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ISRAEL

A las ocho de la mañana del día siguiente, Holley volvía a estar en mi habitación. Despertó a Phyllis, ocupó su puesto junto a la cabecera de mi cama y tomó mi mano todavía inerte entre las suyas.

Alrededor de las once llegó Michael Sullivan y les pidió a todos que formasen un círculo a mi alrededor. Mi hermana Betsy, que ya estaba allí, me cogió de la mano para que también yo estuviese incluido. Michael entonó una plegaria. Estaban terminando cuando uno de los especialistas en enfermedades infecciosas llegó del piso de abajo con un nuevo informe. A pesar de que durante la noche me habían cambiado los antibióticos, la presencia de glóbulos blancos en mi torrente sanguíneo continuaba aumentando. Y las bacterias seguían, sin que nadie lograra impedírselo, devorando mi cerebro.

Los médicos, cada vez más acuciados por el tiempo y la falta de opciones, volvieron a repasar con Holley todos los detalles de mis actividades de los últimos días. Las preguntas se extendieron luego a las últimas semanas. ¿Había sucedido algo distinto en los últimos meses, cualquier cosa que pudiese ayudarles a encontrarle sentido a mi condición?

—Bueno —comentó ella—, hace pocos meses hizo un viaje a Israel.

El doctor Brennan levantó la mirada de su cuaderno.

Las células de la E. coli no sólo intercambian su ADN con otras células de E. coli, sino también con otros organismos bacterianos gram negativos. En estos tiempos de viajes por el mundo, bombardeos antibióticos y nuevas cepas de enfermedades en proceso de acelerada mutación, ello constituye un hecho muy relevante. Si unas bacterias E. coli se encuentran en un entorno biológico difícil con otros organismos mejor adaptados que ellas, pueden absorber parte de su ADN e incorporarlo.

En 1996, unos científicos descubrieron una nueva cepa de bacterias que contenía una secuencia de ADN codificante para la carbapenemasa de Klebsiella pneumoniae (o KPC, por sus siglas en inglés Klebsiella Pneumoniae Carbapenemase), una enzima que confería a sus bacterias anfitrionas capacidad de resistencia frente a los antibióticos. La encontraron en el estómago de un paciente que había muerto en un hospital de Carolina del Norte. La cepa llamó inmediatamente la atención de médicos de todo el mundo, conscientes de que la KPC podía hacer que las bacterias se volviesen resistentes, no sólo a algunos de los antibióticos de nuestros días, sino a todos ellos.

Si una variedad de bacterias tóxicas e inmunes a los antibióticos (emparentada con una cepa no tóxica presente en nuestros cuerpos) se liberase entre la población, esquilmaría la raza humana. Entre los antibióticos que se han desarrollado en la última década no hay ninguno que pudiera acudir a nuestro rescate.

El doctor Brennan sabía que pocos meses antes habían ingresado en un hospital a un paciente con una fuerte infección de Klebsiella pneumoniae y lo habían tratado con una amplia batería de antibióticos para tratar de contenerla. Pero el estado de salud del hombre siguió agravándose. Las pruebas revelaron que dicho bacilo seguía activo en su cuerpo y que los antibióticos no habían surtido efecto. Posteriormente, se descubrió que las bacterias de su intestino grueso habían adquirido el gen de la KPC por transferencia directa de plásmido de la infección de Klebsiella pneumoniae resistente.

En otras palabras, su cuerpo se había convertido en el laboratorio para la creación de una variante de bacteria que, si llegaba a propagarse entre la población en general, podía llegar a rivalizar con la Peste Negra (una plaga que acabó casi con la mitad de los europeos en el siglo XIV).

El hospital donde había sucedido todo esto era el centro médico Sourasky de Tel Aviv, Israel. Y de hecho, había coincidido prácticamente con una visita que había realizado yo meses atrás como parte de mi trabajo de coordinación de un proyecto de investigación global sobre cirugía cerebral por ultrasonidos enfocados. Había llegado a Jerusalén a las tres y cuarto de la madrugada y, tras instalarme en mi hotel, quise dar, a pesar de la hora, un paseo por la ciudad vieja. El paseo se convirtió en una larga caminata al amanecer por la Vía Dolorosa, que me llevó hasta el supuesto escenario de la Última Cena. Resultó un viaje extrañamente conmovedor y, tras mi regreso a Estados Unidos, hablé varias veces de ello con Holley. Pero por aquel entonces no sabía nada del paciente del centro médico Sourasky ni de las bacterias que habían adquirido el gen de la KPC. Una bacteria que resultó ser una cepa del E. coli.

¿Era posible que me hubiese infectado una bacteria inmune a los antibióticos durante mi estancia en Israel? Parecía poco probable. Pero era la única explicación para la aparente resistencia de mi infección, así que los médicos se pusieron manos a la obra para determinar si, en efecto, era ésa la bacteria que estaba atacando mi cerebro. Mi caso estaba a punto de incorporarse, por la primera de muchas razones, a la historia de la medicina.