EBEN IV
Una vez en la Sala 1 de Cuidados Intensivos, mi estado continuó deteriorándose. El nivel de glucosa en el fluido cefalorraquídeo de una persona sana es de unos 80 miligramos por decilitro. Una persona aquejada por una meningitis bacteriana sumamente grave y amenazada de muerte puede tener unos niveles próximos a los 20 miligramos por decilitro. El mío era de un miligramo. En la escala de coma de Glasgow me encontraba en el nivel 8 (de quince posibles) lo que significaba una afección cerebral grave. Por si fuera poco, mi condición fue agravándose en los días siguientes. Mi evaluación APACHE II (acrónimo en inglés de Acute Physiology and Chronic Evaluation II, «evaluación II de fisiología aguda y salud crónica») en Urgencias era de 18 puntos sobre un máximo de 71, lo que significaba que las probabilidades de fallecimiento durante aquella hospitalización eran próximas al 30 por ciento. Pero, en realidad, debido a un problema diagnosticado de meningitis bacteriana aguda gram negativa con grave deterioro neurológico, cuando ingresé en el hospital sólo tenía, en el mejor de los casos, un diez por ciento de probabilidades de sobrevivir. Y si los antibióticos no hacían efecto, el riesgo de muerte iría ascendiendo inexorablemente durante los días siguientes hasta llegar a un innegociable ciento por ciento.
Los médicos anegaron mi cuerpo con tres potentes antibióticos intravenosos antes de enviarme a mi nuevo hogar: una habitación privada de gran tamaño, la número 10, de la Unidad de Cuidados Intensivos, en la planta superior de Urgencias.
Yo había estado muchas veces en aquella UCI, pero sólo como cirujano. Es el sitio donde se aloja a los enfermos más graves, personas que están a un paso de la muerte, para que el personal médico pueda trabajar con ellos de manera simultánea y sin interrupciones. Un equipo así, luchando en completa coordinación para mantener a un paciente con vida cuando todas las probabilidades están en su contra, conforma una imagen impresionante. En aquellas salas había vivido momentos tanto de enorme orgullo como de inmensa decepción, dependiendo de si la vida del paciente que luchábamos por salvar seguía adelante o se nos escurría entre los dedos.
El doctor Brennan y el resto del equipo trataron de mostrarse tan positivos con Holley como pudieron, dadas las circunstancias, lo que no quiere decir que fuesen demasiado optimistas. La verdad es que las probabilidades de que falleciese en cualquier momento eran muy elevadas. Y aunque no falleciese, cabía la posibilidad de que el ataque de las bacterias contra la corteza de mi cerebro imposibilitase para siempre las actividades cerebrales superiores. Cuanto más se prolongara mi coma, más aumentarían las probabilidades de que me pasase el resto de mi vida en un estado vegetativo.
Por suerte, no sólo el personal del hospital general de Lynchburg, sino también otras personas estaban movilizándose ya en mi auxilio. Michael Sullivan, vecino nuestro y rector de la Iglesia episcopaliana, llegó a Urgencias una hora después de mi esposa, aproximadamente. En el preciso momento en que ésta cruzaba corriendo la puerta de casa para seguir a la ambulancia, su teléfono móvil había empezado a sonar. Era su amiga de toda la vida, Sylvia White, quien siempre había tenido la sorprendente capacidad de aparecer justamente cuando sucedía alguna cosa importante. Holley estaba convencida de que poseía poderes. (Yo, por mi parte, prefería la explicación más segura y racional de que, simplemente, era una persona con gran intuición). Ella la puso al corriente de lo sucedido y entre las dos se encargaron de llamar a mis familiares más cercanos: mi hermana pequeña Betsy, que vivía cerca; mi otra hermana Phyllis, que a sus cuarenta y ocho años era la más joven de todos nosotros y vivía en Boston; y Jean, la mayor.
Aquella mañana de lunes, Jean cruzaba Virginia en dirección sur desde su casa de Delaware. Por pura casualidad, se dirigía a casa de nuestra madre, que vivía en Winston-Salem. Su móvil comenzó a sonar. Era su marido, David.
—¿Has llegado ya a Richmond? —le preguntó.
—No —dijo Jean—. Estoy al norte, en la I-95.
—Pues coge la ruta 60 en dirección oeste y luego la 24 hasta Lynchburg. Me acaba de llamar Holley. Eben está en el hospital, en Urgencias. Ha tenido un ataque esta mañana y, de momento, no responde.
—¡Oh, Dios mío! ¿Y saben qué ha sido?
—No están seguros, pero parece meningitis.
Jean dio la vuelta y siguió la sinuosa carretera 60 hacia el oeste, bajo densos nubarrones negros y veloces, en dirección a la ruta 24 y a Lynchburg.
Phyllis fue la que, a las tres de la tarde del mismo día del ataque, llamó a Eben IV a su apartamento de la Universidad de Delaware. Él estaba en el porche, haciendo unas prácticas de Ciencias (mi padre había sido neurocirujano y parecía que a él también le interesaba la carrera) cuando sonó su teléfono. Mi hermana lo puso rápidamente al corriente de la situación y le dijo que no se preocupara, que los médicos lo tenían todo bajo control.
—¿Tienen idea de lo que puede ser? —preguntó mi hijo.
—Bueno, han dicho algo sobre bacterias gram negativas y meningitis.
—Tengo dos exámenes en los próximos días, voy a avisar a mis profesores —decidió él.
Eben me contaría posteriormente que, en un primer momento, le costó creer que estuviese en un peligro tan grave como el que había insinuado su tía, puesto que Holley y ella «siempre exageraban un poco» y, además, yo no me ponía enfermo nunca. Pero cuando, una hora más tarde, lo llamó Michael Sullivan, se dio cuenta de que tenía que acudir de inmediato.
Mientras circulaba hacia Virginia comenzó a caer una llovizna helada. Phyllis había salido de Boston a las seis en punto y mientras Eben se acercaba al puente de la I-495 para cruzar el Potomac y entrar en Virginia, ella conducía bajo la lluvia. Llegó a Richmond, alquiló un coche y salió a la ruta 60.
Cuando Eben se encontraba a pocos kilómetros de Lynchburg, llamó a su madre.
—¿Cómo está Bond? —preguntó.
—Dormido —respondió ésta.
—En ese caso voy directamente al hospital —decidió Eben.
—¿Seguro que no quieres pasar antes por casa?
—No —dijo él—. Sólo quiero ver a papá.
Llegó a la Unidad de Cuidados Intensivos a las once y cuarto. Cuando entró en la luminosa sala de recepción del hospital, no había más que una enfermera. Ella lo acompañó hasta mi cama.
Para entonces, todos los visitantes se habían marchado ya a casa. Lo único que se oía en mi amplia y escasamente iluminada habitación eran los pitidos y siseos casi imperceptibles de las máquinas que mantenían mi cuerpo con vida.
Eben se quedó paralizado en el umbral de la puerta al verme. En sus veinte años de vida, nunca me había visto contraer nada más grave que un resfriado. Pero en aquel momento, a pesar del esfuerzo de las máquinas por aparentar otra cosa, lo que contemplaron sus ojos era, en esencia, un cadáver. Mi cuerpo físico estaba allí, frente a él, pero el padre que conocía ya no.
O quizá sería más apropiado decir que, simplemente, estaba en otro sitio.