EL ENIGMA DE LA CONCIENCIA
«Si deseas ser un auténtico buscador de la verdad, es necesario que, al menos una vez en la vida, pongas en duda, en la medida de lo posible, todas las cosas».
RENÉ DESCARTES (1596-1650)
Tardé unos dos meses en recuperar mi arsenal completo de conocimientos neuroquirúrgicos. Dejando aparte de momento el hecho en esencia milagroso de mi recuperación (sigue sin haber precedentes médicos para un caso como el mío, en el que un cerebro sometido a un ataque tan grave por parte de bacterias E. coli gram negativas recuperaba su antigua capacidad), al regresar seguía teniendo que hacer frente al hecho de que todo cuando había aprendido en cuatro décadas de estudio y trabajo sobre el cerebro humano, sobre el universo y sobre lo que constituye la realidad entraba en conflicto con lo que había experimentado durante aquellos siete días de coma. Cuando perdí el conocimiento era un médico secular que había pasado toda la carrera en algunas de las instituciones científicas más prestigiosas del mundo, tratando de comprender las conexiones entre el cerebro humano y la conciencia. No era que no creyese en la conciencia. Simplemente, estaba convencido de la práctica improbabilidad mecánica de que existiese de manera independiente.
En los años veinte, el físico Werner Heisenberg (y otros pioneros de la ciencia de la mecánica cuántica) realizó un descubrimiento tan singular que el mundo aún no ha podido asimilarlo del todo. Cuando observamos fenómenos subatómicos, es imposible separar del todo al observador (esto es, el científico que realiza el experimento) del objeto de sus observaciones. En nuestra vida cotidiana es fácil olvidarse de esto. Vemos el universo como un sitio repleto de objetos separados (mesas y sillas, gente y planetas), que interactúan en ocasiones, pero en esencia permanecen separados. Sin embargo, a nivel subatómico, este universo de objetos separados se revela como una completa ilusión. En el reino de las cosas realmente pequeñas, todos los objetos del universo físico están íntimamente conectados entre sí. De hecho, se ha constatado que en realidad no existen los «objetos» en el mundo, sólo vibraciones de energía y relaciones.
El significado de esto tendría que haber sido obvio, pero no lo fue para muchos. Era imposible buscar la realidad nuclear del universo sin utilizar la conciencia. Lejos de ser un producto secundario y poco importante de los procesos físicos (como había creído yo siempre antes de mi experiencia), la conciencia, no únicamente es real, sino que lo es más que el resto de la experiencia física, hasta el punto de que, seguramente, constituye el fundamento de todo. Pero ninguna de estas ideas se había incorporado al retrato de la realidad elaborado por la ciencia. Muchos científicos están tratando de hacerlo hoy en día, pero de momento no existe ninguna «teoría del todo» unificada que combine las leyes de la mecánica cuántica con las de la teoría de la relatividad de un modo que apunte siquiera a incorporar la conciencia.
Todos los objetos del universo físico están compuestos de átomos. Los átomos, a su vez, lo están de protones, electrones y neutrones. Éstos, por su parte, son (tal como descubrió la física en los primeros años del siglo XX) partículas. Y las partículas están hechas de… Bueno, francamente, ni los físicos lo saben. Lo que sí saben es que cada una de ellas está conectada a todas las demás que existen en el universo. Al más profundo nivel imaginable, están todas interconectadas.
Antes de mi experiencia en el más allá, estaba al corriente de todas estas ideas científicas, pero de un modo distante y vago. En el mundo en el que yo vivía y me movía, un mundo de coches, casa y mesas de operaciones, de pacientes que vivían o morían dependiendo en parte de mi pericia en el quirófano, los fundamentos de la física subatómica eran hechos ajenos y extraños. Puede que fuesen ciertos, pero no concernían a mi realidad cotidiana.
Pero cuando dejé atrás mi cuerpo físico, los experimenté directamente. De hecho, puedo decir con toda tranquilidad que, aunque en aquel momento no conocía este término, mientras me encontraba en el Portal y en el Núcleo, estaba realmente «practicando la ciencia». Una ciencia que se basaba en la más auténtica y sofisticada herramienta de investigación que poseemos: la propia conciencia.
Cuanto más investigaba, más me convencía de que mi descubrimiento no era sólo interesante o significativo desde un punto de vista espiritual. Era un hecho científico. Según la persona con la que hables, la conciencia puede ser el mayor misterio al que se enfrenta la ciencia, o algo trivial. Lo más sorprendente es la cantidad de científicos que se encuentran en este último grupo. Para muchos científicos —puede que la mayoría— no merece la pena preocuparse por la conciencia, dado que no es más que un proceso secundario generado por el proceso físico. Y un gran número de ellos van todavía más allá y aseguran que, no es sólo que sea un fenómeno secundario, sino que ni siquiera es real.
No obstante, muchas de las voces más destacadas en los campos de la neurociencia de la conciencia y la filosofía de la mente se mostrarían en desacuerdo. En las últimas décadas han llegado a identificar el «problema esencial de la conciencia». Y aunque la idea llevaba circulando en estado embrionario durante décadas, fue David Chalmers quien la definió en un brillante libro publicado en 1996, La mente consciente. El problema esencial, concerniente a la misma existencia de la experiencia consciente, puede reducirse a las siguientes preguntas:
¿Cómo surge la conciencia del funcionamiento del cerebro humano?
¿Qué relación tiene con el comportamiento que la acompaña?
¿Qué relación existe entre el mundo percibido y el mundo real?
El problema principal es tan esencialmente complejo que algunos pensadores han afirmado que su respuesta se encuentra más allá del alcance de la «ciencia». Pero este hecho no le resta importancia alguna. En realidad, apunta al papel insondablemente profundo que desempeña en el funcionamiento del universo.
El auge del método científico basado únicamente en el reino de lo físico, un proceso característico de los últimos cuatrocientos años, representa un problema de primera magnitud: hemos perdido el contacto con el profundo misterio que reside en el centro de la existencia, nuestra conciencia. Era algo que (bajo nombres distintos y expresado a través de diferentes maneras de ver el mundo) conocían bien y sostenían todas las religiones premodernas del mundo, pero que perdimos en nuestra cultura secular occidental a medida que sucumbíamos a la fascinación por el poder de la ciencia y la tecnología modernas.
A pesar de todos los éxitos de la civilización occidental, el mundo ha tenido que pagar un alto precio por ellos, relacionado con el componente más crucial de la existencia: el espíritu humano. El lado oscuro de la alta tecnología —la guerra moderna, nuestra apatía ante homicidios y suicidios, la miseria urbana, el caos ecológico, el catastrófico cambio climático, la polarización de los recursos económicos— ya es de por sí bastante malo. Pero por si fuera poco, nuestra ceguera a todo lo que no sea el progreso exponencial en la ciencia y en la tecnología nos ha dejado a muchos de nosotros vacíos en el reino del significado y la dicha, sin saber cómo encajan nuestras vidas en el gran tapiz de la existencia para toda la eternidad.
Las grandes preguntas sobre el alma y la otra vida, la reencarnación y la existencia de Dios y del Cielo se han demostrado esquivas a los medios científicos convencionales, lo que no quiere decir que no existan. Del mismo modo, los fenómenos de conciencia extendida, como la visión remota, la percepción extrasensorial, la psicoquinesia, la clarividencia, la telepatía y la precognición, se han mostrado tenazmente resistentes al escrutinio de la investigación científica «convencional». Antes de mi coma, yo dudaba sinceramente de su veracidad, más que nada porque nunca había experimentado nada parecido a un nivel profundo y porque, en mi simplista visión científica del mundo, no había forma de explicarlas satisfactoriamente.
Como tantos otros escépticos científicos, me negaba incluso a revisar los datos sobre las cuestiones relevantes a estos fenómenos. Los prejuzgaba a ellos y a la gente que los aportaba, porque mi limitada perspectiva me impedía siquiera empezar a concebir cómo era posible que sucediesen tales cosas. Quienes afirman que no existen evidencias que apoyen la existencia de la conciencia extendida, a pesar de las abrumadoras pruebas en sentido contrario, exhiben una ignorancia premeditada. Creen conocer la verdad sin necesidad de examinar los hechos.
A todos aquellos que siguen prisioneros en la trampa del escepticismo científico les recomiendo el libro Irreducible Mind: Toward a Psychology for the 21st Century, editado en 2007. En este riguroso análisis científico se nos presentan pruebas de la existencia de la conciencia fuera del cuerpo. Irreducible Mind es la obra esencial para un grupo científico de gran prestigio, el Departamento de Estudios sobre la Percepción de la Universidad de Virginia. Sus autores realizan un exhaustivo repaso de los datos relevantes, cuya conclusión es inexorable: estos fenómenos son reales y si queremos comprender la realidad de nuestra existencia, debemos esforzarnos por entenderlos.
Han tratado de convencernos de que la visión científica del mundo está acercándose rápidamente a una teoría del todo en la que apenas quedaría espacio para nuestra alma, para el Cielo ni para Dios. Mi periplo por las profundas regiones del coma, más allá del tosco reino de lo físico, me llevó hasta la esplendorosa morada del Creador todopoderoso y me reveló el abismo indescriptiblemente dilatado que separa nuestro humano conocimiento del asombroso reino de Dios.
Cualquiera de nosotros está más familiarizado con la conciencia que con cualquier otra cosa y, sin embargo, sabemos más sobre el resto del universo que sobre los mecanismos que rigen su funcionamiento. Está tan cerca de nosotros que se encuentra casi fuera de nuestro alcance. No hay nada en los fundamentos físicos del mundo material (quarks, electrones, fotones, átomos, etc.), y más concretamente, en la intrincada estructura del cerebro, que nos aporte la menor pista sobre el funcionamiento de la conciencia.
De hecho, el indicio más sólido que existe sobre la realidad del reino espiritual es el profundo misterio de nuestra existencia consciente. Es una revelación mucho más misteriosa que todas las que nos han mostrado los físicos o los expertos en neurociencias, cuyo fracaso ha dejado sumida en la oscuridad la íntima relación que existe entre la conciencia y la mecánica cuántica, y a través de ella, la realidad física.
Para estudiar de verdad el universo a un nivel profundo, debemos reconocer el papel fundamental que desempeña la conciencia a la hora de retratar la verdad. Los descubrimientos de la mecánica cuántica asombraron a los brillantes pioneros de este campo, muchos de los cuales (Werner Heisenberg, Wolfgang Pauli, Niels Bohr, Erwin Schrödinger o sir James Jeans, por nombrar sólo unos pocos) acabaron recurriendo a visiones místicas del mundo en busca de respuestas.
Comprendieron que era imposible separar a quien realiza el experimento del propio experimento y explicar la realidad prescindiendo de la conciencia. Lo que yo descubrí en el más allá es la indescriptible inmensidad y complejidad del universo, así como el hecho de que la conciencia es la base de todo cuanto existe. Estaba tan completamente conectado a ella que muchas veces no existía diferencia entre el «yo» y el mundo por el que me desplazaba.
Si tuviese que resumir todo esto, diría una serie de cosas. En primer lugar: que el universo es mucho más grande de lo que puede parecer si nos limitamos a examinar sus partes más visibles de manera inmediata (una afirmación nada revolucionaria, en realidad, dado que ya la ciencia convencional reconoce que el 96 por ciento del universo está compuesto de «materia y energía oscuras». ¿Qué son estas entidades[1]? Nadie lo sabe. Pero lo que transformó mi experiencia en algo inusual fue la pasmosa inmediatez con la que experimenté el papel esencial de la conciencia, del espíritu. Cuando lo descubrí allí arriba, no fue en forma de teoría, sino como un hecho, tan abrumador e inmediato como una bocanada de aire glacial en la cara).
En segundo lugar: que todos —cada uno de nosotros— estamos íntima e inextricablemente conectados a ese universo mayor. Ése es nuestro verdadero hogar y creer que lo único que importa es el mundo físico es como encerrarse en un pequeño armario e imaginar que no existe nada más allá.
Y en tercer lugar: que el poder de la fe tiene una importancia crucial para facilitar el triunfo de la mente sobre la materia. Cuando era estudiante de Medicina, solía divertirme el sorprendente poder del efecto placebo, el hecho de que en todos los estudios hubiese que superar el 30 por ciento de eficacia atribuible a la fe del paciente en la medicina que se le estaba administrando, aunque fuese una sustancia inocua. Pero en lugar de aceptar el subyacente poder de la fe y su capacidad de influir en nuestro estado de salud, la ciencia médica prefería ver el vaso «medio vacío» y tomar el efecto placebo como un obstáculo para la demostración de la eficacia de un tratamiento.
En el corazón mismo del enigma de la mecánica cuántica reside la falsedad de nuestra idea de ubicación en el espacio y en el tiempo. En realidad, el resto del universo —es decir, su inmensa mayoría— no está separado de nosotros en el espacio. Sí, el espacio parece físico, pero ésta es una visión limitada. Toda la altura y la longitud del universo físico no significan nada en el reino espiritual del que ha brotado éste, el reino de la conciencia (que algunos podrían definir como «la fuerza vital»).
Este otro universo, mucho mayor, no está «lejos», en modo alguno. De hecho, está aquí, aquí mismo, donde yo escribo esta frase y allí mismo, donde tú la lees. No está lejos desde el punto de vista físico. Simplemente, existe en una frecuencia distinta. Está aquí mismo y ahora mismo, pero no somos conscientes de ello porque estamos casi cerrados a las frecuencias en las que se manifiesta. Vivimos en las dimensiones familiares del espacio y el tiempo, constreñidos por las peculiares limitaciones de nuestros órganos sensoriales y por nuestro alineamiento perceptual con el espectro de los cuantos subatómicos que se extienden por todo el universo. Y estas dimensiones, aunque contienen muchas cosas, nos aíslan de otras, que contienen muchas más.
Los antiguos griegos ya descubrieron esto hace mucho tiempo y mis propios hallazgos sólo fueron un reflejo de los suyos: lo similar atrae a lo similar. El universo está constituido de tal modo que para comprender verdaderamente cualquier parte de sus numerosas dimensiones y sus muchos niveles tienes que convertirte en parte de esa dimensión o ese nivel. O, dicho de un modo más preciso, tienes que abrirte a la convergencia con esa parte del universo que ya posees, pero de la que tal vez no hayas sido muy consciente hasta ahora.
El universo no tiene principio ni fin y Dios está completamente presente en todas sus partículas. Buena parte —la mayoría, de hecho— de lo que la gente ha querido decir sobre Dios y los mundos espirituales superiores tiene que ver con traerlos a nuestro nivel, en lugar de elevar nuestras percepciones al suyo. Y con nuestras insuficientes descripciones contaminamos su naturaleza reveladora y asombrosa.
Pero aunque no comenzó en un momento y nunca terminará, el universo sí tiene «signos de puntuación», cuyo propósito es otorgar existencia a las criaturas y permitir que participen de la gloria de Dios. El Big Bang que creó nuestro universo es uno de estos «signos de puntuación» de la creación. Pero Om lo ve todo desde fuera, con una mirada que engloba toda su creación, más amplia incluso que aquella perspectiva de las dimensiones superiores que yo conocí. Allí, ver era saber. No había distinción entre experimentar algo y comprenderlo.
Las palabras «estaba ciego pero ahora veo» cobran un nuevo sentido al comprender lo ciegos que estamos en la Tierra a la naturaleza plena del universo espiritual, sobre todo aquellos que, como yo antes, creen que la materia es la esencia de la realidad y todo lo demás —el pensamiento, la conciencia, las ideas, las emociones y el espíritu— es fruto de ella.
Esta revelación me inspiró enormemente, porque me permitió percibir las deslumbrantes cimas de comunión y comprensión que nos esperan cuando dejamos atrás las limitaciones de nuestros cuerpos y cerebros físicos.
El sentido del humor. La ironía. Las emociones. Siempre había pensado que los humanos desarrollábamos estas cualidades para sobrevivir a un mundo doloroso y muchas veces injusto. Y así es. Pero además de consuelos, estas cualidades representan momentos de lucidez —breves, fugaces como destellos, pero esenciales— en los que reconocemos que, sean cuales sean nuestros trabajos y pesares en este mundo, no pueden llegar a tocar a los seres eternos, mucho más grandes, que somos en realidad. La risa y la ironía son los medios que utiliza nuestro corazón para recordarnos que no somos prisioneros en este mundo, sino viajeros de paso.
Otro aspecto de la buena nueva es que no hace falta estar a punto de morir para vislumbrar lo que hay al otro lado del velo… aunque sí es necesario trabajar para conseguirlo. Aprender todo lo que puedas sobre ese reino leyendo libros y yendo a conferencias es un comienzo, pero al cabo del día, cada uno de nosotros debe adentrarse en su propia conciencia, por medio de la plegaria y la meditación, para acceder a estas verdades.
La meditación adopta muchas formas distintas. La más útil para mí desde que salí del coma es la que desarrolló Robert A. Monroe, fundador del Instituto Monroe de Faber, Virginia. Su libertad frente a cualquier filosofía dogmática ofrece un beneficio irrefutable. El único dogma del sistema de ejercicios de meditación de Monroe es éste: soy algo más que mi cuerpo físico. Esta sencilla afirmación tiene profundas implicaciones.
Robert Monroe era productor de programas de radio de gran éxito en el Nueva York de los años cincuenta. Mientras investigaba el uso de grabaciones de sonido durante el sueño como técnica pedagógica, comenzó a tener experiencias extracorporales. Las complejas investigaciones que llevó a cabo durante más de cuatro décadas desembocaron en un potente sistema de exploración de la conciencia profunda basada en una tecnología de audio inventada por él mismo y conocida como Hemi-Sync.
El sistema Hemi-Sync refuerza la percepción selectiva y la capacidad de trabajo mediante la creación de un estado de relajación. Pero la invención de Monroe ofrece mucho más que esto: los estados de percepción realzada permiten acceder a modos de percepción alternativa, como la meditación profunda y los raptos místicos. Hemi-Sync utiliza los principios físicos del trance resonante de las ondas cerebrales y se basa en su relación con la psicología conductista y perceptual de la conciencia y en los principios fisiológicos esenciales del cerebro.
Este sistema utiliza patrones específicos de ondas de sonido estéreo (de frecuencias ligeramente distintas en cada oído) para inducir una actividad de ondas cerebrales sincronizadas. Los «latidos binaurales» se generan a una frecuencia equivalente a la diferencia aritmética entre las frecuencias de las dos señales. Por medio de un sistema ancestral pero sumamente preciso del tallo cerebral (que normalmente se utiliza para la localización de las fuentes de sonido en el plano horizontal alrededor de la cabeza) estos latidos binaurales inducen un trance en el sistema de activación reticular, que es el que proporciona las señales al tálamo y la corteza que hacen posible la conciencia. Estas señales generan una sincronía de ondas cerebrales en un abanico de frecuencias de entre 1 y 25 hercios (Hz, o ciclos por segundo), incluido el crucial abanico que se encuentra por debajo del umbral normal de la capacidad de precepción auditiva del ser humano (20 Hz). Este abanico se asocia con las ondas cerebrales de tipo delta (< 4 Hz, que normalmente aparecen en estados de sueño profundo sin sueños), theta (4-7 Hz, que se manifiestan en estados de relajación y meditación profunda y durante el sueño no-REM) y alfa (7-13 Hz, características del sueño REM, o profundo, de los estados fronterizos con el sueño y de la relajación posdespertar).
En mi periplo de comprensión tras la salida del coma, el sistema Hemi-Sync me ofreció un medio para desactivar las funciones de filtrado del cerebro físico sincronizando de manera global la actividad eléctrica de mi neocórtex (tal como, seguramente, había hecho la meningitis) para liberar así mi conciencia extracorporal. Creo que Hemi-Sync me ha permitido regresar a un reino similar al que visité durante el coma profundo, sólo que sin tener que estar al borde de la muerte. Pero al igual que me sucedía con los sueños en los que volaba, de niño, es un proceso en el que es fundamental abrir las puertas al viaje. Si intento forzarlo centrando demasiado mi atención en él u obsesionándome con los resultados, no funciona.
Utilizar la palabra «omnisciente» se me antoja inapropiado, porque el poder asombroso y creativo que presencié está más allá de la capacidad descriptiva de las palabras. Caí entonces en la cuenta de que el hecho de que algunas religiones hayan prohibido nombrar a Dios o representar a los profetas divinos podría tener algún sentido, porque la realidad de Dios es tan completamente inabarcable que cualquier intento de representarla por medio de palabras o imágenes, aquí en la Tierra, está abocado al fracaso.
Del mismo modo que mi percepción allí era individual y al mismo tiempo estaba totalmente unificada con el universo, las fronteras de lo que experimentaba como mi «yo» se contraían en ocasiones y en otras parecían ampliarse hasta incluir todo cuanto abarca la eternidad. La disolución de los límites entre mi percepción y el reino que me rodeaba era a veces tan grande que me transformaba en el universo entero. Otra forma de expresarlo sería decir que entraba voluntariamente en un estado de identidad con el universo, una identidad que había estado presente en todo momento pero de la que había sido incapaz de percatarme por culpa de mi ceguera.
Una analogía que suelo utilizar para ilustrar este estado de conciencia al más profundo nivel es la del huevo de gallina. Mientras estaba en el Núcleo, incluso cuando era uno con el Orbe de luz y todo el universo interdimensional a través de toda la eternidad y me unía íntimamente con Dios, sentía con claridad que el aspecto creativo y primordial de Dios (su esencia como motor universal) era la cáscara que protegía el interior del huevo, asociada a todo ello (del mismo modo que nuestra conciencia es una extensión directa de lo Divino), pero al mismo tiempo ajena por siempre a la capacidad de identificación absoluta con la conciencia de lo creado. Mientras mi conciencia se convertía en una identidad con todo y con la eternidad, sentí que no podía integrarme totalmente con el motor creativo del que se originaba todo esto. En el corazón de la más infinita unidad, seguía existiendo esa dualidad. Pero es posible que esta aparente dualidad no sea más que el resultado de tratar de trasladar esa percepción a este nuestro reino.
Nunca oí directamente la voz de Om, ni vi su cara. Era como si me hablase a través de unos pensamientos que eran como grandes olas que rompían sobre mí, que lo levantaban todo a mi alrededor y me mostraban que existe un tejido más profundo de la existencia, un tejido del que todos formamos parte aunque en general no seamos conscientes de ello.
Así que, ¿estaba comunicándome directamente con Dios? Sin ninguna duda. Así expresado, suena a megalomanía. Pero cuando estaba sucediendo, yo no lo percibía así. De hecho, me daba la sensación de que sólo estaba haciendo lo que toda alma es capaz de hacer cuando abandona el cuerpo y lo que podemos hacer incluso ahora mismo por medio de distintas técnicas de plegaria o de meditación profunda. Comunicarse con Dios es la experiencia más extraordinaria que se pueda imaginar, pero al mismo tiempo es la más natural del mundo, porque Dios está presente en todos nosotros en todo momento. Omnisciente, omnipotente, personal… y fuente de amor incondicional. Todos estamos conectados como uno solo a través de nuestro divino enlace con Dios.