PRÓLOGO

«Un hombre debe buscar lo que es y no lo que cree que debería ser».

ALBERT EINSTEIN (1879-1955)

Cuando era niño, muchas noches soñaba que volaba. La mayoría de las veces me veía en el jardín. Era de noche y estaba mirando las estrellas cuando de repente comenzaba a levitar. Los primeros centímetros me elevaba de manera automática. Pero pronto comenzaba a darme cuenta de que cuanto más ascendía, más dependían de mí mis progresos, de lo que hacía. Si me emocionaba demasiado, si me dejaba llevar por la experiencia, volvía a caer al suelo… en picado. Pero si me lo tomaba con calma, si aceptaba la cosa tal cual era, me elevaba y me elevaba, cada vez más de prisa, hacia el cielo estrellado.

Puede que estos sueños contribuyan a explicar por qué, al crecer, me convertí en un enamorado de los aviones y los cohetes, de cualquier cosa que pudiera llevarme allá arriba, al mundo que hay sobre éste.

Cuando mi familia tomaba un avión, yo me pasaba el vuelo entero, desde el despegue al aterrizaje, con la cara pegada a la ventanilla de mi asiento.

En verano de 1968, cuando tenía catorce años, me gasté todo el dinero que había ganado cortando céspedes en unas clases de vuelo con un tipo llamado Gus Street en Strawberry Hill, un «aeropuerto» (o más bien una pequeña franja alargada de terreno cubierto de hierba) al oeste de Winston-Salem, la ciudad de Carolina del Norte en la que crecí. Aún recuerdo cómo me latía el corazón la primera vez que pulsé el gran botón rojo que soltaba la soga que me mantenía unido al aparato de remolque e incliné el planeador en dirección a la pista. Era la primera vez que me sentía realmente solo y libre. La mayoría de mis amigos obtenía esa misma sensación en sus coches, pero apostaría algo a que la emoción de estar en un planeador a 1000 pies de altitud es cien veces más intensa.

En los años setenta, me uní al club de paracaidismo deportivo de la Universidad de Carolina del Norte. Era como una hermandad secreta, un grupo de gente que se dedicaba a algo especial y mágico. Mi primer salto fue aterrador y el segundo más aún, pero ya para el duodécimo, cuando crucé la compuerta y me dejé caer más de 1000 pies antes de abrir el paracaídas (mi primera «espera de diez segundos»), sabía que aquello era lo mío. Hice un total de 365 saltos en la universidad y pasé más de tres horas y media en caída libre, sobre todo en formaciones, con hasta veinticinco paracaidistas más. Aunque dejé de saltar en 1976, seguí teniendo sueños sobre la experiencia, unos sueños que, además de vívidos, siempre eran agradables.

Los mejores saltos se daban a última hora de la tarde, cuando el sol empezaba a ocultarse detrás del horizonte. Cuesta describir la sensación que experimentaba en ese tipo de saltos: era como estar cerca de algo a lo que nunca alcanzaba a poner nombre, pero que sabía que necesitaba. No era exactamente soledad, porque en realidad nuestra forma de saltar no tenía nada de solitaria. Solíamos saltar en grupos de cuatro, cinco, diez o doce personas a la vez, para hacer toda clase de formaciones en caída libre. Cuanto más grandes y complicadas, mejor.

En 1975, un hermoso sábado de otoño, todos los paracaidistas de la Universidad de Carolina del Norte (UNC) nos juntamos con algunos de nuestros amigos del club de paracaidismo del este del estado para hacer unas cuantas formaciones. En nuestro penúltimo salto del día, nos lanzamos desde un D18 Beechcraft a 10.500 pies de altitud para hacer un copo de nieve de diez personas. Logramos completar la formación antes de atravesar los 7000 pies y así pudimos disfrutar de dieciocho segundos de vuelo completos en formación, por un claro abierto entre dos gigantescos cúmulos, antes de separarnos a los 3500 pies y apartarnos para abrir los paracaídas.

Cuando llegamos al suelo, estaba haciéndose de noche. Pero corrimos a otro avión, despegamos rápidamente y logramos ascender de nuevo con los últimos rayos del sol para hacer un segundo salto en medio del anochecer. En este caso, dos de los miembros más jóvenes del grupo probaban por primera vez a entrar en formación, es decir, unirse a ella desde el exterior en lugar de ocupar uno de los puestos de la base (lo que es más fácil porque, esencialmente, tu trabajo consiste en mantenerte estático en la caída mientras los demás maniobran hacia ti). Era una ocasión muy emocionante para ellos, pero también para los más veteranos, porque de aquel modo contribuíamos a construir el equipo y ayudábamos a ganar experiencia a saltadores que más adelante podrían ayudarnos a realizar formaciones aún más grandes.

Yo tenía que ser el que cerrase una formación de estrella de seis hombres sobre las pistas del pequeño aeropuerto de Roanoke Rapids. El tipo que estaba frente a mí se llamaba Chuck. Tenía bastante experiencia en «trabajo relativo» (que es como se llama a la construcción de formaciones en el aire). A los 7500 pies los rayos del sol aún incidían sobre nosotros, pero abajo ya se habían encendido las farolas de la ciudad. Los saltos en el crepúsculo siempre son experiencias sublimes y estaba claro que aquél iba a ser realmente hermoso.

Aunque yo saldría sólo un segundo detrás de Chuck, tendría que moverme rápidamente para alcanzar a los demás. Caería a plomo, como un verdadero cohete, durante los siete primeros segundos, aproximadamente. Tenía que descender casi 150 kilómetros por hora más de prisa que mis amigos para poder llegar a su lado poco después de que hubieran completado la formación inicial.

El procedimiento normal para los saltos de este tipo es que todos los saltadores se separan a los 3500 pies y se alejan todo lo posible unos de otros. A continuación, cada uno de ellos agita los brazos (para anunciar que se dispone a abrir el paracaídas), mira hacia arriba para asegurarse de que no tiene ningún compañero por encima y luego tira de la cuerda.

—Tres, dos, uno… ¡Ya!

Los cuatro primeros saltadores salieron del avión y luego los seguimos Chuck y yo. Estaba cabeza abajo, aproximándome a la velocidad terminal, pero sonreí igualmente al contemplar la puesta de sol por segunda vez en el día. Mi plan consistía en frenar la caída abriendo los brazos una vez que alcanzase a los demás (para lo que teníamos unas alas de tela que iban de las muñecas a las caderas y que ofrecían una enorme resistencia al viento cuando se inflaban a máxima velocidad) y extender las mangas y las perneras en forma de campana del mono en la dirección de mi avance.

Pero no tuve la ocasión de hacerlo.

Mientras me acercaba como una flecha a la formación, vi que uno de los chicos jóvenes había acelerado demasiado. Puede que la rápida caída entre las nubes lo hubiera amilanado un poco, al recordarle que estaba moviéndose a más de setenta metros por segundo hacia un enorme planeta, parcialmente envuelto en la oscuridad. En lugar de aproximarse con lentitud al borde de la formación, la había embestido y había obligado a todos los demás a soltarse. Y ahora los otros cinco saltadores caían dando vueltas, sin control.

Estaban demasiado cerca. Los paracaidistas dejan tras de sí una estela de turbulencias de baja presión extremadamente violenta. Si otro paracaidista se mete dentro, su caída acelera al instante y puede chocar contra el que hay debajo de él. Por su parte, esto puede provocar que los dos saltadores aceleren y embistan a cualquiera que se encuentre por debajo de ellos. En pocas palabras, un desastre seguro.

Doblé el cuerpo y me escoré para no entrar en contacto con aquella masa de cuerpos giratorios. Maniobré hasta colocarme justo encima del «objetivo», el punto del suelo sobre el que debíamos abrir los paracaídas para disfrutar de un apacible descenso de dos minutos.

Me volví y comprobé con alivio que mis desorientados compañeros habían logrado deshacer aquella letal maraña de cuerpos y estaban separándose.

Chuck estaba entre ellos. Para mi sorpresa, se dirigía en línea recta hacia mi posición. Se detuvo justo debajo de mí. Debido a lo que había sucedido, el grupo estaba cruzando la línea de los 2000 pies de altitud más de prisa de lo que Chuck esperaba.

Puede que se fiase demasiado de su suerte y pensase que no necesitaba seguir las normas a rajatabla.

Supongo que no me había visto. La idea me pasó durante un breve instante por la cabeza y entonces el paracaídas multicolor de Chuck brotó de su mochila como una flor que se abre. El paracaídas guía se hinchó en la corriente de aire que ascendía a su alrededor a más de doscientos kilómetros por hora y salió como una bala hacia mí, seguida por la masa del paracaídas principal.

Desde el instante en que vi salir el paracaídas guía, apenas tuve una fracción de segundo para actuar. Tardaría menos de un segundo en atravesar los paracaídas y —literalmente— embestir al propio Chuck. A esa velocidad, si lo alcanzaba en un brazo o una pierna, se los arrancaría y yo me mataría. Y si chocaba directamente con él, nuestros cuerpos reventarían.

La gente dice que el tiempo se ralentiza en situaciones así y es cierto. Mi mente asistió a la acción de los siguientes microsegundos como si estuviera viendo una película a cámara lenta.

En el mismo instante en que vi el paracaídas guía, pegué los brazos a los costados y enderecé el cuerpo para caer en picado, con una ligera inclinación de las caderas. La verticalidad me proporcionó mayor velocidad y la inclinación de las caderas permitió a mi cuerpo desplazarse en horizontal, primero lentamente y luego, al cabo de un instante, mucho más de prisa. En esencia, me convertí en un ala perfecta y logré pasar por delante del paracaídas de Chuck justo antes de que se abriera.

Lo adelanté a más de doscientos kilómetros por hora, es decir, 220 pies por segundo. A esa velocidad, dudo que pudiera ver la expresión de mi cara. Pero si hubiera podido, imagino que habría visto una mueca de total estupefacción.

De algún modo, había logrado reaccionar en centésimas de segundo a una situación que, de haberme parado a evaluarla racionalmente, habría encontrado imposible de analizar por su extremada complejidad.

Y, sin embargo… había logrado resolverla, con el resultado de que los dos logramos llegar a tierra sanos y salvos. Era como si mi cerebro, enfrentado a una situación que requería una capacidad de respuesta superior a la habitual, hubiera multiplicado por un momento su potencia.

¿Cómo lo había hecho? A lo largo de los más de veinte años que he trabajado en el ámbito de la neurocirugía académica —estudiando el cerebro, observando cómo funciona y trabajando con él— he tenido la oportunidad de meditar a fondo sobre esta pregunta. Y finalmente he llegado a la conclusión de que el cerebro es un órgano realmente extraordinario, mucho más de lo que alcanzamos a imaginar.

Ahora me doy cuenta de que la respuesta a esta pregunta es mucho más profunda. Pero para vislumbrar esta verdad, mi vida y mi visión del mundo han tenido que experimentar una metamorfosis completa. Este libro trata sobre los sucesos que cambiaron mi manera de pensar sobre este tema. Esos sucesos me convencieron de que, por maravilloso que sea el cerebro, no fue este órgano el que me salvó la vida aquel día. No. Lo que se activó en las milésimas de segundo de que dispuse desde que comenzó a abrirse el paracaídas de Chuck fue otra parte de mí, una parte mucho más profunda. Una parte que podía trabajar así de rápido porque no estaba anclada en el tiempo, como el cerebro y el cuerpo.

Era, de hecho, la misma parte de mí que me hacía sentir fascinación por el firmamento cuando era niño. Y no es sólo la parte más inteligente de nosotros, sino también la más profunda. Pero a pesar de ello, durante la mayor parte de mi vida adulta he sido incapaz de creer en ella.

Pero ahora sí creo y en las siguientes páginas te contaré por qué.

Soy neurocirujano.

En 1976 me gradué en Ciencias Químicas por la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. El título de Medicina lo obtuve en la Universidad de Duke en 1980. Durante los once años de residencia y especialización que pasé en ella, en el hospital general de Massachusetts y en Harvard, me especialicé en neuroendocrinología (el estudio de las interacciones entre el sistema nervioso y el endocrino, formado por las glándulas que segregan las hormonas responsables de dirigir la mayoría de las actividades de nuestro organismo). También me pasé dos de esos once años investigando por qué los vasos sanguíneos de una zona del cerebro, cuando reciben el torrente procedente de un aneurisma, reaccionan de manera patológica, un síndrome llamado vasoespasmo cerebral.

Tras completar una beca en neurocirugía cerebrovascular en la localidad británica de Newcastle-UponTyne, pasé quince años en la Facultad de Medicina de Harvard como profesor asociado de cirugía, con una especialización en neurocirugía.

Durante aquellos años operé a incontables pacientes, muchos de ellos aquejados de graves lesiones cerebrales que ponían en peligro su vida.

Buena parte de mi trabajo de investigación se centraba en el desarrollo de procedimientos técnicos avanzados, como la radiocirugía estereostática (una técnica que permite al cirujano dirigir con precisión haces de radiación sobre objetivos específicos situados en el interior del cerebro sin afectar a las zonas adyacentes). También colaboré en el desarrollo de técnicas de imágenes por resonancia magnética, una serie de terapias neuroquirúrgicas guiadas de gran importancia para el tratamiento de afecciones cerebrales complicadas, como los tumores y los desórdenes vasculares.

Además, durante aquellos años escribí, solo o en colaboración con otros, más de ciento cincuenta artículos para revistas especializadas y presenté mis hallazgos en más de doscientos congresos médicos celebrados por todo el mundo.

En resumen, que me consagré a la práctica de la ciencia. Usar las herramientas de la medicina moderna para ayudar y curar a la gente y aprender cada día más sobre el funcionamiento del cerebro y el cuerpo humano era el objetivo de mi vida, mi vocación. Y me sentía inconmensurablemente afortunado por haberla encontrado. Y por encima de todo esto tenía una esposa preciosa y dos niños maravillosos y, aunque en algunos aspectos estaba casado con mi profesión, intentaba no descuidar a mi familia, a la que consideraba la otra gran bendición de mi existencia. Por multitud de razones, podía considerarme un hombre muy afortunado.

Sin embargo, el 10 de noviembre de 2008, a la edad de cuarenta y cuatro años, mi suerte pareció agotarse. Aquejado de manera fulminante por una enfermedad muy rara, caí en coma durante siete días. En este tiempo, la totalidad de mi neocórtex —la superficie exterior del cerebro, la parte del mismo que nos convierte en humanos— estuvo desconectado. Inoperativo. En esencia, ausente.

Cuando tu cerebro se ausenta, tú también lo haces. Como neurocirujano, durante años había oído numerosos relatos sobre gente que había tenido experiencias extrañas (por lo general, después de sufrir algún episodio de infarto cardíaco), en las que viajaban a lugares misteriosos y extraordinarios, hablaban con parientes muertos e incluso con el mismísimo Dios.

Cosas maravillosas, sin duda. Pero todas ellas, en mi opinión, producto de la fantasía. ¿Qué provocaba este tipo de experiencias ultraterrenas que la gente relataba con tanta frecuencia? No tenía la pretensión de saberlo, pero lo que sí sabía era que el responsable de crearlas era el cerebro. Como todo lo que tiene que ver con la conciencia. Si no tienes un cerebro funcional, no puedes tener conciencia.

Esto se debe a que, para empezar, el cerebro es la máquina que produce la conciencia. Cuando esta máquina se avería, la conciencia se para. A pesar de la inmensa complejidad y el misterio de los procesos cerebrales, en esencia la cuestión es tan sencilla como ésta. Si desenchufas la televisión, se apaga. El programa se termina, por mucho que lo estuvieras disfrutando.

O, al menos, es lo que yo creía antes de que mi cerebro dejara de funcionar.

Durante el coma, no es que mi cerebro funcionase de manera incorrecta… es que directamente no funcionaba. Ahora creo que es posible que ésta fuese la causa de la profundidad e intensidad de la experiencia cercana a la muerte (ECM) que viví durante aquel tiempo. La mayoría de las ECM registradas se producen cuando el corazón de una persona ha permanecido parado durante un rato. En tales casos, el neocórtex se desactiva temporalmente, pero no suele sufrir demasiados daños (siempre que se restaure el flujo de sangre oxigenada por medio de una resucitación cardiopulmonar o de una reactivación de la función cardíaca en menos de cuatro minutos, aproximadamente). Pero en mi caso, el neocórtex se había desconectado del todo. Entré en la realidad de un mundo de conciencia que era completamente ajeno a las limitaciones de mi cerebro físico.

Podría decirse que la mía fue la experiencia cercana a la muerte perfecta. Como neurocirujano con varias décadas de experiencia tanto en investigación como en cirugía, estaba en una posición privilegiada para juzgar, no sólo la veracidad de lo que me estaba sucediendo, sino también todas sus implicaciones.

Eran unas implicaciones de una magnitud indescriptible. Lo que me reveló mi experiencia es que la muerte del cuerpo y del cerebro no supone el fin de la conciencia, que la experiencia humana continúa más allá de la muerte. Y lo que es más importante, lo hace bajo la mirada de un Dios que nos ama a todos y hacia el que acaban confluyendo el universo y todos los seres que lo pueblan.

El lugar al que fui era real. Real hasta tal punto que, a su lado, la vida que llevamos en este mundo y en este tiempo parece un simple sueño.

Pero esto no quiere decir que no valore la vida que llevo en la actualidad. De hecho, ahora la valoro más que antes, porque la veo en su auténtico contexto.

La vida no carece de sentido. Pero éste es un hecho que no podemos ver desde donde estamos, al menos por lo general. Lo que me sucedió mientras estaba en coma es, sin ninguna duda, la historia más extraordinaria que jamás podré contar. Pero es una historia complicada de relatar, porque es completamente ajena al racionalismo convencional. No es algo que pueda dedicarme a airear a los cuatro vientos. Pero al mismo tiempo, mis conclusiones se basan en el análisis médico de mi propia experiencia y en mi profundo conocimiento de los conceptos más avanzados de las ciencias cerebrales y de los estudios más modernos sobre la conciencia. Una vez que me di cuenta de que mi viaje había sido real, supe que tenía que relatarlo. Y hacerlo de una manera adecuada se ha convertido en el principal objetivo de mi vida.

Esto no quiere decir que haya abandonado mi trabajo como médico y mi vida como neurocirujano. Pero ahora que he tenido el privilegio de constatar que nuestra vida no termina con la muerte del cuerpo o del cerebro, creo que es mi deber, y también mi vocación, contarle a la gente lo que vi más allá de mi propio cuerpo y más allá de esta tierra. Estoy especialmente impaciente por relatar esta historia a gente que haya podido oír otras similares y no haya podido terminar de darles crédito a pesar de su deseo de hacerlo.

Es esa gente, más que ninguna otra, la destinataria de este libro y el mensaje que contiene. Lo que tengo que contaros es lo más importante que podréis oír nunca y además de ello, es verdad.