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LA MELODÍA GIRATORIA Y EL PORTAL

Algo había aparecido en medio de la oscuridad. Giraba lentamente e irradiaba unos delicados filamentos de luz blanca y dorada que comenzaron a agrietar y disolver la oscuridad que me rodeaba.

Entonces oí algo nuevo: un sonido viviente, como la pieza musical con más matices, más compleja y más hermosa que hayas escuchado nunca. Fue cobrando mayor fuerza a medida que descendía una luz pura y blanca, y su llegada aniquiló aquel monótono pálpito mecánico que hasta entonces, y aparentemente durante eones, había sido mi única compañía.

La luz se fue acercando más y más, girando y girando, con unos filamentos de luz blanca y pura que, pude ver en aquel momento, estaba teñida aquí y allá de matices dorados.

Entonces, en el centro mismo de la luz apareció algo. Enfoqué mi percepción sobre ella, tratando de adivinar lo que era.

Una puerta. Ya no estaba mirando la luz giratoria, sino a través de ella.

En cuanto lo comprendí, comencé a ascender. Rápidamente. Hubo un ruido similar a una racha de viento y, con un destello repentino, atravesé la puerta y me encontré en un mundo totalmente nuevo. El más extraño y hermoso que jamás hubiera contemplado. Brillante, extático, asombroso… Podría utilizar un montón de adjetivos para describir el aspecto y las sensaciones que transmitían aquel mundo, pero me quedaría corto. Me sentí como si estuviera naciendo. No renaciendo ni volviendo a nacer. Sólo… naciendo.

A mis pies se extendía un paisaje. Era verde, frondoso, parecido al de la Tierra. Era la Tierra… pero al mismo tiempo no. Era como cuando tus padres te llevan de nuevo a un sitio en el que pasaste algunos años cuando eras un niño pequeño. No lo conoces. O al menos crees que no lo conoces. Pero cuando miras a tu alrededor, algo despierta en tu interior y te das cuenta de que una parte de ti —una parte que está muy, muy adentro— sí lo recuerda y se alegra de volver a estar en él.

Volaba sobre aquel lugar, por encima de árboles y campos, arroyos y cascadas y, de vez en cuando, personas. Y también niños, niños que reían y jugaban. La gente cantaba y bailaba en círculos y, puntualmente, veía también algún que otro perro que corría y saltaba entre la multitud, tan feliz como todos ellos. Vestían ropa sencilla pero hermosa y me dio la sensación de que sus colores transmitían la misma calidez viva que los árboles y las flores que crecían y crecían por todo el entorno.

Un mundo de ensueño increíblemente hermoso…

Sólo que no era un sueño. Aunque no sabía dónde estaba ni lo que era yo mismo, había algo de lo que sí me sentía del todo seguro: el lugar al que había llegado de repente era absolutamente real.

La palabra «real» expresa algo abstracto y resulta frustrantemente inadecuada para transmitir la idea que intento describir. Imagina que eres un niño y vas al cine un día de verano. Imagina que es una buena película y has disfrutado viéndola. Pero entonces termina y, junto con los demás espectadores, sales en fila del cine a la intensa, viva y acogedora calidez de la tarde estival. Y al respirar el aire de la calle y sentir los rayos del sol sobre ti, te preguntas por qué demonios decidiste desaprovechar un día tan hermoso sentado en el oscuro interior de una sala de cine.

Multiplica esa sensación por mil y seguirás sin acercarte a la que me inspiró a mí aquel lugar.

Seguí volando, no sé exactamente por cuánto tiempo (porque el tiempo en aquel lugar no era como la sencilla experiencia lineal que conocemos en la Tierra; de hecho, resulta tan difícil de describir como todos sus demás aspectos). Pero en un momento dado me percaté de que ya no estaba solo.

Había alguien a mi lado: una chica preciosa de pómulos altos y hermosos ojos azules. Llevaba ropa sencilla, como de campesina, similar a la que vestía la gente del pueblo que había visto abajo. Unos largos mechones de cabello dorado enmarcaban su hermoso rostro. Volábamos juntos a bordo de una superficie cubierta por unos dibujos enormemente intrincados, el ala de una mariposa. De hecho, estábamos rodeados por millones de mariposas, vastas bandadas de ellas que descendían sobre la vegetación y volvían a alzarse a nuestro alrededor. No se movían individualmente, separadas unas de otras, sino todas juntas, como un río de vida y color que se desplazase por el aire. Volábamos en elegantes formaciones que describían parsimoniosos bucles entre las flores y los brotes de los árboles, que se abrían al pasar nosotros a su lado.

El atuendo de la muchacha era sencillo, pero sus colores —azul claro, añil y melocotón— poseían la misma viveza deslumbrante y abrumadora que todo cuanto nos rodeaba. Me dirigió una mirada que habría hecho que cualquiera se alegrase de haber vivido hasta aquel momento, independientemente de lo que le hubiera pasado antes. No era una mirada romántica. Tampoco amistosa. Era algo que iba más allá de todo ello… más allá de todas las tipologías del amor que conocemos aquí en la Tierra. Era algo superior, que contenía en su interior todas las demás formas de amor y, al mismo tiempo, era más genuino y puro que todas ellas.

Sin utilizar palabras, me habló. El mensaje me penetró como una ráfaga de viento helado y al instante comprendí que era cierto. Lo supe como había sabido que el mundo que nos rodeaba era verdadero, no una simple fantasía, pasajera e insustancial.

El mensaje estaba dividido en tres partes y si hubiera tenido que traducirlo a una lengua de la Tierra, habría sonado más o menos así:

«Os aman y aprecian, profunda y eternamente».

«No tenéis nada que temer».

«Nada de lo que hagáis puede ser malo».

Esas esperanzadoras palabras hicieron que me inundara una vasta y alocada sensación de alivio. Fue como si me entregaran las reglas de un juego al que llevara toda la vida jugando sin comprenderlo del todo.

«Aquí te mostraremos muchas cosas —anunció la chica, de nuevo sin utilizar estas palabras exactas, sino transmitiéndome directamente su esencia conceptual—, pero al final regresarás».

Frente a esto, sólo tenía una pregunta.

Recuerda con quién estás hablando en este momento. No soy un bobo sentimental. Sé qué aspecto tiene la muerte. Sé lo que se siente cuando una persona viva, con la que has hablado y has bromeado hasta hace bien poco, se convierte en un objeto inerte en una mesa de operaciones después de que hayas pasado horas luchando para mantener la maquinaria de su cuerpo en funcionamiento. Sé la forma que adopta el sufrimiento y conozco la honda tristeza y la impotencia que reflejan las caras de quienes han perdido a un ser querido inesperadamente. Conozco la fisiología de mi propio cuerpo y, aunque no es mi especialidad, tampoco soy un completo ignorante al respecto. Conozco la diferencia entre la fantasía y la realidad y sé que aquella experiencia (de la que, a pesar de todo mi empeño, sólo consigo transmitirte la imagen más vaga y completamente insatisfactoria que quepa imaginar) fue la más importante de toda mi vida.

De hecho, la única que podría disputarle esta condición fue la que se produjo a continuación.