr y trotar con él. Obtuso. Ignorante. Así es como él me quería. Para que nunca pudiera escapar de él. Pero tú, Bobo. Tú fuiste a la escuela. Y Jimmy y Fern también. Todos los mierdas de vosotros tuvisteis vuestra educación. Todos menos yo. Y yo os odio. A todos. A ti y a papá… a todos.
¡Como si para sus hermanas y su hermano la vida hubiera sido un lecho de rosas! Quizás sí, si eso era tener que limpiar los vómitos de la madre borracha, si creía que lo era no tener nada bonito que ponerse ni bastante que comer. Sin embargo, era cierto, los tres habían cursado la segunda enseñanza. Jimmy terminó como el primero del curso, honor que debía única y exclusivamente a su fuerza de voluntad. Esto era, en opinión de Bárbara, lo que hacía tan siniestro su suicidio. Gran carácter, enorme valor, trabajador incansable, parecía como si ninguno de esos rasgos pudiera influir de modo decisivo en el destino de los hijos de Tex John. Compartían un destino común contra el que la virtud no era defensa. No es que Perry fuera virtuoso, ni Fern. A los catorce años, Fern se cambió de nombre y, durante el resto de su corta vida, trató de justificar el cambio: Joy [21]. Era una chica fácil «amiga de todos», demasiado de todos, porque sentía debilidad por todos los hombres, a pesar de que no tenía mucha suerte con ellos. La clase de hombres que a ella le gustaban, siempre la dejaban plantada. Su madre había muerto de coma alcohólico y a ella le daba miedo beber, pero bebía. Antes de cumplir los veinte, Fern John empezaba el día con una botella de cerveza. Y una noche de verano se cayó de la ventana de una habitación de hotel. Al caer, dio contra la marquesina de un teatro y de allí fue a parar bajo las ruedas de un taxi. Arriba, en la habitación vacía, la policía encontró zapatos, un monedero sin dinero y una botella de whisky vacía.
Era posible comprender a Fern y perdonarla. Pero Jimmy era distinto. La señora Johnson contemplaba una fotografía suya vestido con uniforme de marino. Durante la guerra, sirvió en la Marina. Un esbelto y pálido marinero de cara alargada, un poco ascética y austera, que pasaba el brazo alrededor de la cintura de la chica con la que se había casado y con la que, en opinión de la señora Johnson, nunca debió casarse porque nada tenían en común el serio Jimmy y aquella adolescente de San Diego, metida siempre entre marineros, cuyos abalorios de cristal reflejaban un sol que se había puesto hacía tiempo. Y el amor que le había inspirado a Jimmy era un amor fuera de lo normal. Una pasión en parte patológica. En cuanto a la muchacha, tuvo que haberlo amado. Amarlo mucho para hacer lo que hizo. ¡Si Jimmy se lo hubiera creído! ¡Si hubiera podido creerlo! Pero los celos se apoderaron de él. Le mortificaba pensar en los hombres que se habían acostado con ella antes de que se casaran. Estaba convencido, además, de que seguía llevando aquella vida promiscua, de que cada vez que él tenía que embarcar, o aunque sólo fuera dejarla sola durante el día, ella le traicionaba con un montón de amantes cuya existencia le pedía continuamente a ella que confesara. Al final, ella se colocó la boca de un fusil entre los ojos y apretó el gatillo con el dedo del pie. Cuando Jimmy la encontró, no llamó a la policía. La cogió y la acostó en la cama. Se echó junto a ella. Al amanecer del día siguiente, cargó otra vez el fusil y se mató.
Junto a la fotografía de Jimmy y su mujer, había una de Perry en uniforme. Había sido recortada de un periódico y la acompañaba un texto: «Cuartel General, Ejército de los Estados Unidos. Alaska. El soldado Perry Smith, de 23 años, veterano combatiente del ejército en Corea, de vuelta a Anchorage, Alaska, es recibido por el capitán Mason, oficial de información pública, a su llegada a la base aérea de Elmendorf. Smith prestó servicio durante quince meses en la 24a División, como mecánico de combate. Su viaje de Seattle a Anchorage ha sido obsequio de la compañía aérea Pacific Northern. La señorita Lynn Marquis, azafata de la compañía, sonríe dándole la bienvenida (foto oficial del ejército de los EE.UU.)». El capitán Mason, con la mano en alto, mira al soldado Smith, pero el soldado Smith mira a la cámara. En su expresión, la señora Johnson veía o imaginaba ver no gratitud sino arrogancia y, en lugar de orgullo, inmenso engreimiento. No era inverosímil que hubiera encontrado un hombre en un puente y que lo hubiera arrojado al río. Naturalmente que lo había hecho. Nunca lo había dudado.
Cerró el álbum y encendió la televisión. Pero no le sirvió. ¿Y si efectivamente aparecía por allí? Los detectives bien habían dado con ella, ¿por qué no lo haría Perry? Inútil que esperase ayuda de ella, no pensaba ni abrirle la puerta. La puerta delantera estaba cerrada con llave pero no la del jardín. El jardín estaba blanco de neblina del mar, quizás entonces tuviera lugar allí una reunión de fantasmas: mamá, Jimmy y Fern. Cuando la señora Johnson corrió el cerrojo de la puerta, pensaba tanto en los vivos como en los muertos.
Un nubarrón. Lluvia. A cántaros. Dick corría. Perry corría también, pero no podía correr tanto como él. Tenía las piernas más cortas y además acarreaba la maleta. Dick llegó al refugio, un granero cercano a la autopista, mucho antes que él. Saliendo de Omaha, después de pasar la noche en un dormitorio de la Salvation Army, un conductor de camión les llevó a través de la frontera de Nebraska hasta Iowa. Pero las últimas horas las habían hecho a pie. Había empezado a llover cuando se hallaban a unos veinticinco kilómetros de un caserío de Iowa llamado Tenville Junction.
El granero estaba a oscuras.
—¿Dick? —llamó Perry.
—¡Presente! —contestó.
Se había tumbado en un montón de heno. Perry, calado hasta los huesos y tiritando, se dejó caer a su lado.
—Tengo mucho frío —dijo, refugiándose en el heno—. Tengo tanto frío que me importaría un cuerno que se prendiera fuego y me quemara vivo.
Tenía hambre, además. Hambre de lobo. La noche anterior habían cenado sendos cazos de sopa de la Salvation Army y aquel día habían ingerido por todo alimento unos chocolatines y goma de mascar que Dick había robado del mostrador de una tienda de golosinas.
—¿Quedan chocolatinas? —preguntó Perry.
No, pero todavía quedaba goma de mascar. Se la repartieron y se pusieron a mascar dos barritas y media cada uno, con aroma de menta, el favorito de Dick. (Perry lo prefería con aroma a frutas.) El problema era el dinero. Su total carencia había impulsado a Dick a decidir que el próximo paso iba a ser lo que a Perry se le antojó «peor que locura»: volver a Kansas City. La primera vez que Dick habló de ello, Perry dijo:
—Tienes que ir al médico.
Ahora, allá, acurrucados y juntos en la fría oscuridad, oyendo caer la fría y oscura lluvia, volvieron a la discusión. Perry enumerando otra vez los peligros de tal maniobra porque sin duda ya estarían buscando a Dick por violación de palabra, «si no por algo más». Pero Dick no se dejó disuadir. Kansas City, argüía, era el único lugar donde él se veía capaz de «pasar unos cuantos papeles».
—Claro que tenemos que andarnos con cuidado. Ya sé que tendrán orden de arrestarnos. Por los cheques que les colgamos entonces. Pero lo haremos rápido. Un día bastará. Si conseguimos suficiente, quizás podamos largarnos a Florida. Y pasar las Navidades en Miami… o todo el invierno si nos gusta.
Pero Perry se limitaba a mascar su goma, a temblar y a ensombrecerse.
—Pero ¿qué te pasa, rico? —le dijo Dick—. ¿Es por aquello? ¿Por qué puñeta no puedes olvidarlo? Nunca nos relacionarán con aquello. Nunca lograrán establecer la más mínima relación.
Perry contestó:
—Puedes equivocarte. Y si te equivocas, quiere decir El Rincón.
Ninguno de los dos se había referido hasta entonces a la pena máxima del estado de Kansas, la horca o muerte en El Rincón, como los presos de la Penitenciaria del Estado de Kansas llamaban al barracón que contiene lo necesario para ahorcar a un hombre.
Dick le dijo:
—Ya nos salió el dramático. Con tu actitud, me matas.
Encendió una cerilla con intención de fumarse un cigarrillo pero algo que la llama iluminó, le puso de pie y, de un brinco, atravesó el granero hasta un establo de vacas. Dentro del establo había un coche, un Chevrolet modelo 1956, blanco y negro de dos puertas. Con la llave puesta.
Dewey estaba decidido a ocultar a la «población civil» todo detalle sobre aquel descubrimiento relacionado con el caso Clutter. Tan decidido que determinó confiarse a los dos más importantes voceros de Garden City. Bill Brown, redactor jefe del Telegram y Robert Wells, director de la estación de radio KIUL. Al describir la situación, Dewey enfatizó sus razones para considerarlo un secreto de suma importancia:
—Recuerden, existe la posibilidad de que esos hombres sean inocentes.
Era una posibilidad demasiado válida para no tenerla en cuenta. El que había facilitado los datos, Floyd Wells, podía haber inventado la historia. Inventar cuentos por el estilo era cosa bastante frecuente entre los presos que esperaban con ello ganar favores o traer la atención de la autoridad. Pero aunque cada palabra de aquel hombre no fuera más que la sacrosanta verdad, Dewey y sus colegas todavía no habían conseguido la mínima evidencia, «evidencia para una corte». ¿Qué habían descubierto que no pudiera ser interpretado como posible, aunque extraordinaria, coincidencia? Sólo porque Smith se hubiera dirigido a Kansas para visitar a su amigo Hickock, sólo porque Hickock estuviera en posesión de una escopeta del mismo calibre que aquel con que se cometió el crimen, y sólo porque los presuntos asesinos hubieran presentado una coartada falsa para justificar dónde habían pasado la noche del 14 de noviembre, no eran necesariamente asesinos.
—Pero estamos casi seguros de que es así. Todos lo creemos así. Si no, no hubiéramos dado la alarma en diecisiete estados, desde Arkansas a Oregón. Pero ténganlo presente: pueden pasar años antes de que logremos atraparlos. Puede que se separen. Que se marchen del país. Hay también la posibilidad de que estén en Alaska… No es difícil perder a un hombre en Alaska. Cuanto más tiempo anden libres, más difícil nos será probar los cargos. Francamente, tal como están las cosas, no tenemos mucho que probar en contra. Podemos prenderles mañana y no poder nunca probar ni tanto así.
Dewey no exageraba. Excepto dos tipos de suelas de bota, uno con un dibujo de rombos, otro con una marca de Cat’s Paw, los asesinos no habían dejado ni una prueba. Ya que daban muestras de tanta cautela, debieron de deshacerse de las botas mucho tiempo atrás. Y de la radio también, suponiendo que fueran ellos quienes la robaran, algo que Dewey ponía en duda porque le parecía «ridículo e inconsistente», dada la magnitud del crimen y la manifiesta astucia de los criminales. Le parecía «inconcebible» que aquellos hombres hubieran entrado en la casa esperando encontrar una caja fuerte llena de dinero y que, al no encontrarla, hubiesen creído oportuno asesinar a la familia entera por unos pocos dólares y una pequeña radio portátil.
—Sin una confesión, no lograremos que los condenen —dijo—. Yo así lo creo. Y por esa razón nunca seremos lo bastante cautos. Ellos están convencidos que se han salido con la suya. Bien, no nos interesa que cambien de opinión. Cuanto más seguros y a salvo se sientan, antes lograremos cogerlos.
Pero los secretos son una mercancía poco corriente en una ciudad de la extensión de Garden City. Todos cuantos visitaban el despacho del sheriff, tres estancias con escaso mobiliario, pero atestadas de gente del tercer piso de la Casa de Justicia, podían advertir un cambio insólito, un ambiente casi siniestro. El precipitado ir y venir, la agitada actividad de las últimas semanas, había desaparecido. Ahora una tensa inmovilidad reinaba en el local. La señora Richardson, la secretaria, persona muy abierta y práctica, había adoptado de un día para otro maneras sigilosas y andares de puntillas y los hombres para quienes trabajaba, el sheriff y sus colaboradores, Dewey y el equipo de agentes importados del KBI, se movían sin hacer ruido, hablando en voz baja. Eran como cazadores escondidos en el bosque temiendo que cualquier ruido o movimiento ahuyentara sus cercanas presas.
La gente hablaba. El Trail Room del Hotel Warren, un café de Garden City que los comerciantes de Garden City consideraban su club particular, era un antro de conjeturas y rumores a media voz. Un ciudadano de los más destacados y eminentes, se decía, estaba a punto de ser arrestado. O bien alguien contaba que el crimen había sido obra de sicarios pagados por los enemigos de la Asociación de Cultivadores de Trigo de Kansas, progresiva organización en la que el señor Clutter había representado un papel importante. Una de las historias que circulaban, la más cercana a la verdad, se debía a un conocido comerciante de automóviles (que se negaba a decir de dónde la había sacado):
—Parece que se trata de un hombre que trabajaba para Herb allá por el año cuarenta y siete o cuarenta y ocho. Un bracero de tantos. Parece que lo metieron en la cárcel, en la cárcel del estado y que mientras estaba allí le dio por recordar lo rico que era Herb. Así que cuando lo soltaron, hará cosa de un mes, lo primero que hizo fue venirse para acá, robar y matarlos a todos.
Pero once kilómetros al oeste, en el pueblo de Holcomb, no se oía ni una alusión a la sensacional noticia, por la razón de que de un tiempo a esta parte, la tragedia Clutter se había convertido en tópico prohibido en los dos principales centros de chismorreos: la estafeta de correos y el Café Hartman.
—Me niego a escuchar una sola palabra más —decía la señora Hartman—. Se lo dije. No podíamos seguir así. Desconfiando los unos de los otros, todos con un miedo mortal. Lo que tengo decidido es que el que quiera hablar de eso, que salga de mi casa.
Myrt Clare, tomó un resolución igualmente dura:
—Los que vienen por aquí creyendo que comprando cuatro sellos pueden pasarse tres horas y treinta y tres minutos volviendo a los Clutter del revés como si fueran un guante, arrancándole la piel a tiras al prójimo, son serpientes de cascabel. Eso es lo que son. No tengo tiempo de escucharles. Yo estoy aquí para trabajar: represento al gobierno de los Estados Unidos. Y además es pura morbosidad. Al Dewey y todos esos certeros tiradores de Topeka y Kansas City, creíamos que eran centellas. Pero ahora estoy segura de que no queda un alma que crea que tiene la más puñetera probabilidad de pescar al que lo hizo. Así que pienso que lo más sensato que pueden hacer es callarse. Vives hasta que te mueres y poco importa cómo te mueres. Los muertos, muertos están. ¿Para qué seguir como una partida de buitres sólo porque a Herb Clutter le cortaron el pescuezo? Es pura morbosidad. Polly Stringer, esa del colegio… Polly Stringer estuvo aquí esta mañana. Me dijo que sólo ahora, después de más de un mes, sólo ahora, esos chicos han comenzado a tranquilizarse. Lo que me hace pensar: Y si arrestan a alguno ¿qué? Si lo hacen va a ser alguien que todos conocemos muy bien. Y será echar leña al fuego, para que el caldero vuelva a hervir cuando empezaba a enfriarse. Que no me digan, que emociones ya hemos tenido de sobra.
Era temprano, todavía no habían dado las nueve, y Perry era el primer cliente de la Washateria, lavandería automática. Abrió su abultada maleta de paja, sacó un lío de calzoncillos, calcetines y camisas (unos de él, otros de Dick) los echó dentro de una lavadora y puso en la máquina una ficha de plomo, una de las tantas compradas en México.
Perry estaba familiarizado con el funcionamiento de tales establecimientos, pues era parroquiano frecuente y ardiente partidario, ya que encontraba «reposante» quedarse sentado con toda tranquilidad, contemplando cómo las ropas se lavaban solas. Pero no hoy. Tenía demasiada aprensión. A pesar de todas sus recomendaciones y advertencias, Dick se había salido con la suya. Allí estaban los dos otra vez en Kansas City, sin un centavo y además, por si fuera poco, al volante de un coche robado. Durante toda la noche rodaron a toda velocidad en el Chevrolet matrícula de Iowa, a pesar de la espesa lluvia, parándose dos veces a poner gasolina, tomándola ambas veces de vehículos aparcados en calles desiertas de pequeñas ciudades dormidas. (Ello era asunto de Perry, tarea en la que él mismo se consideraba un as. «Basta un pedazo de tubo de goma. Es mi tarjeta de crédito, con validez en todo el país».) Al amanecer, en cuanto llegaron a Kansas City, lo primero que hicieron fue irse al aeropuerto y lavarse, afeitarse y cepillarse los dientes en el excusado de hombres. Dos horas después tras echar una siesta en la sala de espera del aeropuerto, se volvieron a la ciudad. Dick había dejado a Perry en la lavandería, prometiéndole que estaría de vuelta al cabo de una hora.
Cuando tuvo la ropa lavada y seca, Perry volvió a hacer la maleta. Eran más de las diez. Dick, probablemente tratando de pasar cheques falsos, se retrasaba. Se sentó a esperarle, eligiendo un banco donde, al alcance de la mano, tenía un bolso de mujer tentándolo a meter la mano dentro. Pero el aspecto de su dueña, la más fornida de las distintas mujeres que estaban haciendo uso del establecimiento, le disuadió. Cuando no era sino un chiquillo de la calle, él y un crío chink [22] (¿Tommy Chan? ¿Tommy Lee?) andaban trabajando juntos dedicados «al tirón» de bolsos de señora. A Perry le divertía, le subía la moral, recordar algunas andanzas de entonces.
—Como aquella vez que disimuladamente le dimos «el tirón» al bolso de una vieja, una vieja de las viejas. Tommy le agarró el bolso, pero ella no lo quería soltar, era un verdadero tigre aquel vejestorio. Cuanto más tiraba él por un lado, más tiraba ella por el otro. Al final, ella me vio y me gritó: «¡Socorro, socorro!» Y yo le contesté: «¡Al cuerno, señora, que al que socorro es a él!» Y le soplé una que la dejé tendida en la acera tan larga como era. Todo lo que obtuvimos fueron noventa centavos, lo recuerdo exactamente. Nos fuimos a un restaurante chino y comimos hasta caer bajo la mesa.
Las cosas no habían cambiado mucho. Perry tenía veinte años y pico más y también unos cuantos kilos más, pero sin embargo, su situación material no había mejorado en nada. Seguía siendo (¿y no era increíble en una persona de su inteligencia y su talento?) un golfillo que vivía y dependía, por así decirlo, de monedas robadas. Tenía los ojos pendientes del reloj de la pared. A las diez y media, empezó a preocuparse. A las once las piernas le latían de dolor, lo que en él siempre quería decir pánico: «el canguelo». Se tomó una aspirina y trató de borrar, por lo menos de empañar, la vivida y reluciente cabalgata que cruzaba por su cerebro, una procesión de horrendas visiones: Dick en manos de la ley, arrestado tal vez cuando firmaba un cheque falso o por cometer una insignificante infracción de tráfico (descubriéndose entonces que conducía un coche «birlado»). Muy posiblemente en aquel preciso instante Dick se hallaba dentro de un círculo de detectives de cuello colorado. Y no discutían trivialidades, ni hablaban de cheques sin fondos, ni de coches robados. Sino de asesinato, porque la conexión que Dick estaba seguro que nadie podría establecer, la habían establecido. Y en aquel momento, un coche lleno de policías de Kansas City, se dirigía a la Washateria.
Pero no, su imaginación iba demasiado lejos. Dick nunca haría aquello de «cantar de plano». No había más que recordar las veces que le había oído decir: «Pueden pegarme hasta dejarme ciego, que yo nunca diré nada». Desde luego, Dick era un «bravucón». Su «dureza», como Perry había llegado a descubrir, existía únicamente en situaciones en que indiscutiblemente él llevaba ventaja. De pronto, con alivio, pensó en otra posible razón menos desesperada de la prolongada ausencia de Dick: habría ido a hacerles una visita a sus padres.
Cosa arriesgada; pero Dick sentía «veneración» por sus padres, o eso pretendía, pues la noche anterior, durante el largo viaje en coche bajo la lluvia, le había dicho a Perry:
—Claro, me gustaría ver a mis padres. Ellos no dirían nada. Quiero decir que no irían a decírselo al de la Oficina de Libertad bajo Palabra, que no harían nada que pudiera perjudicarnos. Sólo que me da vergüenza. Que tengo miedo de lo que mi madre me pueda decir. Por lo de los cheques. Y de que nos largáramos como hicimos. Pero me gustaría poder llamarles por teléfono, ver cómo andan.
Pero eso no era posible, porque la casa de los Hickock no tenía teléfono. Si no, Perry hubiera llamado entonces para ver si Dick estaba allí.
Pocos minutos después, volvía a estar convencido de que a Dick lo habían arrestado. El dolor de sus piernas era como una llamarada que le subía por el cuerpo y, los olores de la lavandería, el hedor a vapor de agua, de pronto le dio náuseas, le obligó a levantarse y a salir por la puerta. Se quedó allí, en el borde de la acera como «un borracho que no puede vomitar». ¡Kansas City! ¿No sabía él acaso que Kansas City traía mala suerte, no había suplicado a Dick que no volviera? Ahora sí, quizás ahora Dick lamentaba no haberle hecho caso. Y se preguntó: «¿Y yo qué? ¡Con un par de monedas y un montón de fichas de plomo en el bolsillo!» ¿Adónde podía ir? ¿Quién podría ayudarle? ¿Bobo? ¡Ni hablar! Aunque su marido sí. Si Fred Johnson hubiera podido seguir su inclinación y no la de su esposa, le hubiera garantizado un empleo a Perry al salir de la cárcel, para ayudarle a obtener la libertad bajo palabra. Pero Bobo no lo permitió, dijo que se metería en líos y hasta quizá corrieran peligro. Y entonces le escribió a Perry explicándoselo exactamente así. Un buen día, se lo haría pagar, se divertiría, le hablaría, le haría propaganda de sus habilidades, le explicaría con todo detalle las cosas que él era capaz de hacerles a las personas como ella, a la gente respetable, segura y farisaica, exactamente como Bobo. Sí, le haría saber lo peligroso que él podía resultar, mirándola fijamente a los ojos. Desde luego ello bien valía un viaje hasta Denver. Que era precisamente lo que iba a hacer, largarse a Denver y hacerles una visita a los Johnson. Fred Johnson le ofrecería la posibilidad de comenzar una nueva vida: no tendría más remedio que hacerlo si quería librarse de él.
Al llegar a aquel punto, Dick apareció en el borde de la acera, allí a su lado:
—¡Eh, Perry! —dijo—. ¿Te sientes mal?
El sonido de la voz de Dick fue como una fuerte inyección de narcótico, como el efecto de una droga que, penetrándole en las venas, le produjera un delirio de encontradas sensaciones: tensión y alivio, rabia y afecto. Avanzó hacia él con los puños cerrados:
—Tú, hijo de puta.
Dick sonrió y dijo:
—Vamos, no te enfades. Ya no pasaremos más hambre.
Y por parte de Dick no faltaron explicaciones, ni excusas tampoco, frente a un cuenco de chili en su local preferido, el Eagle Buffet:
—Lo siento, ricura. Ya sabía yo que te vendrían bascas. Que pensarías que me había liado con un poli. Pero es que tenía tal racha de suerte que no me la quería dejar perder.
Le contó que después de dejarle se había ido a la Markl Buick Company, la empresa donde había trabajado para ver si encontraba un par de matrículas con que sustituir las peligrosas de Iowa que llevaba el Chevrolet robado.
—Nadie me vio entrar ni salir. Por entonces, la Markl tenía una sección de compra-venta de coches inservibles. Y no ha fallado, he encontrado un De Soto destrozado con matrícula de Kansas, y ¡adivina dónde está la matrícula ahora!… ¡En nuestro cachivache, chaval!
Habiendo hecho el cambio, Dick había arrojado las matrículas de Iowa en un depósito de aguas municipal. Luego se dirigió a una estación de servicio donde trabajaba un amigo suyo, antiguo compañero de colegio, Steve, y logró convencerle de que aceptara un cheque de cincuenta dólares, cosa que no había hecho nunca hasta entonces, «robar a un compañero». Bueno ¡qué se le iba a hacer! A Steve no volvería a verle la cara. Iba a «cortar» definitivamente con Kansas City aquella misma noche y esta vez para siempre. Entonces ¿por qué no pelar a unos cuantos viejos amigos? Con esta idea fue a ver a otro antiguo compañero dependiente de un drugstore. Con ello su capital se elevó a setenta y cinco dólares.
—Así que esta tarde no tenemos más que hacer que lleguen a doscientos. Tengo la lista de los lugares que hemos de visitar. Seis o siete, empezando por éste —dijo refiriéndose al Eagle Buffet, donde todo el mundo, barmen y camareros, lo conocían, le tenían simpatía y lo llamaban Pickles (en honor a su manjar preferido, los pepinillos)—. Y luego Florida, a eso vamos. ¿Qué te parece, rico? ¿No te prometí que pasaríamos las Navidades en Miami? ¿Igual que los millonarios?
Dewey y su colega del KBI, el agente Clarence Duntz, esperaban de pie a que quedara una mesa libre en el Trail Room. Contemplando la galería de caras de los clientes en el acto de engullir la comida del mediodía (hombres de negocio de carne fofa y gente del campo de complexión ruda y piel bronceada por el sol), Dewey vio a algunos conocidos: al forense del distrito, doctor Fenton, al gerente del Warren, a Tom Maham, a Harrison Smith, que se había presentado el año anterior a las elecciones para procurador del distrito y había sido derrotado por Duane West, y también a Herbert W. Clutter, propietario de la finca River Valley y alumno de la clase dominical de Dewey. ¡Un momento! ¿Pero Herb Clutter no estaba muerto? Pero ¿no había Dewey asistido a su funeral? Sin embargo, allí estaba, sentado a la mesa redonda en un rincón del Trail Room, con aquellos ojos pardos suyos llenos de vida, su mandíbula cuadrada y su saludable aspecto de siempre, en nada alterado por la muerte. Pero Herb no estaba solo. Con él compartían la mesa dos jovenzuelos y Dewey, al reconocerlos, dio un codazo al agente Duntz:
—¡Mira!
—¿Dónde?
—En aquel rincón.
—¡Que me aspen!
¡Hickock y Smith! Pero el reconocimiento, el encontronazo de las miradas fue mutuo. Los jovenzuelos olieron el peligro. Con los pies por delante se lanzaron contra el escaparate de cristal del Trail Room, y a través de él, con Duntz y Dewey brincando detrás, se lanzaron a toda velocidad a lo largo de la calle Mayor, pasando por delante de la Joyería Palmer, de la Droguería Morris, del Café Garden. Luego dieron la vuelta a la esquina precipitándose hacia la estación y dedicándose a un frenético juego de escondite, entrando y saliendo por entre un bosque de torres de grano blancas. Dewey sacó la pistola y Duntz le imitó, pero cuando apuntaban, intervino lo sobrenatural. Brusca, misteriosa, incomprensiblemente (¡era como un sueño!) todos nadaban: perseguidos y perseguidores daban brazadas allí en la espantosa extensión de agua que la Cámara de Comercio de Garden City proclama como «La mayor piscina gratuita del mundo». Mientras los detectives avanzaban hacia su presa, una vez más (¿cómo pudo suceder?, ¿podría estar soñando?), la escena se desvaneció y reapareció en otro paisaje: aquella isla gris verdosa de tumbas y árboles y senderos de flores, oasis tranquilo, frondoso, lleno de murmullos, que se extiende como fresca nube sombreando los luminosos trigales, al norte de la ciudad. Pero ahora Duntz había desaparecido y Dewey estaba solo con los hombres perseguidos. A pesar de que no podía verlos, tenía la certeza de que se escondían entre los muertos, allí, acurrucados tras una lápida, quizá tras la lápida de su propio padre: «Alvin Adams Dewey, 6 setiembre 1879 - 26 junio 1948». Pistola en mano, avanzó por entre las solemnes avenidas, oyendo risas y dejándose guiar por ellas, hasta darse cuenta de que ni Hickock ni Smith se escondían, sino que montaban a horcajadas sobre la fosa todavía sin lápida de Herb y Bonnie y Nancy y Kenyon, con las piernas separadas, las manos en la cadera, las cabezas echadas atrás, riéndose a carcajadas. Dewey disparó… y disparó… y disparó… Ninguno de los dos caía a pesar de que a cada uno le había dado tres veces en el corazón. Sino que, poco a poco, se fueron haciendo transparentes, gradualmente invisibles, hasta evaporarse. Pero las carcajadas seguían oyéndose y Dewey no tuvo más remedio que someterse, ceder, huir de ellas, lleno de una desesperación intensa, que le despertó.
Al despertar del sueño parecía un niño de diez años, febril y aterrado. Tenía el pelo húmedo, la camisa empapada, fría y pegada al cuerpo. La estancia, una de las habitaciones del despacho del sheriff donde se había encerrado con llave antes de caer dormido en la mesa, estaba a oscuras. Si escuchaba con atención, podía oír el teléfono de la señora Richardson que sonaba en la habitación contigua. Pero ella no se encontraba allí para contestar, la oficina estaba ya cerrada. Cuando iba a salir, pasó con decidida indiferencia junto al teléfono que seguía sonando, pero luego dudó. Podía ser Marie para preguntarle si todavía estaba trabajando y si tenía que esperarle a cenar.
—El señor A. A. Dewey, tenga la bondad. Le llaman de Kansas City.
—Soy yo.
—Hable, Kansas City. Al aparato.
—¿Al? Aquí hermano Nye.
—Dime, hermano.
—Prepárate a oír una noticia bomba.
—Preparado.
—Nuestros amigos están aquí. Aquí mismo, en Kansas City.
—¿Cómo lo sabes?
—No es que guarden el secreto, precisamente. Hickock anda firmando cheques de una punta a otra de la ciudad. Con su propio nombre.
—Con su nombre. Eso quiere decir que no piensa quedarse mucho tiempo… o bien que se siente tan seguro como si nada. ¿Y Smith está con él todavía?
—Oh, sí, van juntos. Pero tienen otro coche. Un Chevy de mil novecientos cincuenta y seis, negro y blanco de dos puertas.
—¿Matrícula de Kansas?
—Matrícula de Kansas. Y oye bien. Al, ¡hemos tenido suerte! Compraron un aparato de televisión, ¿sabes?, y Hickock le pagó al dependiente con un cheque. Pero cuando se marchaban, el dependiente tuvo el buen sentido de tomar el número de la matrícula. Lo anotó detrás del cheque. Matrícula de Johnson County 16212.
—¿Comprobada la matrícula?
—¿Adivina qué?
—Es un coche robado.
—Eso desde luego. Pero la matrícula ha sido sustituida. Nuestro amigos la tomaron de un De Soto hecho trizas en un garaje de Kansas City.
—¿Sabes cuándo?
—Ayer por la mañana. El jefe (Logan Sanford) envió una alerta con el número de la matrícula y una descripción del coche.
—¿Y qué hay de la casa de Hickock? Si están todavía en la zona, seguro que tarde o temprano se llegarán por allí.
—No te preocupes, Al. La tenemos vigilada. Oye Al…
—Dime.
—Ese es el regalo de Navidad que quiero. Sólo ése. Liquidar este caso y dormir de un tirón hasta Año Nuevo. ¿No te parece que sería un regalo de maravilla?
—Bueno, pues te deseo que lo tengas.
—Deseo que lo tengamos los dos.
Luego, mientras atravesaba la oscurecida plaza del Palacio de Justicia, pensativo, arrastrando los pies por entre montones de hojas secas, Dewey se admiraba ante su propia falta de entusiasmo. ¿Por qué cuando ahora sabía que los sospechosos no estaban ni para siempre perdidos en Alaska, ni en México, ni en Tombuctú, cuando de un momento a otro podían arrestarlos no experimentaba ninguna excitación, ni el contento que era de suponer? La culpa la tenía el sueño, aquella atmósfera lúgubre que lo había dominado todo hacía que cuestionara las afirmaciones de Nye… en cierto sentido, que se negara a creerlas. No creía que a Hickock y a Smith pudieran atraparles en Kansas City. Hickock y Smith eran invulnerables.
335 Ocean Drive Miami Beach, es la dirección del Hotel Somerset, un pequeño edificio cuadrado, pintado más o menos de blanco con varios toques de azul, entre ellos un cartel que decía: «Habitaciones libres. Precios muy módicos. Artículos de playa. Brisa de mar constante». Se trataba de uno de los muchos hotelitos de estuco y cemento que bordean, uno al lado de otro, una calle blanca y melancólica. En diciembre de 1959, los «artículos de playa» consistían en dos parasoles clavados en una franja de arena en la parte trasera del hotel. Uno de los parasoles, rosa, tenía escrito: «Tenemos helados Valentine». El día de Navidad, a mediodía, había un cuarteto de mujeres tumbadas debajo de él y alrededor de un transistor que les daba la serenata. El segundo parasol, azul y con la orden «Use Coppertone», daba cobijo a Dick y a Perry que hacía cinco días que se hospedaban en el Somerset, en una doble de dieciocho dólares a la semana.
Perry dijo:
—Todavía no me has dicho Feliz Navidad.
—Feliz Navidad, rico. Y próspero Año Nuevo.
Dick iba en traje de baño, pero Perry, como en Acapulco, se negó a enseñar las piernas lisiadas (temía que el espectáculo pudiera «ofender» a los demás bañistas), por tanto, estaba vestido de arriba abajo, hasta con calcetines y zapatos. No obstante se sentía relativamente satisfecho y cuando Dick se levantó y empezó a exhibirse (haciendo la vertical para impresionar a las damas del parasol rosa), se dedicó de lleno al Herald de Miami. Al poco rato, en una página interior encontró un artículo que centró por entero su atención, se refería a un asesinato, el de toda una familia de Florida: Clifford Walker, su esposa y sus hijos, un niño de cuatro años y una niña de dos. Cada una de las víctimas, si bien ni atadas ni amordazadas, habían muerto de un disparo en la cabeza con un proyectil calibre 22. El crimen, del que no había ninguna pista y aparentemente tampoco motivo, tuvo efecto el sábado 19 de diciembre por la noche, en el domicilio de los Walker, un rancho ganadero vecino de Tallahassee.
Perry interrumpió las demostraciones atléticas de Dick para leerle la historia en voz alta y terminó:
—¿Dónde estábamos el sábado por la noche?
—¿En Tallahassee?
—Eso te pregunto.
Dick se concentró. El jueves por la noche, turnándose al volante, salieron de Kansas City. Cruzaron Missouri y Arkansas y a través de los Ozarks, «subieron» a Louisiana, donde tuvieron que parar el viernes por la mañana, porque se les quemó la dinamo (una de segunda mano que compraron en Shreveport, les costó veintidós dólares cincuenta). Aquella noche, durmieron en el coche aparcado junto a la carretera, cerca de la frontera entre Alabama y Florida. La jornada siguiente transcurrió sin prisas, incluyendo varios desvíos turísticos: visita a un vivero de caimanes y a otro de serpientes de cascabel, un paseo en un bote de quilla de cristal por un pantano argentino, una tardía comida abundante y costosa a base de langosta en un restaurante turístico, especialidad mariscos. ¡Maravilloso día! Pero los dos estaban rendidos cuando llegaron a Tallahassee y decidieron pasar la noche allí.
—Sí, en Tallahassee —confirmó Dick.
—¡Increíble! —Perry releyó el artículo—. ¿Sabes lo que no me extrañaría? Que lo hubiese hecho un lunático. Un maniático que hubiera leído lo de Kansas.
Como a Dick no le entusiasmaba la idea de oir a Perry «machacar sobre el tema», se encogió de hombros, sonrió y se fue a buen paso hasta la orilla del océano, donde empezó a pasearse con toda calma por la arena mojada, agachándose de vez en cuando a coger una concha. De niño, había envidiado tanto al hijo de unos vecinos que fue de vacaciones al golfo de México y volvió con una caja llena de conchas, había llegado a odiarle tanto que se la robó y las fue aplastando una a una con un martillo. La envidia era una constante en su personalidad. Enemigo suyo era todo aquel que fuese lo que él hubiera querido ser o que tuviese algo que él hubiese querido hacer.
Por ejemplo, aquel hombre que había visto en el Fontainebleau. Allá a kilómetros de distancia, envueltos en el velo estival de la calina y la espuma del mar, podía ver las torres de los pálidos hoteles de lujo: el Fontainebleau, el Edén Roc, el Roney Plaza. Al segundo día de estar en Miami, le sugirió a Perry hacer una incursión por aquellas catedrales del placer.
—A ver si pescamos un par de ricachonas —había dicho Dick.
Perry tenía muy pocas ganas, imaginando que la gente se les quedaría mirando por los pantalones caqui y las camisetas. Pero en realidad, su excursión por las lujosas dependencias del Fontainebleau, pasó inadvertida entre los hombres que se paseaban desenfadadamente en calzones de seda cruda a rayas y mujeres en traje de baño y colorida estola de visón simultáneamente. Los intrusos deambularon por el vestíbulo, salieron al jardín, pasaron a la piscina. Y fue allí donde Dick vio a aquel hombre que tendría más o menos su misma edad, veintiocho o treinta. Podía ser un «jugador, un abogado o quizás un gángster de Chicago». Fuera lo que fuese tenía aire de conocer las glorias del dinero y el poder. Una rubia que se parecía a Marilyn Monroe, masajeándole, le untaba aceite solar y la perezosa mano del hombre provista del correspondiente anillo, se alargó hasta un vaso de naranja helada. Todo aquello le correspondía de derecho también a él, a Dick, pero él no lo tendría jamás. ¿Por qué aquel hijo de puta había de tenerlo todo y él nada? ¿Por qué había de tener toda la suerte aquel «puñetero de mierda» y él ninguna? Sólo con un cuchillo en la mano, él, Dick, tenía poder. A los puñeteros de mierda como aquél más les valdría cuidarse, porque él podía «abrirlos en canal para que soltaran un poco de aquella suerte». A Dick le habían estropeado el día. La espléndida rubia que le ponía aceite solar a aquel tipo, se lo había arruinado. Se limitó a decirle a Perry:
—¡Larguémonos de aquí, puñeta!
Ahora, allí junto a la orilla, una niña de unos doce años hacía dibujos en la arena, grababa grandes rostros rudimentarios con un palito de los que el mar suele traer a la arena. Dick, haciendo ver que se interesaba por los dibujos, le ofreció las conchas que había recogido, y le dijo:
—Van muy bien para hacerles los ojos.
La niña las aceptó, en vista de lo cual, Dick sonrió y le guiñó un ojo. Lamentaba sentir lo que sentía por la niña aquella, porque su interés sexual por las niñas era una flaqueza de la que «sinceramente se avergonzaba», un secreto que jamás había confesado a nadie y que deseaba que nadie sospechara (aunque se daba cuenta de que Perry tenía ya sus buenas razones para hacerlo), porque entonces los demás podrían pensar que él no era «normal». Seducir a niñas púberes, como había hecho unas «ocho o nueve» veces en los últimos años, no demostraba lo contrario; aunque lo ocultaban celosamente, la verdad era que muchos hombres verdaderos sentían los mismos deseos que él. Tomó la mano de la niña y dijo:
—Ven, amorcito. Mi novia chiquitina.
Pero ella le rechazó. La mano que él tenía cogida se escurrió como el pez del anzuelo y él supo reconocer aquella expresión de asombro de los ojos, vista en anteriores incidentes de su carrera. La soltó, se rio un poco y dijo:
—Sólo es un juego. ¿No te gustan los juegos?
Perry, reclinado aún bajo el parasol azul, había observado la escena e intuido inmediatamente los propósitos de Dick, despreciándolo por aquel acto, ya que «no sentía respeto alguno por las personas incapaces de controlar sus tendencias sexuales», especialmente cuando la falta de control atañe lo que él llamaba «perversión», «molestar a críos», «asuntos de maricas», violación. Y creía que Dick conocía de sobra sus puntos de vista. Es más, ¿no habían llegado casi a las manos cuando, muy recientemente, él impidió que Dick violara a una aterrada muchacha? Pero de todos modos, aunque no tenía inconveniente en repetir la hazaña, le alivió ver que la niña se alejaba de Dick.
Flotaban villancicos en el aire. Procedían de la radio de las cuatro mujeres y se fundían extrañamente con el sol de Miami y los gritos de las quejumbrosas gaviotas, nunca completamente silenciosas. Venite adoremus, venite adoremus, el coro de una catedral, una música exaltada que conmovió a Perry hasta saltarle las lágrimas, lágrimas que no cesaron ni aun acabada la música. Y como le ocurría con frecuencia cuando se encontraba en semejante estado de congoja, empezó a darle vueltas por la cabeza aquella idea que ejercía sobre él una «fascinación tremenda»: el suicidio. De niño había pensado con mucha frecuencia en suicidarse, pero entonces no se trataba más que de fantasías sentimentales, nacidas del deseo de castigar de su padre, a su madre y a otros enemigos más. Sin embargo, desde que se hizo hombre, la perspectiva de quitarse la vida fue perdiendo aquella naturaleza fantasiosa. No podía olvidar que aquélla había sido la solución de Jimmy, y la de Fern también y últimamente, había comenzado a considerarla no sólo una alternativa posible, sino como la clase de muerte que le esperaba.
No lograba ver que le quedaran ya «muchas cosas por las que valiera la pena vivir». Cálidas islas, oro enterrado, inmersiones en mares de fogoso azul tras tesoros enterrados, esos sueños ya no existían. Tampoco existía Perry O’Parsons, el nombre inventado para quien sería sensacional revelación de la escena y la pantalla que más o menos seriamente pretendía realizar. Perry O’Parsons había muerto sin ni siquiera haber conocido la vida. ¿Qué otras aspiraciones podían quedarle? Él y Dick estaban «corriendo una carrera sin fin», así lo veía él. Ahora, cuando todavía no hacía una semana que estaban en Miami la marcha sin tregua iba a recomenzar. Dick, que había trabajado un día en la estación de servicio ABC a sesenta y cinco centavos la hora, había dicho:
—Miami es peor que México. ¡A sesenta y cinco! No es para mí. Yo soy un blanco.
Así que, al día siguiente, con sólo los veintisiete dólares que les quedaban de los obtenidos en Kansas City, se dirigirían otra vez hacia el oeste, a Texas, a Nevada, a ningún sitio en concreto.
Dick, que había chapoteado en la marejada, volvió a su lado. Se dejó caer, mojado y sin aliento, boca abajo sobre la pegajosa arena.
—¿Cómo estaba el agua?
—Maravillosa.
La proximidad entre Navidad y el cumpleaños de Nancy, que era inmediatamente después de Año Nuevo, siempre le había creado problemas a su novio Bobby Rupp. Necesitaba buen esfuerzo de imaginación para pensar en dos regalos apropiados en tan rápida sucesión. Pero cada año, con el dinero que había ganado en verano trabajando en la hacienda de remolacha azucarera de su padre, hacía todo lo posible, y el día de Navidad por la mañana, siempre se había presentado en la de los Clutter con un paquete que sus hermanas le habían ayudado a hacer y que esperaba sería una sorpresa deliciosa para Nancy. El año anterior le había regalado un pequeño medallón de oro en forma de corazón. Este año, con la anticipación de costumbre, estuvo dudando entre los perfumes de importación que vendían en Norris y un par de botas de montar. Pero Nancy había muerto.
El día de Navidad por la mañana, en lugar de dirigirse a la finca River Valley, se quedó en casa y luego compartió con el resto de la familia la espléndida comilona que su madre llevaba una semana preparando. Todo el mundo, sus padres y cada uno de sus siete hermanos, le habían tratado con mucho cariño desde la tragedia. Aun así, a las horas de comer, tenían que repetirle una y otra vez que por favor tratara de comer algo. Nadie se hacía cargo que, en realidad, estaba enfermo, enfermo de pena, que el dolor formaba un cerco a su alrededor del que no podía escapar y en el que los demás no podían entrar, con excepción quizá de Sue. Hasta la muerte de Nancy, no había sabido apreciar a Sue ni se había sentido jamás a gusto con ella. Era demasiado diferente. Se tomaba demasiado en serio cosas que las chicas no tenían por qué: pintura, poesía, la música que interpretaba al piano.
Y, naturalmente, estaba celoso de ella, por aquella estima que le profesaba Nancy que, si bien de distinto orden, era por lo menos igual a la que le profesaba a él. Pero por esta razón, podía ella ahora comprender su pérdida. Sin Sue, sin su presencia casi constante, ¿cómo hubiera podido hacer frente a semejante alud de golpes dolorosos: el crimen, los interrogatorios de Dewey, la patética ironía de verse convertido al principio en el sospechoso número uno?
Pero luego, al cabo de un mes, la amistad se empañó. Bobby empezó a ir con menos frecuencia a la diminuta y acogedora sala de estar de las Kidwell y, cuando iba, Sue no parecía ya tan encantada de su visita. El problema era que se impelían mutuamente a acongojarse y recordar lo que en realidad ambos deseaban olvidar. A veces Bobby lo conseguía: cuando jugaba a basket o cuando iba al volante de su coche por carreteras de campo, a ciento veinte por hora, o cuando, como parte de un programa de entrenamiento atlético que se había impuesto (su ambición era ser profesor de educación física en un colegio de segunda enseñanza), hacía largos recorridos a medio trote, a través de los llanos campos amarillos. Hoy también, después de ayudar a quitar la mesa, puesta con la mejor vajilla de fiesta, eso fue lo que decidió hacer: se puso su suéter de atletismo y salió a correr un poco.
El tiempo era espléndido. Hasta para la Kansas del oeste famosa por sus interminables veranillos fuera de estación, aquel día parecía de otro clima: aire seco, sol radiante, cielo azul. Los granjeros, optimistas, pronosticaban un «invierno despejado» tan benigno que el ganado podría apacentar sin interrupción. Esos inviernos son raros, pero Bobby recordaba uno, el del año que empezó a cortejar a Nancy. Los dos tenían entonces doce años y al salir del colegio, él solía llevarle los libros todo el trayecto desde el colegio de Holcomb hasta la finca del padre de ella. Muchas veces, si el día era caluroso y el sol quemaba, se detenían por el camino y se sentaban junto al río, un trozo del Arkansas, pardusco, lento y serpenteante.
Un día Nancy le dijo:
—Un verano que estuvimos en Colorado, vi dónde nace el Arkansas. El lugar exacto. Nadie hubiera dicho que aquél era nuestro río. No tiene el mismo color. Sino que es claro como el agua de beber. Y lleno de rocas. De remolinos. Papá pescó una trucha.
Aquel recuerdo del lugar donde nacía el río se le había grabado a Bobby en la memoria y desde su muerte… Bueno, no podía explicárselo, pero siempre que miraba al Arkansas, por un momento no veía la sucia corriente siguiendo los meandros a través de las llanuras de Kansas sino lo que Nancy había descrito: un torrente allá en el estado de Colorado, un riachuelo fresco y cristalino lleno de truchas que descendía rápido monte abajo. Así había sido Nancy también: un agua joven, enérgica, alegre.
Pero normalmente, los inviernos de la Kansas del oeste son duros y por lo general la helada en los campos y los cortantes vientos han cambiado el clima antes de que llegue la Navidad. Unos años atrás, la nieve empezó a caer la víspera de Navidad y siguió cayendo. Cuando Bobby se dirigía a la mañana siguiente a casa de los Clutter que estaba a unos cinco kilómetros de distancia, tuvo que luchar contra montones de nieve. Valió la pena porque a pesar de que llegó aterido y rojo de frío, el recibimiento que le hicieron le desentumeció completamente. Nancy estaba admirada y orgullosa y su madre, casi siempre tan tímida y distante, lo abrazó, lo besó y le instó a que se envolviera en un edredón y se sentara junto a la chimenea de la sala. Mientras las mujeres trajinaban en la cocina, él, Kenyon y el señor Clutter se quedaron sentados alrededor del fuego, cascando nueces y pacanas. Clutter dijo que le venía a la memoria otra Navidad cuando él tenía la edad de Kenyon:
—Éramos siete. Mi madre, mi padre, mis dos hermanas y los tres chicos. Vivíamos en una granja muy apartada de la ciudad. Por esa razón teníamos la costumbre de hacer de una sola vez nuestras compras de Navidad. Hacíamos un solo viaje y lo comprábamos todo. Aquel año, la mañana destinada a las compras, la nieve estaba tan alta como hoy, o quizá más, y además seguía nevando: copos como platillos, íbamos a tener unas Navidades sin regalos, allí aislados por la nieve. Mi madre y mis hermanas estaban desconsoladas. Entonces se me ocurrió una idea.
Ensilló el caballo de tiro más fuerte que tenían, se fue con él a la ciudad para hacer las compras de todos. La familia celebró la idea. Cada cual entregó a Clutter sus ahorros y la lista de lo que quería; cuatro metros de batista, un balón de fútbol, una almohadilla para alfileres, cartuchos de fusil, tal cantidad de encargos que no terminó hasta la noche. De vuelta a casa, con las compras seguras dentro de una bolsa impermeable, no pudo menos que agradecer a su padre que le hubiera obligado a llevarse una lámpara y que los arreos del caballo estuvieran provistos de campanillas porque ambas cosas, el airoso tintineo y la oscilante luz de la lámpara de petróleo, le hacían compañía.
—El viaje de ida fue fácil: coser y cantar. Pero a la vuelta, la carretera había desaparecido con todas sus indicaciones.
Cielo y tierra, todo era nieve. El caballo, metido en ella hasta las ancas, resbaló de lado.
—Dejé caer la lámpara. Estábamos perdidos en la noche. Era sólo cuestión de tiempo hasta que nos durmiéramos y muriéramos de frío. Sí, pasé miedo. Pero recé. Y sentí la presencia de Dios…
Unos perros aullaban. Anduvo en dirección a los aullidos hasta que logró ver las ventanas de una granja vecina.
—Debí quedarme allí. Pero pensé en la familia, imaginé que mi madre estaría llorando, que papá y los chicos saldrían a dar una batida y seguí adelante. Así que, naturalmente, no me complació mucho cuando por fin llegué a casa y vi que estaba completamente a oscuras. Las puertas cerradas. Me encontré con que todos se habían acostado y se habían olvidado de mí. Nadie comprendía por qué estaba deprimido. Mi padre dijo:
»—Estábamos convencidos de que pasarías la noche en la ciudad. ¡Por todos los santos, muchacho! ¿Quién iba a pensar que harías la locura de volver a casa con una tempestad como ésta?
El olor a sidra de las manzanas podridas. Manzanos y perales, melocotoneros y cerezos: el huerto de árboles frutales, aquel tesoro que había plantado el señor Clutter. Bobby, en su carrera sin rumbo, no se había propuesto llegar allí ni a ninguna otra parte de River Valley. Era inexplicable y se dio la vuelta para marcharse pero volvió sobre sus pasos y se dirigió a la casa, blanca, sólida y espaciosa. Siempre le había impresionado aquella casa y le gustaba pensar que su novia vivía allí. Pero ahora que estaba falta de los esmerados cuidados de quien había sido su dueño, las primeras telarañas del abandono se empezaban a tejer. Un rastrillo estaba tirado en mitad del camino, el césped agostado y descuidado. Aquel fatal domingo, cuando el sheriff pidió que enviaran ambulancias para sacar de allí a la familia asesinada, las ambulancias atravesaron el prado de césped para dirigirse derecho a la puerta y las marcas de los neumáticos todavía se notaban.
También la casa del aparcero estaba vacía. Había encontrado nuevo alojamiento para su familia, más cerca de Holcomb, y a nadie le extrañó porque ahora, por espléndido que fuese el tiempo, la finca Clutter parecía sombría, silenciosa y sin vida. Pero cuando Bobby pasó junto al granero tras el que había un corral para el ganado, oyó el chasquido de la cola de un caballo. Era la Babe de Nancy, la obediente yegua manchada, de crin pajiza y ojos púrpura, oscuros como dos magníficos pensamientos. Agarrándola por el crin, Bobby frotó su mejilla contra el cuello de Babe, cosa que Nancy solía hacer. Y Babe relinchó. Precisamente el domingo pasado, la última vez que estuvo a ver a los Kidwell, la madre de Sue había mencionado a Babe. La señora Kidwell, mujer fantasiosa, había estado en la ventana, contemplando el crepúsculo que teñía la pradera, e, inesperadamente, dijo:
—¿Susan? ¿Sabes qué tengo siempre delante de los ojos? A Nancy. Montada en Babe. Que viene hacia aquí.
Perry fue el primero en ver los dos autostopistas, un chico y un viejo, ambos con mochila de confección casera y, a pesar del viento de Texas arenoso y frío, sin más abrigo que tejanos y delgadas camisas de algodón.
—Déjalos que suban —dijo Perry.
Dick no parecía muy dispuesto. No tenía nada en contra de recoger autostopistas, siempre y cuando tuvieran aspecto de poderse pagar el viaje por lo menos, de «contribuir con diez litros de gasolina». Pero Perry, el pequeño Perry de gran corazón, fastidiaba continuamente a Dick pidiéndole que recogiera a la gente más miserable. Al fin Dick cedió y paró el coche.
El chico, que tendría doce años y era rubio, rechoncho, de ojos vivos y charlatán, se deshizo en agradecimientos, pero el viejo, que tenía la cara amarilla y surcada de profundas arrugas, se arrastró casi sin fuerzas hasta el asiento de atrás y se desplomó silenciosamente en él. Él dijo:
—Se lo agradecemos mucho. Johnny ya no podía más. No nos ha parado un coche desde Galveston.
Hacía una hora que Perry y Dick habían salido de aquel puerto, después de haber pasado la mañana ofreciéndose en varias oficinas de embarque como marineros. Una compañía les ofreció trabajo inmediato en un carguero que se dirigía a Brasil y por cierto, los dos se hubieran hecho a la mar si su futuro patrón no hubiese descubierto que ninguno de los dos estaba sindicado ni tenía pasaporte. Cosa rara, la contrariedad de Dick fue mayor que la de Perry:
—¡Brasil! Allí es donde están construyendo una capital nueva. De la nada. ¡Imagínate meterse de los primeros en una cosa así! Cualquier idiota puede hacer una fortuna.
—¿Adónde vais? —preguntó Perry al niño.
—A Sweetwater.
—¿Dónde está Sweetwater?
—Bueno, pues en esta dirección, en alguna parte. Por allí, en Texas. Johnny es mi abuelo. Y tiene a su hermana que vive en Sweetwater. ¡Jesús! Por lo menos espero que viva allí. Creíamos que vivía en Jasper, Texas. Pero cuando llegamos a Texas, van y nos dicen que ella y su familia se fueron a Galveston. Pero tampoco estaba en Galveston. Una señora nos dijo que se marchó a Sweetwater. Espero, ¡Jesús!, que acabemos por encontrarla. Johnny —dijo frotando las manos del viejo como para calentarlas—. ¿Me oyes, Johnny? Vamos en un Chevrolet modelo 56 calentito y estupendo.
El viejo tosió, movió ligeramente la cabeza, abrió y cerró los ojos y volvió a toser.
Dick dijo:
—¡Eh, oye! ¿Qué le pasa?
—Es el cambio —dijo el chaval—. Y tanto andar. Venimos andando desde antes de Navidad. Me parece que hemos recorrido casi todo Texas.
Con la máxima naturalidad y sin dejar de masajear las manos del viejo, el chico les contó que antes de empezar aquel viaje, él, su abuelo y una tía vivían solos en una granja, cerca de Shreveport, Louisiana. Hacía poco, la tía había muerto.
—Hace un año que no está bien y la tía lo tenía que hacer todo. Sin más ayuda que la mía. Estábamos cortando leña. Cortando un tocón. A la mitad, la tía va y me dice que no podía más. ¿Has visto alguna vez a un caballo que se echa al suelo y no se levanta más? Yo sí. Eso hizo mi tía. Unos días antes de la Navidad, el hombre que le había alquilado la granja al viejo nos echó a la calle.
—Por eso decidimos venir a Texas. Buscando a la señora Jackson. Yo no la conozco pero es la hermana de sangre del abuelo. Y alguien tiene que cargar con nosotros. Por lo menos con él. No puede seguir mucho más. Esta noche la hemos pasado bajo la lluvia.
El coche se detuvo. Perry le preguntó a Dick por qué había parado.
—Ese hombre está muy enfermo —dijo Dick.
—¿Y bueno? ¿Qué quieres hacer? ¿Echarlo?
—Piensa con la cabeza. Aunque sea una vez.
—Eres un podrido de mierda.
—Imagínate que se muere.
—No se morirá —intervino el chico—. Si hemos llegado hasta aquí, aguantará.
Dick insistió:
—¿Y si se muere? Piensa en lo que puede ocurrir. Las preguntas.
—Francamente, me importa un comino. ¿Quieres dejarlos en la carretera?
Perry miró al viejo enfermo, aún soñoliento, aturdido, sordo y miró al chico que le devolvió la mirada tranquilo, sin suplicar, sin «pedir nada» y Perry se acordó de sí mismo, cuando tenía esa edad, de sus vagabundeos con un viejo.
—Adelante. Échalos. Pero yo me bajo también.
—Muy bien, muy bien. Pero, recuerda, será culpa tuya.
Dick puso el coche en marcha. De pronto, cuando el coche empezaba a andar, el chico gritó:
—¡Pare!
Saltó del coche, corrió por el arcén de la carretera, se detuvo, se agachó, recogió una, dos, tres, cuatro botellas vacías de Coca-Cola, volvió corriendo y saltó dentro del coche, feliz y sonriente:
—Se hace un montón de dinero con las botellas —le dijo a Dick—. Oiga, si pudiera conducir así, despacio, le garantizo que nos sacaríamos unos buenos cuartos. De eso venimos comiendo el abuelo y yo. De los cuartos de los cascos.
A Dick le pareció divertido y además le interesó: cuando el chaval le volvió a decir que parase, obedeció en seguida. Le hacía parar con tanta frecuencia, que les llevó una hora recorrer ocho kilómetros pero valió la pena. El chaval era un «genio como Dios es Dios», para descubrir, entre las piedras del borde de la carretera, las basuras cubiertas de hierba y el brillo pardusco de botellas de cerveza inaprovechables, las manchas esmeralda de las que habían contenido 7-Up y Canada Dry. Muy pronto, Perry desarrolló un don natural para descubrir botellas. En un principio se limitaba a indicar al chaval dónde veía alguna. Le parecía poco digno precipitarse a cogerlas él mismo. Era todo «muy tonto», «cosa de críos». Pero el juego hizo nacer en él poco a poco la excitación de la caza del tesoro y acabó por sucumbir y participar en la diversión, en el fervor de aquella búsqueda de botellas con reembolso. Hasta Dick participó, pero Dick lo hacía muy en serio. Por muy raro que pareciera, aquél era un sistema para hacer dinero, o por lo menos para reunir unos cuántos dólares. Sabe Dios que buena falta les hacían a él y a Perry: sus fondos reunidos no llegaban a cinco dólares.
Ahora los tres, Dick, el chico y Perry, salían a empellones del coche sin vergüenza y competían amistosamente. Una vez Dick descubrió un escondrijo de botellas de vino y whisky y sufrió la desilusión de saber que no valían.
—No pagan las botellas de vino y licor vacías —le informó el chico—. Hay muchas de cerveza que tampoco valen. Yo no doy un paso por ellas. Me quedo con lo seguro: Dr. Pepper, Pepsi, Coca-Cola, White Rock, Nehi.
Dick le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Bill —contestó el chico.
—Pues contigo se hace uno una cultura, Bill.
Cayó la noche y ello obligó a los cazadores a abandonar la partida; eso y la falta de espacio, pues el coche ya llevaba cuantas botellas podía contener. El portaequipajes estaba repleto, el asiento de atrás parecía un reluciente montón de basuras. Inadvertido, ignorado hasta por su nieto, el anciano enfermo quedaba oculto por la carga oscilante, de peligroso tintineo.
Dick dijo:
—Estaría bueno que chocáramos.
Un puñado de carteles luminosos era el reclamo del New Motel; resultó ser, a medida que los viajeros se acercaron a él, un impresionante complejo consistente en varios bungalows, garaje, restaurante y bar. Asumiendo el mando, el chico dijo:
—Pare aquí. Quizá podamos hacer negocio. Pero déjenme hablar a mí. Estoy acostumbrado. A veces, intentan timarte.
Perry no podía imaginar que existiera nadie «lo suficientemente listo como para timar a aquel chaval», dijo más tarde hablando de él.
—No le daba ningún apuro meterse allá dentro con todas aquellas botellas. Yo no hubiera podido nunca, por la vergüenza. Pero la gente del motel lo trató estupendamente, sólo que rieron. Resultó que las botellas valían doce dólares sesenta.
El chico dividió el dinero equitativamente, quedándose con la mitad y dando la otra a sus socios y dijo:
—¿Sabéis qué? Nos vamos a zampar, el viejo y yo, algo que valga la pena, ¿es que no tenéis hambre?
Como siempre, Dick tenía. Y después de tanta actividad, hasta Perry estaba famélico. Y como contaría más tarde:
—Acarreamos al viejo hasta el restaurante y lo apuntalamos en una mesa. Seguía teniendo el mismo aspecto de muerto. Y no dijo palabra. Pero había que verle atracándose. El chico pidió tortitas que dijo era lo que más le gustaba a Johnny. Puedo jurar que se comió por lo menos treinta. Con un kilo de mantequilla por lo menos y un litro de jarabe. Y el chico tampoco era manco. Patatas fritas y helado, no comió otra cosa, pero desde luego, se hinchó. No sé si le haría daño.
Durante el festín, Dick, que había consultado un mapa, anunció que Sweetwater estaba a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste de la ruta que él llevaba, la ruta que debía conducirles atravesando Nuevo México, Arizona y Nevada, hasta Las Vegas. Aunque era verdad. Perry comprendió que Dick intentaba simplemente deshacerse del chico y el viejo.
El niño comprendió también las intenciones de Dick, pero dijo cortésmente:
—No se preocupe por nosotros. Seguro que paran muchos coches. Alguien nos llevará.
El chico los acompañó hasta el coche, dejando que el viejo devorara a gusto un nuevo montón de tortitas. Les dio la mano a Dick y a Perry, les deseó un Feliz Año Nuevo y los saludó con la mano en la oscuridad.
La noche del miércoles 30 de diciembre fue memorable en casa del agente A. A. Dewey. Su mujer recordándola tiempo después dijo:
—Alvin cantaba en el baño La rosa amarilla de Texas. Los niños miraban la televisión y yo preparaba la mesa. Para una cena fría. Yo soy de Nueva Orleáns y me encanta guisar y tener invitados. Mi madre acababa de enviarnos, precisamente, un cajón de aguacates, habichuelas y… ¡Oh, un montón de cosas orgánicas! Por eso decidí organizar una cena fría, invitar a algunos amigos, a los Murray, a Cliff y a Dodie Hope. Alvin no quería, pero yo estaba decidida. ¡Por todos los santos! Aquel caso podía durar eternamente y él no se había tomado ni un minuto libre desde que empezó. Bueno, pues estaba poniendo la mesa cuando oí el teléfono y le dije a uno de los niños, a Paul, que contestara. Paul dijo que era para papá y yo le apunté: «Diles que está en el baño». Pero Paul no se atrevió a hacerlo porque era el señor Sandford, que llamaba desde Topeka. El jefe de Alvin. Alvin contestó al teléfono con una toalla atada a la cintura. ¡Me puso furiosa… dejando charcos de agua por todas partes! Pero cuando fui por una bayeta, vi algo peor: el gato, el idiota de Pete estaba comiéndose la ensalada de cangrejo. ¡El relleno de mis aguacates!
»Y entonces súbitamente Alvin me cogió, me abrazó: “Alvin Dewey, ¿te has vuelto loco?”, dije. La alegría es la alegría pero el hombre estaba empapado y me ponía el vestido perdido. Porque yo me había arreglado ya para recibir a nuestros invitados. Claro que cuando entendí por qué me abrazaba así, me puse a abrazarle yo también. ¡Imagínese lo que representaba para Alvin saber que aquellos hombres habían sido detenidos! Allá en Las Vegas. Me dijo que se iba inmediatamente a Las Vegas. Le pregunté si no sería mejor que antes se pusiera algo de ropa y Alvin, excitadísimo, me dijo: “Caramba, cariño, siento estropear tu fiesta.” Y a mí no se me hubiera ocurrido una forma mejor de estropearla si eso significaba que pronto volveríamos a llevar una vida normal. Alvin se echó a reír. Era maravilloso oírlo. Porque las dos últimas semanas habían sido las peores: la semana antes de Navidad, aquellos hombres fueron vistos en Kansas City, llegaron y se fueron sin dejarse atrapar. No había visto nunca tan deprimido a Alvin desde que tuvimos al pequeño Alvin en el hospital con encefalitis y creíamos que se moría. Pero no hablemos de eso ahora.
»Hice café y se lo llevé al dormitorio donde suponía que estaría vistiéndose. Pero no se vestía. Estaba sentado en el borde de la cama con la cabeza entre las manos, como si le doliera. No se había puesto ni un calcetín. “¿Qué quieres, pillar una pulmonía?”, le dije. Se quedó mirándome: “Marie, oye, tienen que haber sido ellos, forzosamente, es la única explicación lógica.” Alvin tiene cada cosa. Como cuando se presentó por primera vez para sheriff del condado de Finney. La noche de las elecciones, cuando se había hecho ya prácticamente el recuento de votos y estaba claro como el agua que él había ganado, empezó a decir, era como para matarlo, a decir y repetir: “Bueno, no lo sabremos hasta el final.”
»Le dije entonces: “Por favor, Alvin, no empieces. Claro que fueron ellos.” “¿Qué pruebas tienes? —me preguntó—. ¿Cómo podemos probar siquiera que pusieron los pies en la casa de los Clutter?” Pero a mí me parecía que precisamente eso le podía probar: había huellas. ¿No eran las marcas de las suelas lo único que los animales aquellos habían dejado? Alvin contestó: “Sí, y serían definitivas… con tal que todavía lleven las mismas botas. Las marcas de las huellas solas, no valen un céntimo.” Yo le contesté: “Muy bien, cariño. Anda, tómate el café, te ayudaré a hacer la maleta.” A veces no se puede discutir con Alvin. Del modo que hablaba, casi me convenció de que Hickock y Smith eran inocentes y que si no lo eran, no confesarían jamás y si no confesaban, nunca podrían ser condenados… porque las pruebas eran demasiado vagas. Pero lo que más le preocupaba era… que el asunto se les fuera de las manos, que los dos hombres se enterasen de cómo estaban las cosas antes de que el KBI pudiera interrogarles. Por ahora creían que los habían cogido por violación de palabra. Por pasar cheques falsos. Y a Alvin le parecía muy importante que siguieran creyéndolo. Decía: “El nombre de Clutter tiene que ser un martillazo, un golpe que no sepan de dónde les ha caído.”
»Paul… lo había mandado por unos calcetines de Alvin. Cuando los trajo, se quedó contemplando cómo hacía la maleta. Preguntó dónde iba Alvin. Alvin lo alzó en brazos, diciéndole: “¿Eres capaz de guardar un secreto, Paul?” No hacía falta que lo preguntara, pues los dos niños saben que no deben hablar del trabajo de su padre, de los comentarios que pueden oír en casa. Así que le dijo: “Pauly, ¿recuerdas esos hombres que estamos buscando? Bueno, los hemos encontrado y papá se va ahora por ellos, para traerlos aquí a Garden City.” Pero Paul le suplicó: “Por favor, papá, no los traigas. Que no vengan por aquí.” Estaba aterrado, como era lógico en un niño de nueve años. Alvin lo besó diciendo: “No te preocupes, Pauly, no dejaremos que hagan daño a nadie. No volverán a hacer daño a nadie nunca más.”
A las cinco de aquella tarde, unos veinte minutos después de que el Chevrolet robado saliera del desierto de Nevada para entrar en Las Vegas, la larga marcha tocó a su fin. Pero no antes de que Perry se presentara en la oficina de correos de Las Vegas a reclamar un paquete enviado a su nombre. Era la enorme caja de cartón que se había enviado él mismo desde México, asegurándola en cien dólares, suma que superaba absurdamente el valor de su contenido: caquis, tejanos, camisas usadas, ropa interior y dos pares de botas con reborde de acero. Afuera, Dick, que aguardaba a que Perry saliera, estaba de excelente humor; había tomado una decisión que, ciertamente, iba a poner fin a sus actuales dificultades financieras, colocándolo en una nueva senda, ante un arco iris distinto. La decisión consistía en hacerse pasar por un oficial de las fuerzas aéreas. Era un proyecto que le fascinaba desde hacía tiempo y Las Vegas era el lugar ideal para ponerlo en práctica. Había elegido ya el nombre y grado del oficial, el primero tomado de un antiguo conocido suyo: el alcaide de la Penitenciaria del Estado de Kansas Tracy Hand. Dick quería, vistiendo el cuidado uniforme del capitán Tracy Hand, «dar una batida a la Strip», o sea a la calle de los casinos de Las Vegas abiertos toda la noche. Los grandes, los pequeños, el Sands, el Stardust. Pensaba recorrerlos todos, distribuyendo en su ruta «un puñado de confetti». Firmando cheques falsos sin parar pensaba hacerse con tres o quizás cuatro mil dólares en veinticuatro horas. Eso era la mitad del plan. La otra mitad era: «Adiós, Perry». Dick estaba hasta la coronilla de él: de su armónica, de sus males y dolencias, de sus supersticiones, de sus ojos lacrimosos y femeninos, de su voz regañona y susurrante. Suspicaz, santurrón rencoroso, era como una esposa de la que había que librarse. Y no había más que un medio de lograrlo: largarse sin decir palabra.
Absorto en sus planes, Dick no vio el coche patrulla que pasaba junto a él muy despacio observando. Tampoco vio Perry, que bajaba los escalones de correos con la caja a hombros, el coche que pasaba y los policías que había dentro.
Los agentes Ocie Pigford y Francis Macauley se sabían de memoria páginas enteras de datos incluyendo la descripción de un Chevrolet 1956 blanco y negro con matrícula de Kansas JO 16212. Ni Perry ni Dick se dieron cuenta de que los seguía la policía cuando se alejaron de correos, y Dick al volante y Perry indicándole el camino, se dirigieron hacia el norte. Cinco manzanas más allá torcieron a la izquierda, luego a la derecha, rodaron medio kilómetro más y detuvieron el coche frente a una palmera moribunda y un letrero medio borrado por las inclemencias del tiempo que sólo había dejado una palabra: OOM [23].
—¿Es aquí? —preguntó Dick.
Perry asintió mientras el coche patrulla se acercaba a ellos.
El Departamento de Investigación de la Prisión de Las Vegas contiene dos dependencias para interrogatorios, habitaciones que miden tres metros por cuatro, iluminadas con fluorescentes, con paredes y techo de celotex. En cada habitación además de un ventilador eléctrico, una mesa metálica y dos sillas plegables, metálicas también, existen micrófonos disimulados, magnetófonos escondidos e, inserta en la puerta, una mirilla de observación en forma de espejo. El sábado, 2 de enero de 1960, ambas habitaciones estaban reservadas para las dos de la tarde, hora que cuatro detectives de Kansas habían elegido para tener que enfrentarse con Hickock y Smith por primera vez.
Poco antes de la hora fijada, el cuarteto de agentes del KBI (Harold Nye, Roy Church, Alvin Dewey y Clarence Duntz) se reunió en el corredor junto a las dependencias de interrogatorios. Nye tenía fiebre.
—Algo de gripe, pero nada más que nervios —le diría posteriormente a un periodista—. Hacía dos días que aguardaba en Las Vegas: en cuanto tuve noticias de que los tenían tomé el primer avión.
»El resto del equipo, Al, Roy y Clarence, llegaron en coche. Un viaje pésimo. Pésimo tiempo. Pasaron la Nochevieja aislados por la nieve en un hotel de Alburquerque. Caramba, cuando por fin llegaron a Las Vegas, falta les hacía un buen whisky y buenas noticias. Yo los aguardaba con las dos cosas. Nuestros jovencitos habían firmado sendas renuncias de extradición. Y algo todavía mejor: teníamos las botas, los dos pares, y las suelas: las Cat’s Paw y las de dibujo a rombos, correspondían exactamente con las huellas encontradas en la casa de los Clutter. Las botas venían en una caja llena de trastos que acababan de recoger de correos precisamente un momento antes de que cayera el telón. Como le decía yo a Al Dewey: “Imagínate si la patrulla llega cinco minutos antes”.
»A pesar de ello, nuestro caso era débil, nada absolutamente indiscutible. Pero recuerdo que, mientras aguardábamos en el corredor, sí, recuerdo que estaba febril y nervioso pero confiado; nos sentíamos muy cerca de la verdad. Mi tarea, la mía y la de Church, era sacarle la verdad a Hickock. Smith era tarea de Al y el viejo Duntz. Yo no había visto todavía a los sospechosos, sólo había examinado sus pertenencias y dispuesto las renuncias de extradición. No había visto jamás a Hickock hasta que lo llevaron al interrogatorio. Me lo imaginaba más corpulento. Más fuerte. No que fuera una especie de muchachito flaco. Tenía veintiocho años pero parecía un crío. Hambriento, se le veían los huesos. Llevaba camisa azul, pantalones caqui, zapatos negros y calcetines blancos. Le di la mano; la suya estaba más seca que la mía. Limpio, educado, voz agradable, buena dicción, un tipo de buen aspecto con una sonrisa de esas que desarman… y al principio, sonreía bastante. Le dije: “Soy Harold Nye, señor Hickock, y este otro caballero es el señor Roy Church. Somos agentes especiales del Departamento de Investigación de Kansas y hemos venido a tratar de la violación de palabra que ha cometido. Por supuesto no tiene obligación de contestar a nuestras preguntas, y todo cuanto diga aquí puede ser empleado en contra suya. Puede nombrar un abogado en cualquier momento. No usamos la fuerza ni le haremos ninguna promesa.” Estaba más fresco que una rosa.
—Conozco la fórmula —dijo Dick—. Me han interrogado otras veces.
—Así, señor Hickock…
—Dick.
—Dick, queremos hablarte de tus actividades desde que te concedieron la libertad bajo palabra. Por lo que sabemos, has repartido cheques sin fondos, en la zona de Kansas City, por lo menos dos veces.
—Ajá. Coloqué bastantes.
—¿Podrías hacernos una lista?
El preso, evidentemente orgulloso de su único auténtico don natural, una memoria increíble, recitó los nombres y direcciones de veinte establecimientos de Kansas City, tiendas, cafés y garajes, recordando con precisión la «compra» hecha y el importe del cheque que había pasado.
—Dick, siento curiosidad. ¿Por qué toda esa gente aceptó tus cheques? Me gustaría mucho saber el secreto.
—El secreto es éste: la gente es idiota.
Roy Church dijo:
—¡Tienes gracia, Dick! Pero olvidemos un momento esos cheques.
A pesar de que parecía tener la garganta forrada de cerda y que sus manos eran tan duras como para pegar puñetazos a una pared de piedra (su número preferido, en realidad), la gente solía confundir a Church con un bondadoso hombrecillo, una especie de tiíto calvo, de mejillas rosadas.
—Dick —dijo—, ¿y si hablaras un poco de tus antecedentes familiares?
El preso se puso a recordar. Cuando tenía nueve o diez años, su padre cayó enfermo. Eran fiebres cuniculares y la enfermedad duró muchos meses durante los cuales la familia había dependido de la ayuda de la Iglesia y la caridad de los vecinos, «si no, hubiésemos muerto de hambre». Aparte de este episodio, su infancia había sido normal.
—Nunca tuvimos mucho dinero pero tampoco nunca estuvimos sin nada —dijo Hickock—. Siempre había ropa limpia y algo con que llenar el estómago. Mi padre era muy severo. No estaba contento más que cuando me veía haciendo algo. Pero nos llevábamos bien y jamás tuvimos un altercado. Mis padres tampoco discutían. No recuerdo una sola pelea. Ella es estupenda, mi madre. Papá es también un buen tipo. Debo decir que hicieron por mí cuanto pudieron.
¿Los estudios? Bueno, pues estaba convencido de que hubiera sido mejor el promedio si no hubiera «malgastado» tanto tiempo con los deportes.
—Béisbol, rugby. Pertenecía a todos los equipos. Al terminar el bachillerato, podría haber ido a la universidad gracias a una beca que me ofrecieron para jugar a rugby. Yo quería ser ingeniero pero, incluso con una beca, eso cuesta mucho. No sé, me pareció más seguro buscar empleo.
Antes de cumplir veintiún años, Hickock había trabajado como peón de ferrocarril, como conductor de ambulancia, pintor de coches y mecánico en un garaje. También se había casado con una muchacha de dieciséis años.
—Carol. Su padre era pastor. Me la tenía jurada. Me decía que yo no servía para nada. Puso todas las trabas posibles. Pero yo estaba loco por Carol. Todavía lo estoy. Es una verdadera princesa. Sólo que… sabe, tuvimos tres hijos. Chicos. Y éramos demasiado jóvenes para tener tres hijos. Quizá si no nos hubiéramos entrampado tanto… Si yo hubiese podido ganar algo más. Lo intenté.
Intentó jugar, empezó a falsificar cheques y tanteó luego otras formas de robo. En 1958, convicto y confeso de robo con escalo ante un tribunal del condado de Johnson, fue sentenciado a cinco años en la Penitenciaría del Estado de Kansas. Para entonces, Carol se había marchado y él había tomado por esposa a otra muchacha de dieciséis años.
—Pérfida como el diablo. Ella y toda su familia. Se divorció mientras yo estaba dentro. No es que me queje. El pasado agosto, cuando salí de la jaula, me pareció que tenía muchas posibilidades de empezar de nuevo. Encontré trabajo en Olathe, vivía con mi familia y las noches las pasaba en casita. Todo iba de primera…
—Hasta el veinte de noviembre —dijo Nye y Hickock pareció no comprender…—. Día en que dejó de ir todo de primera y empezaste a pasar papel mojado. ¿Por qué?
Hickock suspiró y dijo:
—Eso daría para escribir un libro. —Luego mientras fumaba un cigarrillo ofrecido por Nye y encendido por el cortés Church, dijo—: Perry, mi compañero Perry Smith, obtuvo la libertad bajo palabra en primavera. Después, cuando yo salí me escribió una carta. Con matasellos de Idaho. Me escribió recordándome lo que solíamos planear juntos. Ir a México. La idea era largarnos a Acapulco, un sitio de allí, comprar una barca de pesca y ganarnos la vida llevando turistas a pescar a alta mar.
—Y esa barca —dijo Nye—. ¿Cómo pensabais pagarla?
—A eso voy —dijo Hickock—. ¿Sabe? Perry me escribió diciendo que tenía una hermana en Fort Scott. Y que ella tenía mucho dinero suyo. Algunos miles de dólares. Dinero que su padre le debía por la venta de una propiedad, allá en Alaska. Me dijo que pensaba venir a Kansas a recoger la pasta.
—Y vosotros la usarías para comprar la barca.
—Exacto.
—Pero no salió bien.
—Lo que pasó fue que Perry apareció un mes después. Yo fui a esperarlo a la estación del autobús, en Kansas City.
—¿Cuándo? —preguntó Church—. ¿Qué día de la semana?
—Un jueves.
—Catorce de noviembre.
Los ojos de Hickock relampaguearon de sorpresa. Era evidente que se preguntaba por qué Church estaba tan seguro de la fecha. Era demasiado pronto para despertar sospechas así que el detective se apresuró a preguntar:
—¿A qué hora saliste para Fort Scott?
—Por la tarde. Tuvimos que hacerle algunos arreglos a mi coche y luego nos tomamos un chili en el Café West Side. Sería a eso de las tres.
—A eso de las tres. ¿Os esperaba la hermana de Perry Smith?
—No. Porque, ¿sabe?, Perry había perdido la dirección. Y ella no tenía teléfono.
—¿Y entonces, se puede saber cómo pensabais dar con ella?
—Preguntando en correos.
—¿Lo hicisteis?
—Perry fue a preguntar. Le dijeron que se había mudado a otra parte. Creían que a Oregón. Pero no había dejado la nueva dirección.
—Vaya chasco os debisteis llevar. Después de haber contado con un montón de dinero así.
Hickock asintió:
—Porque… bueno, porque habíamos resuelto largarnos a México. Si no, jamás hubiera firmado aquellos cheques. Pero tenía la esperanza de que… Oiga, voy a decirle la verdad. Pensaba que una vez en México, en cuanto empezase a ganar dinero, podría pagarlos. Los cheques.
Nye intervino:
—Un minuto, Dick.
Nye es un hombre bajo, impulsivo, que tiene dificultad para moderar su agresividad, su tendencia a expresarse en un lenguaje cortante y franco.
—Me gustaría saber algo más del viaje a Fort Scott —dijo conteniéndose—. Al no encontrar allí la hermana de Smith, ¿qué hicisteis?
—Dar una vuelta. Tomar una cerveza. Volvernos.
—¿Quieres decir que volvisteis a casa?
—No. A Kansas City. Paramos en el drive-in Zesto. Comimos unas hamburguesas. Y fuimos al Cherry Row.
Ni Church ni Nye sabían qué era Cherry Row.
—¡No me tomen el pelo! —dijo Hickock—. Todos los «polis» de Kansas han estado allí.
Al insistir en que ellos no lo conocían, les explicó que era una zona del parque donde uno encuentra «sobre todo prostitutas». Y añadió, «también con aficionadas. Enfermeras. Secretarias. A veces he tenido suerte».
—Y esa noche, ¿hubo suerte?
—Muy mala. Terminamos con un par de tomates.
—¿Que se llamaban?
—Mildred. La otra, la de Perry, Joan, me parece.
—Descríbelas.
—Quizá fueran hermanas. Las dos rubias. Gordas. No lo tengo muy claro. ¿Sabe? Compramos una botella de Orange Blossom, es decir, vodka y zumo de naranja, y yo estaba como una cuba. Les hicimos beber un poco a las chicas y luego las llevamos a Fun Haven. ¿Supongo que ustedes no habrán oído hablar nunca de Fun Haven?
No, no habían oído hablar.
Hickock sonrió y se encogió de hombros.
—Está en Blue Ridge Road. A unos doce kilómetros al sur de Kansas City. Es una combinación de cabaret y motel. Pagas diez dólares y te dan la llave de una cabaña.
A continuación describió la cabaña donde pretendían que los cuatro habían pasado la noche: camas gemelas, un viejo almanaque de Coca-Cola, una radio que funcionaba depositando una moneda. La seguridad con que hablaba, su precisión, la exacta descripción de detalles comprobables, impresionaron a Nye, aunque por supuesto, el chico mentía. ¿O no mentía? Fuera a causa de la gripe y la fiebre o de un brusco descenso en el ardor de su convicción, Nye estaba empapado en sudor frío.
—Al día siguiente, cuando nos despertamos, comprobamos que nos habían limpiado y se habían largado —dijo Hickock—. A mí no me quitaron mucho. Pero Perry perdió la cartera con cuarenta o cincuenta dólares.
—¿Y qué hicisteis?
—No se podía hacer nada.
—Pudisteis denunciarlo a la policía.
—¡Oh, por favor!… Vaya una… Denunciarlo a la policía. Por si no lo sabe, un tipo que está bajo palabra, no puede coger una cuerda. Ni andar por ahí con otro ex.
—De acuerdo, Dick, es domingo. El domingo quince de noviembre. Dinos qué hicisteis desde que salisteis de Fun Haven.
—Pues tomar el desayuno en un lugar de esos de camioneros que hay cerca de Happy Hill. Luego fuimos a Olathe y dejé a Perry en el hotel donde vivía. Sería alrededor de las once. Luego me fui a mi casa y comí con mi familia. Como todos los domingos. Vi la televisión… un partido de basket o quizá fuera de rugby. Yo estaba rendido.
—¿Cuándo volviste a ver a Perry Smith?
—El lunes. Pasó por donde yo trabajaba. Por el garaje de Bob Sands.
—¿Y de qué hablasteis? ¿De México?
—Bueno. La idea nos seguía gustando, aunque no hubiésemos conseguido el dinero… para establecernos por nuestra cuenta una vez allí. Pero queríamos hacerlo y nos parecía que valía la pena el riesgo.
—¿El riesgo de otra temporada en Lansing?
—Eso no entraba en nuestros cálculos. ¿Sabe? No pensábamos volver nunca a los Estados Unidos.
Nye, que tomaba notas en un cuaderno, dijo:
—Al día siguiente del diluvio de cheques sin fondos, que sería el veintiuno, tú y tu amigo Smith desaparecisteis. Ahora, Dick, ten la bondad de describir vuestros movimientos desde entonces hasta el momento en que os detuvieron en Las Vegas. Aunque sea sin detalles.
Hickock dejó escapar un silbido y puso los ojos en blanco:
—¡Uff! —exclamó, y entonces, haciendo gala de su talento para lograr una evocación casi completa, empezó el relato de la larga marcha, de aquellos dieciséis mil kilómetros que él y Smith habían cubierto en las últimas seis semanas. Habló durante una hora y veinticinco minutos: de las dos cincuenta hasta las cuatro y cuarto. Citó, mientras Nye intentaba anotarlos, nombres de autopistas, hoteles, moteles, ríos, pueblos y ciudades, un coro de nombres entremezclados: Apache, El Paso, Corpus Christi, Santillo, San Luis de Potosí, Acapulco, San Diego, Dallas, Omaha, Sweetwater, Tenville Junction, Tallahassee, Meedles, Miami, Hotel Nuevo Waldorf, Somerset Hotel, Hotel Simone, Arrowhead Motel, Cherokee Motel y muchos, muchísimos más. Les dio el nombre del hombre de México a quien había vendido su Chevrolet 1948 y confesó que había robado otro más nuevo en Iowa. Describió las personas que él y su compinche habían encontrado: una viuda mexicana rica y sensual, Otto el «millonario» alemán, un par de «elegantes» boxeadores negros que conducían un «elegante» Cadillac malva, el ciego propietario de un vivero de serpientes de cascabel de Florida, un viejo moribundo y su nieto… Y otros muchos más. Y cuando terminó se quedó con los brazos cruzados y una sonrisa complacida, como si esperara a que lo felicitaran por el humor, la claridad y el candor de su relato del viaje.
Pero Nye seguía velozmente escribiendo en su cuaderno y Church, que golpeaba perezosamente con el puño cerrado su palma abierta, callaba… hasta que de pronto dijo…
—Supongo que sabes por qué estamos aquí.
La boca de Dick cobró rigidez. Su postura también.
—Imagino que te darás cuenta de que no hemos venido hasta aquí, hasta Nevada, sólo por un par de timadores de pacotilla.
Nye había cerrado el cuaderno. También él miraba fijamente al preso y observó que un racimo de venas había aparecido en su sien izquierda.
—¿No te parece, Dick?
—¿Qué?
—Venir desde tan lejos para charlar de un puñado de talones sin fondos.
—No veo otra razón.
Nye dibujó un puñal en la cubierta de su cuaderno y mientras lo hacía dijo:
—Dime, Dick, ¿has oído hablar del asesinato de los Clutter?
A lo que, como escribiría posteriormente en el informe oficial de la entrevista: «El sospechoso experimentó una intensa reacción perfectamente visible. Se puso gris. Se le desviaron los ojos.”
Hickock dijo:
—¡Alto ahí! Aguarden un poco, yo no soy un jodido asesino.
—La pregunta —le recordó Church— era si habías oído hablar del asesinato de los Clutter.
—Puede que leyera algo —dijo Hickock.
—Un crimen infecto. Infecto. Cobarde.
—Y casi perfecto —saltó Nye—. Pero cometisteis dos equivocaciones, Dick. Una, dejar un testigo. Que prestará declaración ante los tribunales. Que se sentará en el banquillo de los testigos y le dirá al jurado cómo Richard Hickock y Perry Smith ataron, amordazaron y asesinaron a cuatro personas indefensas.
La cara de Dick recuperó los colores:
—¡Un testigo con vida! ¡Eso no puede ser!
—¿Porque pensaste que te habías librado de todos?
—Dije que no podía ser. Nadie puede relacionarme a mí con ningún jodido asesinato. Cheques. Algún que otro hurto. Pero no soy un maldito asesino.
—Entonces —preguntó Nye con calor—. ¿Por qué nos has mentido?
—He dicho la puñetera verdad.
—A veces. No siempre. Por ejemplo eso de la tarde del sábado catorce de noviembre. Has dicho que fuisteis en el coche a Fort Scott.
—Sí.
—Y que cuando llegasteis allí fuisteis a correos.
—Sí.
—Para averiguar la dirección de la hermana de Perry.
—Eso es.
Nye se levantó. Se colocó detrás de la silla de Hickock y, apoyando las manos en el respaldo, se inclinó como para susurrarle al preso algo en el oído.
—Perry Smith no tiene ninguna hermana que viva en Fort Scott ni nunca la ha tenido. Y los sábados por la tarde, la estafeta de correos de Fort Scott da la casualidad que está cerrada.
Luego añadió:
—Piénsalo, Dick. Nada más por ahora. Volveremos a hablar contigo luego.
Cuando dejaron a Hickock, Nye y Church cruzaron el corredor y observaron por la mirilla en forma de espejo de la puerta de la otra habitación, el interrogatorio de Perry Smith, escena que podían ver pero no oír. A Nye, que veía a Smith por primera vez, le fascinaron sus pies y aquellas piernas tan cortas que sus pies, como los de un niño, no llegaban al suelo. La cabeza de Smith, el liso pelo indio, la mezcla indioirlandesa que daba a su piel aquel tono oliva y a su rostro rasgos atrevidos y traviesos, le recordaron a la guapa hermana del sospechoso, la agradable señora Johnson. Pero aquel ser, mitad hombre, mitad niño, rechoncho y deforme, no era guapo; la punta rosácea de su lengua chasqueaba como la de un lagarto. Fumaba un cigarrillo y por la regularidad de las exhalaciones, Nye dedujo que todavía era «virgen», es decir, todavía ignoraba el verdadero propósito del interrogatorio.
Nye no se equivocaba. Porque Dewey y Duntz, profesionales pacientes, habían circunscrito gradualmente la vida de Perry a los acontecimientos de las últimas semanas y luego, reducido el período hasta concentrarse en la recapitulación del fin de semana crucial, desde el sábado por la tarde, a la tarde del domingo: 14 y 15 de noviembre. Ahora, después de haber pasado tres horas preparando el terreno, no estaban lejos de su objetivo:
—Perry —dijo Dewey—. Revisemos los hechos. Cuando te concedieron la libertad bajo palabra fue con la condición de que nunca volverías a Kansas.
—Al estado de los girasoles. Lloré a gritos.
—Pensando así, ¿cómo fue que volviste? Debiste de tener muy buenas razones.
—Ya se lo he dicho. A ver a mi hermana. A recoger el dinero que ella me guardaba.
—¡Ah, sí! La hermana que tú y Hickock fuisteis a buscar a Fort Scott. Perry, ¿cuánto hay de Kansas City a Fort Scott?
Smith meneó la cabeza. No lo sabía.
—Bueno, ¿cuánto tardasteis en llegar hasta allí en coche?
Ninguna respuesta.
—¿Una hora? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro?
El preso dijo que no lo recordaba.
—Claro que no lo recuerdas. Porque nunca has estado en Fort Scott.
Hasta aquel momento ninguno de los detectives había puesto en duda las declaraciones de Smith. Se agitó en la silla y se humedeció los labios con la punta de la lengua.
—En realidad, no has dicho la verdad. Nunca pusisteis los pies en Fort Scott. Nunca recogisteis ninguna chica ni la llevasteis a ningún motel…
—Claro que sí. ¡En serio!
—¿Cómo se llamaban?
—No se lo pregunté.
—¿Así que tú y Hickock pasasteis la noche con dos mujeres sin preguntarles ni el nombre?
—Eran prostitutas.
—Dinos el nombre del motel.
—Pregúntenselo a Dick. Él lo sabrá. Yo nunca recuerdo esas cosas.
Dewey se dirigió a su colega:
—Clarence, me parece que es hora de que seamos sinceros con Perry.
Duntz se encorvó hacia adelante. Duntz es un peso pesado con la agilidad de un peso ligero, pero sus ojos son perezosos y velados. Habla lentamente, cada una de sus palabras parece pronunciada de mala gana y con un dejo de la pradera.
—Sí —asintió—. Creo que ha llegado.
—Presta mucha atención, Perry, porque el señor Duntz va a decirte dónde estabas la noche de aquel sábado. Dónde estabas y qué hacías.
—Asesinabas a la familia Clutter —dijo Duntz.
Smith tragó saliva. Empezó a frotarse las rodillas.
—Estabas allá en Holcomb, en Kansas. En casa del señor Herbert W. Clutter. Y antes de salir de aquella casa, mataste a todas las personas que había en ella.
—Nunca. Yo nunca.
—¿Nunca qué?
—Conocí a nadie que se llamara Clutter.
Dewey le llamó embustero y sacándose de la manga una carta que en una consulta previa los cuatro detectives habían acordado jugar como último recurso, le dijo:
—Hay un testigo con vida, Perry. Alguien a quien pasasteis por alto.
Transcurrió un minuto entero y Dewey disfrutó con el silencio de Smith, porque un inocente hubiera preguntado quién era aquel testigo y quiénes eran esos Clutter y por qué creía que él les había dado muerte… Hubiera dicho, en fin, algo. Pero Smith seguía callado, frotándose las rodillas.
—¿Y bien Perry?
—¿Tiene una aspirina? Me quitaron las aspirinas.
—¿Te encuentras mal?
—Son mis piernas.
Eran las cinco y media. Dewey, con toda intención, terminó bruscamente la entrevista.
—Volveremos a hablar de esto mañana. A propósito, ¿sabes qué día es mañana? El cumpleaños de Nancy Clutter. Hubiera cumplido los diecisiete años.
«Hubiera cumplido diecisiete años». Perry, insomne, de madrugada (recordó luego), se preguntaba si sería cierto lo del cumpleaños de la muchacha y decidió que no, que era una forma de hacerle perder el control, como aquella falsa historia del testigo, «un testigo con vida». No podía haber ninguno. A no ser que… ¡Si pudiera hablar con Dick! Pero a él y a Dick los habían separado. Dick estaba encerrado en una celda dentro de otro piso. «Presta mucha atención, Perry, porque el señor Duntz va a decirte dónde estabas…» Hacia la mitad del interrogatorio, cuando empezó a notar las numerosas alusiones a aquel fin de semana de noviembre, se fue preparando para lo que sabía había de llegar y, cuando el fornido cow-boy de voz adormilada dijo: «Asesinabas a la familia Clutter»… bueno, casi se muere, ésa es la verdad. Debió de perder cinco kilos de golpe. A Dios gracias no lo había dejado traslucir. O así lo esperaba. ¿Y Dick? Era de suponer que habrían usado el mismo truco con él. Dick era listo, comediante, convincente, pero no tenía cojones, se asustaba con facilidad. Aun así, por mucho que le hubieran apretado los tornillos, Perry estaba convencido de que no se iría de la lengua. A no ser que quisiera verse ahorcado. «Y antes de salir de aquella casa, mataste a todas las personas que había en ella». No le sorprendería que todos los expresidiarios de Kansas hubieran oído aquella frase. Seguro que habían interrogado a centenares de hombres y sin duda, acusado a docenas. Él y Dick eran simplemente dos más. Pero, por otro lado, bueno, ¿iba a enviar el estado de Kansas cuatro agentes especiales a mil quinientos kilómetros para pescar a un par de tipos que habían violado la palabra? Quizá sí, de verdad se apoyaban en algo, en alguien, en «un testigo viviente». Era imposible. A menos que… Hubiera dado un brazo, una pierna, por poder hablar con Dick, cinco minutos siquiera.
Y Dick, despierto en la celda del piso de abajo tenía (como recordó después) las mismas ganas de hablar con Perry, de saber qué había dicho el espantajo. Cristo, no se podía confiar ni siquiera en que recordara la coartada del Fun Haven, a pesar de que lo habían hablado con bastante frecuencia. ¡Y cuando aquellos cochinos lo habían amenazado con un testigo! Diez contra uno que el pequeño espantajo habría creído que se refería a un testigo ocular. Pero él, Dick, comprendió inmediatamente quién era el supuesto testigo: Floyd Wells, su viejo amigo y compañero de celda. Cuando cumplía los últimos meses de la sentencia, había planeado apuñalar a Floyd, traspasarle el corazón con una «aguja» hecha por él mismo. ¡Qué necio fue no haciéndolo! Excepto Perry, Floyd Wells era el único ser humano capaz de relacionar los nombres de Hickock y Clutter. Floyd con su espalda curva y su barbilla hundida… Dick creyó que le daría demasiado miedo. El hijo de perra estaría aguardando una recompensa extraordinaria, que le concedieran la libertad bajo palabra o que le dieran dinero, o las dos cosas. Pero le saldrían canas antes de conseguirlo, porque la declaración de alguien que está en la cárcel, no es prueba. Pruebas son huellas de pisadas, dactilares, testigos, una confesión. ¡Carajo! Si todos los cow-boys aquellos sólo tenían la historia que Floyd les había contado, no había por qué preocuparse. En el fondo, Floyd no era la mitad de peligroso que Perry. Perry si perdía la cabeza y cantaba, los metería a los dos en El Rincón. Y de pronto lo vio claro: era a Perry a quien debió reducir al silencio. En alguna carretera de México. O cuando atravesaban el Mojave. ¿Por qué no se le había ocurrido hasta ahora? Porque ahora, era demasiado tarde.
Por fin, a las tres y cinco de la tarde, Smith admitió la falsedad del cuento de Fort Scott.
—Eso sólo fue algo que Dick le dijo a su familia. Para poder pasar la noche fuera de casa. Y beber un poco. ¿Saben? El padre de Dick le vigilaba de cerca, porque tenía miedo que no cumpliese su palabra. Por eso dimos la excusa de mi hermana, sólo para apaciguar al señor Hickock.
Por lo demás, repitió la misma historia una y otra vez. Y ni Duntz ni Dewey, por mucho que lo corrigieran y lo acusaran de mentir, pudieron lograr que cambiara una sola palabra… aunque sí que añadiera detalles nuevos. Aquel día logró recordar los nombres de las prostitutas: Mildred y Jane (o Joan):
—Se cobraron bien el trabajo —recordaba ahora—. Se largaron con toda la pasta mientras estábamos durmiendo.
Y aunque Duntz había perdido la compostura (había abandonado, junto a la chaqueta y corbata, su enigmática y soñolienta dignidad), el sospechoso parecía tranquilo y sereno, y no cedía ni un centímetro: no había oído hablar nunca de los Clutter, ni de Holcomb, ni de Garden City.
Al otro lado del corredor, en una habitación llena de humo donde Hickock se sometía a su segundo interrogatorio, Church y Nye aplicaban, metódicamente, una estrategia directa. Ni una sola vez durante el interrogatorio, que duraba ya tres horas, ninguno de los dos habían mencionado la palabra asesinato, omisión que mantenía al preso sobre ascuas. Hablaban de cualquier cosa: de la filosofía religiosa de Hickock («Ya conozco el infierno. He estado en él. Y quizás exista el cielo también. Muchos ricos lo creen»), la de la historia de su vida sexual («Siempre me he comportado como un tipo normal cien por cien»), y otra vez, de la historia de su reciente hégira («¿Que por qué continuábamos viajando siempre? Porque íbamos buscando trabajo. No pudimos encontrar un empleo decente. Un día trabajé cavando un foso…») Pero las cosas que no se mencionaban, eran el meollo, la causa, pensaban los detectives, de la creciente nerviosidad de Hickock. Finalmente, cerró los ojos y se tocó los párpados con dedos temblorosos. Y Church preguntó:
—¿Algo que no va?
—Dolor de cabeza. Me vuelve loco.
Entonces Nye le dijo:
—Mírame, Dick.
Hickock obedeció con una expresión que el detective interpretó como una súplica de que hablara, de que le acusara por fin y lo dejara refugiarse en la negación absoluta y constante.
—Ayer cuando discutimos este asunto, recordarás que te dije que el asesinato de los Clutter había sido un crimen casi perfecto. Que los asesinos habían cometido sólo dos errores. El primero fue dejar un testigo. El segundo… bueno, te lo voy a enseñar.
Se levantó y fue a buscar a un rincón una caja y un maletín que había traído al comenzar el interrogatorio. Del maletín sacó una fotografía grande.
—Esto —dijo poniéndola sobre la mesa— es una reproducción tamaño natural de ciertas pisadas encontradas junto al cadáver del señor Clutter. Y aquí —prosiguió, abriendo la caja— están las botas que las hicieron. Tus botas, Dick.
Hickock le echó una ojeada y en seguida apartó la vista. Apoyó los codos en las rodillas y apoyó la cabeza en las manos.
—Smith —dijo Nye— fue todavía menos cuidadoso. También tenemos sus botas, que también corresponden exactamente a otro par de pisadas. Ensangrentadas.
Church estrechó el cerco:
—Mira lo que va a ocurrirte, Hickock —dijo—: te llevarán a Kansas otra vez. Te acusaran de cuatro cargos por asesinato en primer grado. Cargo primero: Que alrededor del quince de noviembre de mil novecientos cincuenta y nueve, Richard Eugene Hickock, con premeditación, alevosía y ensañamiento asesinó y quitó la vida a Herbert W. Clutter. Cargo segundo: Que alrededor del quince de noviembre de mil novecientos cincuenta y nueve, el mismo Richard Eugene Hickock…
—Perry Smith mató a los Clutter —dijo Dick. Levantó la cabeza y muy despacio se enderezó en su silla como un púgil que intenta que no le cuenten hasta diez—. Fue Perry. Yo no pude impedirlo. Los mató a todos.
Clare, la encargada de correos, disfrutaba de un descanso, tomándose una taza de café en el Café Hartman. Se quejó del poco volumen de la radio diciendo:
—Ponla más alta.
La radio sintonizaba la estación de Garden City KIUL y decía:
«… después de su dramática confesión entre sollozos, Hickock salió del interrogatorio y se desmayó en el corredor. Agentes del KBI lo recogieron del suelo. Los agentes informaban que Hickock declaró que él y Smith asaltaron la casa de los Clutter esperando hallar una caja fuerte que contenía por lo menos diez mil dólares. Pero no había tal caja fuerte, de modo que ataron y amordazaron a toda la familia, matándolos uno a uno. Smith ni ha confirmado ni ha negado que tomara parte en el crimen. Cuando le dijeron que Hickock había firmado una confesión, Smith dijo: “Quisiera ver la declaración de mi amigo”. Pero la petición fue denegada. La policía no ha querido revelar si fue Hickock o Smith quien cometió en realidad los asesinatos, y subrayó que la declaración es sólo la versión de Hickock. Los agentes del KBI que traen los dos hombres a Kansas, han salido ya en coche de Las Vegas. Se espera que lleguen a Garden City a última hora del miércoles. Mientras tanto, el fiscal del distrito Duane West…»
—Uno a uno —dijo la señora Hartman—. Imagínate. No me extraña que el mal bicho ese se haya desmayado.
Las demás personas que se hallaban en el café, la señora Clare, Mabel Helm y un joven agricultor, bien plantado, que había entrado a comprar un paquete de picadura Brown’s Mule, hablaban entre dientes. La señora Helm se llevó una servilleta de papel a los ojos:
—No lo quiero oír… —dijo—. No debo. No quiero.
«… las noticias del esclarecimiento del suceso han provocado escasa reacción en el pueblo de Holcomb, que se halla a menos de un kilómetro de la casa de los Clutter. En general, los integrantes de esta comunidad de doscientas setenta personas han hecho constar su alivio…»
El joven granjero resopló:
—¿Alivio? Anoche cuando lo dio la televisión, ¿saben lo que hizo mi mujer? ¡Llorar como un bebé!
—¡Chis! —dijo la señora Clare—. Esa soy yo.
«… Y la encargada de correos de Holcomb, señora Myrtle Clare, dijo que los habitantes se alegran de que el caso se haya resuelto pero que todavía hay quien teme que pueda haber otras personas complicadas. Dijo que muchas familias aún siguen con la puerta cerrada y las armas al alcance de la mano…»
La señora Hartman rio y dijo:
—¡Oh, Myrt! ¿A quién le dijiste eso?
—A un periodista del Telegram.
Los hombres que la conocían, muchos de ellos, trataban a la señora Clare como si fuera un hombre más. El granjero le dio una palmada en la espalda y le dijo:
—¡Caramba, Myrt! ¡Caramba! ¿Todavía crees que alguien de aquí tuvo algo que ver con ellos?
Pero eso era, precisamente, lo que la señora Clare pensaba, y aunque por lo general estaba sola en sus opiniones, esta vez las compartían la mayoría de los habitantes de Holcomb, que después de vivir siete semanas entre malsanas murmuraciones, recelo y sospecha generales, parecieron desilusionados al enterarse de que el asesino no era ninguno de ellos. En realidad, muchos se negaban a aceptar el hecho de que dos desconocidos, dos ladrones forasteros fueran los únicos responsables. Como dijo entonces la señora Clare:
—Quizá sea verdad que esos tipos lo hicieron: pero ahí no acaba la historia. Aguarden. Algún día llegarán al fondo del asunto y entonces descubrirán quién se esconde tras ellos. Quién quería quitar a Clutter de en medio. El cerebro.
La señora Hartman suspiró. Deseaba que Myrt se equivocara. Y la señora Helm dijo:
—Lo que yo quiero es que los encierren bien. No podré sentirme tranquila sabiendo que los tenemos por aquí.
—¡Oh, no tiene por qué preocuparse, señora! —dijo el granjero—. En este momento esos dos nos tienen más miedo del que les podamos tener nosotros.
Por una autopista de Arizona una caravana de dos coches cruza como un rayo el país de la salvia, el país de las mesas, los halcones, las serpientes de cascabel, las imponentes rocas rojas. Dewey conduce el coche que va delante, Perry Smith va sentado junto a él y Duntz en el asiento de atrás. Smith lleva las esposas puestas y las esposas van atadas a un cinturón de seguridad por una corta cadena, lo que limita tanto sus movimientos, que no puede fumar si no le ayudan. Cuando quiere un cigarrillo, Dewey ha de encenderlo y ponérselo entre los labios, tarea que el detective encuentra «repelente» por lo que tiene de íntima… cosa que hacía cuando cortejaba a su esposa.
En conjunto, el prisionero ignora a sus guardianes y sus esporádicas tentativas de pincharlo, repitiendo partes de la confesión de Dick que duró una hora y fue grabada en magnetofón:
—Dice que trató de detenerte, Perry. Pero que no pudo. Mantiene que tenía miedo de que lo mataras a él también.
O bien:
—Sí señor, Perry. Toda la culpa es tuya. Hickock dice que él no es capaz de matar ni las pulgas de un perro.
Nada de esto, por lo menos exteriormente, le hace efecto a Perry. Sigue contemplando el paisaje, leyendo la publicidad de Burma-Shave, contando los esqueletos de los coyotes que adornan las cercas de los ranchos.
Dewey, sin prever especial respuesta, dice:
—Hickock nos ha dicho que eres un asesino nato. Dice que a ti matar no te causa efecto. Dice que una vez en Las Vegas te cargaste a un negro con una cadena de bicicleta. Que le diste hasta dejarlo muerto. Así, por diversión.
Sorprendido, Dewey ve que el prisionero ahoga un grito. Se retuerce en su sitio hasta poder ver, a través de la ventanilla posterior, el segundo coche de la caravana y su interior:
—¡El duro!
Le vuelve la espalda otra vez y contempla la negra veta de la autopista que atraviesa el desierto:
—¡Pensé que era un truco! No me lo creía. Que Dick se hubiera ido de la lengua. ¡El duro! ¡Oh, un auténtico hombre de hierro! No se atrevería a matarle las pulgas a un perro. Se limitaría a atropellarlo. —Escupe—. No he matado jamás a ningún negro.
Duntz le da la razón. Ha estudiado los archivos de los homicidios no resueltos de Las Vegas y sabe que Smith es inocente de aquel delito en particular.
—Yo no he matado jamás a ningún negro. Pero él lo creía. Lo he sabido siempre, que si nos pescaban, que si Dick de verdad cantaba, cantaba hasta la última cosa, sabía que diría lo del negro —escupe otra vez—. ¿Así que Dick me tenía miedo? ¡Qué divertido! Me divierte mucho saberlo. Lo que no sabe es que por poco lo mato a él.
Dewey enciende dos cigarrillos, uno para el preso, otra para él.
—Cuéntanoslo, Perry.
Smith fuma con los ojos cerrados y empieza:
—Lo estoy pensando. Quiero recordar exactamente cómo fue —guarda silencio un buen rato y luego añade—: Bueno, todo empezó con una carta que recibí cuando estaba en Buhl, Idaho. Sería en setiembre u octubre. Era una carta de Dick en la que me decía que tenía una breva a la vista. El golpe perfecto. No le contesté pero volvió a escribirme apremiándome para que fuera a Kansas y diéramos el golpe juntos. Nunca me dijo la clase de golpe. Sólo que era un breva madura «de éxito seguro». La verdad era que yo tenía otra razón para estar en Kansas por entonces. Un asunto personal, que me guardo y que nada tiene que ver con todo esto. Sólo que si no hubiera sido por eso, yo no hubiera vuelto. Pero lo hice. Y Dick fue a esperarme a la estación de autobuses de Kansas City. Me llevó en su coche a la granja de sus padres. Pero no me querían allí. Yo soy muy sensible, siempre sé lo que la gente siente.
»Lo mismo que usted —se refiere a Dewey pero no lo mira—. Le revienta tener que encenderme un cigarrillo. Eso es cosa suya. No se lo reprocho. Tampoco se lo reprocho a la madre de Dick. La verdad es que es una persona muy amable. Pero como sabía quién era yo, un amigo de la cárcel, no me quería en su casa. Cristo, lo que me alegré de marcharme a un hotel. Dick me llevó a un hotel de Olathe. Compramos cerveza, la subimos a la habitación y allí fue donde Dick me contó lo que tenía pensado. Me dijo que cuando yo salí de Lansing tuvo en la celda a uno que había trabajado para un cultivador de trigo muy rico allá por la Kansas del oeste. El señor Clutter. Sabía dónde estaba todo: puertas, pasillos, dormitorios. Dijo que una de las habitaciones de la planta se usaba como despacho y que en ese despacho había una caja fuerte empotrada en la pared. Dijo que el señor Clutter la necesitaba porque siempre tenía en casa sumas de dinero. Nunca menos de diez mil dólares. El plan era robar la caja fuerte y si nos veían, bueno, quienquiera que nos hubiera visto, tenía que desaparecer. Dick lo repitió lo menos un millón de veces: “Nada de testigos.”
Dewey pregunta:
—¿Cuántos testigos podía haber? Quiero decir, ¿cuántas personas esperaba encontrar en casa de los Clutter?
—Eso es lo que yo quería saber. Pero no lo sabía con certeza. Por lo menos cuatro. Quizá seis. Y era posible que la familia tuviera invitados. Decía que teníamos que estar dispuestos a enfrentarnos con una docena.
Dewey suelta un gruñido, Dunt silba y Smith, sonriendo sombrío, añade:
—Ya, y a mí también. Me parecía un despropósito. Doce personas. Pero Dick decía que era una breva. Decía: «Entraremos allí y les reventaremos las cabezas contra las paredes». Yo estaba en un estado de ánimo de esos de dejarse llevar. Pero, además, seré franco: tenía fe en Dick. Me había fijado en él porque me parecía muy práctico, muy masculino y quería el dinero tanto como yo. Quería el dinero y poder marcharse a México. Pero esperaba poder conseguirlo sin violencia. Me parecía que podía hacerse, si usábamos máscaras. Tuvimos una discusión por eso. De camino, de camino para Holcomb. Yo quería parar a comprar un par de medias de seda negra para ponernos en la cabeza. Pero Dick creía que incluso con una media podían identificarlo. Por el ojo. De todos modos, cuando llegamos a Emporia…
—Aguarda, Perry —dice Duntz—. Te has adelantado demasiado. Vuelve a Olathe. ¿A qué hora salisteis de allí?
—A la una. A la una y media. Salimos después de comer y nos fuimos a Emporia. Allí compramos unos guantes de goma y un rollo de cuerda. El cuchillo, la escopeta y los cartuchos… los había traído Dick de su casa. Pero no quiso que compráramos medias negras. Tuvimos una buena discusión. Al salir de Emporia, en las afueras, pasamos por un hospital católico y yo le convencí de que parase y entrara a comprarles medias negras a las monjas. Pero él, sólo fingió intentarlo. Salió diciendo que no se las querían vender. Yo estaba convencido de que no había preguntado siquiera y él mismo lo confesó, diciendo que era una idea ridícula, que las monjas le hubieran tomado por loco. Así que no volvimos a parar hasta Great Bend. Allí compramos la cinta adhesiva. Cenamos allí, una cena de miedo. A mí me dio sueño. Cuando desperté, estábamos llegando a Garden City. Parecía una ciudad de perros muertos. Paramos en una estación de gasolina a repostar…
Dewey le pregunta si recuerda cuál.
—Creo que una Phillips 66.
—¿Qué hora era?
—Hacia medianoche. Dick dijo que faltaban diez kilómetros para Holcomb. El resto del camino se lo pasó hablando solo, diciendo que esto tendría que estar aquí y aquello allá, siguiendo las instrucciones que se sabía de memoria. Cuando atravesamos Holcomb, yo apenas me di cuenta; era muy pequeño. Cruzamos una vía de tren. De pronto Dick exclamó: «Aquí es, tiene que ser aquí». Era la entrada a un camino particular bordeado de árboles. Redujo la marcha y apagó las luces. No las necesitábamos. A causa de la luna. No había otra cosa en el cielo, ni una nube, nada. Sólo la luna llena. Era como si fuese pleno día y cuando tomamos el paseo de árboles aquel, Dick dijo: «¡Fíjate qué propiedad! ¡Qué granero! ¡Qué casa! ¡No me dirás que un tipo así, no estará forrado!» Pero a mí no me gustaba aquello, el ambiente era demasiado imponente. Aparcamos a la sombra de un árbol. Mientras estábamos allí sentados, se encendió una luz, no la de la casa principal, sino a un centenar de metros, a la izquierda… Dick dijo que era la casa del peón, lo sabía por el esquema. Pero dijo que estaba puñeteramente más cerca de la casa de lo que él suponía. Luego la luz se apagó. Señor Dewey, el testigo que usted menciona… ¿es él, el aparcero?
—No. Él no oyó nada. Pero su mujer estaba cuidando un crío que tenían enfermo. Dijo que se habían pasado la noche entera de un lado para otro.
—Un crío enfermo. Bueno, sentía curiosidad. Mientras seguíamos allí sentados, volvió a suceder, una luz que se encendía y se apagaba. Entonces sí que me entró miedo. Le dije a Dick que no contara conmigo. Que si estaba decidido a seguir adelante, que lo hiciera él solo. Puso en marcha el coche, vi que nos marchábamos de allí y pensé: «¡Jesús bendito!» Siempre me he fiado de mi intuición, que me ha salvado la vida más de una vez. Pero a mitad del camino, Dick paró. Estaba rabioso. Yo vi lo que pensaba: He planeado un golpe de los gordos, llegamos hasta aquí, y ahora resulta que este idiota es un gallina. Me dijo: «Quizá creas que me faltan agallas para hacerlo yo solo. ¡Por Dios! Voy a demostrarte lo que es tener agallas». Había licor en el coche y los dos echamos un trago. Luego le dije: «De acuerdo Dick. Estoy contigo». Así que dimos la vuelta. Aparcamos donde habíamos aparcado antes. A la sombra de un árbol. Dick se puso los guantes. Yo ya me había puesto los míos. Él llevaba el cuchillo y la linterna. Yo la escopeta. Al claro de luna la casa tenía un aspecto tremendo. Parecía vacía. Recuerdo que deseé… que no hubiera nadie dentro.
Dewey pregunta:
—¿No visteis un perro?
—No.
—La familia tenía un perro que se asustaba cuando veía armas. No pudimos comprender por qué no había ladrado. A menos que hubiera visto la escopeta y se hubiera marchado.
—Bueno, no vi nada ni a nadie. Por eso no lo creí nunca. Lo del testigo ocular.
—No es un testigo ocular. Un testigo. Alguien que os asoció a ti y a Dick con el caso.
—Oh. ¡Ah, ja, ja! Él. Y Dick que decía que se moriría de miedo. ¡Ajá!
Duntz, que no quería desviarse del tema, le recordó:
—Hickock llevaba el cuchillo. Tú la escopeta. ¿Cómo entrasteis en la casa?
—La puerta estaba abierta. Una puerta lateral. Daba al despacho del señor Clutter. Aguardamos a oscuras. Escuchando. Pero sólo se oía el viento. Hacía un poco de viento afuera. Movía los árboles y se podían oír las hojas. La única ventana tenía cortinas venecianas que dejaban pasar la luz de la luna. Yo la cerré y Dick encendió la linterna. Vimos el escritorio. La caja fuerte tenía que estar en la pared, exactamente detrás, pero no pudimos encontrarla. La pared estaba forrada de madera, había libros y mapas enmarcados. En un estante, vi unos prismáticos fabulosos. Decidí que me los llevaría cuando nos marcháramos.
—¿Lo hiciste? —pregunta Dewey, porque los prismáticos no habían sido echados de menos.
Smith asiente.
—Los vendimos en México.
—Perdona. Sigue.
—Bueno, pues cuando vimos que no podíamos encontrar la caja fuerte, Dick apagó la linterna y a oscuras salimos del despacho y entramos en una sala de estar. Dick me susurró si no podía andar con más suavidad. Pero a él le pasaba lo mismo. Cada paso que dábamos hacía un ruido horrible. Llegamos a un pasillo y a una puerta. Dick, recordando el plano, dijo que era la de un dormitorio. Encendió la linterna y abrió la puerta. Un hombre dijo: «¿Cariño?» Estaba durmiendo, parpadeó y preguntó otra vez: «¿Eres tú, cariño?» Dick le preguntó: «¿Es usted el señor Clutter?» Se despertó del todo, se incorporó y dijo: «¿Quién es? ¿Qué quiere?» Dick le contestó muy cortésmente, como si fuéramos un par de vendedores a domicilio: «Queremos hablar con usted, señor. En su despacho, si no le importa». Y el señor Clutter, descalzo con sólo el pijama puesto, vino con nosotros al despacho y encendimos las luces.
»Hasta entonces no había podido vernos muy bien. Creo que lo que vio le produjo una impresión fuerte. Dick va y le dice: “Ahora, señor, sólo queremos que nos enseñe dónde tiene la caja fuerte.” Pero el señor Clutter le contesta: “¿Qué caja fuerte?” Nos dice que no tiene ninguna caja fuerte. Supe inmediatamente que era verdad. Tenía esa clase de cara. En seguida te das cuenta de que dijera lo que dijera, sería siempre la verdad. Pero Dick le gritó: “¡No me mientas, hijo de perra! Sé puñeteramente bien, que tienes una caja fuerte.” La impresión que tuve fue que nunca le habían hablado así al señor Clutter. Pero él miró a Dick directamente a los ojos y le dijo con mucha suavidad… le dijo… bueno, que lo sentía pero que nunca había tenido una caja fuerte. Dick entonces le golpeó el pecho con el cuchillo gritando: “Dinos dónde la tienes o lo vas a sentir de veras.” Pero el señor Clutter, ¡oh!, se daba uno cuenta de que estaba aterrado aunque su voz seguía siendo tranquila y firme. Siguió negando que tuviera ninguna.
«Fue en uno de aquellos momentos cuando arreglé lo del teléfono. El que había en el despacho. Le corté los cables. Y le pregunté al señor Clutter si había otro en la cocina. Así que cogí mi linterna y me fui a la cocina, que estaba muy lejos del despacho. Cuando encontré el teléfono, descolgué el auricular y corté la línea con unos alicates. Luego, cuando volvía oí un ruido. Un crujido arriba. Me detuve al pie de las escaleras. Estaba oscuro y no me atreví a usar la linterna. Pero vi que había alguien allí. Al final de las escaleras, destacándose contra la ventana. Una sombra. Luego desapareció.
Dewey se imagina que debió de ser Nancy. En teoría había supuesto muchas veces, basándose en el hallazgo de su reloj de oro en el fondo de un zapato encerrado en el armario, que Nancy había despertado, había oído gente en la casa y pensando que podían ser ladrones había escondido prudentemente el reloj, su más valiosa propiedad.
—En mi opinión podía ser alguien con un fusil. Pero Dick no quería escucharme. Estaba muy ocupado haciéndose el duro. Mandando al señor Clutter de un lado a otro. Lo había llevado otra vez al dormitorio y se entretenía en contar el dinero que llevaba el señor Clutter en su billetero. Había unos treinta dólares. Arrojó el billetero sobre la cama y dijo: «Tiene más dinero en casa, estoy seguro. Un hombre así de rico. Que vive en semejante casa». El señor Clutter le dijo que aquél era todo el dinero que tenía y le explicó que siempre pagaba con cheques. Ofreció firmarnos un cheque. Dick estalló de rabia: «¿Es que nos toma por retrasados mentales?» Yo creí que Dick lo iba a golpear. Entonces dije: «Oye, Dick. Hay alguien despierto arriba». El señor Clutter nos dijo que arriba sólo estaban su mujer, su hijo y su hija. Dick quiso saber si su mujer tendría dinero y el señor Clutter le contestó que si tenía algo sería muy poco, unos dólares, y nos pidió, de veras, casi desesperadamente, que no la molestáramos porque estaba enferma desde hacía mucho tiempo. Pero Dick insistió en que quería subir. Hizo que el señor Clutter pasara delante.
»Al pie de la escalera, el señor Clutter encendió las luces del pasillo de arriba y mientras subíamos dijo: “No comprendo por qué hacéis esto. Yo jamás os hice daño. Ni siquiera os he visto nunca.” Entonces fue cuando Dick le dijo: “¡A callar! Cuando queramos que hable, se lo diremos.” En el pasillo de arriba no había nadie y todas las puertas estaban cerradas. El señor Clutter señaló las habitaciones donde el hijo y la hija dormían y luego abrió la puerta de la habitación de su esposa. Encendió la lamparita que había visto junto a la cama y le dijo: “No tengas miedo, cariño. Todo va bien. Estos hombres sólo quieren dinero.” Era una mujer delgada, frágil, con un camisón blanco. En el instante en que abrió los ojos comenzó a llorar. Y le dijo a su esposo: “Cariño, yo no tengo dinero.” Él le tenía la mano cogida y se la acariciaba. “No llores, cariño. No tienes que tener miedo. Es sólo que les he dado a estos hombres todo el dinero que tenía y quieren más. Creen que tenemos una caja de caudales en algún lugar de la casa. Ya les he dicho que no.” Dick levantó la mano como si fuera a darle en la boca y dijo: “¿No le dije que a callar?” La señora Clutter dijo: “Pero es que mi esposo les dice la pura verdad. No tenemos ninguna caja de caudales.” Y Dick le contestó: “Sé puñeteramente bien que hay aquí una caja fuerte. Y la encontraré antes de salir de aquí. No se preocupen, ya la encontraré.” Luego le preguntó a ella dónde tenía el bolso. El bolso estaba en un cajón de la cómoda. Dick lo volvió del revés y no encontró más que un poco de calderilla y un par de dólares.
Le hice salir al pasillo porque quería discutir la situación. Así, que salimos de la habitación y le dije…
Duntz le interrumpe para preguntarle si el señor y la señora Clutter podían oír la conversación.
—No. Nos quedamos en la puerta para no perderlos de vista. Pero hablábamos en voz muy baja. Le dije a Dick: «Esta gente está diciendo la verdad. El que mintió fue tu amigo Floyd Wells. No hay ninguna caja fuerte, así que larguémonos». Pero a Dick le daba demasiada vergüenza admitirlo. Dijo que sólo lo admitiría cuando hubiéramos registrado la casa entera. Dijo que había que atarlos y entonces buscar con tiempo. No se podía discutir con él, estaba muy excitado. La gloria de tenerlos a todos a su merced, eso es lo que lo excitaba. Bueno, había un cuarto de baño junto a la alcoba de la señora Clutter. La idea era encerrar a los padres en aquel cuarto de baño, despertar después a los hijos y meterlos allí también. Luego hacerlos salir uno a uno y atarlos en distintas dependencias de la casa. Y luego, Dick dijo: «Cuando hayamos encontrado la caja fuerte, les cortaremos el pescuezo. No podemos disparar porque haríamos demasiado ruido».
Perry frunce el ceño, se frota las rodillas con sus manos esposadas.
—Déjeme pensar un momento. Porque, al llegar aquí, las cosas se ponen un poco complicadas. Ahora recuerdo. Sí, sí, saqué una silla al pasillo y la metí en el cuarto de baño. Para que la señora Clutter pudiera sentarse, ya que habían dicho que estaba enferma. Cuando los encerramos, la señora Clutter lloraba y decía: «Por favor, no hagan daño a nadie. Por favor, no les hagan daño a mis hijos». Y su marido que la abrazaba diciendo: «Cariño, esos hombres no quieren hacer daño a nadie. Todo lo que quieren es dinero».
—Fuimos a la habitación del hijo. Estaba despierto. Echado en la cama como si tuviera miedo de moverse. Dick le dijo que se levantara, pero no se movió o no se movió lo bastante deprisa y entonces Dick le pegó un puñetazo, lo hizo saltar de la cama y yo dije: “No tienes por qué pegarle, Dick.” Y al chico le indiqué que se pusiera los pantalones porque sólo llevaba una camiseta. Se puso unos tejanos y acabábamos de encerrarlo en el cuarto de baño cuando apareció la hija… había salido de su habitación. Iba completamente vestida como si hiciera rato que estaba despierta. Bueno, llevaba calcetines y zapatillas, un kimono y el pelo recogido en un pañuelo. Intentaba sonreír y dijo: “Santo Dios, ¿qué ocurre? ¿Es alguna broma?” Aunque no creo que imaginara que aquello fuera una broma. Sobre todo cuando vio que Dick abría la puerta del baño y la empujaba dentro…
Dewey los imagina: la familia prisionera, mansa y asustada pero sin sospechar su destino. Herb no podía haberlo sospechado; hubiera luchado. Era un hombre amable pero fuerte y nada cobarde. Herb, su amigo Alvin Dewey estaba convencido, hubiera luchado hasta la muerte defendiendo la vida de Bonnie y de sus hijos.
—Dick montó guardia en la puerta del baño mientras yo hacía un reconocimiento. Exploré la habitación de la hija y hallé un pequeño monedero, como de muñeca. En el interior había un dólar de plata. Se me cayó y rodó por la habitación. Fue a parar debajo de una silla. Tuve que ponerme de rodillas. En aquel momento fue como si me viese a mí mismo desde fuera. Como si me viera en una película. Aquello me hizo sentir mal. Me asqueaba Dick y toda aquella cháchara acerca de la caja fuerte, de un hombre riquísimo, y yo, arrastrándome de bruces para robar un dólar de plata a una niña. Un dólar. Y me arrastraba para cogerlo.
Perry se estruja las rodillas, pide aspirinas a los detectives, agradece a Duntz la que le da, la mastica y sigue hablando:
—Pero hay que tomar las cosas como vienen. Tomar lo que haya. Registré la habitación del hijo, también. Ni un céntimo. Pero había una pequeña radio portátil y decidí llevármela. Entonces recordé los prismáticos que había visto en el despacho del señor Clutter. Bajé a buscarlos. Llevé la radio y los prismáticos al coche. Hacía frío y el frío y el viento me hicieron bien. La luna tan clara que se podía ver a kilómetros y kilómetros. Y pensé: «¿Por qué no te largas? Te largas hasta la autopista y esperas a que alguien te lleve». Jesús, no quería volver a la casa. Y sin embargo… ¿cómo podría explicarlo? Fue como si no se tratara de mí. Más bien como si estuviera leyendo un cuento… y quisiera saber qué ocurre después. El final. Así que volví arriba. Y entonces… a ver… ¡Ah, sí! Entonces fue cuando los atamos. Clutter fue el primero. Le dijimos que saliera del cuarto de baño y le atamos las manos. Luego lo hice bajar hasta el sótano…
Dewey dice:
—¿Solo y desarmado?
—Llevaba la navaja.
Dewey dice:
—¿Y Hickock se quedó arriba de guardia?
—Para tenerlos quietos. Además, yo no necesitaba ayuda. Manejo cuerdas desde que nací.
Dewey dice:
—¿Llevabas la linterna o encendiste la luz que había en el sótano?
—Las luces. El sótano estaba dividido en dos. Una parte parecía un cuarto de estar. Lo llevé a la otra, a la de la caldera. Vi una caja de cartón muy grande apoyada contra la pared. Una caja de colchón. Bueno, no me parecía bien pedirle que se echara en el suelo frío y entonces arrastré la caja hasta allí, la aplané y le dije que se tumbara encima.
El conductor, mira a su colega a través del retrovisor, atrae su atención y Duntz mueve un poco la cabeza como dándole la razón. Dewey había sostenido siempre que la caja del colchón había sido colocada en el suelo para mayor comodidad del señor Clutter, y observando otros detalles por el estilo, otras fragmentarias indicaciones de irónica y errática compasión, el detective había supuesto que, por lo menos, uno de los asesinos no carecía totalmente de misericordia.
—Le até los pies y luego las manos a los pies. Le pregunté si le apretaba mucho y me dijo que no, pero me pidió, por favor, que no le hiciera nada a su mujer. No había necesidad de atarla porque no iba a gritar ni a escaparse de la casa. Me dijo que hacía años y años que estaba enferma y que empezaba a encontrarse mejor, pero que un susto así podía producirle una recaída. Ya sé que no es como para reírse pero no pude evitarlo, oyéndole hablar de «una recaída».
»A continuación bajé al hijo. Primero lo puse en la misma habitación con su padre. Le até las manos a una tubería que había en el techo. Pero pensé que no era muy seguro. Podía desatarse y desatar a su padre o viceversa. Por eso corté la cuerda y lo llevé al cuarto de estar donde había un cómodo diván. Le até los pies a las patas del diván, le até las manos y luego le pasé un nudo corredizo alrededor del cuello de modo que si se movía se ahorcaba él mismo. Mientras trabajaba, puse la navaja sobre… bueno, era una cómoda de cedro recién barnizada. Todo el sótano olía a barniz… y el caso es que me pidió que no pusiera la navaja allí. La cómoda era un regalo de boda que él había hecho para no sé quién. Para una hermana, creo que dijo. Cuando me marchaba, tuvo un acceso de tos, así que le puse un cojín debajo de la cabeza. Entonces apagué la luz.
Dewey dice:
—Pero ¿no les tapaste la boca con cinta adhesiva?
—No. Eso fue después cuando até a las mujeres, cada cual en su habitación. La señora Clutter seguía llorando y al mismo tiempo preguntaba por Dick. No le gustaba nada pero me dijo que yo le parecía un joven decente. «Estoy segura de que lo es», dijo y me hizo prometer que no dejaría que Dick le hiciera daño a nadie. Pienso que lo que tenía en la cabeza era su hija. Yo también estaba preocupado por eso. Sospechaba que Dick estaba planeando algo que yo no hubiera tolerado. Cuando acabé de atar a la señora Clutter, me di cuenta de que él se había llevado a la hija a su habitación. Ella estaba acostada y él, sentado en el borde de la cama, le hablaba. Lo frené en seco. Le dije que fuera a buscar la caja de caudales mientras yo la ataba. Cuando se marchó, le até los pies juntos y las manos a la espalda. Entonces la arropé bien dejándole sólo al descubierto la cabeza. Había una poltrona pequeña junto a la cama, y me senté a descansar un poco. Mis piernas parecían fuego, con tanto subir, bajar y agacharme. Le pregunté a Nancy si tenía novio. Dijo que sí, que tenía. Ponía todo su empeño en aparecer natural y amable. De veras me resultó amable. Era muy bonita. Una muchacha estupenda, que no se daba aires. Me habló mucho de sí misma. De su colegio y de que iría a la universidad a estudiar música y arte. De caballos. Dijo que después de bailar, lo que más le gustaba era galopar. Entonces le dije que mi madre había sido amazona, campeona del rodeo.
»Y hablamos también de Dick. Tenía curiosidad, ¿sabe?, por saber qué le había dicho. Al parecer ella le había preguntado por qué hacía esas cosas. Robar a la gente. Y, cuernos, qué serial le contó el tío… que si era huérfano y educado en un orfelinato, que nunca había encontrado a nadie que lo quisiera, que el único pariente que tenía era una hermana que vivía con hombres sin casarse con ellos. Mientras hablábamos oíamos al lunático rondando por abajo, buscando la caja fuerte.
Duntz dice:
—¿Cuánto tiempo llevabais en la casa?
—Quizás una hora.
Duntz dice:
—¿Y cuándo los amordazasteis?
—En ese momento. Empezamos por la señora Clutter. Le dije a Dick que me ayudara… porque no quería dejarlo solo con la muchacha. Corté la cinta a tiras y Dick las pegó alrededor de la cabeza de la señora Clutter como si fuera una momia. Le preguntó: «¿Por qué sigue llorando? Nadie le hace daño». Y apagando la lamparita de noche dijo: «Buenas noches, señora Clutter. Duérmase». Entonces me dice mientras íbamos por el pasillo hacia la habitación de Nancy: «Voy a tirarme a esa chiquita». Puse una cara como si no creyera haber oído bien. Y dice: «¿Y a ti qué te importa? Carajo, hazlo tú también». Bueno, eso es algo que desprecio. A los que no se pueden dominar sexualmente. Cristo, me dan asco esas cosas. Le dije sin rodeos: «Déjala en paz. Si no te las tendrás que ver conmigo». Aquello lo irritó de veras pero se dio cuenta de que no era el momento de pelear y dijo: «Muy bien, rico. Si tú lo quieres». El resultado fue que no la amordazamos. Apagamos la luz del pasillo y fuimos al sótano.
Perry vacila. Quiere hacer una pregunta pero hace una afirmación:
—Apuesto a que nunca dijo que quería violar a la chiquilla.
Dewey lo admite pero añade que, salvo por la versión expurgada de su propia conducta, la historia de Hickock coincide con la de Smith. Varían algunos detalles, el diálogo no es idéntico, pero, en sustancia, los dos relatos, por lo menos hasta entonces, se corresponden.
—Puede. Pero ya sabía que no había contado lo de la chica. Hubiera apostado la camisa.
Duntz dice:
—Perry, he venido prestando atención a las luces. Si no me equivoco, cuando apagasteis la luz de arriba, la casa se quedó completamente a oscuras.
—En efecto y no las volvimos a encender. Sólo la linterna. Cuando fuimos a amordazar al señor Clutter y al chico, la linterna la llevaba él. Antes de que lo amordazara, el señor Clutter me preguntó, y ésas fueron sus últimas palabras, quiso saber cómo estaba su mujer, si estaba bien. Y yo le dije que sí, que muy bien, que estaba a punto de dormirse y le dije también que no faltaba mucho para la mañana, que entonces alguien los encontraría y que entonces todo, yo y Dick y todo aquello, les parecería un sueño. Y no es que le estuviera tomando el pelo. Yo no quería hacerle daño a aquel hombre. A mí me parecía un señor muy bueno. Muy cortés. Lo pensé así hasta el momento en que le corté el cuello.
—Aguarde. He perdido el hilo —Perry tuerce el gesto, se frota las rodillas, las esposas tintinean—. Después ¿sabe?, después de amordazarles, Dick y yo nos fuimos a un rincón. Para hablar. Recuerden que Dick y yo habíamos tenido diferencias. Se me revolvía el estómago al pensar que había sentido admiración por él, que me había tragado todas sus fanfarronadas. Le dije: “Bueno, Dick. ¿No sientes escrúpulos?” No me contestó. Le dije: “Déjalos vivos y no será poco lo que nos echen. Diez años como mínimo.” Tenía el cuchillo en la mano. Se lo pedí y me lo entregó. Le dije: “Muy bien, Dick. Vamos allá.” Pero yo no quería decir esto. Yo sólo quería fingir que le tomaba la palabra, obligarlo a disuadirme, forzarlo a admitir que era un farsante y un cobarde. ¿Sabe? Era algo entre Dick y yo. Me arrodillé junto al señor Clutter y el daño que me hizo me recordó aquel maldito dólar. El dólar de plata. Vergüenza. Asco. Y ellos me habían dicho que no volviera nunca a Kansas. Pero no me di cuenta de lo que había hecho hasta que oí aquel sonido. Como de alguien que se ahoga. Que grita bajo el agua. Le di la navaja a Dick y le dije: “Acaba con él. Te sentirás mejor.” Dick probó o fingió que lo hacía. Pero el hombre aquel tenía la fuerza de diez hombres, se había soltado, y tenía las manos libres. A Dick le entró pánico. Quería largarse de allí. Pero yo no lo dejé. El hombre iba a morir de todos modos, ya lo sé, pero no podía dejarlo así. Le dije a Dick que cogiera la linterna y lo enfocara. Cogí la escopeta y apunté. La habitación explotó. Se puso azul. Se incendió. Jesús, nunca comprenderé cómo no oyeron el ruido a treinta kilómetros a la redonda.
Los oídos de Dewey resuenan tanto que su ruido lo ensordece y deja de oír el cuchicheo de la empalagosa voz de Smith. Pero la voz sigue oyéndose, expulsando una andanada de sonidos e imágenes: Hickock a la caza del cartucho, deprisa, deprisa, la cabeza de Kenyon en un círculo de luz, el murmullo de súplicas amortiguadas, luego otra vez Hickock buscando a toda prisa el cartucho vacío, la habitación de Nancy, Nancy oyendo las botas en la escalera de madera, el crujir de los peldaños mientras suben por ella, los ojos de Nancy, Nancy viendo cómo la luz de la linterna busca el blanco. (Gritaba: «¡Oh, no! No, por favor. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No lo haga! ¡Oh, se lo suplico, no lo haga! ¡Por favor!» Le di la escopeta a Dick y le dije que ya había hecho todo lo que podía hacer. Apuntó y ella se volvió hacia la pared), el pasillo a oscuras, los asesinos corriendo hacia la última puerta. Quizá, después de oír cuanto había oído, Bonnie se alegró de oír los pasos que se acercaban rápidos.
—Pescar el último cartucho fue un lío. Dick tuvo que meterse debajo de la cama para cogerlo. Luego cerramos la puerta de la habitación de la señora Clutter y bajamos al despacho. Aguardamos allí, lo mismo que al llegar. Miramos por las venecianas para ver si el aparcero andaba por allí o cualquiera que hubiera podido oír los tiros. Pero todo estaba como antes, ni un rumor. El viento únicamente y Dick resoplando como si lo persiguieran los lobos. Fue entonces, en aquellos escasos segundos antes de que corriéramos hacia el coche y nos marcháramos, entonces fue cuando decidí que lo mejor que podía hacer era cargarme a Dick. Me había repetido una y otra vez, me había machacado aquello de: Nada de testigos. Y pensé: Él es un testigo. No sé qué me detuvo. Sabe Dios que debí hacerlo. Matarlo de un balazo. Meterme luego en el coche y no parar hasta perderme en México.
Silencio. Durante más de quince kilómetros, los tres hombres guardaron silencio.
Tristeza y profunda fatiga en el centro del silencio de Dewey. Había sido su ambición saber «exactamente qué había sucedido en la casa aquella noche». Dos veces se lo habían contado, dos versiones muy parecidas. La única discrepancia importante era que Hickock atribuía las cuatro muertes a Smith mientras Smith sostenía que Hickock había dado muerte a las dos mujeres. Pero las confesiones, a pesar de que respondían al cómo y al porqué, no satisfacían sus exigencias de un motivo comprensible. El crimen era un accidente psicológico, un acto virtualmente impersonal; las víctimas podían haber sido muertas por un rayo. Salvo por una cosa: las habían sometido a un prolongado terror, habían sufrido. Y Dewey no podía olvidar su sufrimiento. A pesar de ello, pudo mirar sin ira al hombre que llevaba al lado, más bien con cierta comprensión, porque la vida de Perry Smith no había sido ningún lecho de rosas, sino algo patético, una horrible y solitaria carrera de un espejismo a otro. Sin embargo, la comprensión de Dewey no era suficientemente profunda como para dar lugar al perdón o a la clemencia. Deseaba ver a Perry y a su cómplice ahorcados, ahorcados espalda contra espalda.
Duntz le preguntó a Smith:
—En total, ¿cuánto dinero encontrasteis en casa de Clutter?
—Unos cuarenta o cincuenta dólares.
Entre los animales de Garden City hay dos gatos grises que siempre están juntos. Sucios y escuálidos, carecen de amo y tienen extrañas e inteligentes costumbres. La ceremonia principal de su día, tiene lugar al ocaso. Primero recorren la calle Mayor al trote, deteniéndose a escudriñar las rejas de los motores de los coches aparcados, especialmente los aparcados frente a los dos hoteles, el Windsor y el Warren, porque esos coches, generalmente propiedad de gente que viene de lejos, ofrecen muchas veces lo que las huesudas y metódicas criaturas están buscando: pájaros muertos, cuervos, herrerillos y gorriones cuya temeridad los hizo volar en el camino de los automovilistas. Empleando sus pezuñas como si fueran instrumentos quirúrgicos, los gatos extraen de las rejillas todas las partículas plumosas. Después de recorrer la calle Mayor, invariablemente vuelven a la esquina que da a la calle Grant y después corren hacia la plaza del Palacio de Justicia, otro de sus cotos de caza, que se presentaba muy prometedor aquella tarde del miércoles 6 de enero, pues la zona estaba invadida por vehículos de todo el condado de Finney que habían traído a la ciudad parte de la multitud que se agolpaba en la plaza.
La aglomeración empezó a las cuatro de la tarde, hora que el procurador del distrito había dado como probable para la llegada de Hickock y Smith. Desde que el domingo por la noche se supo la noticia de la confesión de Hickock, periodistas de todas clases se habían dirigido a Garden City: representantes de las más importantes agencias periodísticas, fotógrafos, operadores de cine y televisión, cronistas de Missouri, Nebraska, Oklahoma, Texas y naturalmente de todos los periódicos de Kansas, en total unas veinte o veinticinco personas. Muchas de ellas llevaban tres días aguardando sin gran cosa que hacer, salvo entrevistar a James Spor, empleado de la gasolinera, que después de haber visto las fotografías de los asesinos los identificó como dos clientes a los que sirvió tres dólares de gasolina la noche de la tragedia de Holcomb.
Era el retorno de Hickock y Smith lo que aquellos espectadores profesionales se preparaban a registrar y el capitán Gerald Murray, de la patrulla de carreteras, les había reservado un amplio espacio en la acera frente a las escaleras del Palacio de Justicia, escaleras que los prisioneros tendrían que subir camino de la cárcel del distrito, institución que ocupa el cuarto y último piso del edificio de piedra caliza. Un reportero, Richard Parr, del Star de Kansas City, había obtenido un ejemplar del Sun del lunes, de Las Vegas. El titular del periódico provocó carcajadas: «Se teme un linchamiento a la llegada de los acusados». El capitán Murray observó:
—A mí no me parece que estén pensando en linchar a nadie.
Por cierto la multitud que había en la plaza podía haber estado aguardando a que pasara un desfile o asistir a un mitin político. Estudiantes de bachillerato, entre ellos los antiguos compañeros de Nancy y Kenyon Clutter, entonaban cantos estudiantiles, masticaban chicle, devoraban salchichas y bebidas carbónicas. Las madres acallaban los llantos de sus hijos. Los hombres se paseaban con niños al hombro. Estaban presentes también los niños exploradores, toda una tropa. Los socios de un club femenino de bridge, mujeres de edad madura, llegaron en masa. El señor J. P. (Jap) Adams, jefe de la oficina local del Círculo de Veteranos, apareció con una indumentaria de corte tan atrevido que un amigo le gritó:
—¡Eh, Jap! ¿Qué haces vestido de mujer?
Porque el señor Adams, en sus prisas por no perderse la escena, se había puesto, involuntariamente, el abrigo de su secretaria. Un cronista de la radio que rondaba por entre el público, preguntaba a unos y a otros cuál era en su opinión el castigo que merecían «los autores de tan vil y cobarde acción» y si bien la mayoría de los interrogados contestaba: «¡Caramba!» o «¡Vaya!», hubo un estudiante que respondió:
—Creo que deberían encerrarlos juntos a los dos en la misma celda durante el resto de sus vidas, sin permitir jamás una visita. Tenerlos allí, contemplándose mutuamente, hasta el día de su muerte.
Y un hombrecillo fuerte y erguido dijo:
—Yo soy partidario de la pena de muerte. Como dice la Biblia… ojo por ojo. Y aun así nos quedamos cortos de dos pares.
Mientras duró el sol, el día había sido seco y cálido, como de octubre y no de enero… Pero cuando el sol se puso, cuando las sombras de los gigantescos árboles de la plaza se confundieron y entremezclaron, el frío y la oscuridad dejaron aterida a la multitud. La dejaron aterida y la dispersaron.
A las seis, quedaban menos de trescientas personas.
Los periodistas, maldiciendo el indebido retraso, pateaban el suelo y se golpeaban las heladas orejas con manos heladas desprovistas de guantes. De pronto, se alzó un murmullo en la parte sur de la plaza. Los coches llegaban.
Aunque ninguno de los periodistas había previsto violencias, varios habían predicho gritos injuriosos. Pero cuando la muchedumbre vio a los asesinos con su escolta de patrulleros con uniforme azul, guardó silencio, como sorprendida al descubrir que tenían forma humana.
Los hombres esposados, pálidos y parpadeando cegados, brillaban a la luz de las bombillas de los flashes y los reflectores.
Los fotógrafos subieron tres tramos de escalera en persecución de los detenidos y la policía que se metían en la Casa de Justicia y fotografiaron la puerta de la cárcel, que se cerró de un portazo.
No quedó nadie, ni la gente de prensa ni ninguno de los habitantes de la ciudad. Casas calientes, cenas calientes los reclamaban y se fueron apresurados, dejando la fría plaza a los dos gatos grises. También el milagroso otoño desapareció, la primera nevada del año empezó a caer.