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EL NÚCLEO

Entretanto, yo estaba en un lugar entre las nubes. Unas nubes grandes y blancas cuyas formas contrastaban poderosamente con un cielo entre negro y azulado. Por encima de ellas —a una altura inconmensurable, de hecho—, unas bandadas de orbes transparentes y titilantes recorrían el cielo en trayectorias curvas, dejando tras de sí unas líneas alargadas parecidas a serpentinas.

¿Aves? ¿Ángeles? Estas palabras aparecieron en mi cabeza cuando estaba escribiendo mis recuerdos. Pero ninguna de ellas consigue hacer justicia a aquellas criaturas, totalmente distintas a cualquier cosa que hubiese visto en este planeta. Eran más avanzadas. Superiores.

Un sonido, fuerte y tonante, como un glorioso canto, descendió sobre mí y al oírlo me pregunté si lo producirían aquellos seres con sus alas. Pero de nuevo, al recordarlo más tarde, me dio por pensar que lo que sucedía era que el placer que sentían aquellas criaturas al ascender por los aires era tal que tenían que expresarlo de algún modo, que si no dejaban salir la alegría de su interior, simplemente no serían capaces de soportarla. Era un sonido palpable y casi material, como una de esas lloviznas que puedes sentir sobre la piel pero no terminan de calarte. La vista y el oído no eran sentidos separados en el lugar donde me encontraba entonces. Podía oír la belleza visual de las esplendentes criaturas que pasaban por encima de mí y ver la perfección inmensa y dichosa de lo que cantaban. Era como si en aquel mundo no pudieras mirar ni escuchar nada sin convertirte en parte de ello, sin incorporarte a su naturaleza de algún modo misterioso.

De nuevo, desde mi perspectiva actual, me atrevo a sugerir que en aquel mundo no se podía ver nada, porque la palabra «ver» implica una separación que allí no existía. Eran cosas distintas, individuales, pero, aun así, formaban parte de todo lo demás, como los dibujos entrelazados y llenos de matices de una alfombra persa… o de las alas de una mariposa.

Se levantó una brisa cálida, como las que soplan en los días de verano más agradables y al pasar entre las hojas de los árboles las agitó y fluyó entre ellas como agua celestial. Una brisa divina. Su presencia lo cambió todo y el mundo que me rodeaba pareció adoptar una modulación nueva, en una octava más alta, una vibración más elevada.

Aunque todavía no había recuperado el don del habla (al menos tal como lo concebimos en la Tierra), comencé a formular preguntas sin palabras a ese viento y al ser divino cuya acción sentía tras él o dentro de él.

«¿Dónde está este lugar?»

«¿Quién soy?»

«¿Por qué estoy aquí?»

Cada vez que formulaba una de aquellas preguntas silenciosas, la respuesta me llegaba al instante en forma de una explosión de luz, color, amor y belleza, que impactaba en mí como una ola embravecida. Pero lo más importante de estas ráfagas era que no sólo me silenciaban dejándome asombrado y abrumado, sino que también les daban respuesta, aunque de una forma que no requería lenguaje. Los pensamientos entraban directamente en mí. Pero no era como el pensamiento que experimentamos en la Tierra. No era algo vago, inmaterial o abstracto. Aquellos pensamientos eran sólidos e inmediatos —más calientes que el fuego y mas húmedos que el agua— y al recibirlos era capaz, de manera instantánea y sin esfuerzo, de comprender conceptos que, en mi vida terrenal, me habría llevado años aprehender en su totalidad.

Seguí avanzando hasta entrar en un inmenso vacío, completamente oscuro, de tamaño infinito pero al mismo tiempo infinitamente reconfortante. Negro como la boca de un lobo, pero también rebosante de luz: una luz que parecía emitir un orbe brillante que en aquel momento yo sentía muy cerca de mí. Un orbe que estaba vivo y era casi sólido, como las canciones de las criaturas angelicales que viese antes.

Por extraño que pueda parecer, mi situación era similar a la de un feto en el vientre de su madre. El feto flota en el útero sin otra compañía que la de la silenciosa placenta, que lo nutre y media en su relación con la omnipresente pero al mismo tiempo invisible madre. Pero en mi caso, la «madre» era Dios, el Creador, la Fuente responsable de generar el universo y todo lo que contiene. Aquel ser estaba tan próximo a mí que no parecía mediar distancia alguna entre ambos. Pero a la vez podía sentir su infinita inmensidad y podía ver lo absolutamente minúsculo que era yo en comparación. En ocasiones utilizaré el pronombre Om para referirme a Dios, porque es el que utilicé originalmente cuando puse por escrito mis recuerdos, al salir del coma. «Om» era el sonido que recuerdo haber oído, asociado a aquel Dios omnisciente, omnipotente y pleno de amor incondicional; sin embargo, cualquier intento de describirlo con palabras está condenado al fracaso.

La inmensidad pura que me separaba de Om era la razón, comprendí entonces, de que tuviese al orbe como acompañante. De un modo que no era capaz de comprender del todo pero del que estaba seguro: el orbe era una especie de «intérprete» entre aquella presencia extraordinaria que me rodeaba y yo mismo.

Era como si hubiese nacido a un mundo más grande, como si el propio universo fuese como una especie de útero gigantesco y el orbe (que seguía, en cierta forma, conectado a la chica del ala de la mariposa, que, de hecho, era ella) estuviese guiándome a través del proceso.

Más tarde, ya de vuelta aquí en el mundo, me encontré con una cita del poeta cristiano del siglo XVII, Henry Vaughan, que se acerca a describir aquel lugar, aquel Núcleo vasto y negro como la tinta china, que era la morada de la mismísima Divinidad: «Hay, dicen algunos, en Dios una profunda pero deslumbrante oscuridad…».

Y eso era exactamente: una oscuridad negra como la tinta que al mismo tiempo estaba llena a rebosar de luz.

Las preguntas y las respuestas continuaron. Aunque no adoptaba la forma de una lengua, tal como nosotros la conocemos, la «voz» de aquel Ser era cálida y —por extraño que pueda parecer esto— personal. Comprendía a los seres humanos y poseía las mismas cualidades que nosotros, sólo que en una medida infinitamente superior. Me conocía a mí en total profundidad y rebosaba todas las cualidades que siempre he asociado con los seres humanos y sólo con ellos: calidez, compasión, emoción… e incluso ironía y sentido del humor.

A través del orbe, Om me reveló que no hay un solo universo sino muchos —más, de hecho, de los que yo podría llegar a concebir—, pero que el amor reside en el centro de todos ellos. El mal también está presente, pero únicamente en cantidades diminutas. El mal es necesario porque sin él el libre albedrío sería imposible y sin libre albedrío no podía haber crecimiento, ni avance, ni posibilidad alguna de que nos convirtiésemos en aquello que Dios quiere que lleguemos a ser. Por muy terrible y poderoso que pueda parecer a veces el mal en un mundo como el nuestro, en conjunto el amor es abrumadoramente dominante y al final acabará triunfando.

Contemplé la abundancia de la vida a través de los incontables universos, incluida la de criaturas de inteligencia mucho más avanzada que la de la humanidad. Vi que existen innúmeras dimensiones superiores, pero que el único modo de conocerlas es entrar en ellas y experimentarlas directamente. No se pueden captar ni comprender desde el espacio dimensional inferior. En esos reinos superiores existen la causa y el efecto, pero no como los concibe la mente humana, sino de un modo mayor. El mundo del tiempo y el espacio en el que vivimos en este reino terreno está profunda y complejamente entrelazado con esos mundos superiores. En otras palabras, que no están totalmente separados de nosotros, porque todos los mundos forman parte de una misma realidad divina, que lo abarca todo. Desde aquellos mundos superiores se podría acceder a cualquier tiempo y lugar del nuestro.

Tardaría más de lo que me queda de vida en elaborar todo lo que aprendí allí arriba. Este conocimiento no se me «enseñó», como se enseñan una lección de historia o un teorema de matemáticas. Las relaciones entre las ideas surgían directamente, sin tener que desvelarlas ni absorberlas. El conocimiento se almacenaba sin necesidad de memorizarlo, de una vez y para siempre. Y no se iba desvaneciendo, como sucede con la información normal. Hasta hoy sigue estando dentro de mí, mucho más claro que todo lo que aprendí durante mis largos años de estudio.

Esto no quiere decir que pueda acceder a ese conocimiento en cualquier momento. Como ahora vuelvo a estar en el reino terrenal, tengo que procesarlo a través de mi cuerpo y mi cerebro, que son físicos y limitados. Pero está ahí. Lo percibo, grabado en el fondo de mi ser. Para una persona como yo, que se ha pasado toda la vida trabajando para acumular conocimientos e información a la vieja usanza, el descubrimiento de un nivel superior de aprendizaje bastaba, por sí solo, para proporcionarme algo en lo que pensar durante siglos…

Por desgracia, para mi familia y los médicos, allá en la Tierra, la cosa era distinta.