EL FOTÓGRAFO
«La gratitud no es sólo la mayor de las virtudes, sino la madre de todas las demás».
CICERÓN (106-43 a. J.C.)
Mis ojos se abrieron de pronto. En la oscuridad de nuestro dormitorio, me fijé en la luz roja del reloj de la mesilla de noche: las cuatro y media de la madrugada. Una hora antes de lo que solía despertarme para hacer mi trayecto de setenta minutos de duración entre nuestra casa de Lynchburg, Virginia, y la fundación Focused Ultrasound Surgery de Charlottesville, donde trabajaba. Mi esposa Holley seguía profundamente dormida a mi lado.
Cuatro meses después de mi salida del hospital, mi hermana biológica Kathy pudo enviarme finalmente una foto de nuestra hermana Betsy. Estaba en nuestro dormitorio, donde había comenzado aquella odisea, cuando abrí el voluminoso sobre y saqué una foto brillante, enmarcada y a color de la hermana a la que nunca había conocido. Se encontraba, como descubriría posteriormente, en el embarcadero del ferry de la isla de Balboa, cerca de la casa que tenía en el sur de California. El fondo era un precioso anochecer de la costa Oeste. Tenía el pelo largo y castaño y una sonrisa que irradiaba amor y bondad, y además de llegarme muy dentro, me inspiraba una mezcla de entusiasmo y melancolía.
Kathy había adjuntado un poema a la fotografía. Lo había escrito David M. Romano en 1993 y se llamaba «Cuando mañana comience sin mí».
Cuando mañana comience sin mí
y yo no esté aquí para verlo,
si el Sol se alzase y encontrase tus ojos
rebosantes de lágrimas por mí;
ojalá no llores
como has llorado hoy,
al pensar en las muchas cosas
que no llegamos a decirnos.
Sé lo mucho que me quieres,
tanto como te quiero yo a ti,
y sé que cada vez que pienses en mí
también tú me echarás de menos;
pero cuando mañana comience sin mí,
intenta entender, por favor,
que vino un ángel y me llamó por mi nombre,
y me tomó de la mano
y dijo que me esperaba mi sitio
en el cielo, en lo alto
y que tenía que dejar atrás
a todos los que tanto amo.
Pero al volverme para marchar
se me escapó una lágrima
porque siempre había pensado
que no quería morir.
Tenía tanto por lo que vivir,
tantas cosas aún por hacer,
que parecía casi algo imposible
que estuviera abandonándote.
Me acordé de todos los días de ayer,
los buenos y los malos,
de los pensamientos y el amor que compartimos,
de lo mucho que nos reímos.
Si pudiera revivir el ayer,
aunque sólo fuese un momento,
te diría adiós y te besaría
y quizá te viese sonreír.
Pero entonces me di cuenta
de que esto nunca podrá ser,
porque el vacío y los recuerdos
ocuparían mi lugar.
Y cuando pensé en las cosas del mundo
que podría extrañar al llegar mañana,
me acordé de ti y al hacerlo
mi corazón se llenó de pesar.
Pero al cruzar las puertas del cielo
me sentí en casa,
al ver que Dios me miraba y me sonreía
desde su gran trono dorado
y me decía: «He aquí la eternidad,
y todo lo que te había prometido.
Hoy tu vida en la Tierra es cosa del pasado
pero aquí comienza de nuevo.
No te prometo un mañana,
porque hoy durará eternamente,
y como todos los días serán el mismo,
no habrá nostalgia por el pasado.
Has tenido tanta fe,
tanta confianza, tanta fidelidad…
Aunque hubo veces en que
hiciste algunas cosas que
sabías que no debías.
Pero te he perdonado
y ahora al fin eres libre.
¿No quieres venir, cogerme de la mano
y compartir mi vida?».
Así que cuando mañana comience sin mí
no creas que estaremos muy lejos
porque cada vez que me recuerdes
estaré ahí mismo, en tu corazón
.Sentí que se me nublaban los ojos mientras dejaba la fotografía con delicadeza sobre la cómoda y luego continué contemplándola. Me resultaba extraña, evocadoramente familiar. Pero no podía ser de otro modo. Éramos familiares consanguíneos y compartía con ella más ADN que con cualquier otra persona del planeta, con la posible excepción de mis otras dos hermanas. Independientemente de que no nos hubiéramos conocido, Betsy y yo estábamos conectados a un nivel muy profundo.
A la mañana siguiente, estaba en el dormitorio, leyendo el libro de Elisabeth Kübler-Ross, On Life after Death y me encontré con la historia de una niña de doce años que había pasado por una ECM sin que sus progenitores se enteraran en un primer momento. Sin embargo, al final no pudo contenerse y se sinceró con su padre. Le dijo que había viajado a un lugar maravilloso, lleno de amor y belleza, donde había recibido todo el cariño y el consuelo de su hermano.
—Lo que no entiendo —le dijo la niña a su padre—, es que no tengo ningún hermano.
Los ojos de su padre se llenaron de lágrimas. Y entonces le habló a su hija sobre el hermano que sí había tenido, pero que murió tres meses antes de que naciese ella.
Dejé de leer. Por un momento, me sumergí en un espacio de extraña confusión, sin pensar ni dejar de pensar, sino simplemente… asimilando algo. Un pensamiento que rondaba los límites de mi mente consciente sin llegar a atravesarlos todavía.
Entonces, mis ojos se desplazaron hasta la cómoda y la foto que me había mandado Kathy. La foto de la hermana a la que nunca había conocido. A la que sólo imaginaba por las historias de mi familia biológica sobre una persona maravillosa y de una inmensa bondad. Una persona tan buena, solían decir, que prácticamente era un ángel.
Sin el traje azul y añil, sin la luz celestial del Portal que la rodeaba allí sentada, sobre la hermosísima ala de la mariposa, no era tan fácil de reconocer, al menos al principio. Pero eso era algo normal. Sólo había visto su yo celestial, el que vivía por encima y más allá de este reino terrenal, con todas sus tragedias y todos sus pesares.
Pero ahora me daba cuenta de que era ella, sin ninguna duda, con su inconfundible sonrisa de cariño, su mirada confiada e infinitamente reconfortante y sus chispeantes ojos azules.
Era ella.
Por un instante, los mundos se encontraron. Mi mundo aquí en la Tierra, donde era médico, padre y marido, y el otro mundo de allí fuera, un mundo tan vasto donde podías perder la noción de tu yo terrenal y convertirte en una parte del cosmos, aquella oscuridad empapada de Dios y rebosante de amor.
En aquel preciso momento, en el dormitorio de nuestra casa en una lluviosa mañana de martes, el mundo superior y el mundo inferior se encontraron. Al ver aquella foto me sentí un poco como el niño del cuento de hadas que viaja al otro mundo y, al regresar, cree que ha sido todo un sueño… hasta que mete una mano en el bolsillo y se encuentra con un puñado de titilante tierra mágica que se ha traído del más allá.
Aunque hubiese tratado de negarlo, durante semanas se había librado una batalla en mi interior. Una batalla entre aquellas partes de mi mente que habían estado allí, fuera de mi cuerpo, y el médico, el hombre que se había consagrado a la ciencia. Pero al mirar la cara de mi hermana, mi ángel, supe —supe con total certeza— que las dos personas que había sido durante los últimos meses, desde mi regreso, eran en realidad sólo una. Tenía que abrazar plenamente mi condición de médico, de científico y de sanador y también la de protagonista de un viaje hacia la Divinidad tan insólito como real e importante. Era crucial que lo hiciera, y no sólo por mí, sino por los detalles absolutamente convincentes que lo rodeaban y lo convertían en una historia que podía cambiar las cosas. Mi ECM había curado mi alma fragmentada. Me había hecho saber que siempre me habían querido, lo mismo que a todas las personas, absolutamente todas, del universo. Y para hacerlo había colocado mi cuerpo en un estado en el que, según la ciencia médica actual, habría sido imposible que experimentara nada.
Sé que habrá gente que intentará restar validez a mi experiencia por cualquier medio y otros que se negarán a creerla desde el comienzo, aduciendo que lo que cuento no tiene base «científica» y no podría ser otra cosa que un sueño absurdo y febril.
Pero yo sé cuál es la verdad. Y tanto por quienes viven aquí en la Tierra como por aquellos a los que conocí más allá de este reino, sé que es mi deber —como científico y por tanto buscador de la verdad y también como médico consagrado a ayudar a mis semejantes— transmitirle a toda la gente que pueda que lo que experimenté es cierto, fue real y es de una enorme importancia. No únicamente para mí, sino para todos nosotros.
En mi viaje no descubrí sólo el amor, sino también quiénes somos y la profunda medida en que estamos conectados, es decir, el verdadero sentido de toda existencia. Allí arriba descubrí quién soy y al volver aquí comprendí que los últimos cabos sueltos de mi ser estaban atándose.
Te quieren. Son las palabras que necesitaba oír como huérfano, como niño al que habían abandonado. Pero también es lo que todos necesitamos oír en esta era de materialismo, porque en términos de nuestra auténtica identidad, de nuestra verdadera procedencia y de nuestro destino final, todos nos sentimos (equivocadamente) como huérfanos.
Si no recuperamos el recuerdo de nuestra conexión profunda y del amor incondicional de nuestro Creador, siempre nos sentiremos así aquí, en la Tierra.
Así que aquí estoy. Sigo siendo un científico. Sigo siendo un médico. Y como tal tengo dos deberes esenciales: honrar la verdad y curar a los demás. Éste es el auténtico sentido de mi historia. Una historia que, cuanto más tiempo pasa, más seguro estoy de que sucedió por alguna razón. No porque yo sea especial. Lo que sucede es que en mí convergieron dos circunstancias que, en combinación, terminan de derribar la idea, impuesta por el reduccionismo científico, de que el reino de lo material es lo único que existe, y la conciencia y el espíritu —los tuyos y los míos— no son el centro y el gran misterio del universo.
Pero yo soy la prueba viviente de que es así.